Mi tío Zabulón heredó de mi abuelo un árbol sin sombra, un extraordinario ejemplar sin flores ni frutos con hojas perennes del tamaño de las orejas de un burro adulto. Dicen que lo trajo Pedro el Navegante, un hombre al que se solía nombrar sin saber quién fue. “Vino, la abuela le dio talo, él plantó el arbolillo y se marchó.” No había más noticias de él.
El árbol que no daba sombra creció descomunal, tan alto como la punta del pararrayos de la iglesia, con un tronco corpulento como los nueve hombres necesarios para abrazarlo tocándose la punta de sus dedos. Estaba a quince minutos de casa, en lo alto de una loma, en el centro de un cono de sereno claror sólo mutable con la hora del día y con el tiempo reinante. Si la lluvia, la niebla o la nieve; el amanecer o el anochecer se producían sin sol, el árbol, al igual que cualquier bulto de la naturaleza, no engendraba misterio. Pero si el cielo era azul y la tierra hacía su recorrido por los caminos del cosmos alrededor del sol, el árbol dejaba pasar sus rayos sin ensuciar el suelo. Aquel capricho de la naturaleza llegó a muchos pueblos y ciudades de aquí y del extranjero. Y cuando creció y anchó su copa en un tiempo record, comenzaron a llegar curiosos para tumbarse junto a su tronco y bañarse en la luminosidad de debajo de sus hojas.
El tío Zabulón era hermano de mi madre. Era el tío predilecto de una docena de sobrinos que nos dejaba subirnos a sus barbas con tal de que le permitiéramos jugar con nosotros. Solía disfrazarse de árabe con sábanas y toallas blancas, se pintaba un bigote y se alargaba las patillas con corcho quemado. Imitaba a Buster Keaton copiándole su mirada a la perfección, sabía caminar como Charlot y visajear y gesticular como la abuela cuando estaba cabreada. Sin embargo, cuando más nos hacía reír era cuando se ponía tetas postizas y daba de mamar a un primo de mantos.
Entonces, sus ojos se agrandaban como los de Jesucristo rezando al Padre en el Campo de los Olivos. Mi madre solía decir que el tío Zabulón era un trasto desde antes de aprender a andar, un trasto engañador que siempre desatendió los consejos de los abuelos para aprender a caminar por el camino de los hombres decentes. Por fuerza tuvo que hacer algo muy malo para que la abuela le dejara de hablar. Al tío Zabulón se le calentaba la lengua por menos de nada, era un sabelotodo, un palabrero que no daba a torcer su brazo por nada del mundo, que se le disparaba el puño como única arma persuasiva. Algo realmente ofensivo debió de hacer para que la abuela, mujer entera, pidiera al abuelo que lo desheredara. Así, el abuelo dividió sus propiedades, que no eran pocas, a partes iguales entre el resto de sus hijos. Al tío Zabulón le dejó la loma en donde estaba el árbol que no daba sombra, un altozano reseco en donde siempre había sol. Mi madre recibió, por ser la única mujer, la casa de los abuelos y las tres hectáreas que la rodeaban donde se sembraba el maíz para todo el año. Ella solía decirme que desde entonces el tío Zabulón le trataba como a una extraña.
Tendría que cumplir yo ocho años para que mi madre, sentada en el silloncito de paja de la cocina, me confiara un secreto. En mi casa apenas se hablaba de la Guerra. Anécdotas. Pequeños sucesos que quizá entonces no fueron tan pequeños, pero que la mente de un niño carece de discernimiento para situarlos en su verdadero lugar. Los pequeños y también muchos mayores, que sólo comprenden la acción sin indagar el porqué, guardan las historias tan desnudas como el tronco pelado de un cocotero. Sucedió que mi padre consiguió de estraperlo tres cántaras de aceite, entonces un verdadero tesoro. Los nuevos caciques de la tierra, requetés con pistolón al cinto peinaban las casas en busca de rincones ocultos. Se presentaban de sopetón, en parejas. A mis padres no se les ocurrió más que sacarlas del escondrijo habitual y enterrarlas debajo del árbol sin sombra. Les pareció el andurrial perfecto. Tanto que se decidieron a enterrar junto al aceite las cuatro joyas de mi madre (la sortija de petición de mano, los pendientes que le regaló el abuelo el día de su boda, un par de collares, unos gemelos y un broche) además de doscientas monedas de plata.
Fue una noche con viento. Negra. De esas que dicen “como boca del lobo.” La gente dormía las primeras horas de la noche. No había luces. No se veían las casas. La voz del ventarrón apagaba todos los ruidos. Mi padre y mi madre no se acostaron. Esperaban, refugiados en la barraca de las herramientas, a que el músculo nocturno del pueblo entrara en el panteón del sueño. La carretilla con las tres cántaras de aceite aguardaba junto a ellos. Su rueda estaba engrasada. Las joyas y las monedas las llevaba ella debajo de las sayas enterradas en su secreto. Salieron. Ella, por delante. Eran quince minutos. Llegaron. Acercaron la carretilla al tronco del árbol sin sombra. El viento sacudía sus hojas grandes como orejas de burro. Asomó una estrella, sólo una, por un filamento de cielo. Él cogió las herramientas y cavó sin reposo. Tuvo suerte. No encontró piedras. Llenaron la tumba. La cubrieron. La madre se quedó en la tierra pisoteada.
- Volveré de día a memorizar el sitio exacto del enterramiento-dijo el padre.
- ¿Nos habrá visto alguien? -dijo la madre.
- Una estrella- respondió el padre.
Una estrella y los ojos de la abuela. Envuelta en un capote del abuelo, la abuela los había seguido sin dejar de cantar. Era su forma de ahuyentar lo extraño. Todo aquel día no molestó a su hija. La dejó a su aire. Solo cuando observó que guardaba sus monedas de plata en un saquito, le dijo:
- ¡Que el demonio toque la flauta! ¡Soy vieja, pero no una vieja tonta!
Los siguió. ¡Ya lo creo que los siguió! Esperó sentada en el taburete de la cocina y al reparar que partían, se puso el capote del abuelo y partió tras ellos a una distancia prudente. Pero no regresó tras ellos. Tampoco delante. Vio un brochazo negro disfrazado de fantasma tirando de la cuerda de un burro. No sintió miedo. Sí asco. Había un bosquecillo de pinos apartado del sendero. Se metió entre una alfombra de helechos que enfriaban sus pantorrillas. Desde allí maldijo a su hijo Zabulón. La abuela sabía que si corría a avisar a su hija y a su marido para que sorprendieran a Zabulón desvalijando su tesoro, corrían el peligro de una pelea fatídica. Conocía la sangre mala que corría por las venas de Zabulón. Se contuvo.
La abuela no salió de su cuarto en todo el día. No probó bocado. Sólo bebió vino con miel. Al anochecer bajó a acariciar a las vacas. Desde la puerta de la cuadra vio llegar a su hija y a su marido. “Ya lo han visto”, dijo en voz alta a los animales. Fue la primera vez que los vio caminar abrazados.
Pasaron a su lado. Él traía el brazo por encima del hombro de ella. Ella lo apartó cuando vio a su madre. La abuela la miró a los ojos. Los tenía secos.
-¡Ay, amá! ¡Por fuerza alguien nos tuvo que seguir esta noche! Se han llevado las tres garrafas de aceite, los duros de plata y mis joyas -dijo mi madre a la abuela.
- ¡Un desgraciado! -exclamó mi padre- ¡No ha podido ser nada más que un desgraciado!
Veinte años después a la abuela se le rompió la aorta. Antes de morir convenció al abuelo que desheredara a Zabulón. El abuelo no desheredó a Zabulón. Le dejó el montículo donde vivía el árbol que no daba sombra: media hectárea de terreno baldío. Se lo dejó más como un castigo moral, porque el abuelo fue uno de los últimos abuelos que juzgó a su familia desde la cocina de casa y no desde un asilo. Además, para entonces sus hijos y sus nueras, supieron que Zabulón se portó con su hermana como un cuatrero. No le retiraron la palabra, pero dejaron de amarle.
El tío Zabulón no dejó de vestirse de mujer y dar de mamar a un niño. Hasta que se le acabaron los niños de verdad de la familia y se compró un muñeco. Construyó una cabaña con ramas del árbol sin sombra y se quedó a vivir allí.
Era en donde iban los niños a reírse hasta el dolor de tripas. Yo también llevé en más de una ocasión a mis hijos y me reí con ellos igual que cuando era niño. Tenía veintiocho años cuando mi madre llegó a casa con cara de asombro. Ella no había dejado de ir a la colina del árbol sin sombra. Todavía recordaba con fuerza aquella noche de después de la Guerra en la que el tío Zabulón les quitó lo suyo. Iba recta al lugar donde su marido cavó la fosa y pegaba sus ojos al polvo del suelo en busca de alguno de sus tesoros. ¿Por qué el tío Zabulón no pudo perder un pendiente o el broche que le regaló su familia cuando se casó? Desde aquella maldita noche, mi madre no dejó de tener pesadillas. La que más se repetía era una en la que, armada con una piedra, rompía el cristal de las garrafas para liberar su contenido. Se despertaba con la sensación de haber anidado en su pecho un puñado de serpientes que le causaban una angustia insoportable. Cuando el dolor de pecho no le dejaba respirar y su frente se cubría de un sudor con olor raro, mi madre se acercaba debajo del árbol que no daba sombra y escarbaba con sus uñas rotas la tierra dura como el hierro.
Aquel día, yo estaba con mi padre debajo de la parra. Ella vino a nuestro lado. Tenía los ojos llenos de fascinación, como una niña que ve por primera vez un pájaro de colores encima de su mesa de noche.
-¿Qué te pasa, mujer?- le preguntó mi padre.
- Ha nacido un manantial en el mismo sitio en donde cavaste el hoyo. El agua baja con fuerza por la ladera de la colina. Es un milagro digno de ser contemplado.- dijo mi madre.
Mi padre la miró preocupado. Luego me miró a mí. Movió la cabeza de un lado al otro. Sólo dijo:
- ¿Por qué no vamos a ver esa maravilla?
- Yo ya la he visto-dijo mi madre.
Yo tenía una niña y un niño. Entré en casa y dije a mi mujer si quería dar un paseo hasta el árbol sin sombra. Subí al niño a hombros y partimos. Mi mujer cogió a la niña de la mano. Mi padre dijo que ya iría otro día.
Encontramos al tío Zabulón abriendo meandros con una azada. En efecto, el chorro de agua había puesto una hermosa música de bosque debajo del árbol sin sombra. El tío Zabulón dejó de trabajar y cogió a mis hijos de la mano. Los llevó a su choza y salieron con tres barquitos de papel, que los pusieron a navegar en un río en medio de un desierto.
- Voy a construir una pequeña presa con compuertas y esclusas para regar mi media hectárea de terreno. Haré un huerto en donde las hortalizas den por lo menos tres cosechas al año. El árbol da luz y el agua les dará sustento - nos dijo.
El tío Zabulón fue a jugar con los niños. Estuvo con ellos hasta que decidimos volver a casa.
En poco tiempo valló el terreno. Prohibió la entrado a los curiosos. Le hicieron una entrevista en el periódico. Vino una delegación de científicos chinos para estudiar in situ el portento del árbol. Y mi madre ya no apartaba sus ojos de los del tío Zabulón. Porque aquel día que estuvimos jugando a barquitos de papel con los niños, al despedirnos, el tío Zabulón se metió una mano en el bolsillo de su pantalón y me dio el broche de mi madre.
- Toma. Dáselo. El agua lo ha devuelto del lugar donde lo enterraron los ladrones. O el ladrón. ¡Vete tú a saber!-dijo el tío Zabulón.
FIN
Arrigúnaga (GETXO), a 18 de setiembre 2017
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