Lo que más me preocupó fue el temor que se le quedó grabado en su arrugado rostro y el brillo de sus ojos perdido tan fulminantemente. Se había apoderado de ella un desasosiego que contagiaba. Sobre todo cuando se empeñaba en racionalizar la senda que le hacía sufrir. Mi tía Palmira, médico de bastante nombre, estaba convencida de que no sufría por reencontrarse con su primera infancia. Sufría por el sueño que arrastraba desde la noche del Domingo de Ramos. Eso era precisamente lo más preocupante. Desde entonces no nos dejaba apagar la luz de su habitación. Estaba segura de que si había visto salir a gente de la radio, los vería entrar. “La gente antigua no deja las cosas a medio hacer.” -dijo con total convencimiento.
La abuela Ascensión me dijo que la radio había comenzado a emitir interferencias catarrosas después de haber conectado con una emisora de Sevilla para emitir una saeta de ¡ayes! “Son saetas de poca imaginación que sólo transmiten dolor de cabeza.” Ahí precisamente comenzó el suyo. Primero sintió tandas de pinchazos, algo así como si en su cerebro hubieran montado una oficina de Morse que llegaba con una ligera pérdida de visión, un frío hircismo y unos arqueos que la molieron. Sin embargo, pudo levantarse con esfuerzo para girar el interruptor y apagar los tristes vagidos del aparato. Cuando apareció en el vetusto comedor que sus padres mandaron hacer a un ebanista de París, en donde dijo que la esperáramos para soplar el merengue, comprobamos que todos sus años, que hasta entonces había sabido dominar con pócimas secretas y oraciones contra la decrepitud, mudaron su foto de dama sempiterna a anciana con el DNI caducado.
Como nieto predilecto, al decir de mis primos, Totxi el solterón me llamaban, que había conseguido llegar a los cuarenta y cinco años sin dar un palo al agua con el amparo del Gobierno, me quedé al lado de la abuela a falta de otros menesteres. El abuelo, que falleció a una edad discreta, solía echar la culpa de mis malas migas con el trabajo por perder el tiempo en una carrera insustancial que no servía para nada, salvo para tener el cerebro ocupado en lindezas de salón.
- “¿Conoces a algún ministro licenciado en Filosofía y Letras?”- me solía preguntar.
- ¿Quién te haría el nudo de la corbata si yo fuera ministro?- le decía yo.
La abuela no puso ninguna objeción a que me quedara en casa para hacerles compañía a Herminia y Teodora, las criadas. Por supuesto que ella se podía arreglar sola, aunque le quedaba por hacer lo más trabajoso: morirse.
Era una primavera que había comenzado con frío, el brillo del sol llamaba a despertar al jardín, extensa propiedad que protegía un alto muro con cascos de botellas en su cima. El árbol que más quería era un roble que plantamos mis primos y yo el día de mi primera comunión. Cuando despuntaban los nuevos brotes verdes entre sus hojas oscuras, me acercaba para preguntarle qué tal había pasado el invierno. Después, como todos los años, le escribía un soneto y se lo leía con voz impostada hasta que los pájaros que se encontraban en su follaje echaban a volar. La abuela Ascensión me regaló una caja de puros cubanos para que fuera guardando en ella mis sonetos al roble, con el consejo de que los enterrara en la base de su tronco, consejo que había seguido al pie de la letra. Era un secreto bien guardado por los dos. No sólo era yo el que tenía secretos con la abuela. Ella se había preocupado en regalar a cada uno de sus hijos, nietos y biznietos un enigma.
- Sólo lo debemos de saber tú y yo. No lo divulgues-decía a cada uno de nosotros.
Pero aunque nos recordaba, generalmente en el día de nuestro cumpleaños, la obligación de guardarlo, creo que ninguno de sus descendientes, excepto yo, lo hizo. Y ella lo sabía. Por eso me dejó quedarme a su lado y me pidió que anduviera ojo avizor por toda la casa ya que los tres personajes que habían salido de la radio que le regaló su tío Venancio, en algún momento deberían regresar a su trabajo. El mueble del aparato de radio era espectacular. Aupado en una base con ruedas, fabricada en el taller de mi tío Jeremías para que la abuela la pudiera arrastrar consigo, se elevaba hasta algo más de un metro. Era una radio de caoba con calados Art Deco, tres pistones de mando y cuatro columnas salomónicas que, sorteando los peligros de tres generaciones, había llegado viva bajo los cuidados de los abuelos. Él, comprando bujías en los viejos rastros del mundo; ella, pasándole sus pinceles de limpieza por los recovecos de su fachada. Mi padre me solía contar que mis tíos y él se sentaban frente a su altavoz para escuchar un cómic inglés que pasó a la SER con el nombre de “Diego Valor, piloto del futuro” en una serie radiofónica de quince emocionantes minutos. Recordé muy bien las evocaciones de la infancia de mi padre, cuando una tarde nebulosa ya en tiempo de la Semana Santa, la abuela Ascensión, sentada en su mecedora de escuchar la radio, me tomó de la mano y me dijo con voz queda:
- El comandante Valor era inteligente y de buena planta, la profesora Fontana, hermosa como una niña mayor y el capitán Laffitte, que hablaba con dengue francés, un rubiales encantador. ¡Oh, Diego Valor! ¡Pensar que lo he tenido tan cerca!
- ¿No crees que ya estarán tumbados a la bartola en algún prado celestial?
- Me puedo haber confundido. ¡Si hubiera escuchado al menos su voz! Es la única “literatura” que El Dictador nos dejó auscultar a partir de los cincuenta. Eso y las “novelitas” del atardecer. ¿Crees que no sé de dónde viene la afición a leer de mis hijos? Y tú. ¿Acaso no escribes sonetos a los árboles?
Fueron días de conversaciones peculiares, sólo interrumpidas por miembros de mi familia cuando le venían a visitar. En presencia de ellos, enmudecía. La abuela, que había perdido toda afición de salir al bosquecillo de laureles para buscar nidos de mirlos, cometía vergonzosas faltas de educación ante su prole y los enviaba a tomar chocolate a la cocina diciéndoles que aprovecharan mientras podían. La realidad era que temía no poder mantener todos sus sentidos en los alrededores de la radio. Estaba segura que cualquier descuido favorecería el regreso de sus héroes radiofónicos.
- Lo importante es no llevarle la contraria. Mientras sus divagaciones sean monotemáticas, estamos salvados. La locura llega cuando comienzan a rodar mundo- dijo la tía Palmira, médica de reconocido renombre.
La tarde del lunes, la abuela me preguntó si me acordaba en dónde brotaban las violetas.
- Junto a los troncos de la parra.
- Llévame.
Era la primera planta curativa que aprendimos a conocer, primero sus hijos, luego sus nietos y después sus biznietos. Las flores de las violetas cortaban la sangre de las heridas. Frente a ellas había un banco de jardín en donde se sentaba la abuela para curarnos las estocadas de Guerra.
Estaba a punto de oscurecer, en ese punto que las naranjas parecen negras y los txiotxus buscan sitio para dormir en la enramada de los arbustos. De pronto, del otro lado del seto que separa el sitio de las violetas de la huerta de los limoneros, llegaron los cuchicheos de varias personas. No pude pensar otra cosa que eran algunos miembros de nuestra familia que venían a robar los limones de la abuela. Tenían fama de convertir los combinados en sangre celestial. La anciana acercó su cuerpo al mío. Temblaba. La rodeé con mis brazos y la llevé a casa arropada en mi pecho.
La casa de la abuela la levantó su padre, don Patricio Iturbe, al regresar de Cuba. Era una alegre casa de indiano plantada en el centro de un jardín de tres hectáreas en donde no faltaban ni las palmeras ni un bosquecillo de cañas de bambú ni el huerto de cacahuetes. Tenía nueve cuartos para dormir, la salita de la radio, el salón del teléfono, el comedor con dos aparadores, dos trinchantes, una mesa para veinticuatro comensales y seis pinturas sobre la vida de Guillermo Tell.
- ¡Señora! Los que andan enredando en el jardín no son de la casa. Creo que duermen en el cañaveral de bambú y me da que están perdidos -le dijo el hombre que cuidaba el jardín.
- Son ellos- dijo la abuela. Su carita seca y rugosa escondió sus ojos de diamante en el lecho de sus cuévanos. -Volver a la infancia para morirse después de vivir noventa años es un lujo. No puedo dejar amodorrarme por los demonios de mi sueño eterno.
Sus elucubraciones de abuela enfática me hicieron pensar que su cabeza ya no le pertenecía del todo. Mi otra abuela, la madre de mi madre, se murió porque se le olvidó tragar. Aquella noche me acosté entristecido. Pero al día siguiente la encontré sentada frente a su tocador dejándole a Herminia pasar un cepillo por su pelo. La abuela había recuperado su color, sus ojos se movían alegres y su voz de niña maleducada peleaba con la criada para darle a entender que le hiciera un moño de novia.
Yo tenía una bicicleta con un sillín de mimbre en donde paseaba a mis sobrinos por las veredas del jardín. Cuando el sol comenzó a asomarse por los rotos de las nubes, la abuela me preguntó si tenía un rato para llevarla en mi bicicleta hasta el bosque de cañas de bambú. La amarré con las correas de seguridad y partimos por el camino de perales llenos de flores blancas pintadas de carmín. La abuela no perdía detalle. Me pedía que no dejara de tocar el timbre de la bici para avisar a posibles visitantes de nuestra presencia. Fue un paseo apacible hasta que pasamos la charca de los patos y nos adentramos en el laberinto. La abuela me rogó con voz temblorosa que la sacara pronto del enredo que había diseñado su padre, porque tenía miedo. El laberinto era un calco perfecto de la rúbrica de su padre.
- Es un lugar perfecto para esconderse. No me extrañaría que Diego Valor y la profesora Fontana vinieran aquí a hacer el amor. La firma de mi padre tenía un rulo muerto. El jardinero trazó en el laberinto un lecho de amor sin salida en donde toda la familia se ha escondido alguna vez -me dijo la abuela.
- ¿Los viste bien, abuela? ¿Estás segura de que eran ellos?
- ¿Cómo no van a ser ellos si saltaron de la radio vestidos con trajes de cibernautas extravagantes?
Un extraño rumor compuesto de silbidos, guirigays y cisco con sordina precedió a un zumbo. Tres sillas volantes se fueron en planeo yo creo que del cañaveral de bambú. Cerré los ojos para recordar la rúbrica de mi bisabuelo e hice el camino que faltaba para la salida del laberinto en un pispás. La abuela se aferró a mi camisa. La escuché decir:
- ¡A casa, Totxi, a casa!
Pedaleé con todas mis fuerzas. ¡Qué fantástico espectáculo trazaron en el cielo las sillas volantes! Al llegar a la recta que conducía a la entrada principal de la casa, las volvimos a ver allí a lo lejos. Un sonido sideral, como de estrellas rotas, nos derribó. Sentados en el santo suelo vimos a las tres sillas volantes colarse en la casa por la gatera del portón mientras bajaba del cielo la suit “Los Planetas”, de G. Holst.
FIN
Arrigunaga GETXO, a 29 de abril de 2017.
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