jueves, 18 de octubre de 2018

VIRGEN

Margarito Duarte cumplió cincuenta años calvo, estreñido y soltero. Le faltaban las cuatro muelas del juicio, usaba desde niño plantillas de aluminio para curvar sus pies planos, había hecho el bachiller completo y era funcionario con plaza fija en el Palacio de Justicia. Vivía en una casa de piedra de dos plantas con un patio central con cubierta de cristales en el que había un caballo vivo montado por un jinete medieval con armadura de hojalata. Su padre, un coronel retirado que se murió bostezando, le dijo que el caballo se llamaba Perla, como el corcel de Fernando el Católico, y el jinete, Don Amaro. Una cortina de potos, lianas y enredaderas colgaban por las paredes donde se escondían las lagartijas que se colaban por la cubierta de vidrio. Margarito vivía solo; le encantaba su casa con su olor a cera vieja, a polvo estancado y a sarro de cazuela de baño. Le atendía una doméstica entrada en años que iba por las mañanas a cuidar de su ropa, a brillar sus zapatos y a ponerle la cama. También le quitaba el polvo a la mesa de su despacho y una vez al mes, subida en una escalera, pasaba una bayeta limpia por el traje de Don Amaro y por la grupa de su caballo.
 Margarito aprendió a vivir solo desde que un cáncer se llevó a su madre, dejando desamparados a un marido que le llevaba veinticinco años y a un hijo adolescente, que se acostumbró a ir a comer al cuartel donde gobernaba su padre. Aunque todos los oficiales le trataban de usía y un alférez joven le ayudaba a hacer los deberes, Margarito deseaba estar solo en la inmensidad de su casa de diez cuartos para dormir y un corredor de tres metros de ancho, en donde rodaba en su bici o jugaba al hockey sobre patines.
Nunca tuvo amigos, pocos compañeros y algunos conocidos que apenas saludaba. En los recreos del colegio, si le invitaban a jugar, esquivaba la propuesta con las mismas palabras: “Ahora estoy pensando”. Su mutismo terminó en silencio. Los vecinos que le saludaban dejaron de recibir respuesta. Caminaba con paso tranquilo sin saber donde miraba. Sólo sonreía un poco cuando regresaba a casa y daba las buenas tardes a la coraza de Don Amaro, porque cuando cumplió nueve años le quitó el yelmo para comprobar que su cuerpo ya se había marchado.
Al terminar el bachiller, huérfano de padre y madre, se matriculó en Derecho. Se aburría mucho en las clases pero resistió hasta que llegaron los exámenes de fin de curso. Entonces pensó que estaba perdiendo el tiempo y que lo mejor era colocarse de funcionario o ingresar en el ejército. Margarito, cuando todavía tenía pelo, era un joven bien plantado. Su rostro de corte romano caía bien entre los viejos. Nunca supo lo que opinaban los jóvenes porque no le preocupaba lo que dijeran de él. Un mediodía de mayo, con diecinueve años cumplidos, se encontró con un amigo de su padre que era un juez de renombre que salía en los periódicos. El juez  se interesó por él, le hizo muchas preguntas que él respondió sin ganas. 
- Si no quieres estudiar, tendrás que trabajar- le dijo el magistrado- Pasa mañana por la Audiencia, a ver si puedo hacer algo.
Dos semanas más tarde le metieron en un cuarto con una mesa no muy grande, una silla tapizada de naranja, una fotocopiadora, un armario con cuartillas, una fotografía de un hombre que nadie sabía quién era y a su espalda un retrato de Franco igual que el que dejó en el colegio colgado encima de la pizarra. No le costó mucho aprender cómo funcionaba la máquina de hacer copias. Se hizo un experto. 
Al de poco tiempo había llegado hasta su alma para desatascar los papeles, corregir su marcha lenta, limpiar sus intestinos y cambiar sus piezas muertas. Allí le conocieron promociones de letrados, fiscales, procuradores, bedeles, empleados de ventanilla y cualquier persona que tenía que fotocopiar algo. Trajeron una máquina nueva que era un primor. Y después otra más grande que ocupó el espacio que quedaba. Margarito podía con todo. De las ocho horas de jornada, usaba una para comer y las siete  restantes navegaba entre las máquinas atendiendo a todas a la vez. El personal no decía: “Necesito una fotocopia” sino “Voy donde Margarito”. Quizás por eso pasó tanta gente por su cuarto cuando sacó la plaza en propiedad en un examen reñido. 
Margarito vestía chaqueta de sport, pantalón gris y zapatos negros con brillo. Hablaba lo justo. Se le veía un poco la mordida de sus dientes, pero no en una sonrisa; su boca era así. Sus ojos no curioseaban ni escrutaban ningún rostro; su mirada era la de un hombre bueno que no tenía nada que ocultar. Sin embargo, aunque los trabajadores del Palacio de Justicia, sabían quién era Margarito, si les pedías que lo describieran, se quedaban con la boca abierta e igual te respondían levantando sus hombros o diciendo: “Un tío normal”. Alguna mujer sí  le dijo que se estaba quedando calvo. También un procurador amanerado le guiñó un ojo y le dijo que la calvicie temprana es señal de virilidad. Margarito se aceptaba como era, usaba el espejo para afeitarse y jamás se preocupó de los estragos del tiempo.
Margarito Duarte cumplió cincuenta años sentado en un banco a la misma hora que entró el otoño en el Parque. Fue a las seis en punto de la tarde cuando una ráfaga de viento diferente arrancó unas hojas de un chopo lombardo que fueron a posarse en el lago de los patos formando círculos mansos. Un hecho tan natural arrancó de sus entrañas un gemido tierno y una lágrima inesperada resbaló hasta sus labios. Nunca había sentido nada igual. Sin contar sus años de niño, que apenas recordaba, cumplió todos sus años sin añoranzas pasadas ni esperanzas futuras. “Será porque cincuenta años es un número contundente”, pensó fascinado.
- ¡El paso de las Termópilas!-gritó a los dos cisnes blancos que  rozaban  sus cuellos.
Se sintió aturdido por su grito. Fue como un despertador potente que le movió sus fluidos dormidos. Y es que Margarito Duarte era virgen. Su gran timidez temprana se acomodó en sus centros y narcotizó su instinto. Al despertar, fijaba sus ojos en el cielo raso del cuarto y acunaba a su niño vivo. Lo adormeció todos los días del año, siempre al despertar, trescientos sesenta y cinco por casi cuarenta años. Era la rutina de comenzar el día, más dulce que afeitarse, cepillarse los dientes o meter las plantillas de pies planos de aluminio frío dentro de sus zapatos. Fue el ramalazo de viento, las hojas muertas en el lago, las caricias de los cisnes a la hora exacta de su cumpleaños (su madre le dijo un día: naciste sin llorar a las seis de la  tarde de un veinticinco de setiembre) y el peso de sus cincuenta años, lo que le hizo cavilar que le quedaba poco tiempo para enterrar su timidez y dejar de ser angélico. Entonces se dijo convencido: “Debo de solventar esto. No quiero que nadie diga que Margarito Duarte es virgen y soltero.” Lo primero que hizo al llegar a casa fue soltar el escarpe del pie derecho de la armadura de Don Amaro y coger un mazo de billetes grandes. Pensó que lo mejor era una experta. 
La encontró al día siguiente en  un club selecto. Era una mujer hermosa subida en unos tacones altos, pechos de crianza dentro de un jersey blanco y pantalones prietos. Ella se sintió mirada, se acercó  despacio, arrimó su rostro al de Margarito y le mordió el lóbulo de una oreja. 
- ¿Es una costumbre morder la oreja a los clientes?- preguntó Margarito pasándose su mano por su oreja mojada.
- Es la caricia de una tigresa a su tigre- dijo la mujer.
A Margarito no le gustaba el cine, no tenía televisión; sólo conocía su mundo, las entrañas de sus máquinas, hablar un poco del tiempo, mirar escaparates; hacerse una tortilla, rodar por su pasillo; contestar algún saludo, ir a pasear al parque; en primavera, ir a los acantilados a recoger flores silvestres, que las ponía en una fuente delante de la testuz de Perla. Por eso Margarito sintió un sudor frío y entonces quiso marcharse.  Pero no quiso hacerlo sin dar una explicación.
- Mire usted: tengo cincuenta años y no he conocido mujer. He decidido dejar mi estado. Por eso estoy aquí.
La mujer pensó que era un guasón que quería quedarse con ella. Por eso le miró a sus  ojos. Era la primera vez que miraba a un cliente a sus ojos desde hacía mucho tiempo. Vio que era un hombre asustado. Le agarró por el codo y le dijo.
- ¿Por qué no subimos arriba y hablamos con tranquilidad?
Margarito se dejó llevar. Llegaron a una puerta con un felpudo ongietorri. La puerta tenía mirilla redonda, una aldaba de mano y un sagrado corazón con un ramito de laurel muerto. Margarito se limpió las suelas de sus zapatos. Olía a cafecoleche, a esencia de trementina y a casa mal ventilada. 
- Yo no quiero molestar mucho- dijo Margarito.
- Me llamo Maite-dijo la mujer al descalzarse.
- Mi padre me llamaba Margaro y mi madre Margarito. 
La mujer volvió a pensar que aquel hombre le tomaba el pelo. Entonces hizo la prueba de fuego.
- Se paga por adelantado. Una hora son cien euros. Si es un desflore, doscientos.
Margarito se dio la vuelta, sacó su mazo de dinero, cogió un billete de 200 euros y se los dio después de guardar el mazo. Maite se quedó perpleja. No recordaba cuándo había visto un billete de doscientos. Entonces se desnudó. Echó una manta en la moqueta y se tumbó boca arriba. A Margarito le pareció un ama de casa en toples tomando el sol en la playa. Maite estiró sus brazos y dibujó un beso feo con sus labios escondidos detrás de un rojo vivo de carmín. Margarito sintió lástima. También él estiró sus brazos para alzarla del suelo. Era una treta. Maite lo derribó, lo desnudó como a un niño y lo tumbó encima de ella. Margarito se quedó estático. Maite le agarró del culo, le dio media vuelta y se sentó encima. Hizo las mil maravillas que le enseñó una gitana. Margarito seguía parado. Le iba a decir que pesaba mucho y que no le hiciera cosquillas, pero no le pareció oportuno. Aguantó estoico hasta que llegó al cuarto el llanto de una criatura.
- Espera un poco- le dijo Maite.
Margarito se vistió y se marchó sin ruido. “Por eso olían sus pechos a leche de niño”, pensó ya en la calle. Llegó a casa con el sabor de la derrota en sus labios. Se metió en la cama sin cenar y sin saludar al caballo. Pasó parte de la noche pensando en su fracaso. La otra parte fue reveladora. “¿Y si soy gay y no me gustan las mujeres?” 
Por la mañana acarició la testa de su pajarito, se afeitó, se cepilló los dientes, se acicaló y colocó la pisada de aluminio dentro de sus zapatos. No muy lejos de su trabajo había un serrallo de chicos. Fue al terminar el trabajo. Le abrió la puerta un chaval con pluma en pantalón corto. Le pasó a una sala de espera que daba a un patio. Al poco rato entró un joven con cara de golfo con grandes ojeras. Era de rostro cuadrado, ojos pequeños y nariz achatada.
- Si te voy, me quedo- dijo con una voz rota.
- Vale-dijo Margarito con un poco de miedo.
Margarito había pasado el día pensando por qué le había entrado la prisa de buscar su identidad, cuando su pudor desmedido había inutilizado hasta las armas que la imaginación emplea en las ensoñaciones del sexo. Si ya había gastado cincuenta años de su vida y había encontrado en la mano cómo suplir la ausencia de lo que la gente llamaba amor, ¡qué demonios le ocurría si nunca había sabido, ni le había interesado, si sus genes se inclinaban por un macho o una hembra! “¡Oh, Dios, Margarito, para!”, se dijo al seguir al joven por un pasillo muy largo, al encontrarse en un cuarto con un colchón en el suelo. Margarito se sentó en una butaca verde. El hombre se arrodilló y le quitó  sus zapatos. Margarito tenía miedo.
- Eres un hombre atractivo- le dijo el joven.
Margarito se puso terso. El joven se dio cuenta y se sentó por sorpresa encima de su regazo. El joven se sacó la camiseta y se acurrucó  como un niño. Le olía el pelo a humo de tabaco negro. A Margarito le dio una arcada. El joven se puso de rodillas y le bajó los pantalones. Metió una mano al nido de Margarito. Alzó su rostro aburrido y le dijo con su voz rasgada:

- Esto está muerto, cariño.
El puño de Margarito cayó en la nariz del chico. Y no fue por el anuncio de la defunción de su cosa, sino porque nadie hasta entonces le había tocado los huevos. Lo dejaron marchar sin darle una paliza porque Margarito enterró quinientos euros en la mano del joven.


Margarito Duarte vivió muchos años calvo, estreñido y soltero. Y todos los días de su vida, al amanecer, acunaba a su niño vivo mirando al cielo raso. Una mañana la encontró muerto la asistenta colombiana que sustituyó a su anciana sirvienta. 
    Don Margarito tenía la sonrisa de los ángeles que no tienen sexo. Pero su mano estaba muy terca encimita del suyo.
FIN

Arrigunaga (GETXO), a 25 de setiembre de 2018.