Hace cuarenta años
El Buen Amigo me contó un sueño.
Era el resplandor de un cuento.
En aquel tiempo me mordió un niño.
Para RAMIRO PINILLA.
Pedro X., joven lozano y fuerte,
mostachos poblados, pulsera de cuero con hebras de colores en sus muñecas
libres de reloj, espera con el carro de ruedas a sus pies, ahora vacío de ropa
sucia, el trolley en donde transporta
por la mañana sus bártulos a la
Agencia de Noticias en la que trabaja y trae por la tarde su
bolsa de leña para encender la chimenea. Sentado en una silla, no quita ojo de la
puerta de la lavadora por donde asoma un botón rojo de su pijama de franela que
choca en el cristal a cada vuelta, después surgen las rayas de colores de unos
calcetines, las trompas de elefante de unos calzoncillos ridículos y las fresas
rojas muy rojas de otros más ridículos. De vez en cuando examina al anciano que
se sienta a su lado, un viejo flaco, ya encorvado, vestido con un abrigo verde de
lana de la época de la Gran Guerra ,
pero en excelente estado. Sale a la calle cada cinco minutos a encender un Embassy. Cuando regresa, Pedro X. escudriña
si el anciano se fija en los colores de su ropa interior. Quizás todavía no
sabe que a los viejos les da todo igual.
Es una mañana de lunes de marzo. A
Pedro X. le embriagan los lunes de primavera. Se ha levantado con el gorjeo de los
pajarillos. La brisa jugaba con las agujas de los pinos. En cada jardín crece
un pino centenario en cuyas ramas saltan las ardillas. Los fuselajes de los aviones
circundan el cielo, altos, todavía muy altos, esperando su turno para aterrizar
en el aeropuerto de Heathrow. Despiden plateados reflejos bajo los rayos del
sol. Pedro X sale por la cocina en pijama a acariciar los pétalos del rosal con
docenas de capullos a punto de explotar. Al anochecer mojará la tierra con la
regadera. Una alegría. Mrs. Garvey, su vecina, limpia con una bayeta su pierna
de madera sentada en una silla de su cocina. En su juventud, le había
atropellado una galera cargada de barriles de cerveza en el puente de Putney.
Eso sucedió hace mucho. Ella lo sigue contando.
Pedro X. se guarece en casa.
Enciende el gas con el mechero automático. Se hace huevos revueltos con bacon y
café. Es lunes, su día libre.
El tambor de la lavadora bate sus
calzoncillos de derecha a izquierda. Pedro X. aprovecha una escapada del viejo
para girar su cuerpo. Al fondo de la lavandería permanece una joven vestida de jipi
a la perfección. Se parece a Audrey Hepburn disfrazada de jipi. Le guiña un
ojo. La jipi saca de su cesta ibicenca el Times Literario. Se pone a leer el comienzo
del primer capítulo de Cien años de Soledad. Ha salido la primera edición en inglés
y el Times le dedica una página.
El tambor de la lavadora le trae a
su mente el apunte de un cuento que se lo contó un viejo amigo escritor.
Partiendo de la idea comienza a darle vida: un anciano, un anciano muy anciano.
Entre noventa y cien años, quizás ciento tres. Tiene que estar muy reducido.
Eso es. De tamaño chiquito. Una mañana interrumpe su desayuno: sopas de leche
con pan. Ciento tres años de sopas de leche con pan. Lo importante es que el anciano
esté sentado frente al ojo de la lavadora. Como él está sentado ahora en la
lavandería, el anciano está en la cocina de su casa. Su hija acaba de poner la
colada. Ya tenemos el ambiente. Ahora la acción: el viejo se queda hipnotizado
contemplando el tambor de la lavadora. Es una atracción que comenzó a sentir
desde que dos hombres la dejaron allí. Un cajón blanco impoluto con una boca en
el centro. Su hija le da ropa sucia para comer y el hermoso cajón blanco emite
ruidos extraños. Al principio lo mira de lejos. Luego acerca su silla al cajón.
Así puede vigilar el dulce movimiento de su barriga. “La barriga blanca”, la
llama un día con risa infantil. A su hija le parece que gorjea. Como los bebés.
A su hija le parece que gorjea tanto que lo dice en la cena:
- El abuelo ha comenzado a hablar
como un recién nacido.
El anciano descubre que la máquina
no es una máquina.
El anciano descubre que la máquina
es una matriz de mujer.
Eso es. Las lágrimas le bañan sus ojos. Pone
sus manos en el abombamiento de su vientre y siente correr por sus brazos el calor
del líquido amniótico igual de calentito que aquel en donde él vivió hacía
muchos años. Pero no tantos como para olvidar las paredes del saco lleno de
líquido salado que le mantenía templado, amortiguaba los golpes y le protegía
de lesiones externas.
El viejo había sido un buen mozo.
El tiempo había curvado su columna vertebral, descarnado sus huesos, vaciado su
boca, pelado su cabeza. Usa una banqueta para trepar a su silla. Es un bebé
paradójico.
La jipi dibuja una sonrisa
deliciosa. Pedro X. deja de pensar en su cuento robado. Para conquistar hay que
atacar. ¡Qué mujer, Dios, qué mujer! Pero comprende que tiene perdida la batalla.
García Márquez es mucho García Márquez. El viejo del abrigo verde regresa después
de fumar su pitillo. Antes de que su abrigo cubra su visión, tiene tiempo de
volver a verla sonreír. Esta vez con plenitud. Los huevos prehistóricos de Macondo, los nuevos inventos, Melquiades con sus manos de
gorrión, le han capturado.
Entran una mujer y un niño. Son
negros. La mujer es alta y huesuda. Trae la ropa sucia en un trolley amarillo. El niño se sienta al
lado de Pedro X. No es tan niño. Aunque viste pantalones cortos representa doce
o trece años. Pero ha heredado los huesos de su madre y también las ganas de
crecer. Su madre elige la lavadora contigua a la de Pedro X. Abre su puerta. Se
arrodilla y limpia con un trapo blanco el tambor y sus labios de goma. Mete la
ropa prenda por prenda. Es ropa de color. Cierra la portezuela. Pone un vaso de
jabón. Lleva las monedas precisas envueltas en un pañuelo. Las deposita en la
ranura y la máquina comienza a trabajar. El niño negro pisa la punta del pie de Pedro X.
- Sorry-dice.
Pedro X. descubre su sonrisa. No
es sonrisa. Ya es risa. Es una risa de niño cabrón. Tiene unos dientes largos y
estrechos. Parecen puntas de agujas de tricotar. No le responde. Su madre, que
ha visto todo, se sienta en la silla de su lado y mete su codo por las costillas
del crío.
- ¡Be quiet!-dice su madre en un susurro. Como se habla en la
iglesia.
Pedro X. cruza sus piernas. Tiene
cuidado de dejar en el aire su pie derecho. Pedro X. recuerda las largas peroratas
de Mrs. Garvey. Está indignada con el Ayuntamiento de Londres porque deja
comprar viviendas a indios y paquistaníes en la calle en donde ella recuerda
que sólo han vivido blancos. Ahora comenzaban a llegar familias de negros con
sus vestidos estridentes y muchachas que se ganaban la vida en la escuela enseñando
a leer y a hacer cuentas a los niños ingleses de toda la vida. ¡Maestras de
color descubriendo las grandes verdades del mundo civilizado! Es lo peor que le
ha sucedido desde que la galera cargada con barriles de cerveza le cercenó la
pierna cuando era una buena moza.
Al viejo que fuma Embassy se le han terminado los
pitillos. Mira el tiempo que le queda a su colada y chasquea su lengua.
- Esto está casi a punto. No
tendrá usted un cigarrillo- dice a Pedro X. con voz de cáncer.
- Lo siento. No fumo-dice.
La jipi dobla su Times y busca en
su capazo. Saca una cajetilla de diez cigarrillos y le ofrece uno.
- Se lo cambio por una cerilla-dice.
Se levanta y acompaña al viejo del abrigo verde a la calle. Pedro X. se maldice
por no fumar. O por no ser viejo.
Cierra los ojos y piensa en el
final del cuento. Lo más difícil. El tuétano. El hachazo final. El viejo muy
viejo acerca la banqueta que usa para sentarse en su silla. La coloca frente a
la puerta de la gran barriga y se introduce en el tambor. Le resulta tan fácil
entrar, como le resultó salir. Su parto debió suceder en un suspiro. Saca una
manita de gorrión, como las manos de Melquiades
y acerca la puerta hasta que escucha el clic de la cerradura. Se coloca en posición
fetal y se jura no volver a nacer otra vez.
Es cuando sucede lo inimaginable. No
en el cuento, en la realidad. El niño negro: Tom, Al, Christopher, cualquier
nombre vale, acerca sus ojos a los de Pedro X., alarga sus manos, aprisionan su
muslo, abre su horripilante boca y clava con todas sus fuerzas sus dientes como
puntas de aguja de tricotar después de agujerear la lana de su pantalón.
- ¡Caníbal!-exclama Pedro X.
tirando hacia arriba de los pelos del muchacho.
- ¡Sir, he´s black, but not a canníbal!- dice la madre del crío.
El muchacho deja su presa. Se
levanta y echa a correr calle arriba, hacia el parque. La madre sale. Mete dos
dedos en su boca y silba con fuerza. Es inútil. El crío corre como un perro.
Pedro X. se palpa el muslo. No
sabe qué hacer. Recuerda que no lejos de allí vive el médico del barrio. Se
apellida Pérez. Coge el carrito y sale de la lavandería. El viejo y la jipi
hablan con la señora de color. ¡A la colada que le den por el saco! De pronto recuerda
que es lunes y que tiene todo el tiempo del mundo. Oye a la señora de color
explicar a la muchacha y al viejo del abrigo verde que a su hijo le dan
ataques. Pedro X no vuelve la cabeza cuando escucha que la muchacha le llama.
En ese momento piensa que el médico le tendrá que poner la inyección del tétanos.
Vuelve a escuchar la llamada de la jipi. Pedro X. se aleja cojeando. Camina
pensando que tiene que escribir a su
amigo novelista para que le dé permiso de recrear la historia del anciano que
regresa al útero materno metiéndose en el tambor de una lavadora.
FIN
Enhorabuena.Con "Cien años de soledad" aprendimos todos.
ResponderEliminarEnhorabuena por relatar historias originales.
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