León vendió las botas nuevas de su abuelo a un sirio que remaneció debajo de los manzanos una mañana nublosa. Lo encontró su madre con el rostro enterrado en la yerba cuando salió al huerto a coger perejil. El sirio era un hombre alto, de no más de treinta y cinco años, con nariz de gato persa, ojos verdes gastados y hechura desgarbada. Estaba descalzo.
La mujer llamó a su hijo para que dijera al turista que se encontraba en una propiedad privada. León, un muchacho de trece años, simpático de nacimiento, extendió su mano y le dio la bienvenida. Luz Adviento tenía cara de luna llena, un talo de plata que se sulfuraba cuando su hijo sonreía a los contratiempos. Aunque enterrados bajo un montón de libras de carne, sus nervios se retorcían y se mordía sus labios al entender que León se le hacía hombre sin darle tiempo a enseñarle a esconder sus buenos sentimientos. “¡Compórtate como un zorro! ¡Ni los santos muestran sus emociones!”, le decía sin reposo. Después de estrechar la mano del forastero, León escondió sus dedos en los bolsillos de sus pantalones y los restregó en los forros para tratar de eliminar un olor enfermo que le produjo arcadas. Como siempre, su madre tenía razón. Y también, como siempre, él se quedó quieto esperando la reacción de ella. Luz Adviento no sólo tenía cara de luna llena, también sus pechos eran satélites redondos y todas las partes de su cuerpo dibujaban un sistema planetario de carne magra de más de cien kilos en entero. Sin embargo, ignoraba la gravedad del suelo y se movía liviano, como levitando. Luz Adviento siempre había sido espesa. Creció así hasta que alcanzó un metro ochenta de altura y rompió la mandíbula a su padre de un puñetazo que le propinó con toda su alma. Tenía dieciséis años y había dejado el bachiller para seguir a un brasileño que tocaba el tambor y cantaba en un pub. Su padre, un gallego de hablar confuso, le dijo que él no trabajaba para mantener a furcias zánganas. Y le gritó: “¡Putarraca de putamierda!” Fue cuando Luz se levantó y le lanzó el derechazo. Al día siguiente se marchó de casa con diez billetes de cincuenta euros que robó a su madre de debajo de un Sagrado Corazón sedente. Su madre también era gorda, pero así como Luz Adviento estaba configurada con encanto, la señora era gorda simple con problemas para caminar. Quizá por eso se quedó en casa con una cantinela triste que la repetía siempre que alguien le preguntaba por ella: “Ya sabe el camino de vuelta”. Se murió un mes después mirando por la ventana de la cocina. Cuando el viudo sintió el frío de la soledad, cerró la puerta de casa con dos vueltas de llave y se fue a vivir con una guardia municipal.
Era una casa amarilla con un mirador a lo alto, tejado a dos aguas y algo más de cien años en su joroba. La huerta y los manzanos la rodeaban por los cuatro costados. Después había un seto descuidado envuelto por un bosque de pinos. Aun con las bombillas encendidas parecía una casa abandonada. Luz Adviento ansiaba vivir en la ciudad. Sabía fregar, planchar, guisar pollo con tomate, hacer el trabajo que su madre nunca hizo. También sabía las declinaciones de latín y la historia de España hasta Alfonso XII. Por simple intuición había aprendido a morder los lóbulos de las orejas de los hombres y a enredar en los puntos de placer masculinos. Sabía lo suficiente para no morirse de hambre. Pero cuando transcurrieron tres noches sentada en un banco de jardín con los bronquios enfermos y se dio cuenta de que la vida no es como le habían enseñado, no tuvo más remedio que buscarse una cama de pensión en el centro de la ciudad. Todavía dormían entre sus pechos los quinientos euros que había robado a su madre. Se había jurado no gastarlos nada más que en extrema necesidad. Acudió a la pensión de una anciana bien conservada que adornaba su garganta con collares de bisutería y usaba boquilla para fumar. Se llamaba Coralia Bogador, tenía tres pupilos con derecho a cama, cena (sopa y lirios) y conversación variada. Conocía el arte de tejer su memoria para mantener la atención. Y no se preocupaba en perderse en el río de sus palabras, porque su jovialidad le ayudaba a reformar su historia con una cuchillada de imaginación. Luz Adviento aprendió de ella que un seso sin fantasía nunca llega a ser gran cosa en la vida. Los pensionistas eran tres: dos hermanos gemelos sin ninguna analogía, a no ser su aserto pronunciado con una convicción irrebatible y una mujer de mediana edad que pedía en la puerta principal de los Jesuitas. Los hermanos gemelos, que estaban a punto de entrar en la sesentena, hacían chapuzas en casas viejas: enchapaban cocinas, pintaban y empapelaban, colocaban cisternas y cobraban lo suficiente para emborracharse los sábados. Les llamaban “Los Decoradores”. La pupila, de cincuenta años o así, no sólo pedía en la puerta principal de los Jesuitas, también vendía porros de cannabis, que le proporcionaba un camello mestizo (coco y cacao). Luz Adviento fue recibida en aquel abrigo de aves raras con el miedo que acarrean los indocumentados. Sólo Coralia Bogador, dueña del cotarro, sintió el impulso de abrirle sus brazos al percibir en su puño los otoñales colores de los billetes de cincuenta euros. El cuarto tenía una cama, una silla y una cómoda.
- Detrás de la puerta hay clavos para las perchas -dijo doña Coralia.- La cena es a la hora del telediario.
- Hoy solo quiero dormir. Mañana ya veremos -dijo la muchacha.
Luz Adviento cerró la puerta del cuarto. Tenía tantas ganas de tumbarse que empujó a la anciana para que se diera prisa en salir. Antes de deshacer la cama vio que a sus pies había una ventana. Daba a un patio grande por donde paseaban dos gatos. Dobló la almohada y se recostó. En algún lugar de la casa charlaban dos hombres y una mujer. Después se callaban y dejaban paso a la voz de la dueña de la pensión que hablaba quedo. Las voces parecían venir de muy lejos; pronto se fundieron las cuatro voces en un runrún que parecía llegar de la cocina de su casa, igual que cuando era una niña y sus padres reían y hablaban. Luz Adviento sintió poco a poco el letargo del sueño.
Coralia Bogador recordaba con mucha claridad el día que vio al Niño Jesús columpiándose en la rama de una higuera. Hacía ya una década que su memoria se había puesto a mirar atrás refrescándole nostalgias que se habían muerto. Eran las amnesias que la vida pisa hasta que la cercanía de la muerte las rescata del olvido. Al Niño Jesús le columpiaba una muchacha con cara risueña y ganas de jugar. Muchos despertares le sorprendían con la morriña de la fotografía infantil y se esforzaba por ponerle nombre a la joven que también le hacía reír a ella. La presencia de Luz Adviento en la puerta de su casa le produjo un chispazo que empalideció su rostro. Aunque se mostró sensata aquella noche, el sueño no le cerró sus párpados. A la mañana siguiente esperó a que sus pupilos salieran al tajo para confeccionar un discurso con la fuerza del convencimiento, porque la expresión del rostro de Luz Adviento era semejante al de la joven con ganas de jugar que columpió al Niño Jesús cuando todavía era una niña casi sin edad. Coralia Bogador se había aburrido de ser vieja, necesitaba a su lado un aliento joven.
La anciana se levantó de la cama a las cuatro de la mañana. Llevaba despierta desde las once pensando en la forma de convencer a Luz Adviento que se quedara en su casa. No le fue difícil. Cuando el amanecer pintó el cielo de rosa y azul y la limosnera y los gemelos salieron a sus negocios, Coralia se asomó al patio por una ventana que daba al pasillo. Así descubrió a Luz Adviento jugando con los gatos. La anciana soltó una risa infantil. La llamó y le dijo:
- ¿No tienes más sueño?
- Sí. Estaba pensando en largarme por esta ventana.
- ¿Largarte? ¿A dónde?
- Eso es lo que no sé.
- ¡Quédate aquí! Me podrás ayudar a hacer la sopa y a freír el pescado para la cena.
Luz Adviento durmió hasta que la anciana la despertó a la mañana del día siguiente para decirle si la quería acompañar a la pescadería.
El empleado era un joven alto, de no más de veinte años, con nariz de gato persa, ojos de limón verde y molde desaliñado. A Coralia Bogador no se le escapó la mirada de Luz Adviento.
- ¿Te gustan los sirios?-dijo la anciana mientras revolvía la caja de lirios.
- Prefiero el pollo.
- Los sirios de Siria.
- Y los pollos de la pollería-dijo el pescadero con sonrisa norteamericana.
Luz Adviento recogió el mohín del hombre. Era una sonrisa normal. Ella se la devolvió especial. Coralia Bogador se rió hasta que se le asomaron los dientes postizos de arriba. Al salir de la pescadería se agarró del brazo de Luz Adviento. Estaba segura de haber hecho una gran adquisición. El pescatero era más alto que Luz Adviento. Además, sabía silbar como las serpientes de cabeza negra que viven debajo de las piedras de Palmira.
Luz Adviento llevaba cuatro meses y cuatro días viviendo en la pensión cuando se hizo acompañar por la anciana Coralia a la farmacia. Todavía le quedaban algunos meses para cumplir diecisiete años. La prueba casera de la ranita no había fallado. Estaba encinta. Luz Adviento metió los gatos del patio en una caja de leche y desapareció. Su estado de ánimo había olvidado su abatimiento y dejó que un sol alegre anidara en su corazón. Regresó a la orilla del mar, al bosque de pinos donde le parió su madre. Su padre había cerrado la puerta de casa con dos vueltas, pero dejó la llave debajo de una teja, seguramente por si ella volvía. La casa estaba adornada con telarañas, polen y excrementos de rata. Invirtió quince días en limpiarla. Podó el seto, labró la huerta con el pequeño tractor. Por las noches ponía la televisión, se recostaba rendida en el sofá y dejaba a los gatos dormir en su regazo.
León Adviento nació en un soleado amanecer, el 29 de abril de 2003. Se quedó con un solo apellido porque a su madre le pareció el nombre y el apellido de un hombre triunfador. Según sus cálculos más atinados el padre de León podría ser uno de entre cuatro hombres, todos con nombres compuestos y vulgares. Al nacer León, su madre ya había cumplido diecisiete años, pero al faltarle un año para alcanzar la mayoría de edad, las autoridades la destinaron al Convento de las Madres Desamparadas hasta cumplir la edad reglamentaria. Sin embargo, al día siguiente de dar a luz, cuando la enfermera le trajo al bebé para darle la toma correspondiente, Luz adviento saltó de la cama, se vistió, cogió a León entre sus brazos y vio salir al sol mientras hacía el empalme a un Clío negro. Lo dejó no lejos de la boca del metro y llegó a su casa dos horas más tarde. Lo tenía todo planeado. Había almacenado víveres para un año entero, justo el tiempo que permaneció encerrada hasta que se pudo hacer el D.N.I. sin peligro. Conformó un nuevo carácter de madre soltera: cuando bajaba al pueblo no respondía a los saludos. Llegó a ser tan cortante y grosera que los padres prohibieron a los niños cruzarse con ella. La huerta fue su salvación: Puso gallinas y conejos. León fue un niño solitario. Inventaba sus propios juguetes, hablaba con los gatos, ponía nombres humanos a los conejos. A los cinco años sabía leer. Su madre había sido una brillante alumna. Decidió no llevar al niño a la escuela. Todas las noches dedicaban dos horas en hablar de las estrellas, de Robinson Crusoe, de los mares, de los ríos, de Tom Sawyer y de David y Goliat. También le enseñó a distinguir las flores con olor, de las de sin olor, el canto de los pájaros comunes y la vida de las mariposas. Lo que no pudo inculcarle es que el peor enemigo del hombre es el mismo hombre y que lo más razonable era usarlo para propio provecho antes de que se aprovechen de ti. León había tenido tan poco trato con la gente que se mostraba apático ante cualquier decisión. Sólo cuando cumplió trece años, sin saber cómo, las recomendaciones de su madre le comenzaron a parecer sin fundamento. Su aspecto desgarbado, su mirada perdida, su sonrisa sin destino, envolvían a un muchacho atrayente. Hacía amigos sin proponérselo. Las mujeres comentaban su carácter cariñoso, tan diferente al de su madre. León apenas subía al pueblo, pero algunos muchachos de su edad venían a su casa. Jugaban en el pinar hasta que Luz Adviento gritaba su nombre con la fuerza de una sirena de barco desde el mirador. El amanecer que Luz Adviento se encontró con el desconocido tumbado boca abajo debajo de los manzanos, llamó a León. Luz Adviento le estaba mirando la nuca al forastero. Sólo fue capaz de quitarle los ojos de encima cuando el hombre levantó su cabeza. Entonces se sonrojó y se arrepintió de haber llamado a su hijo. El hombre se levantó despacio, dejó los brazos pegados a su cuerpo. Movió los labios sin hablar. Luego llegó León, extendió su mano y le dio la bienvenida. León metió su mano en el bolsillo del pantalón para limpiarse. El hombre olía raro. Ella desapareció en la oscuridad de su casa.
- No se deje los zapatos-dijo León.
El desconocido intentó taparse un pie con el otro. Primero uno y luego el otro. Tropezó.
- ¡Quieto, que te vas a partir los morros!-dijo León.
- No tengo zapatos. Me los quitaron ayer.
- ¿Has venido caminando?
- No tengo prisa.
- ¿De muy lejos?
- Bastante. ¿Esa es tu madre?
- ¿Quién va a ser, si no?
- ¿Y tú eres su hijo?
- Elemental. ¿Tienes dinero?
- Algo.
- Tengo unas botas casi nuevas. Las dejó mi abuelo.
- ¿Por cuánto me las vendes?
- ¿50 euros te parece mucho?
- No sé lo que tengo. Espera.
- Sí. Voy por las botas.
León buscó a su madre en la cocina. Luz no estaba. Se había encerrado en el retrete. León cogió las botas del armario de su abuelo. Salió.
- ¡Vaya! Parecen unas buenas botas- dijo el hombre. Se sentó en la yerba y se las puso-. ¡Perfectas!-exclamó. Le dio el billete de 50. León cogió el dinero.
- Cerca de la boca del metro, en el pueblo, hay una mercería. Seguro que encontrarás unos buenos calcetines-dijo León.
- ¿Puedo regresar mañana para despedirme de tu madre?
- Será mejor porque ahora está ocupada.
- De acuerdo.
León Adviento miró a sus ojos verdes gastados, contempló su andar desgarbado y levantó su mano derecha a modo de despedida cuando estaba en la barrera de la huerta.
-¿Por qué te has escondido?- preguntó a su madre-. Le he vendido las botas del abuelo por 50 euros.
- Has hecho bien.
FIN
Arrigunaga, (GETXO) a 3 de diciembre de 2015.
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