CUENTO INFANTIL PARA ADULTOS.
(Con mucho miedo)
Soy
primo de Leonardo Armiño, el coleccionista de arte. De adolescente pasaba las
vacaciones con su familia. Leonardo y yo íbamos a pescar juntos, aprendimos a
cazar con la misma escopeta, sabíamos en qué árboles anidaban los tordos y construimos
una cabaña en las ramas de un encino a más de cinco metros del suelo. Estaba
suspendida con tanta pericia que mi tío, el padre de Leonardo, nos dejaba
dormir en ella las noches cálidas de agosto. Algunos atardeceres, cuando
comenzaba a cantar el cuco, él mismo nos traía leche y galletas de jengibre.
Recuerdo a Leonardo en su casa de la
Alameda , un palacio con tejas rojas y muchas habitaciones
aguardilladas en donde vivían los criados y la institutriz inglesa. Se llamaba
Charlotte Pea y olía a goma de borrar, a engrudo casero y bastante a cebolla cruda
y pepino. Lo peor era cuando sus eructos acompañaban al pretérito
pluscuamperfecto de subjuntivo en pasiva del verbo to have. Miss. Pea era
hermosa como una sueca con mirada de carámbano de alero. Siempre que regresaba
de su paseo vespertino, Miss Pea encontraba en casa un gran barullo provocado
por mi tío, un hombre de casi dos metros. Mi tío no dejaba usar bragas a las
criadas. Él mismo inspeccionaba su disposición en la cocina. Y nadie sentía
pudor, sino júbilo, como si fuera primavera. A mi tío le llamaban Gregorio Cuarto.
Era el cuarto hombre que bautizaban en la familia con el mismo nombre. Tenía barcos,
minas de hierro y era dueño de grandes plantaciones de tabaco en Cuba y Filipinas.
También decían que tenía una querida francesa, aunque cuando la señora venía de
visita la llamábamos tía Noemí y acompañaba a mi tía de verdad a misa y le
prestaba sus barras de labios y sus lápices para las ojeras. Quizás mi tío importó
de América o de Asia sus extravagancias. Leonardo no era el único hijo de mi
tío. Tenía dos primos más: Gregorio Quinto, un par de años mayor que nosotros y
Luisa, la reina de la casa. Luisa era una princesita de siete años con el pelo
teñido de rubio y las cejas negras y brillantes como dos orugas de la noche. Le
encantaba caminar con los zapatos de tacón de su madre y se pintaba sus labios
de azul.
Aquel día Miss Pea encontró al abate Armiño en
la escalinata, otro tío mío, que había venido a pasar unos días en compañía de
la familia. Era un fraile gordo y de nariz afilada. Tenía el semblante rojo como
un vaso de vino tinto, le temblaban los brazos de dar bendiciones y se
levantaba el hábito para no tropezarse. Se llamaba Epifanio, el tío Epi. ¡Oh,
el tío Epi! ¡Cuántas trampas guardaba en su cogulla! Jugaba en el frontón como
un divo. Se quitaba el hábito para zurrarle a la pelota y decía más tacos que
un carretero. Uno de sus grandes secretos era que le gustaban los niños. ¡Lo sabíamos
bien! Otro disimulo era la atracción que sentía por los senos de Miss Pea. En
su presencia, sus ojos parecían canicas con muelles como en los tebeos. Era el
regocijo de los criados de la casa. También de mi tío, que le llamaba fraile
trasto, tarambana y le aseguraba que llegaría a cardenal.
La tarde
que Miss Pea se encontró con él en la escalinata, el fraile la miró de arriba
abajo, como si le hubiera visto por primera vez. Paró sus ojos en sus pechos, la
asió de ambos brazos, la empujo por un pasillo y la introdujo en su habitación.
Miss. Pea, al descubrir sus ojos clavados en sus senos, se pasmó de arriba
abajo y su mirada de hielo reflejó un miedo impío. Examinaba la estancia en la
que no había estado nunca en los cuatro años que llevaba en la casa de institutriz.
El abate
ignoraba que su adorable sobrina Luisa se había escondido en su habitación para
revisarle el maletín en el que traía un paquete con frutas confitadas. Una
sabrosa delicia. Eran los caramelitos que nos ofrecía con su cara de abad
vicioso.
Mi prima había encontrado refugio debajo de la
cama de nuestro tío. Un criado entró en la habitación. Traía la jarra con agua
fresca que al abate le gustaba tener siempre cerca. Fue entonces cuando Miss.
Pea abrió su boca y lanzó el grito más eminente que nunca nadie había proferido
en el interior de la casa de mi tío Gregorio Cuarto desde su fundación. Después
Miss. Pea se desplomó encima de la cama. Antes de perder el conocimiento, tuvo
tiempo de decir al criado: “El abate Armiño ha pretendido abusar de mí”. Mi
prima Luisa salió de debajo de la cama y pataleó con unos formidables zapatos
italianos del número cuarenta con tanta decisión que a la segunda patada dio
con la jarra en el suelo. El abate Armiño sacó un pañuelo de entre las telas de
su hábito, se arrodilló en el suelo y lo humedeció en el charco, se acercó caminando
de rodillas hasta el rostro de Miss Pea y lo escurrió encima de sus dos
preciosos dones. Los bendijo y besó el trapo con hervor.
Mientras
tanto, mis primos Leonardo, Gregorio y yo jugábamos a canicas tras el altar de
la capilla. Gregorio ya había cumplido quince años. Le habían puesto pantalones
largos y le había nacido una voz muy parecida a la de su padre. Aquel verano,
el tío Epi nos atosigaba sin freno. Nos perseguía con los puños llenos de
caramelos, aparecía en los vestuarios de la cancha de tenis cuando nos cambiábamos
de ropa, pretendía subir a nuestra choza del encino. Nos buscaba por todas
partes. Se comportaba como si fuera un crío. Pocos días antes, el fraile nos
había acosado con una bolsa de caramelos confitados para que le enseñáramos
nuestras partes pudendas. ¡Estaba loco! ¡El tío Epi estaba rematadamente loco!
Leonardo y yo éramos de la misma edad. Entonces
teníamos trece años. Mi tío Gregorio, que me quería como a un hijo y no como a
un sobrino, decía que fue la época que se me cambió el temple y dicen que hasta
mis modales. Fue desde la muerte de mi padre, un hombre bueno que se metía poco
con la gente. Mi padre se murió de melancolía. Para aclarar la defunción diré
que no pudo soportar los cuernos que le puso mi madre desde antes de nacer yo
con su actual marido. Desde que casi tuve uso de razón, averigüé las relaciones entre mis progenitores. Además,
heredé el carácter apocado de mi padre y puedo asegurar que sufrí el dolor de
aquel hombre que lloraba conmigo cuando mi madre se iba a Roma a la casa de su
querido. Al enfermarse mi padre de cáncer de pulmón, yo me puse a fumar como un
loco para morirme como él.
Mi primo
Leonardo fue el que me salvó de convertirme en un muchacho amargado. Su
simpatía, su generosidad, su nobleza, me enseñaron que en la vida no todo son
celos, rencor, pasión. Su forma de ser fue la mejor escuela para enderezar mi
torpeza. Mi primo me quería. Me quería tanto que alguna vez llegué a pensar que
estaba enamorado de mí. Cosas de críos, se entiende. Y aunque ahora ya hemos
pasado de la cincuentena, experimento una gran alegría cuando le encuentro en
algún rincón en nuestras correrías por el mundo. Pero nunca recordamos los gozosos
años en que construimos nuestra choza en el encino, no mentamos los pechos de
nuestra profesora de inglés, ni la malicia del tío Epi, (que ya es arzobispo).
Algunas veces, cuando el silencio vuela por encima de nuestras cabezas, sabemos
el origen del pudor que enrojece nuestros rostros y nos obliga a indagar algún
tema de conversación para hacer regresar nuestra desenvoltura al movimiento de
nuestras manos, al dibujo natural de risa contenida, al cimbrear de nuestras
pestañas. No sucedía lo mismo en presencia de Gregorio. Él daba poca o ninguna
importancia a los recuerdos de nuestra infancia. Leonardo tenía los pies
planos. Al caminar estiraba las posaderas imitando la colita de los patos “Los
patos felices caminan moviendo sus colitas”, le decía Charlotte Pea, la institutriz,
en un castellano con olas. Miss Pea, ¡Dios mío! ¿Cómo no podía traer recuerdos amables
tan singular mujer? ¿Cómo no podía hacernos soltar la carcajada con el solo recuerdo
de aquel día en el que Gregorio Cuarto se dirigió a la estancia de su hermano,
el abate Armiño, y ordenó cerrar la boca a Miss Pea con un buen chorro de morfina?
¡Oh Santo Dios! Nosotros ya nos habíamos aburrido de jugar a las canicas detrás
del altar de la capilla y también llegamos a la habitación del abate para ver al
bueno de mi tío entrar al cuarto con sus zapatos negros de charol brillantes
como una noche lustrada, con su traje de levita, el que se ponía para las cenas
de a diario, en las que tenía la seguridad de que no había invitados. Un traje
de levita con las coderas un poco desgastadas, pero tan hecho a la medida que
le caía como un guante.
- ¡Pero
es que no sientes vergüenza, abate Armiño, torturar a la institutriz de tus
sobrinos, sangre de tu sangre, para que después se vengue de todos nosotros
enseñándoles mal el nombre de los ríos de Gran Bretaña, colocar en distinto
lugar a las cordilleras, a los lagos y a las ciudades! ¡Mequetrefe, badulaque,
ganso, trasto irresponsable! ¿Por qué sientes alegría haciendo sufrir a una
dama que conoce la verdadera historia de Lady Godiva recorriendo Coverntry a caballo,
sin más atuendo que sus largos cabellos sueltos al viento?
Fue
Luisa con sus cinco años la que compuso la frase que hizo arrodillarse a la
señora ante la cruz de Cristo Crucificado.
- ¡El
abate Armiño ama a Miss Pea! ¡El abate Armiño ama a MissPea! Le ha tomado
amorosamente de sus manos y le ha sentado en su cama. ¡Le ha tocado, mamá, le
ha tocado!-gritó la niña señalándose sus pezoncitos.
Sólo una niña romántica puede repetir con
tanto ardor y arrebato los sueños que una mente infantil y femenina teje con
pasión. Gregorio Cuarto se vio en el aprieto de socorrer a su esposa o a su
querida hija, la perla más amada de aquella casa. Fue tal su apuro que,
acercándose a su hermano, el abate, le arreó un sonado guantazo.
- ¡Un
fraile que va para obispo no se enamora de una institutriz!
- ¡Sus
pechos, hermano, sus pechos!-dijo el fraile -. ¿No los habrá moldeado el
demonio?
- ¿Qué
va a pensar el Santo Padre?
Fue
entonces cuando mi primo Gregorio, hoy Gregorio Quinto, abrió su bocaza, tan
infantil como la de su hermana Luisa, pero seguro que no tan inocente, quien
dijo la frase que rompería la unidad de nuestra familia, adelantaría la vejez
de mis tíos, empujaría a la huída al abate Armiño, instigaría a hacer la maleta
a Miss Pea, me devolverían a casa de mi madre. En realidad, nosotros, los tres,
mis dos primos mayores y yo, habíamos resuelto hablar con mis tíos del inocente
juego que nuestro tío el fraile intentaba introducir para nuestro esparcimiento
con el engaño de las deliciosas frutas confitadas que nos traía de su beaterio.
¡Pero no era el momento! ¡No era el momento!, ¡no señor! Gregorio lo tuvo que
decir y lo dijo. ¿Qué más daba un poco más de alboroto en aquella casa de
locos? Es por lo que mi buen primo Leonardo se enrojecía cuando nos
encontrábamos en un hotel de Moscú o en un museo de Venecia. Y es que la inflexión
que dio a su voz Gregorio Quinto, no borra la vergüenza de su rostro, aunque vayamos
sumando años por docenas:
- ¡El
tío abate no mete mano a Miss Pea! Todo es teatro. El tío abate es marica. Si
no, ¿por qué ofrece caramelos confitados a mi hermano Leonardo sino para que le
enseñe el pitilín detrás del altar de la capilla?
- El tío
abate no llama pitilín a lo que tenéis los chicos. ¡Le llama capullín!
¡Capullín! ¡Le llama capullín!-exclamó la niña en un ataque clarificador.
- ¡Son
cosas del clero!-exclamó mi tío Gregorio-. Ellos no hacen pecados con los
capullines de los niños. Tienen bulas papales y santos que les protegen-terminó
mi pobre tío con el rostro blanco.
-
¿Entonces, si el tío Abate le pide a Leonardo que le enseñe su capullín, caminará por los
narcisos del cielo?- preguntó mi prima. Todos festejamos con risas y aplausos
la ocurrencia de Luisa. Todos menos mi primo Leonardo. Yo le vi cómo reculaba
hacia la puerta y escapaba con cara sombría. Porque fueron aquellas palabras las
que enfriaron la amistad de mi primo. La amistad más profunda que he tenido en
mi vida. Fueron sin duda las malditas palabras que todavía enrojecen a mi primo
cuando nos encontramos en las casas de antigüedades o en la Ópera de París o en
Milán. ¡Y ahora es tan tarde para ponernos a revisar el pasado! Cuando, cada
vez que nos vemos, me presenta a su nuevo y joven amante, no puedo dejar de
pensar en la casa de La
Alameda , en la cabaña del encino y en los atardeceres que
esperábamos a las truchas en la curva del río…
FIN
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