Se vestía de pobre, pero disfrazaba
su cara con un mostacho de zar, se ponía gafas de sol y se cubría con un gorro
de robar. Esperaba a su mujer con la televisión encendida, sentado en una silla
en medio de la cocina. Ella se llamaba Aurora. Trabajaba por las tardes limpiando
el apartamento de una soltera jubilada. Él se llamaba Antonio y estaba sin
trabajo. Dormían juntos pero no se tocaban. Tampoco se querían ni se odiaban.
Eran dos camaradas que dejaban pasar la vida sin esperanza de recuperar un poco
de ilusión. Luchaban por sobrevivir y miraban al mundo sin odio.
Si iba con zapatos se ponía
corbata. Si se metía las botas de goma, se amarraba un pañuelo en el cuello.
Ella tenía un chaquetón verde para ir a trabajar. El verano se ponía camisetas
holgadas. Sólo usaba sujetador para dormir. Si al regresar del trabajo
encontraba a Antonio sentado en una silla en medio de la cocina, le miraba el
calzado para saber a dónde iba. Después dejaba su bolsa de papel colgada del
picaporte de la puerta y sacaba del cuarto de los trastos el carro de las
compras.
- En el Mercado Central tiran yogures buenos. Sin concluir la fecha
de caducidad-dijo Aurora.
- Pero si voy por los yogures, me
quedo sin fruta-dijo Antonio.
- Coge lo que puedas. También nos
vendrían bien unos tomates-dijo Aurora.
- La otra vez escuché que el súper
se deshizo de medios corderos lechales. ¡No me caerá esa breva!
- Lo cocinaría en el horno con
muchas patatas.
- Se llama cordero a la
panadera-dijo Antonio.
- Recuerdo que una vez trajiste
tres bandejas de muslos de pollo sin caducar-dijo Aurora.
- Se los quité a un hombrón de su
saco y eché a correr. Pasé mucho miedo, pero no me arrepiento.
- Vamos tirando.
- Sí. Vamos tirando.
Antonio apagó y desenchufó la
tele. Las dos cosas. No preguntó a su mujer si iba a verla. Cogió el carro.
- Bueno-dijo.
Se dirigió a la puerta y la
abrió. La dejó abierta. Aurora la cerró sin apenas mirarle. No se decían adiós
ni hasta la vuelta. Él abría la puerta y ella la cerraba. Era la forma de despedirse.
Su atuendo era un disfraz que le
libraba del saludo. Si alguien lo hacía le mandaba a la mierda.
Ella regresaba del trabajo
caminando para ahorrar el billete del metro. Lo usaba para comprar cigarrillos.
Aquel hombre enmascarado, con su
constitución embarrada, con bigote de corsario, chaquetón con repasos y zapatos
de oficinista, actuaba según un guión tecleado en su máquina de escribir,
dirigido a un público desconocido, como un actor actúa en el escenario ante
trescientos espectadores. La máquina era buena, alemana, pero sin cintas de
tinta en las papelerías. Presidía el salón, centrada en una mesa de oficina, su
máquina de escribir, salvadas ambas del derrumbe de la empresa, donde trabajó
veinte años escribiendo cartas a clientes morosos que no pagaban ni por misericordia.
La mesa, la máquina, un sacapuntas de manivela, un cenicero de calamina, un
teléfono de los años sesenta. Porque también metió en la caja de cartón el
teléfono, papel de calco y una caja de folios, precisamente los que había utilizado para escribir el guión de
su nuevo papel en la vida de clochard.
El hombre con pasamontañas que recorre la ciudad cuando los tenderos cierran y
se deshacen de lo que todavía se puede comer, pero no pagar.
- La verdad es que tiene usted muy
buen aspecto-le dice una mujer con abrigo de astracán mientras inspecciona una
caja de lechugas con las hojas exteriores muertas.
- ¿Se va a llevar la caja
entera?-le pregunta Antonio enderezando el nudo de su corbata con un deje de coquetería.
- Le cambio por tomates. Veo que
ha recogido una buena cosecha.
- En fin…, en este contenedor hay
lechugas en bastante buen estado. Le voy a regalar tres naranjas sanas.
Así dos o tres días a la semana.
Según pese el cuerpo. Si se tiene buena cintura y una conversación que no se
salga del guión, se puede comer con poco. Aceite, galletas y legumbres te dan
cuando te toca en los Bancos de Alimentos. Ahora las grandes superficies les
entregan sus desperfectos a los Bancos de Alimentos y no acaban de recibir loas
e incienso. Antonio hace tiempo que no entiende al mundo. Tampoco merece la
pena perder el tiempo para entenderlo. Mientras pongan contenedores en las
puertas de las grandes superficies y a la Aurora le paguen cuatrocientos euros por limpiar
la mierda de la vieja soltera que se
gasta la paga en picardías y en zapatos de tacón, la Administración ha
cumplido de sobra. La vieja alquila pisos patera a negros y a marroquíes,
albergues inverosímiles enclavados en lugares aún más inverosímiles. Nadie se
queja.
- ¡Hay que tener agallas,
Aurora!-dice abriendo mucho la boca para que se le vean los implantes-.Cuando
me toca cobrar llevo un colt 45 con la culata fuera del bolso. Si alguna gorda
negra empieza a romperse la garganta y las voces de todos levantan el vuelo, saco
el colt y disparo a las alturas. ¡Hay que tener agallas! Los negros son muy
gallinas y se les aplaca pronto. Los marroquíes tienen pinchos. Yo coloqué el
cañón en la nuca de un viejo -. ¡Paga o nos jodemos todos!-le dije.
Aurora sonríe mientras la vieja le
cuenta mentiras. La vieja sabe que la sonrisa de Aurora es forzada, pero no le
pide más. Ya ha tenido tiempo de aprender que la vida es un disimulo. A la
vieja se le olvida que Aurora abre la puerta a su administrador todos los fines
de mes. Y que les ve hacer las cuentas en la mesa del comedor. El administrador
es un hijo puta rumano que se queda con algo. Aurora no quiere saber nada.
Ella, por si acaso, tampoco cuenta nada a Antonio. Sabe lo que piensa su marido
de ella: que es tonta del culo. Un día se lo dijo, o le llamó. Daba igual.
Aurora sólo recuerda que le miró con la expresión que ponen los hombres que se
creen de raza superior y le dijo:
- ¡Tonta del culo!-Así, con
desprecio.
También recuerda que ella le lanzó
la tapa de la olla a presión a la cabeza, donde hizo una brecha de ocho puntos.
Era lo que tenía en las manos.
- ¿Hay denuncia?-le preguntó el
médico del Cuarto de Socorro a Antonio.
- ¿Usted denunciaría a su mujer?
- Mejor dejarlo.
Eso no sabía Aurora. Tampoco le
esperó preocupada. Cenaron juntos, vieron un rato la tele y se fueron a la
cama. Cada uno a su rincón, sin tocarse. Lo más, sin querer, los pies. Los pies
grandes y fríos de Antonio, los pies pequeños y calientes de Aurora. Al
principio, Antonio disimulaba y dejaba muertos sus pies huesudos, como leños
sin savia, como un animal desvalido que espera la licuefacción de los dos pies
tibios de aquella mujer que al principio fue suya y que la vida los fue separando sin ninguna explicación. Ni
siquiera lo que es el aburrimiento. Luego también él apartaba sus dos tablones con
palos y regresaba a su nicho de cama
para recuperar la libertad de no depender de nadie, ni siquiera de su mujer.
- Es duro vivir sin coño-le dijo
un día el hombre, seguramente porque llegó borracho de tetrabric.
- Busca trabajo y cómpralo en un
burdel.
Aquella noche Antonio sintió tanta
vergüenza que se acostó con las botas de goma y el chaquetón repasado en el
sofá. Al día siguiente volvió a su rincón y dijo “buenas noches” con la
seguridad de que iba recibir el silencio por respuesta.
- Buenas noches-le respondió
Aurora.
El matrimonio estaba muerto.
Aurora pensó más de una vez en no regresar a casa después de limpiar la casa de
la vieja. También lo pensó Antonio. Pero ninguno hubiera resistido la falta del
otro. La soledad. Otro misterio sin resolver.
- ¿A quién iba a matar si no?-se
preguntaba Antonio cuando la cercanía de aburrimiento le copaba el cuerpo.
Sin embargo, una noche estuvo muy
cerca de tirar lo que tenía. Regresaba a casa con su carro de la compra casi
lleno. Llevaba yogures de tres sabores, una piña madura, dos bandejas con lomo
adobado, una lata de garbanzos abollada, otras dos de alubias también abolladas,
fruta elegida con paciencia, porque Antonio hacía las cosas bien. Ponía todos
sus sentidos en hacerlas lo mejor posible. Volvió la cabeza a la izquierda y
vio el espejo de una porción de escaparate que separaba otra porción de escaparate
de una tienda de regalos. Eran más de las doce de la noche y ya no le quedaba
más remedio que regresar a casa caminando. Quizá hora y media de caminata. La
noche entraba templada. Sin duda aquel fantoche que acababa de vislumbrar a su
izquierda era él. Desanduvo los cuatro pasos que había dado y se contempló con
toda la parsimonia que se necesita para descubrir todos los detalles de su indumentaria.
¡Oh, Dios!, se había convertido en un perfecto vagabundo. Se arrancó el
pasamontañas y se despegó el bigote de Zar de todas las Rusias. Era el nombre comercial
que venía escrito en la caja que compró en una tienda de disfraces. ¡El Zar de
todas las Rusias! Y lo más sorprendente era que sin bigote y sin pasamontañas
parecía mucho más mendigo. Tenía cara de mendigo. Así como mengano tenía cara
de ladrón y zutano de violador, él tenía cara de mendigo. Entonces pensó en no
regresar a casa. Ir al parque y echarse a dormir en un banco, buscar un
agujero, una cuadra en el monte. Pasó una mujer vestida de fulana.
- ¡Qué! ¿Te ves favorecido, alma
de cántaro?
Antonio le iba a mandar a la
mierda, pero cuando se dio cuenta de que era una puta, le preguntó:
- ¿De qué tengo cara?
- De asaltar un contenedor. ¿No te
jode? ¡Si llevas el carro lleno!
- Gracias-dijo. Y apretó el paso
para llegar a casa.
Un día encontró una caja sin abrir
de uva de Moscatel. No cogió nada más. Llegó a casa cuando Aurora se recogía el
pelo. Antonio fue directamente a la fregadera, arrancó el papel de celofán de
la caja y fue cortando con paciencia los granos que estaban en mal estado. Era
una uva excelente, dorada, apenas sin semillas.
- Está perfecta-dijo Aurora.
Antonio limpió dos racimos con
agua y en el último aclarado puso unas gotitas de lejía en la palangana. Sacó
una fuente del armario y los colocó en la fuente y la fuente encima de la mesa.
Antonio no había olvidado que la fruta que más gustaba a Aurora era la uva de
Moscatel.
Aurora comenzó a picar un racimo.
Lloraba de satisfacción. Comió con glotonería hasta que se dio cuenta que Antonio
no comía, con las manos en sus rodillas le miraba con una sonrisa recuperada en
su boca. Sintió un calambrazo en el pecho. Aurora apartó la fuente con una
mano. Quiso hacerlo con desprecio, pero no le salió. Sintió un rubor
insoportable en su rostro. Se levantó y dio las buenas noches a Antonio. Se fue
a la cama.
- Buenas noches-dijo Antonio.
Algunos minutos
después de las tres, Antonio sintió a Aurora levantarse de la cama, dirigirse a
la cocina y abrir la nevera. Cuando regresó a la cama olía a uva madura.
FIN
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