Mi padre
no andaba lejos de los 90 años cuando le convencí para que me acompañara a
tirar la caña un rato a ver si picaba una lubina. Él había sido un gran
pescador. Le gustaba sentarse en una hamaca al borde de la mar para contemplar
a los pescadores. Era un día nublado, de esos que el agua y el cielo están
pintados de acero. Estábamos solos. Estar solos le gustaba mucho, porque
podíamos hablar. Casi siempre hablábamos de pesca. Hablar de pesca era escuchar
sus consejos: que si debiera de lanzar más a la derecha, no tan lejos, en la
corriente, en aquella poza. Me decía desde su hamaca lo que él haría en cada
momento y yo le obedecía como cuando era niño. Luego se renegaba porque yo no
tenía ideas propias. Terminaba por reírse de mí, exclamando que las lubinas
saltaban alrededor de mi señuelo mostrándonos sus escamas de plata. También me
pinchaba la moral cuando me decía que estaba dispuesto a cenar vivos todos los
peces que pescara. No paraba de pincharme hasta que se aburría y cruzaba sus
brazos en su regazo y echaba cabezadas, pero sin dormirse del todo. De vez en
cuando decía frases incongruentes para que yo no me apercibiera que luchaba
contra las armas de Morfeo abandonando la atención a mis artes de pescador.
Después, yo comenzaba a dudar de si mi idea de haberlo arrastrado a la ribera
había sido buena. Algunas veces olvidaba que aquel año iba a cumplir 90 años (y
que yo estaba a punto de entrar en los 60. Sólo supe que los hijos dejamos de
ser niños cuando se murió mi padre.) Pero, aunque yo no lo sabía, todavía
faltaban meses para que sucediera aquello. Yo sólo deseaba con fervor que él
viera en la punta de mi caña una picada y que me contemplara baldar a una gran
lubina o a una dorada saltar enganchada en el anzuelo de mi aparejo, una gran
dorada que sirviera para dar un banquete a media docena de comensales. Como las
que había pescado él cuando era más joven y yo las había visto en una enorme
fuente en la cocina de casa mientras él se explicaba. “Tiran como diablos. La
primera picada es estremecedora, pero no saben que yo tengo el mejor carrete de
la región y una caña de bambú como tiene que ser, no como esas mariconadas de
carbono que se cascan con el viento. Después del susto me crezco y me cago en
su morro duro y redondo como el pomo de una puerta. Y tiro cuando el bicho tira
para que comprenda que no tiene nada que hacer. Hasta que la canso y la ahogo y
la acerco con amor hasta mi redaño, le quito el anzuelo y la meto en el saco de
tela que me hace vuestra madre, no en esas cestitas de mimbre que usan los
veraneantes. Para ser un buen pescador tienes que haber pescado mucho. Bichos
grandes.” ¡Dios! ¡Como me hubiera gustado pescar una buena pieza delante de sus
ojos! La última vez que llegué a casa con una lubina de más de un kilo, sacó
con sus dedos arrugados sus agallas y dijo con sorna: “¿Cuánto has pagado en la
pescadería por este pez viejo?” Creo que desde entonces le estaba dando vueltas
en meterle en el coche y traerle a la casita que tenemos cerca de la playa, en
Cantabria. No sólo para que me viera sacar una buena pieza sino para que gozara
de una tarde de cielo y mar. Pero sobre
todo, lo primero. Porque además yo sabía que se iba a poner muy contento y que
la iba a gozar contándoselo al barbero, a la asistenta y también a sus nietos.
Pero no tuve suerte. Saqué una boga de diez centímetros y la devolví a la mar.
Después de dos horas y pico comprobé que la marea estaba arriba y que pronto
comenzaría a bajar el agua. Dejé la caña tumbada en la gran roca plana en la
que me movía y comencé a guardar las cosas en el saco. Al terminar, me hice con
la caña para rebobinar el nylon en el carrete. El señuelo con los anzuelos y el
plomo estaban en el fondo, creo que en una pequeña poza. Nada más levantar la
caña me di cuenta de que el anzuelo se había enganchado en una roca, porque la
caña se combó. Menos mal que mi padre seguía dormido plácidamente y no podía
ver mi dejadez. Se habría estado riendo todo el día. Nervioso por acabar cuanto
antes, tiré con todas mis fuerzas hacia arriba con la esperanza de romper el
sedal antes de que mi padre me viera, cuando de pronto la caña se volvió a combar
con fuerza y el nylón empezó a cortar el agua de izquierda a derecha y de derecha
a izquierda. ¡Dios! ¡Alguna buena pieza
estaba enganchada! Tan pronto trataba de hundirse como salir y nadar
como un rayo. Atenazado por la
excitación olvidé las más primitivas reglas de un pescador y en vez de soltar
el carrete para que el bicho se cansara, tiré y tiré siempre recogiendo hasta
que la saqué hasta mis pies, volví a dejar la caña en el suelo y me abalancé
con ambas manos abiertas para sujetar a una preciosa lubina de unos dos kilos.
Y es que también había recogido el redaño con las otras cosas y no me quedaban
más que las manos para sujetarla con todas mis fuerzas. Entonces cometí la peor
de las novatadas. Envolví el sedal en mi mano derecha y la alcé con la
esperanza de poder subirla al lado de mi padre para que la viera bien vista y
sacara aquella sonrisa de satisfacción plena, la misma sonrisa que puso en el
momento de expirar. La muy puta de la lubina se revolvió con tal fuerza que
rompió el nylón, cayó a la roca y dando coletazos se dejó resbalar por la
piedra plana manchada de verdín y volvió a la mar. Casi llorando de desesperación
corrí al lado de mi padre, lo zarandeé y le dije: ¿La has visto? ¿La has visto?
La he tenido sujeta con mis dos manos delante de tus ojos. Se me ha escapado
sin querer.
- ¿Qué
se te ha escapado?
- Una
lubina así de grande. Así. Con la tripa bien gorda. Se ha llevado el anzuelo
clavado en su morro.
- ¿Una
lubina dices? ¿Y dónde está? Yo no veo ninguna lubina con la tripa gorda.
-
Estabas dormido.
- ¿Qué
culpa tuve si estaba dormido? Además, las lubinas gordas y relucientes sólo
pican de noche -dijo mirándome como se mira a los mentirosos.
FIN
Nota: Las ilustraciones y dibujos de este blog son de JUAN GIL.
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