lunes, 3 de febrero de 2014

SE TUMBABA EN EL TEJADO PARA VER CORRER LAS NUBES.

 


Me subí al tejado y allí estaba escondida, detrás de la chimenea. ¿Qué niña se sube al tejado de su casa y se esconde detrás de la chimenea? Desde el principio supe que alguien andaba en las tejas. Por eso subí. Le dije a mi mujer: “No son ratas las que corren por el tejado. Tampoco las palomas. Es tu hermana”.
- Eres más chiquillo que ella. Deja en paz a mi hermana. ¿No ves que es muy introvertida? Te tiene respeto.
- ¿Por eso se sube al tejado?
- No la he visto nunca en el tejado. Son cosas que se te meten en la cabeza. Eres repetitivo como una vieja.
Me callaba. Tenía que tener mucho cuidado con no enfadar a mi mujer y a su familia. Al fin y al cabo era su casa. Y las casas tienen sus reglas. Ella aseguraba que con el tiempo ya nos haríamos amigos. Me callaba. Mi abuelo supo enseñarme las artimañas para sobrevivir en campo enemigo. Silencio. Ya habría otra ocasión para atacar.
Un día enseñé a mi mujer un cuaderno con unos dibujos muy extraños. No le dio mayor importancia. Me dijo que ella también había dibujado hombres desnudos.
- ¿Ahorcados de una rama de frutal con flores o mujeres colgadas de una rama de frutal sin flores?
- Son unos dibujos muy buenos-me dijo.
- ¿No habría que llevarle a la consulta de un psiquiatra? Estas cosas se curan. Los médicos que se encargan de curar las enfermedades de la cabeza son los psiquiatras-le dije.
Se quedó mirándome con cara de tonta. Yo también sabía disparar. Al día siguiente mis suegros empezaron a mirarme con cara de tontos. Mi suegra me dijo que la chica tenía mucha imaginación y que a ellos no les parecía que hacía ningún mal con tener imaginación.
La chica se llamaba Terese. No Teresa. Se llamaba Terese Saltaventanas. Tampoco su apellido favorecía demasiado su sentido común. Mi mujer también se apellida Saltaventanas y no se sube al tejado de casa a tomar el sol. Aunque subirse al tejado no era difícil. Primero había que trepar a la encimera del garaje y desde allí alcanzabas en un par de saltos el escondite preferido de Terese. Ella se tumbaba en un canalón plano, resguardado por las tejas y permanecía horas enteras viendo correr las nubes. Ver correr las nubes tumbado panza arriba es un espectáculo casi tan bonito como el cine. Es como un milagro.
Había que caminar un kilómetro o así, alcanzar una loma, sentarse en una piedra cuadrada que hay allí y esperar a que Terese levantara un pie o los brazos al cielo. Era la única forma de saber si ella estaba en el tejado. Si se te ocurría subir para ahorrarte la caminata a la loma, ella se deslizaba por el canalón del otro lado de la casa y se encerraba en su cuarto. Vamos, que me huía. Lo vi claro desde el primer día. Me callé. Vivía en aquella casa como un invitado. Aunque éramos muy jóvenes (acababa de cumplir los veinte), Adelita se empeñó en que nos casáramos y nos fuéramos a vivir a casa de sus padres, una hermosa mansión en las afueras del pueblo. Adelita era peluquera titulada y, aunque tenía mi edad, ya era encargada en la mejor peluquería en veinte kilómetros a la redonda. Yo todavía no había comenzado a trabajar. Nadie me había ofrecido un trabajo. Quiero dejar claro que no soy un vago. Si no había comenzado a trabajar es porque nadie me había ofrecido un trabajo. Tenía grandes planes. No me conformaba con tirar de carretilla en una obra de mi suegro. El que se conforma con cualquier cosa termina de zapatero remendón en un chamizo. Es cierto que no acabé el Instituto. Pero tenía amigos que no habían terminado el insti y sacaban buenos euros sin matarse. Era cuestión de paciencia. “Los trenes con oro circulan de noche”, decía un gran actor en una inolvidable película que vi de chaval. Y no era un actor cualquiera. Era uno muy famoso que lleva siempre las camisas prietas. En aquella película ocultaba un revólver en la pernera del pantalón. Muchos días me coloco con hebillas, arriba del tobillo izquierdo, un cuchillo para la defensa personal. Son mis secretos que ni siquiera se los cuento a Adelita. Las mujeres ponen el grito en el cielo por cualquier cosa.
Terese trepaba a la picota de un encino. Se sentaba en una rama y leía La Historia de los Papas en un libro con pastas de piel. Aquello era asombroso. Terese fumaba en la picota del encino y el humo blanco subía al cielo encapotado. Otras veces saltaba de rama en rama, siempre pisando los mismos sitios. Completaba un círculo y luego otro y otro, hasta que, rendida, bajaba del encino, escondía su sorprendente libro debajo de su camiseta y regresaba a casa a ayudar a su madre en la cocina. Terese era trabajadora. Estudiaba bien. Era rara. Le conté a mi mujer que Terese trepaba a la picota del encino.
- ¿Por qué dices que mi hemana hace lo que haces tú?-me dijo Adelita-. Yo te he visto en la copa del árbol. No me gusta que mientas. Ni tampoco que te subas a los árboles y te pases el día sentado en una rama.
- Es que yo puedo hacerlo sin esfuerzo. ¿Crees que no puedo trepar al encino y saltar de rama en rama como un pájaro? 
- ¡Qué crío eres!
A Adelita todo lo que hacía le parecía que son cosas de críos. Pero cuando la amarraba con mis brazos por la cintura y enterraba mis narices en su pelo, empezaba a runrunear como la gata y a clavar sus uñas pintadas de rojo en mis costillas.
Esta fue buena. A los trece años Terese se enamoró de un hombre que se llamaba Julián. El hombre era ya casi un viejo. Montaba una bicicleta negra con guardabarros de aluminio. Era una magnífica bicicleta. Yo hubiera sido feliz con aquella bicicleta. Pasaba los domingos por debajo del encino silbando La Internacional. A Julián le gustaban las naranjas. Hacía muchos viajes a la tienda de Laudelina. También mi suegra decía que Laudelina vendía buen género. Julián vivía a media hora en bicicleta por el camino que va recto, recto a donde sale el sol. Cenaba dos naranjas. Con el pellejo de las naranjas tallaba cerdos y estrellas.
Decían que era viudo y que antes de morirse su mujer tocaba el violín en una gran orquesta. También decían que Terese se enamoró de Julián un martes por la tarde al verle salir de la frutería de Laudelina y le pidió que le llevara a su casa en la barra de su bicicleta. Julián la invitó a subirse y la trajo a casa silbando La Internacional al ritmo de su pedaleo. Al día siguiente Terese dibujó un hombre desnudo sentado en la rama de un cerezo en flor tocando el violín. Se lo regaló a Julián. El hombre sacó una naranja del bolsillo de su chaqueta. Con la ayuda de una navaja minúscula esculpió una estrella de cinco puntas. Se la regaló a Terese. Así comenzó el idilio. Y así se lo conté yo a mi mujer y a mis suegros cuando Terese estaba encerrada en su habitación haciendo las tareas de clase. No me creyeron una palabra. Se rieron en mi cara. Pusieron cara de tontos y se rieron en mi cara. Mi suegra me aconsejó escribir en vez de subirme a la rama de un árbol a leer la Historia de los Papas o andar como un haragán mirando a las nubes y hablando a los pájaros. Me callé. Tenía muy claro que vivía de prestado. Ya estaban avisados. El mal se cuela en las casas como las hormigas. Mi suegro me miró con sus ojos verdes y me sonrió. Él siempre me sonríe. A mi suegro se le ponen los ojos de color verde sólo cuando sonríe. Cuando no sonríe no sé de qué color tiene los ojos. Le gusta que le acompañe al campo a hablar. Es un hombre pacífico. Los hombres pacíficos hablan demasiado. Terminan por aburrirte. Por eso me escondía cuando llegaba del trabajo. Me dijo con sus ojos verdes pegados a mis ojos marrones que conocía a Julián desde hacía mucho y que Terese se limitaba a pasear con él hasta una vaquería que se llama “La vaca que habla”. Seguí callado. Un hombre con más de cincuenta años que pasea a una chiquilla de trece en la barra de su bicicleta, prometía al menos un final imprevisible.
Ya he dicho que mi mujer se llama Adela. Yo le llamo Adelita. Le suelo cantar “Si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar…” muy a lo Jorge Negrete. Ahora no sabe nadie quién es Jorge Negrete. La gente es inculta como un caracol. O a lo mejor es que no tienen abuelos. A mí me enseñó mi abuelo a cantar como Jorge Negrete. Bien. Adelita me dijo que Terese no se había enamorado del hombre de la bicicleta. Que se habían hecho amigos. Adelita era una mujer lista. Yo decía a Adelita que hablara con su hermana de las cosas del amor. Se llevaban siete años. Era una mocosa que necesitaba consejos. Un día se me ocurrió decir a Adelita que a lo mejor era el momento propicio de llevarla donde un buen psiquiatra para que le convenciera que no se subiera al tejado de casa para hacernos creer que es una rata y que dejara de escalar las ramas de los árboles y de dibujar muertos, cementerios y ataúdes.
- Yo no la he visto nunca dibujar muertos ni cementerios y el que se sube a las alturas eres tú-me dijo la tonta del bote. Me lo dijo para hacerme daño. Y me lo hizo. Las mujeres, cuando quieren, te pueden dejar enfermo con su maldita lengua.
Era lo que más me jodía de Adelita. Siempre defendía a su familia. Que conste que no soy celoso. Cuando no le gustaba lo que le decía, me arreaba dos gansadas y se quedaba mirándome como si no me conociera de nada. Comencé a preocuparme en serio.
El “noviazgo” del hombre y de mi cuñadita terminó mal. El viejo naranjero sufrió un repelús a lomos de su bicicleta subiendo la loma del Collarón. Lo llevaron en ambulancia a hacerle la autopsia. Laudelina la tendera, dos amigas y tres jubilados engordaron una historia tremebunda. El forense encontró en el riñón derecho del difunto una pepita de oro tan grande como una muela de leche. Lo nunca visto. Mi suegro descubrió entre las hojas del libro de la Historia de los Papas seis papeles con seis violines, uno en cada papel. Terese había pintado los violines con pelucas de mazorcas. A los seis los había ahorcado de un cable con golondrinas degolladas.
Aquella noche Adelita lloró un litro de lágrimas. Estuvo llorando hasta la hora de ir a trabajar. Y todo porque me echó en cara que había sido yo el que había metido aquella historia dentro de las paredes de su casa, el que había dibujado los violines con pelucas de mazorca y las golondrinas degolladas. Adelita estaba ciega. Le dije que hoy en día la enfermedad que tiene su hermana se cura con pastillas. Pero que para ello hay que ser fuerte y afrontar la realidad. Ayuda. Es lo que necesitaba Terese. Ayuda. Y comenzó a llorar con desconsuelo otra vez.
Al día siguiente a Terese se le enronqueció su voz y estuvo hablando seis semanas como los ogros del bosque. Su padre, su madre y mi mujer se pusieron de acuerdo. Me aseguraron que Terese era la misma de siempre. Que su voz de niña encantadora no había cambiado en absoluto. La niña encantadora tampoco comió naranjas durante las seis semanas que habló como los ogros del bosque. Una noche llevé el ordenador portátil a la cama y leí a Adelita el comportamiento de una persona esquizofrénica. Adelita se acongojó y me abrazaba con fuerza. Pero se negó a llevar a su hermana a que le viera un psiquiatra. Adelita es una mujer obstinada. Tozuda como las burras grises.
Al día siguiente fui al pueblo y me enteré lo que le había pasado al Juez. Conté la historia que me habían contado en la cena. Terese, como siempre, se sentaba a mi lado. Tenía que aclarar lo que estaba pasando.
El juez fue a la casa en donde vivió Julián el violinista. Llevó consigo la bicicleta y la pepita de oro para entregársela a algún familiar. Era una casita pintada de azul. Las ventanas eran ojos verdes y la puerta principal era una lengua con un piercing como aldaba. En una esquina de la puerta había una pizarra colgada en la pared. El juez leyó: “Sólo oigo a la tercera”. El juez llamó tres veces. Le abrió una anciana con el pelo muy negro. Fumaba un cigarrillo que olía a anís. Calzaba zapatos de tacón alto. Hablaba con voz temblorosa:

- Soy sorda, señor. Si habla con voz potente y repite tres veces lo que quiere decirme, nos entenderemos.
- ¡Soy el Juez! ¡Soy el Juez! ¡Soy el Juez!- chilló el juez.
La viejecita hizo pasar al Juez al interior de su casa. Le invitó a sentarse en una mecedora y a mecerse todo el tiempo que quisiera. El Juez se lo pasó tan bien que cuando oscureció le dijo a la viejecita a ver si podía regresar al día siguiente. La anciana le dijo que por supuesto que sí.
Fue aquí, precisamente aquí, donde Terese echó una soberbia carcajada con aquella horrible voz de ogro, que te ponía los pelos de punta. No sentí miedo. Desde hacía días llevaba mi cuchillo de monte amarrado a mi pierna izquierda. Lo toqué con disimulo y me callé. Siempre he leído que a los neuróticos y a los esquizofrénicos es mejor darles la razón. Le sonreí con todo el cariño que tengo en el alma. Me pareció ver lágrimas en los ojos de mi suegra. También ella me miraba con cariño. De pronto todos me miraban con cariño. Entonces pensé que algo se estaba cociendo delante de mis narices. Sentí miedo. Sentí el mismo miedo que el día que mi padre y mi madre se cayeron al mar en la curva de la Herradura en su coche nuevo. Mi abuelo todavía me llama por teléfono y me dice que va a pasear al acantilado y a rezar las oraciones que se acuerda. Mi abuelo es la única familia que me queda. Dice que ya ha cumplido noventa años. Mi abuelo me educó como supo. Me enseñó a leer en el libro de La Historia de los Papas, desde San Pedro hasta nuestros días; me llevaba al claro de un pinar y, tumbándonos en la yerba, me decía los nombres de las estrellas; otras veces, cuando las nubes dibujaban rebaños en la anochecida, tendidos en el tejado de nuestra casa, mirábamos cómo el viento los rompía sin compasión. También me enseñó a distinguir las ramas falsas de los árboles para trepar a sus copas sin peligro. Sentí el mismo miedo que sienten los niños cuando descubren que se han perdido en la feria. Pero no lloré. No lloré porque Terese colocó su mano en mi muslo y musitó “No pasa nada” con su voz de cría, la misma voz que tiene cuando memoriza poemas en voz alta.
En la calle había un jardín con paseos de azulejos de color añil. En una charca había sapos que cantaban por la noche. También había sapos en la huerta de mi abuelo. Los sapos cantan hinchando los papos, como las ranas. Terese y Adelita se sentaban en sillones de paja. Yo me quedaba en la ventana mirando la charca. Cuando el jardinero perdía las pastillas se renegaba y perseguía a los sapos. Adelita me hablaba como si fuera un niño. Me traía caramelos surtidos. Yo guardaba el papel de los caramelos en los bolsillos de mi camisa. Cogía guijarros redondos de los paseos del jardín. Los limpiaba con agua y jabón. Los envolvía con los papeles de los caramelos y se los regalaba a los médicos y a los enfermeros. Te trataban con más consideración.  Una médico pretendía engañarme con artimañas para que dibujara tres o cuatro cuadros para su casa. Yo le decía que no sabía dibujar. Entonces me mostraba los preciosos dibujos de Terese y me decía: “¿Por qué dices que no sabes dibujar?” Silencio. Es mi táctica. Terese seguía negándose a que le viera un psiquiatra. Adelita me decía que tenía miedo a los médicos. Ellas no sabían que cuando pegaba el sol me subía al tejado y permanecía en silencio esperando la llegada de las nubes blancas.
Era mi gran secreto. Ése y mi cuchillo de monte que me acompañaba a todas partes. Tenía grandes planes. Un buen cuchillo es imprescindible para sobrevivir en el bosque. Algunas veces paso mi brazo por el hombro de mi mujer y le canto bajito: “Si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar…” Sé que mi abuelo va a venir a buscarme. Estoy cansado de vivir en casas de otros en donde debes permanecer en silencio para que te dejen vivir en paz.



FIN



( Si pinchas en este ENLACE puedes ver cómo ha resuelto Alex el puzzle que ilustra este cuento.)