viernes, 23 de diciembre de 2016

LA GATA DEL ABUELO SE LLAMABA AUDREY

El abuelo consiguió sacarse una selfie con la gata al hombro.  Entonces la gata tenía veinte años y el abuelo ochenta. Los dos gozaban de perfecta salud, calidad que se observa a primera vista. El abuelo tenía una caterva de álbumes de fotos en un cajón del aparador de su comedor.  Me gustaba ir a su casa a mirar fotos. Por ellas supe que en su juventud había sido hippie.  Había una instantánea muy especial de mis abuelos tomada en Kew Gardens, en Londres, delante de la Gran Pagoda. El abuelo luce una frondosa cabellera a lo Príncipe Valiente casi hasta los hombros, camisa con pasionarias, chaleco negro y pantalones acampanados. La abuela, preciosa mujer rubia natural, lleva un vestido de flores, largo hasta los tobillos. Juraría que no lleva sostén. Se ríe arrugando su nariz. Creo que si hubiera tenido la edad del abuelo, yo también me habría enamorado de una muchacha tan atractiva. Le daba besos furtivos, sin olvidarme de limpiar las huellas de mis labios en la estampa.  
- La abuela sólo se reía cuando era feliz. Ahí teníamos veinte años. ¿Cómo no íbamos a ser felices con  la vida por delante?-decía el abuelo. Y yo sentía envidia o una especie de malestar por no poder hacerme pareja de la abuela.

Entonces el abuelo era un muchacho atractivo. Casi tanto como ahora que le tildaban de señor fascinante. Nunca decían viejo ni tampoco anciano, pese a que llevaba el bolo al cero. Yo me perdí muchos años de abuelo. ¿La culpa? Seguramente mi ama y la tía Mari Petri, dos maravillosas hermanas que sintieron pereza de echar una mano.
- ¡Qué pereza, chica! ¿Por qué nuestro padre no quiere llevar a nuestra madre a una Residencia?-decía la tía Mari Petri.
- ¡Qué demonio de hombre!  ¡Dice que ya sabe arreglárselas solo!- decía mi madre.
La tía Mari Petri y ama hacían los mismos gestos al hablar. No eran muecas elegantes. Usaban una pantomima de cocina de hogar obrero. Sobre todo cuando se ponían de acuerdo y se golpeaban con la palma de la mano en sus posaderas.
La abuela se murió en su casa. El abuelo sólo nos telefoneó cuando terminó de amortajarla, después de llamar a la funeraria, elegir un féretro de pino y acordar la ceremonia con el hombre de lo muertos. Menos meterla en la sepultura lo hizo todo. No la incineraron. ¡Faltaría más! -“Los muertos tienen que desnudarse de su carne hasta quedar en huesos. Es entonces cuando adquieren su verdadero estatus de difunto” -me dijo mi abuelo cuando comencé a recuperarlo. Porque desde que cumplí diez años, mi madre me enseñó el camino a casa del abuelo y me dejaba ir solo a visitarlo. Generalmente iba los sábados. El abuelo hacía natillas para la gata y para mí y nos zampábamos un plato hondo con cartolas cada uno. El plato de la gata tenía flores lilas y el mío un reloj.  El abuelo se quedaba estático sin dejar de mirarme. Yo sentía sus ojos rodar por toda mi piel, sobre todo por las facciones de mi cara. Su mirada no me molestaba. Pero sí el peso de sus bolas.  Porque sus ojos eran como bolas de rodamiento de acero que atascaban mis ganas de hacer nada. Un día sentí algo parecido a vergüenza. 
- ¿Por qué me estás todo el rato mirándome?-le pregunté empapado en sudor de apocamiento.
- Te estoy aprendiendo a querer, chaval. 
Aquellas confesiones de abuelo me dejaban tierno. Era cuando se sentaba al piano y ponía a sus dedos a andar encima de las teclas pulsando Penny Lane.
Al abuelo no le importaba que le acompañara al cementerio. Fue allí, sentados en la losa de la sepultura, donde un atardecer de nubes moradas, me contó el destino de los difuntos que están enterrados cerca del mar.
- Al pasar  los años, en las mareas vivas de setiembre, la mar llama a los muertos mondos para que se preparen a regresar a sus orígenes. La mar golpea con fuerza las paredes del acantilado durante nueve días, tiempo que necesita para ablandar el camino que conduce al fondo de los sepulcros. Y las tumbas se vacían arrastrando a los muertos a una gran explanada de corales donde llega con nitidez desde Islandia el canto de las ballenas. 
El abuelo me solía contar sus grandes conocimientos apoyando su manaza en mi hombro. Sólo cuando me sentía temblar se callaba como un muerto y me subía a sus espaldas y comenzaba a trotar como un percherón. Nunca se cansaba.  
El abuelo solía llevar un mochila que yo usé  para ir a la ikastola cuando era más pequeño. Metía en su interior un cepillo, una botella con agua y limón para limpiar el mármol y un ramillete de geranios de su jardín. Algunas veces me mandaba orinar en la losa. Mientras me vaciaba, él pasaba sus manos por el mármol. Generalmente se las solía limpiar al marcharnos en una fuente que había en la puerta del cementerio. Pero también había días que se  olvidaba.
- El chis de nieto limpia. El chis de viejo mata. ¿Me entiendes?
- Creo que sí.

La selfie que sacó con la gata en su hombro era guay al cuadrado. Estaba tomada de abajo arriba. Seguramente sujetó el móvil a la altura de su barriga en el preciso instante en que la gata tenía las patitas en su hombro y arrimaba su cara a la de él. ¡Vaya pareja de freakis!  Una mañana pasé por su casa antes de ir a la ikastola para que me dejara el móvil.  Quería enseñar a mis compañeros la foto, además de presentar a la gata y también al abuelo. El abuelo se estuvo frotando su cabeza. Yo creo que dudaba en dejarme o no su móvil. De pronto se puso muy colorado. Me dijo con una voz cascada: “Si me das un beso”. ¡Claro que se lo dí! Pero desde entonces nos saludamos chocando las palmas de nuestras manos en el aire. Misterios que no llego a comprender.
Naroa, una chavala muy cargante, me la quiso cambiar por su colección de cromos de las olimpiadas de Atenas. La mandé al infierno. También la vio la andereño.
- ¡Menudo señor más guapo!- exclamó la maestra.
- Es mi abuelo-respondí orgulloso.
La gata se llamaba Audrey. Creo que el abuelo la bautizó así en honor de la actriz británica Audrey Hepburn de quien estuvo enamorado toda su vida. Lo cierto es que la abuela se parecía todo a la actriz. El abuelo decía que él dormía doce horas para poder andar tieso las otras doce. No era cierto. Se levantaba a las cuatro de la madrugada para hacer café y prepararse un porro con la marihuana que cultivaba en su huerto. Regresaba a su cama y se sentaba entre cojines a pensar. Eran sus mejores horas del día. Con los dedos de su mano derecha acariciaba las orejas de la gata mientras sus pensamientos reptaban perpetuamente a la hojarasca de sus años pasados en compañía de la abuela. La pobre se murió porque se le olvidó respirar, el último descuido de su maltrecho cerebro. El abuelo, con los ojos cerrados, dejaba penetrar a sus recuerdos sin negarles la entrada aunque fueran nefastos. Como el día que descubrió a su mujer de la mano de un hombre que tenía, según ella, un aliento primaveral. El abuelo no dijo nada, pero esperó al hombre llegar a casa. Lo paró en el porche, alicató sus orejas con sus dedos de acero y lo metió en la cabaña donde guardaba las herramientas de la huerta.
- Espera- le dijo.
El abuelo depuso un mokordo en una pala, se amarró sus pantalones, volvió al interior de la cabaña, trincó de los pelos al hombre de aliento primaveral, le rellenó su boca de mierda personal, lo condujo a la salita donde estaba la abuela y le dio un par de vueltas a su alrededor.
- Es cierto, cariño, su aliento primaveral es inconfundible- dijo  a la abuela.
- ¿Qué le has hecho al afinador del piano? ¡Diablos! ¡Huele a deposición! 
Y el abuelo me contaba con lágrimas en los ojos que la abuela soltó la carcajada más hermosa de toda su vida. 
La gata sabía qué hora era por los quehaceres del abuelo. Como la mayoría de las personas mayores no sentía ningún estímulo que le condujera a actuar de manera diferente. Sólo le cogía desprevenida los domingos de buen tiempo, que era cuando el abuelo le ponía el arnés y le llevaba a la playa a jugar con cáscaras de mejillones. Sin embargo, cuando sentía las correas en su cuerpo arañaba la puerta de la cocina que era donde el abuelo colgaba la mochila de sacarla de paseo.
Cuando la gata cumplió veinte años, el abuelo le hizo un seguro de vida con una póliza especial de enterramiento. 
- No sea que yo me adelante y cuando le llegue el deceso la dejen en un container -me dijo el abuelo cuando me mostró el documento.
Para entonces, aunque ya me había hecho mayor, seguía visitando al abuelo. La gata se subía a mis piernas y se ponía tripa arriba para que enterrara  mi nariz en las nubes de algodón de su barriga. El abuelo más atractivo del mundo, como aprendió a llamarle la tía Mari Petri, seguía haciéndonos los platones de natillas para que no olvidáramos nuestra infancia. Pero ya no me pedía que orinase en la lápida de la abuela para protegerla de las adversidades climáticas o, desde que un día se fijó en mi balano y me dijo muy fanfarrón que había cambiado mi poder infantil a favor de otros laureles. Y chocamos nuestras palmas en el aire.   
 El año que terminé la universidad, el abuelo no pudo asistir a cantar el Gaudeamus igitur. Estaba con gripe. Falleció una semana después, de neumonía.
Llevé a la gata a casa, pero no traga a ama ni a la tía Mari Petri y se pasa todo el día debajo de mi cama. Cuando llego, me espera en la puerta y no se separa de mí. Pasa las noches encima de mi mesilla mirando por la ventana el Abra y las luces que han nacido a los pies del monte Serantes. 
Vivió veinticuatro años.
Engañé a los sepultureros con una buena propina para que levantaran la lápida de la sepultura y lo dejaran encima del abuelo. 
Cuando voy a limpiar la lápida escucho con nitidez los maullidos de Audrey. Entonces canto Penny Lane con los labios besando el mármol.



FIN


Arrigunaga (GETXO) 22 de noviembre de 2016.






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