Cuando Iñe dejó de usar calcetines blancos se convirtió en Garbiñe. Para ella.
- Clara viene en bicicleta, -dijo Iñe. -Mamá tiene razón, no saca los brazos
en las curvas, calza alpargatas, no toca la chicharra y es más vieja que
Matusalén. Cualquier día llegarán a decirnos que el bus se ha quedado con media
pierna y que sus huesos no valen ni para hacer caldo. ¡Y frena con los talones!
¡Frena con lo gordo de sus talones! ¿Con esto?, ¿ves? ¡Frena con esto!
Iñe, por aquel entonces, usaba calcetines blancos de perlé, un lazo
amarillo de terciopelo sujeto a su pelo con una horquilla de carey y tenía la
costumbre de acercarse a tus orejas cantando con voz grave “Angelitos Negros”.
Sacaba de sus fondos una voz tan grave que la piel se te ponía de gallina y no
se te ocurría nada para vengarte con la misma intensidad. Iñe tenía prohibido
abrir la verja del jardín, pero le traía sin cuidado. Se escapaba por un roto
del alambre, detrás de los manzanos,
donde saltaban los jilgueros y se bañaban en un arroyo de agua ferruginosa que
nacía de un caño forrado de musgo. Salía con sus patines arrastrándose el culo y
llegaba casi hasta la iglesia esquivando los baches cagada de risa. Solía
esperar a Clara escondida detrás de los troncos centenarios del paseo de
plátanos y cuando la anciana aparecía por la curva del cementerio se le echaba
encima como una loca, se agarraba al vuelo de su bata y bajaban las dos a toda
velocidad hasta veinte metros antes de la verja de casa. La gente se paraba y
aplaudía. Los niños gritaban y los viejos hacían pataleta y el gesto de
guillados. Les gustaba montar el circo.
Clara era una amiga antigua de mamá. Cuando no le llamaba nadie para
trabajar, venía a casa en su destartalada bicicleta con un pañuelo con dos o
tres nudos en la cabeza y con una bata negra con dos bolsillos plastones y
cuatro botones de impermeable de hombre. Se sentaba en una banqueta de la
cocina. Si le daban conversación, hablaba hasta por los codos. Si no,
permanecía en silencio frotándose con la lengua sus encías, dormitando. Clara lavaba
la ropa por las casas, cosía los botones y los dobladillos de los bajos de los
pantalones y de los embozos de las sábanas que estaban sueltos. En época de
preparar la huerta para plantar hortalizas, le llamaban para la labranza. En
primavera lavaba mantas pisándolas con los pies descalzos. Quedaban pocas mujeres
que trabajaban a lo antiguo, sin ayuda de máquinas. Era pobre y culta, muy
culta. Cosa increíble. Pocos creían que una mujer que se ganaba la vida trabajando
en lo que saliera, fuera tan culta. Además, sabía andar en bicicleta. “Eso no
se olvida nunca”, solía decir. “Rondo los setenta y bajo las cuestas sin pedalear”.
Clara, además de sudar a gota gorda, sabía contar la vida de personas antiguas,
de las que sólo están dentro de los libros. Clara cerraba los ojos para hablar
sentada en un banco de la cocina. Ella rehusaba sentarse en una silla de la
sala donde recibía mi madre a las visitas. Era mi madre la que tenía que
recibirla en la cocina. Clara cerraba los ojos para hablar, para no pensar demasiado
en el presente, porque lo pasado ya era historia y las cosas por venir estaban
muy revueltas para ser buenas. Yo contemplaba su rostro cuando cerraba sus
ojos, su piel curtida, muy morena, sus rasgos bellos, porque Clara, aún sin
dientes, era una mujer bella. Mi madre decía que había sido una de las jóvenes
más hermosas del pueblo. Clara había aprendido a coser en un taller de cierta
fama en donde la profesora les leía la
Isla del Tesoro y Robinson Crusoe Ahora era una anciana que
se conformaba con poco: un abrigo para el invierno, que la capa todo tapa, y
algo fresco para los soles de agosto. Para comer, lo que le daban. Clara sabía
muchas historias. Todo lo que contaba daba cuerda al corazón y si quería te
hacía llorar con intrigas auténticas que les habían sucedido a hombres de carne
y hueso, calvos o no, pero con familia que abría el pico al mediodía y por las
noches. Se notaba que había leído a Charles Dickens y a Walter scott.
Las leyendas misteriosas las contaba Clara las tardes de trueno generalmente
en medio del invierno, cuando los rayos trazaban en los lienzos negros de las
nubes los bigotes de Fu Manchú. Clara comenzaba su cuento para mí y mi madre
mandaba a Iñe a hablar por teléfono con uno verde y azul de hojalata que tenía
encima de su mesilla y que timbraba casi como uno de verdad. Y es que Clara se
olvidaba de que Iñe usaba calcetines blancos y no le convenían escuchar historias
a destiempo, de las que la mayoría de las veces le ponían llorando por las
noches presa de un mal sueño. Iñe era de buen conformar. Además, le encantaba
quedarse con Gurt, la perra, para probarle vestidos de cuando ella había sido
un bebé y dar paseos alrededor de la cama con una sombrilla. Iñe tenía su
propio pied-à-terre, debajo de las moreras, un lugar delicioso, en donde había
colocado una tumbona azul, que le servía de parapeto. En el suelo había una
alfombra que le prestó mi madre para que no se le enfriara el trasero. Encima
de la alfombra estaban colocadas por orden de altura y de peinados todas sus
muñecas y un pinocho con la nariz astillada que me hizo mi padre en uno de sus
largos viajes en su barco. Mi padre era oficial y en el último viaje me había
traído una estacha real, afilada como una navaja de afeitar con el cuento de
que en Nueva Celanda las utilizaban para cortar las orejas a los conejos. Era
el único aparato que hacía correr a Iñe cuando me sacaba demasiado la
paciencia.
El pied-à-terre del jardín, mi madre no había tenido más remedio que
ayudar a Iñe a construirlo y a recoger toda clase de artilugios porque yo ya
tenía mi rincón, un rincón que mi madre me había regalado al comienzo de mi
pubertad donde me estaba permitido leer cualquier cosa que tuviera forma de
libro y en su interior hubiera páginas con letras. Mi madre me regaló el cuarto
vacío cuando comencé a estudiar las declinaciones de griego. Aquello le parecía
un estadio verdaderamente duro, sobre todo cuando comprobó que era capaz de
leer un idioma con un abecedario caprichoso. Me permitió decorar el cuarto como
me viniera en gana, con las paredes pintadas o empapeladas, con baldas para mis
libros fabricadas con los largueros de un par de camas, con dos butacas que me
compró en una tienda de La
Ribera y con el tocador viejo de ella, que me sirvió de
pupitre para terminar el bachillerato, mesa de despacho admirada y deseada por
todos mis amigos que gozaban de libertad de llegarse a mi garito por una puerta
que daba al jardín, la delicia más grande de mi estancia, porque entrabas y
salías sin que te viera nadie como las mariposas que volaban al sol de la
bombilla cenital.
La primera vez que invité a Clara a entrar en mi cueva ya me había
comprado una pipa de escritor en la
Feria de Agosto que se celebraba en la Campa de los Ingleses y,
aunque no tenía tabaco de pipa, ya había achicharrado su cazuela con panocha de
Peninsulares y hojas secas de patatas y también había escrito media novela más
mala que el matarratas que bebían los obreros en los cambios que pitaban los
cuernos de la fábricas. Era una de esas tardes raras en las que había desaparecido
toda la gente de casa a ver pintados encima de los montes los primeros ogros de
otoño con nubes color cobalto. Entró Clara por la puerta del comedor. Como
estaba abierta deduje que la gente de casa no andaría demasiado lejos. Me dio
un pronto de esos propios de la adolescencia: hice pasar a la mujer a mi
sanctasantórum y le ofrecí asiento en una de las butacas que me había comprado
mi madre, aunque ella se dio media vuelta y se fue con su infinita parsimonia a
la cocina y se trajo una banqueta, la arrimó a la pared y se sentó en la madera
“para no ensuciar la tela” de la butaca. “Antes sólo tenían butacas los ricos”,
me dijo. “Cuando las costureras íbamos a coser a sus casas, nos ofrecían una banqueta
de la cocina, igual que esta, o como mucho una silla coja”. Después observó con
atención y en silencio los cuadros que había colgado en la pared, una
reproducción de Mona Lisa, otra de Camino con Cipreses y una estrella de Van
Gogh y Casas en el Obermarkt de Kandinsky. También observó la alfombra que cubría
el suelo, los libros que ya abarrotaban la pequeña librería, y en la fila más
alta, la maqueta del La Bounty. También
se fijó mucho en un cenicero en donde estaban marcados en bajorrelieve don
Quijote y Sancho Panza y en una hucha inglesa que me había traído mi padre en
cuyo sombrero verde resaltaban en letras amarillas la misiva Transvaal Money
Fox. Luego alargó sus manos grandes y acarició la media docena de bolis y
lapiceros que estaban en un bote de beber agua pintado de color rojo. Después
pasó al azar su dedo meñique por los lomos de la fila de libros en donde
descansaban mis novelas favoritas y se hizo con “La educación sentimental” de
Gustave Flaubert. Llevó el libro hasta sus narices y lo olió profundamente.
- Huele bien- dijo.
- Y si lo lees no te olvidas nunca de su olor -le dije -. Huele a
Frédéric, su personaje principal.
- Veo que ya tienes preparadas las herramientas -dijo -. También tienes
un despacho muy acogedor. Un día que tu madre y tu hermana nos dejen solos,
como hoy, te contaré el día que los aviones alemanes bombardearon Gernika.
- ¿Por qué esperar?
- Ya sabes que a tu madre le gusta saber las cosas que te cuento. Me
suele decir que revoluciono tu cabeza.
- Es imposible que hayas estado en todos los lugares donde han sucedido
cosas importantes.
- Ahora lo que importa es que estuve en Gernika pasando el fin de semana
con mis amigas Las Justas: Justa Tornero, Justa Sarmiento y Justa Robador. El
que las tres se llamaran Justas no es culpa mía. Tuvieron padres. Justa Tornero
me contó que ella robó el atril de un trombón con tres patas de color rojo
mamey. Luego compró una partitura y un trombón que le enseñó a tocar don
Tiburcio Larrakoetxea, director de la Banda Municipal de Bermeo. A
los noventa años todavía lo tocaba como un chapaleo de aguas de acequia. Y era
que de sus pulmones se escapaba el viento justo para hacerlo llorar. A Justa Sarmiento
la llamábamos copo de nieve porque tenía la piel tan blanca como la leche. Al
igual que la otras Justas tenía la manía de ovillar. Construía ovillos
perfectos, del mismo volumen, esponjosos como el pan tierno. Cuando se le
rompía la lana la empataba con nudos iguales, tan iguales que sólo ella sabía
en donde se hallaba su emplazamiento. Las mujeres que sobrevivimos al bombardeo
tenemos los ojos grandes.
- Tú los tienes inmensos.
- Los entendidos dicen que es por el asombro. Estábamos las tres Justas y
yo en la colina. El domingo habíamos ido al baile, a la plaza, que se terminó a
las diez. Nosotras regresábamos del mercado de los lunes e íbamos a ir a regar
pimientos al huerto. Justa Sarmiento fue la primera que vio llegar a los
aviones. Pensó que era un bando de patos con el ruido de mil camiones. Nadie
sabía que un hombre alemán, Von Moreau, jefe de una escuadrilla, minutos antes
de llegar nosotras al huerto, acariciaba el morro de su Heinkel 111, un avión
nuevo que los nazis lo habían traído en febrero, recién salido de la fábrica…
- Diseñado por los hermanos Gunter, un avión capaz de transportar 1400
kilos de bombas. Detrás de la escuadrilla de Von Moreau, los Junker 52,
prusianos ya calentarían sus motores B.M.W. Y los Messrschmitt 109, monoplanos
de alas bajas, artillados con dos ametralladoras y con dos cañones ligeros.
Todos estaban en línea de despegue en Burgos. Sí, sí. Lo estudiamos en la escuela.
Eran las tres y media de la tarde del 26 de abril de 1937, lunes, día de
mercado en Gernica, como tú has dicho.
-¿Aprendéis el bombardeo cantando, como se aprenden a rezar las oraciones
más importantes y el catecismo?
- Viene en el libro.
- En el libro no viene que Justa Robador, las otras dos Justas y servidora
vimos el bombardeo desde la colina, cerca del portal de su casa. Apenas
teníamos que elevar nuestros ojos para ver los aviones, porque su casa estaba
alta, en la falda del monte. Los aviones venían por la derecha y desaparecían
por la izquierda. Daban la vuelta y volvían a hacer lo mismo una y otra vez.
Von Moreau era el piloto del primer avión. Era rubio, tan rubio que no se le
distinguían las cejas. Tenía mofletes de carnicero. Quien no me crea que miren
sus fotografías en todas las enciclopedias del mundo occidental. Era de esa
raza universal que remanece en todas las guerras: demonios para matar, tímidos,
abstemios, vírgenes. Así son los carniceros de las guerras.
- No. Eso no viene en el libro.
- Tampoco que semanas después regresé yo a casa como pude y que a las
tres Justas les dio una especie de ataque. Yo me enteré meses después y fui a
visitarlas. La peor de las tres lo había pasado Justa Robador, una mujer sabia
que había leído más de mil libros y era amiga de estrelleros y adivinos. Y es
que ella leyó desde el portal de su casa escrito en la arena los nombres de
Cloto, Láquesis y Átropos.
- Las tres Moiras, dueñas de la vida. Láquesis tenía por misión hacer
girar el huso e hilar la lana que su hermana Cloto sacaba de una rueca y luego
devanar el tenue hilo de la suerte de los individuos mezclando el funesto color
negro con el alegre oro, en espera de que Átropos lo cortase con sus afiladas
tijeras.
-También tenéis libro de griego. Pero en vuestros libros no viene escrito
que aquella misma noche, Justa Robador busco la rueca de su madre de entre
pilares de libros, esquiló una oveja y se dirigió a casa de Justa Tornero que
tenía patio cerrado con portón con llamador de hierro, que era un ancla
bellísima, lugar discreto con una higuera y un pozo con agua transparente. Llamaron
a Justa Sarmiento. Una vez las tres juntas cerraron la puerta del patio y Justa
Robador les enseñó el arte de cardar, teñir, hilar y ovillar la lana; a poner
nombre a cada madeja a observar las casas destruidas, apuntar en las que había
habido muertos, observar la llegada de los habitantes nuevos e indagar sus
vidas. Al pasar de los años a Justa robador no le temblaba el pulso a la hora
de cortar la lana. La primera función deseada cayó sobre Benito Monjito,
celador municipal, adscrito al Régimen, con Garita en Bermeo tras el bombardeo
y se quedó a mandar. Trajo pistolón de
seis balas y voz ronca de hombre malo. Se murió fulminantemente, dijeron que de
un mal viento de tierra, cuando miraba las tetas a una mujer que llevaba
cebollas para vender. Tras más de sesenta años de experiencia, el corte de Justa Robador hacía
diana inexorable.
- Más parece un cuento chino copiado de la mitología que nos ha dejado el
profesor de griego para estudiar.
- Será. Pero yo he escuchado cantar a las tres ancianas mientras hilaban
-dijo Clara con una inmensa sonrisa. Hasta me enseñaron a hilar mi propio
ovillo de lana y lo tengo escondido en casa. Sólo me moriré cuando alguien lo
encuentre y lo corte.
- No se lo enseñes a Iñe.
- No te preocupes, Clara. ¿Tú crees que existe tal ovillo? ¿Cuántos años
puede tener?
Clara no respondió. Alzó sus hombros y fue al encuentro de mi madre que
ya metía ruido en la cocina. A su lado permanecía muy quieta Iñe. Desde luego
que había escuchado la historia, o el final de la historia o, al menos, que
Clara tenía un ovillo con todos los años de su vida. Iñe estaba pálida.
- ¿Y si alguien corta el ovillo, te mueres sin remisión? -preguntó mi
hermana con la voz entrecortada.
- ¿No te tengo dicho que los niños se despiertan asustados de noche si les
descubres tu cabezota plagada de ilusiones?
Entonces Clara tuvo un arranque y se enfrentó a nuestra madre como si lo
que le iba a decir tenía mucha importancia. Quizá por ello puso sus manos en
jarras.
- Yo vi caer las bombas desde la ladera de la colina y conté los aviones
en cada pasada y en todas ellas no faltó ningún avión al mando de un hombre con
mostachos. Le vi hasta como me saludaba con un pañuelo blanco de batista en
cada una de las pasadas. Lo agitaba con galantería, doblando la palma de la
mano hacia atrás, por encima de su hombro, vestido con la piel cruda de una
cazadora. Cuarenta y tres aviones repasaron el cielo obsesionados en arrasar el
suelo y dejarlo convertido en ceniza. Recuerdo el mostacho de Von Moreau en la
cabina del primer avión cargado de bombas tatuadas con un águila real con las
alas extendidas. Águilas reales alemanas
que caían en picado en busca de carne. ¡Carne!
- ¿Y el ovillo de lana de colores? ¿Dónde escondiste el ovillo de lana? -
preguntó Iñe con la cara cada vez más demudada.
- No tiene importancia, mi cielo. Eran mentirijillas que contaba a tu
hermano.
- No son mentirijillas. He estado jugando en tu casa y he encontrado este
ovillo en tu armario de vestir -dijo Iñe sacando un ovillo de una bolsa de
tela. -Mientras te esperaba he empezado a soltarlo.
Mi madre puso paz entre Clara e Iñe. Les ordenó que se besaran y ella
también besó a las dos. Despues rogó a Clara que le ayudara a hacer buñuelos
para la cena. Clara regaló el ovillo de lana a Iñe. Le dijo con sus grandes
ojos de asombro:
- Guárdalo. No tiene importancia. Son chucherías que uso para jugar yo
por las noches después de cenar.
Clara se estrelló aquel verano contra el carro del heladero por no
levantar la mano en un giro a la derecha. Iñe había pasado tres meses
intentando amarrar la lana por donde se le había roto. Tardamos muchos años en
convencer a Iñe que Clara era demasiado vieja para montar en bicicleta sin
hacer caso de las señales de tráfico. Pero sigue llevándole flores al
cementerio todos los años por el día de su cumpleaños.
FIN
Cuesta saber si es real o ficticio, me dan ganas de preguntar en casa
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