Al
dejar el ferry tocó el suelo con los dedos. El claxon de una autocaravana le
mandó a la acera. Era el único pasajero que había desembarcado por el pontón.
Su equipaje era una mochila pequeña de lona.
- El bus sale de aquella
marquesina-le dijo un guardia joven.
- Ya-respondió como si lo
supiera.
Se terminó el muelle. Vio el
paso a nivel y la estación. “Si he atravesado cuatro condados ingleses, no me
van a asustar unos pocos kilómetros.” Aspiró. Un cojo le recordó a otro cojo
que solía pasear por el puente de Putney llamando putas a las señoras que entraban
a beber sidra en los pubs de antes del puente. “Todos los cojos son
maledicentes”. Escupió.
Representaba cuarenta años.
Tenía cincuenta. Era un hombre guapo. Estaba bien hecho: la carne exacta encima
de su osamenta, una piel curtida sin prisa.
Sintió el rugido del motor del
bote. Bajó las escaleras de dos saltos y subió a bordo. El botero le tocó el
hombro. Llevaba el palo de atraque en la otra mano.
- Se ha colado sin pagar-le
dijo.
Metió la mano en el bolsillo
de su pantalón de pana. Lo revisó. Al rato encontró una moneda. Se la dio al botero.
- Esto no vale aquí-le dijo.
- No tengo otra.
- Si no paga tendrá que saltar
al agua.
- Tíreme cuando estemos cerca
de la otra orilla. No sé nadar.
Le miró a los ojos. Adivinó
que le había mentido. Sí sabía nadar.
- Falto de mi tierra treinta años.
El botero le dio una palmada
en su hombro. Le devolvió el chelín. Fue a atender sus cosas.
Para llegar a su casa no tenía
más que caminar cinco o seis kilómetros sin perder el agua del mar. Los clichés
del paisaje que guardaba en su memoria tomaron dimensiones reales. Según caminaba,
el recuerdo revivía y se modificaba con la evidencia del cambio. No era lo que
más le entretenía. Sus tripas ruidosas tocaban a rebato. Recordó que lo último
que había tomado en el barco era un té con una chocolatina de máquina. Había
hecho el viaje en una hamaca de cubierta envuelto en una manta. También se
había afeitado con la maquinilla que llevaba en su mochila. Más adelante,
cuando el camino fuera monte encontraría un charco para frotarse los dientes.
Tenía miedo. Tenía hambre. Había que comer algo. El miedo viene y va. El hambre
se queda. Encontró una tienducha después de subir las escaleras del puerto de
pescadores. Entró. No había nadie. Dos tomates. Había dos tomates pequeños encima
del mostrador. Los cogió. Estaban muy maduros. Quizá podridos. Tenía un pie en
la escalera de la puerta. Un hombre grande le apretó un hombro.
- Los tomates-dijo.
- Están pasados.
- Estén como estén, los
tomates son míos-dijo.
Jonan apretó el puño. La pulpa
cayó al suelo. Abrió su mano pringosa. Se volvió del todo. El tendero tenía en
la otra mano un cuchillo afilado. Jonan disparó su pierna izquierda. La puntera
de su bota se clavó en la entrepierna del otro. Salió de la tienda sin correr.
Pensó que el tiempo se había detenido en aquellas casuchas encaladas. Sabía el
camino. Un niño se disponía a morder un donut sentado en un banco de encima del
lavadero. Se lo arrebató. Entonces sí corrió. No es lo mismo quitar la comida a
un niño que a un hombre. Corrió hacia el antiguo cuartel con todas sus fuerzas.
Comió el donut a pequeños pellizcos. Como los gorriones. Lo comió mirando las
peñas descubiertas por la bajamar. Olía a sal y a flor de tamarindo.
De joven esperaba a la
camioneta de los militares de la Galea. Le
dejaban subir. Su casa estaba al lado del cuartel. Sacó el dedo a un par de
coches. Llegó caminando. No había cuartel. Tampoco había casa. Buscó el tejado
de su casa desde un altozano. No había tejado. No había muros. También había
desaparecido la higuera de higos negros. Sólo estaba el sitio escondido por un
erial.
Buscó el tejado de su casa desde el altozano.
No había tejado. Buscó los muros, los perales, la higuera de higos negros. Una
hondonada. Un bombazo.
- Donde crece la maleza había
una casa-dijo alguien a su espalda.
- Se la llevaron-dijo Jonan.
- Se derrumbó.
- Si no las tiran, las casas
nunca se caen del todo.
- La fueron desmontando piedra
a piedra. Fueron los vecinos de los alrededores. Llegaban con las estrellas.
Traían faroles, linternas. Velas de sebo. Se decía que el matrimonio guardaba
una fortuna.
- La higuera.
- Desenterraron sus raíces.
Jonan recordó el sabor de las
brevas. Miró por primera vez al hombre. Era alto y tenía un palo en una mano.
Era viejo. Si se le ponía chulo, le derribaba de un guantazo. Se decidió:
- A lo mejor lleva algunas
monedas en el bolsillo.
El hombre se dio media vuelta
y se marchó sin despedirse. Se fue mirando al suelo como cogido en falta en un
juego inmoral.
- ¡Espere! Me conformo con un
pedazo de pan.
El hombre no respondió. Jonan
no le siguió. Cuando estaba lejos, le gritó:
- ¡Escuche! Necesito que me
preste una azada para hacerme un rincón en donde dormir. La casa que había aquí
era mía. Por lo menos lo fue hasta que desaparecieron ellos de la faz de la
tierra.
Entonces el hombre se paró.
Silbó como un gorrión contento. Desanduvo el camino. Era más viejo de lo que
parecía. Preguntó:
- ¿Cómo te llamas?
- Jonan.
- ¿Quieres dormir entre
bichos? En los sitios que dejan las casas sólo hay bichos raros. Bichos venenosos
que chupan la sangre.
- Usted se llama Andrés.
- Parece que ya sólo quedamos
los dos. Es una pena que hayas tardado tanto en regresar.
- Su mujer era coja- dijo
Jonan.
- Se murió. Este es un sitio
de muertos. Tampoco queda gente en los caseríos de los alrededores. Unos ricos
hicieron allí arriba unos chalés. No molestan. En el cruce de caminos acampan
gitanos. Vienen en una caravana. Me roban las gallinas y desaparecen un mes. Es
inútil hacerles frente. Los gitanos siempre han robado gallinas. No saben hacer
peor mal. A cambio, cantan, tocan la trompeta y las noches se hacen cortas.
Tienen una cabra que baila España Cañí.
- De qué se murieron.
- Tu padre de ochenta años.
Hace seis años. A tu madre le cuidaban las monjas. Ellas sabrán.
- A quién vendieron la casa.
- A mí. Ante notario y dos
testigos.
- ¿Y el dinero? - Yo no sé nada. Se llevaron
el secreto.
- Por eso demolieron la casa.
- La gente te daba por muerto.
Vinieron con picos y palas para buscar agujeros.
- ¿Él o ella? ¿Quién le vendió
la casa?
- Tu padre.
- Él no se fiaba de los
Bancos.
- Se la pagué a toca teja.
Treinta mil euros en billetes de quinientos ¡Mira lo que ha quedado de
ella! Hacía guardia con la escopeta de
cazar liebres. Me encerraban en mi casa. Me ataban a un árbol. Una vez me
metieron el cañón de una pistola por el culo. Me la metió una mujer. “Si grita,
dispara”, le dijo otra.
- ¿Para qué quiere dos casa un
hombre solo?
- Porque el dinero se lo lleva
el viento.
- Ya veo. Anda, présteme una
azada.
- En mi casa hay una cama.
Tengo pan y algo más habrá para quitar el hambre.
- Eso está bien. Primero me da
el pan. Luego la azada. Y un pico. También me vendría bien un pico.
- No pierdas el tiempo. De vez
en cuando todavía viene alguien y escarba en la maleza. Han trillado los
rincones. Dormirás en una cama. Primero el pan con huevos y luego la cama. Por
muchos picos y palas que te preste, no
vas a encontrar nada.
- Ya veremos.
Al llegar al portal de su
casa, el viejo se adelantó y abrió la puerta de la cocina de un zapatazo. Jonan
bebió agua del grifo de la fregadera. Andrés puso una barra de pan encima de la
mesa. Abrió la espita de la bombona de butano, encendió con una cerilla la
placa más grande y colocó una sartén con aceite a calentar.
- ¿Cuántos huevos
quieres?-preguntó.
- Un número impar, no menor de
tres-respondió Jonan.
- Cinco.
- Vale.
Eructó. Miró la chepa del
viejo.
- De niño, usted me daba
miedo.
- ¿Era tan feo?
- Le tenía miedo cuando se
emborrachaba y se ponía a dormir desnudo debajo de sus nogales. Los viejos
desnudos se parecen a los muertos. El camino a mi casa pasaba por la sombra de
sus nogales. Su mujer me hacía rosquillas para que dejara de llorar.
- A mi mujer le gustaban los
niños. Me desnudaba porque hacía calor.
- Yo veía a mi padre desnudo
los domingos cuando se lavaba en la
cocina para ir a la iglesia y no me daba miedo. A usted le gustaban los críos.
Aquí pasaron ciertas cosas. Usted era un viejo guarro. Eso se decía en la escuela.
- Los maestros deben emplear
su tiempo enseñando los nombres de los astros que giran alrededor del sol y
otras solemnidades de la
Naturaleza.
- No eran los maestros. Eran
los alumnos los que decían cosas de usted.
- Un hombre, al pasar de los
ochenta años olvida su pasado. Para bien o para mal.
- A uno le entierran con su
pasado.
- Se nota que has vivido
lejos. Tus frases han cambiado la melodía. Desapareciste cuando parió Amagoya,
la hija del sacristán.
- Esto no ha cambiado mucho.
Mirando desde mi casa, el sol asoma por encima de su tejado.
- Eran otros tiempos.
- Al sol le tienen sin cuidado
los tiempos para recorrer su camino.
- Pero tú te marchaste cuando
Amagoya parió un niño.
- Sí señor. Me marché y vuelvo
ahora. ¿A usted qué le importa?
- Pero no sabías que tu padre
había fallecido y que a tu madre le llevaron a una residencia.
- Tampoco sabía que habían
derruido mi casa. Igual ha sido usted. Primero se desmontan los solivos de madera
y el tejado se viene abajo en un soplo.
- Yo llevé a tu padre a
hombros a enterrar. Olía. Te puedo jurar que sus tripas olían como las de un
puerco.
- Mi padre me enseñó por donde
salía el sol. Sabía mucha astrología.
- Las casas miran al Este.
Andrés puso en un plato cinco
huevos fritos y lo colocó encima de la mesa.
- Todo tuyo-dijo.
Jonan comió los huevos sin
hablar. Hizo lo mismo con la barra de pan.
- Está bueno-dijo.
- Hay un gallinero en la parte
de atrás. Tengo doce gallinas negras. Algunos días me ponen doce huevos. Has
estado en el extranjero.
- En Londres.
- En Londres no sirven los
euros. A ti no te gustaba mucho trabajar. Un año me robaste un saco de patatas
y las vendiste un domingo en la puerta de la taberna. Las vendiste a ojo:
cuatro grandes y cinco pequeñas hacían un kilo. Es lo que más me jodió. El saco
tenía cincuenta kilos y tú las diste por el precio de treinta.
- Chiquilladas.
- Tu padre te dio una buena
paliza con su cinturón.
- Mi padre usaba demasiado su
cinturón.
- ¿Has venido para quedarte?-
preguntó de pronto el anciano.
Jonan no respondió. Unos
segundos antes su pulso se había acelerado de manera inusual. A la vez, le flojearon
sus piernas y sintió un sudor frío en la frente. “¡Dios mío!”, repitió media
docena de veces en silencio. “¡El cinturón de mi padre!” “¡El cinturón de piel
de mi padre!” Estaba convencido de que el viejo Andrés había sido el único
saqueador de la casa de sus padres. Hasta hacía unos segundos había sentido
unas ganas irrefrenables de lanzarse al cuello de Andrés y de apretar y apretar
hasta dejarlo como un pelele con los pulmones vacíos de aire. Esperó con
sonrisa de imbécil a que los latidos de su corazón se calmaran. Sólo cuando
supo que su voz no le iba a delatar, dijo:
- Primero he de limpiar el
entorno de mi casa, amontonar las piedras talladas, las esquineras. En realidad
quiero volver a buscar lo que ya han buscado otros. Usted dijo que entregó a mi
padre treinta mil euros.
- En efectivo.
- Espero que sea cierto.
Jonan se quitó la mochila de lona de su espalda, soltó las dos hebillas y buscó
algo en su interior. Sacó una pistola pequeña. Era de fogueo.
- ¿Qué va a hacer?
- Nada. Es para que no juegue
conmigo. Por eso quiero que me preste una azada y una manta. Quiero dormir.
Pero no eternamente. No quiero morir en una cama de su casa.
- Sigues pensando que fui yo
el culpable del estado de tu casa.
- Por lo que veo ya no tiene
ganado en la cuadra.
- Ratas. En mi casa sólo viven
ratas. No dan leche, pero hacen compañía. Cuando hay tronada se vuelven locas y
gritan como putas.
Jonan rememoró un día temprano
de su vida. Pudo haberse callado, pero lo dijo:
- Se desnudaba debajo de los
nogales en invierno cuando yo regresaba de la escuela. Usted estaba enfermo en
invierno y en verano. Los hombres enfermos se desnudan delante de los niños.
- Tú sabes bien que lo estás
inventando todo.
- ¿También invento cuando se
ponía una moneda de cien pesetas en un ojo, como si fuera un monóculo y me
rogaba que le ayudase a quitárselo?
- Eso era mucho dinero. No he
tenido una moneda de cien pesetas en mi vida.
- ¿Y tuvo tiempo de ahorrar
treinta mil euros para comprarle la casa a mis padres?
- Vendí los animales. ¿No has visto
los chalés que han levantado en mis huertas? Sigue en pie mi oferta. Te puedes
encerrar en el cuarto con tu pistola y mi escopeta de cartuchos del doce y
dormir como un bebé. Mañana coges las herramientas que consideres más
apropiadas y limpias la casa de tus padres. Ellos se sentirán orgullosos de ti.
Si te quedas a lo mejor te animas y la vuelves a levantar. Era una casa de más
de doscientos años. Bebe vino. El agua cría verdín.
- ¿Quieres emborracharme,
viejo crápula?
- Tengo una cántara llena. Si me
emborracho yo, dormirás tranquilo. Un hombre lleno de vino, no sirve para nada.
¡Salud, vecino! Por lo que veo intuyes en donde escondió tu padre el dinero.
Nadie conoce mejor que uno mismo los rincones de su propia casa. Cincuenta
hombres han descuajado pedruscos con barras de hierro, han descubierto agujeros
misteriosos, han raspado las tejas una por una, han hurgado el pozo de la
cuadra, destruyéndolo, han desmontado los muebles… ¡Dios! ¡Dios! ¡Dime que
queda por mirar para encontrar mi dinero!
- ¿No quedamos en que el
dinero es mío?
- El dinero es tuyo y lo que
queda de la casa es mío. Así son las cosas. Pero resulta que no hay dinero ni
casa. Seguramente tu padre se lo dio todo a las monjas para que cuiden a tu
madre. ¿Crees que no lo he pensado? ¡Brujas! ¿Crees que no las he interrogado? Hasta les ofrecí un novillo bien cebado por
una pizca de información. Una frase corta como un amén. Nada.
Era tiempo de luna llena.
Redonda y amarilla encendía la noche. El viejo roncaba desde hacía una hora. La
luna se colaba en la habitación de Jonan por un ventanuco con barrotes. Sólo se
llevó un pico. Desde la pequeña colina admiró el óleo que le pintaba la luna.
Faltaba su casa. En tres saltos bajó a la carretera asfaltada y diez minutos
más tarde trepó sin dificultad la pared del cementerio con la ayuda del pico. El
panteón pertenecía a unos tíos abuelos de su madre que se hicieron ricos con el
café en Colombia. Seguramente él era ahora su propietario. No recordaba que
quedara ningún familiar vivo. Sólo había una balda sin nombre. A su madre le
habían puesto una pequeña lápida en donde figuraban sus datos. No lo pensó dos
veces. Golpeó con todas sus fuerzas la pared de ladrillos desnudos que se
vinieron abajo sin sorprender a ningún muerto. El ataúd estaba hecho añicos por
la parte de la vitrina. “¡Explotaste, viejo!” Le limpió los cristales con el
pico. Arrastró el ataúd media balda hacia fuera. La luna estaba ahora justo encima de la boca
del panteón. Vio huesos. Metió ambas manos y revolvió su interior. Tocó la hebilla.
No podía ser otra cosa: un barco velero que navegó con decisión muchas veces
por sus lomos. La soltó con mimo. La sacó con los ojos cerrados. Sólo la miró
cuando llegó al grifo de al lado de la puerta de hierro del cementerio. Sacó
una camiseta de su saco de loneta, una jaboneta inglesa de olor. Limpió el
cuero frotando el cuero con la camiseta de algodón. Se escondió tras una
capilla de rico. Se sentó en la yerba. La luna comenzó a esquivar nubes. El cincho
reptaba entre sus dedos como una serpiente. Tenía cosido el vientre con una
cremallera. Jonan estiró la lengüeta de la cremallera. Sólo cinco centímetros.
Estiró cinco centímetros y esperó la luz del cielo. La luna alumbró el esquema
de colores púrpura de los billetes de 500 euros. Estaban ilesos. 60 billetes
plisados en acordeón en el cinturón que le cosió a su padre un zapatero que se
cagaba en los ángeles a cada puntada. El cinturón que su padre utilizaba para
transportar sus dineros a las ferias de ganado cuando acudía a comprar o
vender. Jonan sacó un billete y metió el cincho por las trabillas de su
pantalón.
Durmió encima de la balda de
su madre. Durmió tan feliz que no escuchó ni en sueños la tos de madrugada de
ella. Salió por la puerta principal cuando los obreros ya trabajan y algunos
visitantes madrugadores llegaban con
flores. Jonan se dirigió con el pico al hombro hasta el borde del acantilado.
Lo arrojó al vacío. Buscó el camino por el que había venido la mañana del día
anterior. No sintió emoción alguna cuando llegó al casco del pueblo, arriba de donde
había robado el donuts al crío. Tampoco cuando entró a un Banco y esperó a que
le cambiaran el billete de 500 euros. Un pensamiento nuevo ocupaba ahora un
lugar en su cabeza: su casa que no era suya arruinada hasta los cimientos. Pero
para cuando llegó a la desembocadura de la ría, estaba tranquilo. En realidad,
le daba igual. Sus padres se habían muerto y el viejo exhibicionista seguiría
persiguiendo a los críos gitanos. No sentía ninguna satisfacción al encontrarse
con el cinturón de su padre, ahora deshuesado. “¡Buen cuero el del zapatero!”
Al fin y al cabo todo se quedaba en un chiste. Si uno se esconde de su choza le
cambian la vida. Toca jugar.
Vio un hotel frente al marítimo y pidió una
habitación. También encargó que le sacaran un billete en el ferry a Portsmouth
en silla de cubierta.
Por la noche fue al centro de
la ciudad. Todas las calles estaban iluminadas. No tenía prisas para mirar los
tranvías, ni las bocas del metro. En treinta años puede cambiar mucho tu lugar
de nacimiento. Él apenas recordaba cómo eran los veinte que había vivido bajo
aquel cielo. Quizás la luna pintaba el paisaje con los mismos colores de
antaño. Lo demás era un camelo. Caminar es el único ejercicio que se cura
sentado en el banco de un parque.
Allí se quedaba lo que había:
el viejo impúdico de Andrés sin venganza, un hijo de treinta años, los padres enterrados
con cura y mementos. Metió una mano en el bolsillo y contó trece con cincuenta
y tres euros. También vio al chelín que trajo consigo.
Al amanecer llegó al Hotel. Se
quitó el cinturón, corrió la cremallera y revisó su interior vacío. Aunque el
siete y medio siempre se le había dado mal, el casino en el que había jugado era
hermoso. Había cenado con champagne francés. Le habían regalado una corbata azul con la insignia del Athletic.
El ferry esperaba atracado en el mismo lugar
en donde le había dejado. La vida funciona por lo general según la ordenas. Después
de un día de mar y unos días sin prisas, por debajo del puente de Putney, el
Tamesis seguiría el curso de las mareas.
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