(Cuando mi madre tenía tres años, mis abuelos
se trasladaron a Goñi Barría, una casona de dos plantas, construida en el año
1808, en donde nacieron el resto de mis tíos maternos y, una generación más tarde,
yo. El viaje de una casa a la otra (poco más de un kilómetro) mi madre lo hizo
caminando delante de una carreta de bueyes, portando en un brazo una cesta con
huevos y en la otra mano su muñeca de trapo. Ella me lo contó muchas veces durante
su vida. Lo más asombroso es que recordaba el viaje con absoluta nitidez,
aunque sólo contaba tres años.)
Para ella
Ceras y lapiceros de Juan Gil
Las ventanas del camarote son
bajas y muy pequeñas. Justo se ve a las personas cuando pasan por la carretera.
Después se escuchan sus pasos. Primero se ve el origen del ruido y después se
oye el ruido. Siempre sucedió así. Era una cosa rara, de esas que ocurren y
nadie se pregunta el porqué.
También aquel día, la abuela vio
a la niña antes de escuchar el ruido. Después escuchó el traqueteo de la
carreta. En primer lugar vio a la niña portando una cesta de mimbre bajo el
brazo. Luego escuchó las pezuñas de los bueyes y el hierro de las llantas de
las ruedas mordiendo el polvo. Más tarde vio al carretero con el akullu y tras
él aparecieron las cabezotas de los bueyes uncidos al yugo y toda la retahíla.
Así lo contó la abuela cuando bajó del camarote.
El abuelo le interrumpió para decirle que la
carreta, que Antón prestó a los desahuciados, metía un ruido de mil demonios y
que a lo mejor la niña corrió y se puso delante de su padre y de las cabezotas
de los bueyes en el instante que ella se asomó.
- Lo estoy contando yo, no lo
estás contando tú -dijo la abuela-. Aunque sólo tiene tres años, la niña iba
por delante con una cesta de mimbre bajo el brazo. En la cesta llevaba huevos.
Seguramente eran los huevos que habían puesto las gallinas durante la mañana en
su nidal. Hacía frío. Sólo llevaba una chaqueta de punto azul y roja. No
llevaba calcetines y se le veía el trasero. Pero puedo asegurar que en la cestita
de mimbre llevaba huevos y que después de pasar ella, sólo al de un rato, se
escucharon las ruedas de la carreta. Me acordé de cuando yo vine a vivir a esta
casa con mis padres y mis dos hermanos mayores. Yo también traje una cesta con
huevos. ¿Por qué las cosas de una vida, propiedad de una persona, se repiten en
otra vida?
La abuela terminó de hablar
golpeando el suelo de la cocina con sus zuecos rojos. “No patalees”, dijo el
abuelo, pero ella no le hizo caso y golpeó con más fuerza el cemento rojo del
suelo con sus zuecos también rojos, pero rojos color cereza.
- ¿Por qué me gritas si siempre
ha sido igual? -dijo la abuela abriendo sus ojos con una extrañeza inconmensurable,
como si fuera la primera vez que veía elevarse al sol por detrás de las montañas.
Yo pensé que la abuela no tuvo
más remedio que ponerse de rodillas y agachar la cerviz para ver mejor la
estrada. Lo tuvo que hacer sin duda. Yo también me tenía que agachar para ver
la estrada. Bueno, yo me tumbaba panza abajo y ponía mis dos manos bajo mi
barbilla. Era el mejor lugar de la casa para ver sin ser visto. Sé que la
abuela se inventaba muchos viajes al camarote para fisgar un rato. No es que
pasara mucha gente por delante de nuestra casa. Pero era su vida y era lo que
había.
- Los bueyes llevaban mantas a
rayas. El carro iba cargado hasta los topes, a lo ancho y a lo alto, tan alto
que los gemelos, dos chicos de unos diez u once años iban apartando las piedras
de delante de las ruedas para que el carro no volcara. ¡Dios Santo! ¿Cómo se
pueden apiñar tantas cosas en una carreta? ¿Cuánto tiempo y paciencia se
necesitaba para que el diablo no hiciera una travesura y pusiera la carreta
patas arriba? ¡Aquello era digno de ver! ¡Pocas veces había pasado por la
estrada de delante de nuestra casa un carro con todos los enseres que se
necesitan para vivir en una casa con cuatro paredes!
A decir verdad, la abuela no recordaba cosa
parecida. Lo estuvo contando durante todo el día, desgranando los objetos que
se olvidaba de enumerar. ¡Pobre gente! ¿Y las gallinas? ¿En dónde habían dejado
las gallinas? ¡Cualquiera se las podía llevar a su casa tan ricamente!
- ¡A lo mejor no tenían
gallinas! -le dijo el abuelo.
- ¿De dónde habían sacado los
huevos que la niña llevaba en su cestita de mimbre?
- ¡Vete tú a saber!
Mi madre dijo que el abuelo
estaba enfadado porque la abuela no le llamó para que viera el espectáculo.
- ¿Cómo quieres que te llamara
si lo estaba viendo yo?
- Como lo has hecho siempre que
me has necesitado: por el hueco de la escalera.
- Tú sabes bien que no da tiempo
de correr hasta el hueco de la escalera, gritar tu nombre tres o cuatro veces y
regresar a la ventana. ¡Habrían volado! ¡Al regresar nosotros a la ventana,
ellos habrían volado cuarenta o cincuenta metros hacia la fuente!
- No hace falta llamarme tres o
cuatro veces.
- O seis o siete. O todas las
veces que pueda llamarte sin perder la voz. ¿Si no estás sordo por qué regalas
nuestro dinero al médico?
- Porque se me hacen tapones.
- A un hombre justo no se le
hacen tapones. En mi familia nadie tuvo tapones.
- ¿Qué tiene que ver la justicia
con la cera de mis oídos?
- ¡Tú sabrás! ¡Yo no tengo!
- ¡Mujeres! ¡Sólo las mujeres
tienen el don de enredar las cosas!
- ¡Cállate, cállate! ¿Acaso no
tienes corazón? ¿No puedes pensar ni siquiera un segundo en esa pobre familia?
- ¡Te juro que yo no puedo
pensar en lo que no he visto! Además, ¿por qué te dan tanta pena?
- ¿Cómo no voy a tener pena de
una familia que les han despachado de casa?
- ¡Ya habrán buscado otra!
- ¡El pórtico de la iglesia, eso
es lo que han encontrado! En época de nieves, han encontrado el pórtico de la
iglesia. Y lo podrán usar, si les deja el párroco. Mañana es domingo y al
párroco no le gusta tener el pórtico con niños, gallinas y perros en horas de
misa. Los días de labor, hace la vista gorda, pero el domingo, no.
- Ellos sabrán lo que hacen. Esa
pareja siempre ha tenido pocas cosas.
- ¡Un carro lleno! ¡Te parecerá
poco!
- Un carro lleno de lo
imprescindible. ¿Cuántos carros necesitarías sólo para transportar tus chucherías?
Los pobres se conforman con poco. Estarán bien en el pórtico de la iglesia. ¿Dónde
quieres que vayan si no? No hay ninguna casa vacía en el pueblo. Si no hay
ninguna casa vacía en el pueblo, tendrán que buscar otro pueblo en donde haya
una casa vacía y un dueño que se la quiera alquilar. Siempre ha sido así. ¿No
has oído hablar de la ley de la oferta y de la demanda?
- Alguna familia ya tendrán por
los alrededores, pienso yo. Siempre es mejor recurrir a la familia, que ir a
dormir al pórtico de la iglesia un domingo por la mañana -dijo la abuela.
- O no. Vete a saber lo que es
mejor o peor. Algunas veces, cuanto más necesitas de la familia, descubres que
se ha ido a calentar las manos al fuego del infierno.
Entonces la abuela me miró a mí.
Yo no temía la mirada de la abuela. Mis tíos decían que la mirada de la abuela
era como tizones de carbón a punto de explotar. Es cierto que a la abuela le brillaban
los ojos, pero no se asemejaban a tizones. Más bien eran cristales que reflejaban
el sol y escondían el ángulo de su mirada. Precisamente, el abuelo le decía el
día de su cumpleaños (solamente el día de su cumpleaños) que todavía no se
había marchado de casa por la luz de sus ojos. “Hablas demasiado, te gustan los
chismes, te molesta el humo de mi capacha, me obligas a mudarme mi ropa
interior una vez a la semana. Cualquiera de estos defectos es suficiente para
que te haya abandonado, pero me enamoré de ti por la luz de tus ojos y no han
dejado de alumbrarme cuando te miro. El día que dejen de brillar tus ojos, me
marcharé de esta casa.”
- ¿A dónde vas a ir tú, cuitado?
- Me llevarán. Me llevarán al
cementerio. Tú sabes bien que así será.
A la abuela se le ponían los
ojos tristes. Se le ponían los ojos tristes y se ponía a silbar.
- ¿Sabes lo que más pena me da
de esa gente? -me preguntó la abuela-. La pérdida de intimidad. Donde no hay
intimidad, no hay decoro.
Me quedé callado.
- Si alguien viera a tu abuelo
comer sopas de leche y pan en camiseta en el pórtico de la iglesia, echaría una
buena carcajada. Lo peor además es que esa persona se creería en su propio
derecho de reírse en sus narices, porque una persona que come sopas de leche y
pan en camiseta en el pórtico de la iglesia hace teatro para que los demás lo
pasen bien o está loco. Sin embargo, si las come en la cocina de su casa, como
tú sabes que lo hace durante trescientos sesenta y cinco días al año, está
bien. Y pasa lo mismo con todo lo que hacemos en privado. ¡Dios mío! Esa pobre
gente va a hacer circo mientras permanezca en el pórtico de la iglesia. No
poseer una casa en donde atender a tus hijos es indigno de unas personas bautizadas.
Todos tus tíos viven en una casa propia con su familia. Nosotros, gracias a
Dios, conservamos los ocho cuartos que heredé de mis padres. Todavía tengo
fuerzas para encerar dos veces al año los suelos de madera, de poner a orear
las colchas de sus camas y de lavar las cortinas de sus ventanas.
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Goñibarría (1808) |
Ya
habíamos cenado y mi madre había recogido la mesa. Creo que hasta había quitado
el hule. El encargado de recoger el hule era yo. Lo enrollaba en una caña y lo
sujetaba con una goma gris. Recuerdo que mi padre ya había cogido los naipes
del cajoncito del armario de la cocina y estaba haciendo un solitario encima de
la mesa. Era más o menos el último minuto de la noche en el que era todavía
correcto que el teléfono sonara. Sonó.
Mi padre hizo un amago como para ir a contestar, pero se quedó clavado en su
silla porque sabía, todos sabíamos que era la tía Rufina, una hermana de mi
abuela o la única hermana viva de mi abuela, que vivía en una casa de piedra
con un balcón de hierro que rodeaba la arista suroeste en donde había un reloj
de sol. La casa de la tía Rufina tenía un jardín con rosas y un paseo de guijo
enmarcado por arbustos. La tía Rufina era viuda, era la madre de don Plácido,
un médico que a decir de mi padre era un borrachín, por lo que deducía que mi
padre no andaba lejos de serlo, ya que eran buenos camaradas.
Bien.
Aunque sabíamos todos quién llamaba, el teléfono nos asustó.
- ¡Voy a
cogerlo! ¡No os molestéis! ¡Voy a cogerlo! ¿Quién puede ser a estas horas?-dijo
mi madre.
Me
adelanté a mi madre y di al interruptor del pasillo. Llegué a la salita donde
se encuentra el teléfono y acerté a la primera también con el interruptor. Para
cuando mi madre lo descolgó ya había dado el sexto timbrazo.
- ¿Eres
Helena? -oí decir a la tía Rufina con su aliento que huele a cazalla.
- ¡Claro!
¿Quién crees que iba a ser?
Fue en
este momento cuando la abuela comenzó a golpear el suelo de su salita (el techo
de nuestra salita) con sus zuecos de madera pintados de rojo cereza y mi padre
arrojó la baraja al suelo de la cocina porque es una de las muchas cosas que no
soportaba de los abuelos. La otra es cuando el abuelo afilaba su guadaña en un
tronco especial que había fabricado él para sujetar el clavo y poder hacer el
trabajo por las noches al calor de su cocina y no en la humedad y la corriente
de la puerta de la cuadra. En realidad, ambos estrépitos eran insoportables,
sólo atribuibles a una tribu de zulúes o a dos viejos con el firmamento
desorganizado. Mi padre era jefe de Sección en una Fábrica, no usaba corbata,
se cubría su calva con una hermosa boina todo el año y sabía decir cosas así.
Como yo me destripaba de risa cada vez que decía cosas así, me miraba de reojo
y a mí me gustaba que me mirara de reojo.
La abuela arrebató el teléfono de las manos
de mi madre. Entonces mi madre y yo acercamos nuestras cabezas al auricular para
no perdernos palabra de la tía Rufina. Estábamos tan acostumbrados a hacerlo
que nuestras tres cabezas y el aparato de teléfono se articulaban a la
perfección de manera natural.
- ¿Ya han
llegado esos desgraciados? -preguntó a la tía Rufina.
-
¡Huelen que apestan!
- Pero no
habrán metido el ganado en el pórtico. Mañana es día del Señor.
- Hasta
el fondo. Han entrado los bueyes, el carro, los niños, los padres y ahora llega
un burro. ¡Hasta el fondo del pórtico! ¡Otro tanto! ¡Qué barbaridad! ¡Lo que
hay que ver! ¡Jesús, María y José! ¡Esto va a ser una romería! ¡Una fiesta! ¿Sabes
lo que es una fiesta?
- Ya sé
lo que es una fiesta. No sé por qué te pones tan alterada. No es la primera vez
que la gente va a dormir al pórtico de la iglesia.
- Lo
peor es que va a nevar y harán fuego dentro del pórtico.
- ¡No
prenderán fuego a alguna viga! -exclamó la abuela abriendo mucho los párpados
de sus ojos.
- Voy a
bajar y les voy a recomendar que acarreen agua de la fuente por si a caso.
- ¡No te
metas donde no te llaman! Aunque vayas con buena intención, ellos pensarán que
vas a husmear. Y no hay nada peor en esta vida que una vieja con las narices
fuera de su sitio.
- ¡Pero
si está el pórtico lleno de gente! Primero llegan los niños y después vienen
sus madres a recogerlos. Desde luego que no se marchan ¡Qué se van a marchar!
Se quedan dándole a la lengua y fisgando lo que tiene esta familia. ¡Esto es
una romería! Sólo falta la vieja que vende escapularios, el viejo de las rosquillas
de anís y el cojo que sabe bailar la trompa encima de la palma de su mano.
La abuela se sentó en la butaca
que está al lado del teléfono. Hasta entonces había permanecido encorvada, pero
es que el color de su rostro todavía no había empalidecido. Perdió el color
segundos antes de tomar asiento, segundos antes de entregar el teléfono a mi
madre y de ordenarle con un gesto lánguido que se despidiera de la tía Rufina.
La abuela perdió el color sólo un instante. Yo creo que unos diez segundos, los
suficientes para que mi madre y yo nos asustáramos.
- Esa es la triste realidad
-dijo la abuela al ganar su color habitual-. No que la familia de la niña que
llevaba los huevos en la cesta tenga que dormir en el pórtico de la iglesia,
sino que hayan perdido la paz de su hogar. ¡Ya te lo he dicho antes, hijo, ya
te lo he dicho! -exclamó la abuela agarrándome de las manos para que le ayudara
a levantarse. Lo peor que le puede suceder a una familia es que les arrebaten
las paredes de su casa. Es lo que la gente vulgar llama quedarse con el culo al
aíre.
La abuela se quedó un momento
sentada en la butaca, con la cabeza inclinada, apoyada en el puño de su mano
derecha. Fue sólo unos breves instantes. Los suficientes para coger ánimos y
levantarse con brío. El ruido de sus pasos nos recordó que iba calzada con sus
zuecos rojos. Salió de la salita con nosotros detrás. Se zampó el pasillo de
quince metros dejando a diestra y siniestra las siete habitaciones que componían
nuestra casa, además de la otra sala de al lado del comedor y del hall, que es
en donde se encontraba la puerta que daba al portalón y a las escaleras que
ascendían a su casa, en el primer piso, que subió golpeándolas con el compás
que había marcado en el metrónomo compuesto por el taconeo de sus zuecos rojos,
del mismo color rojo con el que pintaba el abuelo los asientos del bote todas
las primaveras para ir a pescar txipirones en el verano pegado al morro del
Abra. Subió las veintidós escaleras y dos descansillos con la seguridad de que
la puerta de su casa, la casa de los abuelos en donde había parido a seis de
sus nueve hijos, todos varones, menos mi madre, y que ahora vivían en sus propias
casas con sus esposas y sus hijos, mis primos, que en total sumábamos
veintisiete nietos, los cuales habían heredado la mayoría de las costumbres de
los abuelos, como era la de poseer una casa propia, embarcación, una escopeta
de cartuchos del 12 y un perro, estaba abierta, como la encontramos, abierta de
par en par para que entrara perseguida por nosotros, su única hija y su único
nieto, que aunque mi primer apellido no era el de su marido, era su único nieto
que había nacido en su casa con la ayuda de ella, porque fue la abuela la que
le ayudó a parir a su hija a su único hijo, que era yo, con la ayuda de mi
padre y de mi abuelo por la ausencia de don Plácido que llegó justo para
felicitar a mi padre y a mi abuelo que fueron los que calentaron el agua y los
que esperaron en la puerta de la habitación a que mi abuela les llevara a sus
brazos, ya limpio y con un chupete en la boca, augurio, según mi abuelo, de que
iba a ser su nieto preferido, el de mi abuela, como en efecto, lo era.
Recorrimos ahora la casa de arriba, más grande que la de abajo, con sitio para
tres chimeneas, un piano de cola que nadie tocaba desde que se casó mi tío
pequeño, un comedor de diario y armarios de nogal que se pasaban la noche crujiendo
para meter miedo a las ratas. La recorrimos en busca de mi abuelo, que había desaparecido
y lo hallamos en el camarote, agachado frente a una de las ventanas pequeñas
que daban a la estrada por donde habían pasado casi al mediodía la niña con la
cestita de huevos, la pareja de bueyes y toda la parafernalia. El abuelo no
había encendido las bombillas del camarote y el muy tonto se quedó muy quieto,
de seguro que se quedó muy quieto para que no le descubriéramos sin percatarse
que no había apagado el cigarrillo que estaba fumando.
- ¿Por qué piensas que los vi
pasar por esa ventana, listo? -le dijo la abuela.
- Eres malpensada, mujer. He
venido a buscaros.
- Ya. Te creo. Alúmbranos a la
cuadra.
El abuelo puso su manaza encima
de mi hombro al pasar por mi lado. Le ayudé a cerrar la puerta del camarote.
Ahora los hombres íbamos juntos y las mujeres nos llevaban la delantera. El
abuelo y yo entramos a su casa, cogimos el farol de encima del armario de la
cocina. El abuelo me alcanzó una bujía nueva y me la dio para que la cambiara.
También me dio el coño para darle fuego a la vela. Prendí el cabo a la primera,
devolví el mechero al abuelo y cerré la ventana de cristal del farol. La abuela
y mi madre nos esperaban en el portal para hacer el camino de la casa a la
cuadra por el camino de losas. Chata, la única vaca que conservaban los
abuelos, nos mugió casi sin meter ruido y agachó su testuz para que mis brazos
pudieran abrazarla. Antes, el abuelo, había dado la luz eléctrica y se había
colocado con los brazos en jarras, en medio de la cuadra, que era grande, demasiado
grande para una sola vaca. Se quedó esperando a que la abuela dijera lo que
quería que hiciéramos. Que hiciéramos o que hiciese él, pero algo sin duda
importante, porque la abuela nunca nos había arrastrado a la cuadra una vez de
haber dado de cenar a Chata, cerrada la cerradura con una llave que pesaba
medio kilo y de haber bajado la cortina de la estancia de la vaca. Porque la
cuadra era tan grande que cuando Chata se quedó sola, la abuela le confeccionó
con una arpillera de saco una inmensa cortina que ordenó colgar al abuelo de
punta a punta de una de las vigas de roble que sustentaban el camarote de la cuadra.
Una inmensa cortina de saco que se subía por las mañanas y, enroscándola sobre
ella misma, se sujetaba en un clavo de la viga para que entrara la luz en la
habitación de Chata. La misma cortina de saco que cortó la abuela con la punta
de la hoz de pelar remolachas subida a una escalera de tijera mientras le contemplábamos
todos sin saber qué hacer, mi padre también la miraba desde la puerta de la cuadra
y fue, como siempre, el primero que la comprendió. Mi padre parece que no está
en la tierra pero se entera de todo lo que pasa en casa, arriba y abajo. Por
eso sacó la camioneta del garaje mientras ella terminaba de cortar a lo largo
la cortina de saco que protegía a la vaca de miradas de extraños, sobre todo
cuando estaba de parto y la abuela la mantenía dos o tres días bajada, aunque
la subía siempre que llegaban mis primos a ver el ternero recién parido.
También fueron mi padre y la
abuela los que sujetaron de la viga del pórtico de la iglesia con unos clavos y
un martillo la cortina de saco que cubrió por completo el carro a medio
descargar, las camas a medio montar, y a toda la parafernalia que la abuela
había visto pasar desde una de las ventanas pequeñas del camarote de nuestra
casa que da a la estrada.
Mi abuelo, mi madre y yo les
esperamos en la verja de hierro del pórtico.
- La cestita con huevos que
llevaba la niña la tienen encima de una mesa. Sin embargo, te aseguro que no he
visto gallinas por ninguna parte -dijo la abuela al abuelo camino de la camioneta.
- Seguramente serán huevos de
madera -le respondió el abuelo.
- ¿Cómo los van a comer sin son
de madera?
- Ése es su problema.