Siempre que suena el teléfono, el canario de don Salomón comienza
a trinar. Entonces mi hermano y yo saltamos al sofá, pegamos nuestras orejas a
la pared y cerramos los ojos. Nos quedamos tan embelesados que casi nunca nos
damos cuenta que nuestra madre ya tiene una de nuestras zapatillas entre sus
manos. Permanecemos como idiotas hasta que la suela nos arrea fuerte:
- ¡A la mierda la tapicería nueva del sofá!
- ¿Es que no has oído cantar al canario? -pregunta Álvaro,
mi hermano
- ¡En vez de un hombre hecho y derecho, llegarás a ser una vieja chismosa!
- Los pajaritos no chismorrean, cantan. Nos hemos
descalzado para subir al sofá. También aita escucha al canario y dices que es un hombre hecho y
derecho. Y siempre se sube al sofá cuando tú no estás.
Se sentó muy lívida en el sofá y
dijo mirándonos a los ojos:
- Vuestro padre me ha llamado para decirme que ya es
oficial que nos vayamos a tomar por el saco. ¡Que no hay paga de Navidad! ¡Se
quedan con ella! ¡Dios sabe qué uso le darán esos ineptos de mierda!
Ama nos mira como si fuéramos ratas al ir a la cocina. Se
encierra dando un portazo. Estrella un plato contra el suelo, seguramente un
plato desportillado. No es una histérica. Al rato la escuchamos llorar.
Tengo once años y Álvaro, trece. Aunque soy el menor, soy
el que toma las decisiones conflictivas. Nos encerramos en nuestro cuarto y no
salimos a oír trinar al canario pese a
que el teléfono suena dos veces. Tampoco queremos enterarnos del momento en que
mi madre deja de llorar. Cuando se consuela, abre la puerta un resquicio. Es la
manera de decirnos que volvemos a tener madre, que el temporal ha pasado. Hasta
puede salir y sentarse a nuestro lado para explicarnos que no darnos el dinero
pactado es uno de los peores castigos que podemos recibir los trabajadores. Y
más si se trata de la paga de Navidad.
- Nos privan de un par de cenas tradicionales que tanto os
gustan, del viaje con vuestro padre a la nieve. Os quedáis sin las botas
nuevas, sin los plumíferos. ¡Nos quitan el habla!
- Algo tendréis ahorrado -dice Álvaro.
- Algo. Pero desde que estoy yo sin trabajo, a ver de qué.
Entonces me entran unas ganas muy grandes de abrazar a mi
madre y no me corto. Álvaro acerca sus labios húmedos a mi oreja y me llama pelota.
Lo dice para que lo oiga ella. Algunas
veces no sólo dice “pelota”. Dice: “Jokin es un pelota”. Después se sienta en la
butaca de mi padre y enciende la televisión. La deja sin sonido. Se levanta,
coge un libro de encima de la mesa de colocar los pies. Los coloca. Y se pone a
leer. Mi hermano siempre lee con la televisión encendida y sin sonido. Como si
fuera sordo. Es el Álvaro que a mí me gusta.
Nuestro vecino, don Salomón Gotxi, tiene una jaula china
en donde vive un canario de plumas naranjas y amarillas que se llama don Luis. Es
el canario más alegre que yo he visto nunca. Da vueltas en un trapecio, se mece
en un columpio y modula a rabiar. Don Luis es un tipo que se gana el alpiste. Comienza
a piar y se acerca a los barrotes pidiéndote la punta del dedo para jugar con
su pico.
- Es la raza -nos dice don Salomón -.Le compré una cinta
de magnetofón con redobles y al de una semana parecía un ruiseñor.
- ¿Por qué se pone a trinar cuando suena nuestro teléfono?-le
pregunto.
- Misterios del mundo animal-dice don Salomón levantando
sus hombros.
Ama nos permite entrar en el apartamento de don Salomón lo
menos posible por el extraño olor que coge nuestra ropa. Yo ya sé de qué es. He
entrado en su cuarto de baño a mear y he visto las capas de sarro en su
retrete. Pero no le digo nada a mi madre.
Un domingo de noviembre por la tarde, el viejo nos espera
con la puerta de su casa entreabierta y nos invita a pasar.
- ¿Tiene yema de huevo cocido para darle a don Luis? -le pregunto.
- Tengo. Precisamente quería hablaros de él. Estas
navidades quiero ir un par de semanas a Benidorm. Mi idea es ver si vosotros le
podéis atender. Yo os dejo todo preparado. ¿Queréis hacerme el favor? -dice don
Salomón muy nervioso. Después nos sonríe como un japonés. Con la boca de oreja
a oreja.
¡Claro que quiero! Quiero limpiar la jaula de don Luis y
ponerle el alpiste en su comedero y agua en su bebedero. Pero me callo. Falta
el permiso de nuestros padres.
- No hay problema -dice el atolondrado de mi hermano.
- ¡Dios! Ya verás cuál es el problema -digo a Álvaro en el
descansillo de la escalera.
- ¡Joder! ¿Por qué no nos van a dejar dar de comer al
canario?
- Porque antes lo tienen que pensar. Como siempre. En casa
de don Salomón huele a meada vieja. No creo que ama nos deje entrar a diario en
una casa que huele a meada de siglos.
- Bueno, ya veremos cómo vienen las cosas.
No decimos nada en casa. Por
mucho que aseguro a mi hermano que a la larga se van a enterar y que el castigo
va a ser de los rumiados por los dos en su lecho matrimonial, el listo de
Álvaro me convence (no le hace falta mucho esfuerzo).
Desde que mi madre se ha quedado sin trabajo, echa
una buena siesta en el sofá, baja al portal para mirar el buzón y después
friega. Si no le llama una amiga, nos saca a Álvaro y a mí a mirar escaparates.
Por la mañana va a la Oficina
de Empleo y a recibir clases para reciclarse. El mejor momento para dar de
comer al canario es la mañana cuando regresamos de comprar el pan. Se lo expongo
punto por punto a Álvaro. Como es el mayor, duerme al lado de la ventana. Yo
hablo casi en un susurro. Pero Álvaro está en otra cosa. Lo comprendo cuando
suspira hondo.
- ¡Duérmete de una puta vez! -dice el mariconazo de él.
¡Se está haciendo una paja! Siempre es igual. Es el mayor
y le otorgaron la cama de al lado de la ventana desde donde se ve la copa de un
sauce, el camino que lleva a la piscina, un ángulo de piscina y detrás, un
campo con frutales. No hay duda de que el paisaje le pone cachondo. Yo veo el
techo de la habitación y la iluminación de los vehículos de la autovía. Pero lo
que más me importa es que nunca tiene en consideración mis palabras (mi padre
les llama alegatos) y luego sale el pastel quemado.
Don Salomón lleva la misma corbata que cuando iba a la Escuela. Daba clase de Química
a los mayores. A los alumnos llamaba gente menuda. A mi hermano y a mí nos
llamaba por nuestros nombres, seguramente porque somos vecinos. No llegó a
darnos clase, pero mi padre dice que es un buen profesor. Don Salomón es viudo
desde hace muchos años y creo que no tiene hijos. En el verano don Salomón baja
a la piscina con una bata a rayas y se baña en la zona que no cubre. Mi madre
dice que sólo se mete a mear. No se confunde. Yo le suelo mirar la cara y se le
cambia cuando le sale la meada. Lo mismo me pasa a mí. Tampoco usa gorro. Dice
que como no se moja el pelo, no mancha. El último verano me dijo que estaba
esperando para operarse de una cadera. Me dijo que había ido a preguntar por su
operación, por si le llaman mientras está en Benidorm. Le contestaron que mejor
que se quede allí y que acuda a Urgencias si se le rompe la cadera del todo.
Don Salomón toca el timbre de nuestra casa para
despedirse.
- ¿No están vuestros padres en casa? Quisiera decirles
adiós y felicitarles por la educación que os han dado. En realidad debería
habérselo dicho en primer lugar a ellos. He actuado precipitadamente.
- Han ido a una lonja a pintar una pancarta para la
manifestación. Es que han quitado la paga de Navidad a mi padre. Vendrán tarde.
-digo aliviado.
- Usted diviértase -dice Álvaro a don Salomón.
- Voy a ver si se me quita el frío de los huesos en el
Este -dice don Salomón-. Y vosotros aprovechar las vacaciones -don Salomón
extiende su mano y nos la estrecha. Primero a Álvaro y luego a mí. Después nos
da unas palmaditas en la mejilla. Su mano huele a semilla de eucaliptos-.
Cuidar a don Luis. Es todo lo que tengo.
- No se preocupe -dice Álvaro. Don Salomón da la llave de
su casa a Álvaro. No cerramos nuestra puerta hasta que él cierra la suya.
Guardamos la llave en el cubo de los dados. El cubo de los
dados en el cajón de los lapiceros, de cables del ordenador y de las cosas que
compartimos.
Cuando nuestra madre sale a hacer sus cosas,
guardo la llave de nuestro vecino en el bolsillo de mis vaqueros. Álvaro me
dice que va a un partidillo de baloncesto. Al entrar en la vivienda de don Salomón
me tapo las narices para no oler de golpe aquel aire condensado, sin ventilar
seguramente en meses. Me cuesta abrir una ventana. Una tenue brisa matinal
manchada de sol mueve el aire viciado. Saco la bandeja de la jaula de don Luis.
El canario se balancea como un loco en el trapecio. Pía sin cesar. Al acercar
mi mano para coger su comedero, acude a picotear mi piel. Limpio la bandeja con
una rasqueta y le paso un estropajo. La seco bien. Queda reluciente. Luego saco
los palos de la jaula. También los limpio con agua y jabón y los vuelvo a colocar
en su sitio. Don Luis salta a mi dedo y come alpiste. Le doy una rodaja de
manzana. Don Salomón ha dejado en la
nevera media docena de tarros de cristal con diferentes frutas y verduras. En
el blog de notas leo que lo que más le gusta a don Luis es la zanahoria rallada.
De pronto, don Luis estalla en una escalera de gorjeos, modulaciones y trinados
que te hacen sentir algo parecido a la felicidad. Me quedo en la sala enredando
en los libros de don Salomón. En una balda hay un paquete de cigarrillos de
tabaco rubio sin empezar. Abro el paquete con la técnica de mi madre, saco un
cigarrillo y me lo pongo en los labios estilo James Dean. El paquete me lo meto
en el bolsillo. Veo un mechero. Enciende a la primera. Lo meto en mi bolsillo.
Le doy una calada al cigarrillo y lo tiro por la ventana. Salgo al recibidor. Me
adentro por el pasillo adelante. La vivienda es exacta a la nuestra, pero al revés.
Después de la sala, la cocina; dos habitaciones y dos baños. Una puerta está
cerrada. Voy por ella. La empujo. ¡Joder! ¡Dios! ¡Joder! Un tren eléctrico de
la época de mi abuelo ocupa casi toda la habitación. Esta montado encima de un
tablero apoyado en caballetes. Tiene estación con reloj, un banco pintado de verde,
un jefe de estación de plomo con bandera roja, el nombre de la estación
rotulado en la marquesina: ¡Villa Coño!, tú. ¡Se llama Villa Coño! ¡Joder con don
Salomón! Al lado de la estación llega una carretera que cruza un paso a nivel.
En total tiene tres pasos a nivel y un túnel en curva; tres cambios de agujas
para mover las vías; dos locomotoras; vagones a tutiplé. También hay árboles y
una pequeña montaña rocosa. No me atrevo a tocarlo. Es demasiado complejo para
mí. Cierro la puerta. También cierro la ventana de la sala. Don Luis trina como un desquiciado. Huele a chis.
Álvaro no me cree
que don Salomón tiene un tren eléctrico.
- A lo mejor mañana podemos ponerlo funcionando -le digo.
Me mira picado.
- ¿Por qué no ahora?
- Porque ahora hay moros en la costa.
- No metemos ruido.
Abre el cajón para coger la llave del apartamento de don
Salomón. He escondido la llave dentro de las páginas de un libro de mi
estantería. Se lanza encima de mí y me quita el paquete de cigarrillos y el
mechero. Es de gas. No me importa mucho. Seguro que me lo devuelve.
- Quedamos en que iríamos por la mañana -digo-. O cumples
con lo pactado o descubro el pastel.
Se queda tranquilo
en la sala. Cuando ama mira para otro lado me llama cerdo. Mi madre se pone el
abrigo y nos invita a dar un paseo. Vamos. A la vuelta llama mi padre por
teléfono. Don Luis comienza a cantar desde el primer timbrazo. Me lo imagino en
su columpio. Pienso decir a don Salomón que le traiga una canaria para matar su
soledad.
Al día siguiente, nada más abrir la puerta, el canario
comienza a piar. Abro una ventana de la sala.
- ¡Joder! -exclama Álvaro desde el cuarto del tren.
- Ayúdame a limpiar la jaula y luego vamos ahí -le digo.
- ¡La hostia, tú, menudo empacho!
Don Luis no ha
comido demasiado. Apenas ha picoteado la manzana. A lo mejor es que se encuentra
triste. Cuando le quito el comedero comienza a piar con estridencia. Voy donde
mi hermano. Está enredando con el mando del tren. Toca todos los interruptores.
Se da cuenta que no está enchufado en la red eléctrica.
- Esto es un lío -dice.
- Hay muchos cables por el suelo. Algunos van a una tabla
con enchufes y otros recorren la mesa -le digo.
Álvaro enchufa y desenchufa primero aquí y luego allí. No
consigue nada.
- Mientras no encuentre el enchufe principal, no hay nada
que hacer-dice.
Lo tengo en la mano, pero no digo nada. Es un cable gordo
que va directamente al mando que mi hermano tiene en las manos. Sé que si lo
meto en el enchufe de la pared, se hará el milagro. Miro debajo de los caballetes
y lo enrosco en una pata. Álvaro se está aburriendo. Nunca ha sido constante.
Coge al jefe de estación de plomo y se lo mete al bolsillo. Intenta cerrar un
paso a nivel con la mano. Se rompe por algún lado y se queda con él en la mano.
- Es de hojalata -dice.
- Y tú tienes carne de burro -le digo.
No me hace caso. Coge una locomotora y le da la vuelta.
Intenta girar las ruedas. Alguna pieza hace clic. Intento quitársela,
forcejeamos. A la locomotora se le dobla la chimenea. La suelto. Se cae al
suelo. Mi hermano la pisa para joderme. Le ha salido su lado malo. Mi madre ya
ha hablado con su tutora. Le ha recomendado un psicólogo, pero mi padre dice
que él también tenía mala leche a esa edad. Que ya se le pasará.
- Si es como se te ha pasado a ti, vamos dados -dice mi
madre.
Entonces mi padre le llama zorra y se meten en su
habitación.
A Álvaro le da un
ataque de nervios y comienza a dar puñetazos. Salgo de la habitación y me
marcho del apartamento dando un portazo. Por la tarde reviso la mochila de
Álvaro, la que guarda encima del armario.
Hay trozos de rieles que ya no sirven para nada, el cartel que colgaba
en la estación, una locomotora, dos o tres vagones, la caseta del guarda
agujas. Álvaro es un quinqui. Mi madre dice que cuando se le cruzan los cables,
hay que dejarlo a su aire. Salgo a la calle y deambulo sin rumbo fijo. Llego a
sitios que nunca he estado antes. Camino tanto que tengo que coger el metro
para regresar a casa. Estoy rendido y sin ganas de hablar. Tengo que inventarme
una historia de un cumpleaños y de amigos que no tengo. Amigos nuevos. Yo
también sé ser mentiroso y cínico. Mi padre me escucha sentado en el sofá, al
lado de mi madre. Me cree todo y me sonríe. Mi madre no sé lo que piensa porque
me mira raro. Álvaro, sentado en el sillón de mi padre, no me cree nada. Digo
que he merendado en casa de un amigo y que me voy a acostar.
- Jokin también crece -dice mi padre satisfecho.
- Sí. Cómo crece es lo que me preocupa-dice mi madre.
Cuando estoy acostado, entra mi madre en el cuarto y deja
encima de mi mesilla un vaso de leche y una torre de galletas.
- A lo mejor te despiertas de noche y empiezas a revolver
el armario de la cocina. Mejor que tomes la leche mientras está caliente.
Tengo ganas de llorar y de abrazarla. Me muerdo la lengua.
Cuando escucho a mi madre comentar algo de la serie de televisión, cojo el vaso
y bebo la leche en un par de tragos. Como las galletas a puñados. Mi hermano no
tarda en llegar.
- ¡Pero si le han traído al niño leche!-dice haciendo el
payaso. Me doy cuenta que se le está cambiando la voz.
- ¡Mariconazo! ¡Cabrón de mierda! ¡Pajero!-digo con rabia.
Me pongo mirando a la pared. Álvaro no me molesta.
Al día siguiente espero a que ama salga a un curso de
Ofimática para ir a darle de comer a don Luis. No le digo nada a Álvaro. El
apartamento no huele tan mal. El pajarito está muy cariñoso. Me pica en la yema
de mis dedos. Veo que ha comido más. Le cambio el agua y se baña mientras
limpio la bandeja en la fregadera de la cocina. Abro la puerta de la jaula para
coger los palitos y don Luis se posa en mi mano. Lo saco de la jaula y pongo su
pico en mis labios. Algo le asusta. Revolotea por la sala y se posa en lo alto
de la librería. Acerco una silla para cogerlo. Echa a volar. Entonces veo la
ventana abierta. Se me olvidó cerrarla ayer. Salto de la silla y corro a
cerrarla. Delante de mi mano, tan sólo a unos centímetros don Luis vuela en el
viento. Aletea sin gracia dibujando catenarias
hacia la curva de la autovía. Hasta que lo pierdo de vista. Miro a la
jaula vacía con agua limpia, abundante comida. Nunca he sentido tal sensación
de soledad. Comienzo a llorar. Meto las manos en mis bolsillos y me topo en el
derecho con la llave del apartamento de don Salomón. Abro la ventana del todo y
la tiro con todas mis fuerzas a la calle. Cierro de golpe la puerta de mi
vecino y salgo a la calle a dar vueltas por el barrio. Reviso árboles, balcones,
regreso cien veces debajo de la ventana del salón de don Salomón. Regreso a
casa a la hora de comer.
Transcurren dos días. Estoy sentado en el brazo de la
butaca de mi padre. Él me abraza por mis hombros. Mi muslo izquierdo está
encima de su pierna. Mi padre huele bien. Estoy a punto de contarle lo que me
ha pasado con don Luis. De pronto carraspea y dice:
- Me he enterado que nuestro vecino don Salomón se ha ido
de viaje.
- ¿Quién le dará de comer al pájaro?-dice mi madre.
FIN
¡FELICES FIESTAS!
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