Valentín y Pilar se conocieron en el cementerio. El iba a depositar una
rosa en la jicarita de una vecina que le planchaba las camisas hasta poco antes
de ponerse enferma. Ella tomaba el sol en las piernas. Se remangaba las faldas
hasta un palmo más arriba de las rodillas, sentada en la piedra de una
sepultura y aguantaba hasta que sus huesos se fundían con el frío del mármol. Eran
dos almas solitarias, arrastradas por la vejez a la misantropía. Antes de
comenzar la primera conversación, transcurrieron dos meses. Se observaban de reojo.
Valentín hacía como si tenía carraspera y ponía en el silencio del camposanto
una tos de enfermo. Entonces, Pilar se bajaba las faldas y se frotaba las nalgas;
se calzaba y se iba como si el que hubiera carraspeado era un loro. Se cruzaban
como dos fantasmas en la niebla. Tonteaban. Fue Valentín el que alzó los
hombros cuando tuvo la certidumbre de que Pilar le miraba. Dijo:
- Es para la Melitona.
- Su muerta -dijo Pilar sin bajarse las faldas. -Quiero decir que su
muerta, la de la flor, se llama Melitona.
- Me planchaba las camisas. Le traigo rosas amarillas. Cuando hay, le
pongo un lirio.
- Yo no tengo muertos aquí. Vengo a tomar el sol. Cuando llueve recojo
caracoles. Mi madre me enseñó a apreciar el sabor de los caracoles del
cementerio. Mi padre, a no tenerles miedo a los muertos: “Si ves a un muerto
salir de su fosa, no corras que no está muerto”, me decía.
- Desde que me he hecho viejo he olvidado la cara de mis padres.
- Pues está usted de buen ver.
- Setenta y nueve, en mayo.
- Servidora, setenta y cinco ya cumplidos.
- Yo no le echaba ni cincuenta. Tiene unos muslos de bailarina que quitan
el hipo -dijo el hombre escondiendo su cabeza entre sus hombros, como un
tortuga.
- ¡Qué salao! ¡No será usted un pillastre!
- No grite, que le pueden oír los enterradores.
Así, hablando, hablando y mirándole las piernas, Valentín se enamoró de
Pilar. Se enamoró como un loco mirándole las piernas e imaginándose lo que pudiera
tener tapado. Un día no pudo más y le pidió que se las dejara tocar hasta donde
le llegaran los dedos de sus manos.
- Eso se llamaba antes el toque de la mondonguilleta -le dijo Pilar sin
mirar para otro lado. Después llegaba lo otro.
- ¿Qué otro?
- No será usted tonto. Lo primero cobraba mil pesetas: hasta el final,
según el humor.
- ¿Usted cobraba por esas cosas?
- Todas las putas cobramos.
Entonces Valentín sí se sonrojó. Pero en vez de escupir, se enamoró mucho
más. Nunca había ido a la cama con una puta.
- Una noche soñé con un ángel. Entré a un café y el ángel estaba sentado
a una mesa, en medio del café, enfrente de un refresco. Bebía a sorbitos. Le
pregunté al camarero que quién era aquél ángel tan hermoso y el camarero me
respondió que sólo sabía que se llamaba Elisa y que era una puta que esperaba a
un caballero para marcharse agarrada a su brazo. Empecé a soñar con el ángel y
gritaba como un animal llamándola Elisa, Elisa, hasta que mi madre entraba en
el cuarto y me mojaba el rostro con agua bendita. Mi madre no tardó en
preguntarme que quién era Elisa y yo le dije lo que sabía, que era un ángel que
era puta y que todas las noches se iba con un dandy. “Los sueños no tienen por
donde agarrar”, me respondió mi madre. “Mejor que sueñes con la geometría. Es
más práctico”.
- Lo importante es que se te ponga dura
- dijo Pilar.
- ¡Como la piedra de una cruz!
- Entonces no está todo perdido.
Al principio las cosas empezaron bien. Valentín se veía en casa de Pilar.
Era una casa sencilla en donde había una gata gris y blanca persa que se
llamaba Tati. Cuando hacían el amor dejaban a Tati en el pasillo porque era muy
celosa y arañaba a Valentín. Después Pilar se marchó a Logroño a aprender a
dibujar paisajes de frutales a una casa de una prima suya cuyo marido era
sargento de la Guardia
Civil jubilado. A Pilar no se le daban bien escribir cartas
amorosas. Sin embargo, Valentín era una máquina de escribir sobre la dulzura de
sus ojos, sobre su talle de avispa, sobre sus muslos bien proporcionados.
Pilar, la pobre, se sentaba todas las tardes en la mesa camilla y
descascarillaba con sus dientes la mina de un lapicero entero sin saber qué poner.
Pilar leía las cartas de Valentín a sus primos. Una tarde, el ex sargento de la
benemérita, le quitó lo que quedaba del lapicero y escribió una carta de muchos
olés. Y es que él tenía muchos partes y denuncias en su chepa. Desde que Valentín
comenzó a recibir aquellas cartas, se enamoró mucho más y Pilar, quitado el
apuro y la obligación de no dar pie con bola, lo fue olvidando. Los estragos
epistolares quedaron entre los dos hombres. Si uno escribía un requiebro sutil,
el otro se desgañitaba los sesos hasta superarlo con una frase gloriosa. En una
carta fechada en mayo, Valentín escribió a su amada el sueño que tuvo con un
ángel. Y al final le ponía una misiva en donde le confesaba que el ángel era
ella y que si no se veían pronto, él iba a cometer una barbaridad.
Pilar dio instrucciones al marido de su prima para que le respondiera que
ahora no tenía tiempo en poder estar con él, porque había llegado en las clases
de dibujo al momento culminante de aprender a dar la perfecta redondez a los
melocotones suspendidos de las ramas de los melocotoneros, condición indispensable
del gran paso que da un dibujante de la línea recta a la curva, según su profesor.
El guardia civil se llamaba Dono. Se entusiasmó de tener que explicar una
argumentación tan dificultosa con la punta de un boli y con su inteligencia sin
olvidar los desfogues amorosos que toda correspondencia pasional debe de
llevar. ¡Santo cielo! Salió airoso. Valentín lo comprendió todo a la perfección
y siguió animando a su amada.
Valentín orinó sangre el mismo día que cumplió ochenta años. En urgencias
le sacaron una placa y le dijeron que tenía una piedra en la vejiga y le
recetaron nolotil. Un mes más tarde le
operaron de un tumor maligno. Se le cayó la vida de golpe y vio los ojos de la
muerte a un palmo de sus narices. Tuvo coraje para escribir a Pilar una carta
sin adornos, sincera, de esas que se escriben una sola vez a una persona que se
ama. Pilar tenía la cabeza en otras cosas. Ni siquiera la leyó. Sin embargo,
Dono, el sargento jubilado de la guardia civil, lloró. Al día siguiente llevó
su uniforme de gala a la tintorería, abrillantó sus correajes, pinchó sus condecoraciones,
desempolvó su tricornio y partió en su auto hacia la costa. Y es que su cerebro
se había cuadriculado en el cumplimiento de las misiones especiales. Y aquella
era una misión especial. Tan especial que su cerebro no dejaba de escupirle lo
que había descubierto: que se había enamorado de Valentín y que su cometido era
cuidarlo hasta la muerte.
Qué bonito :)
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