jueves, 29 de noviembre de 2012

HUBO UNA MUJER CON BOCA DE ACTOR DE CINE AMERICANO, QUE ME ENAMORÓ.


Salustio Gato era gordo, muy gordo. Y se puso a régimen. Vive en una cama que un carpintero reforzó con pernos y clavijas. La colocó en la sala, frente al televisor. También lee novelas de amor, tebeos del Capitán Trueno y atiende al teléfono con voz de azafata de aeropuerto. En otro cuarto duerme Angelines, su criada, mujer con cara antigua que canta con voz gorda y friega con tonadas de boleros cubanos. Sus grandes personajes son el Che Guevara y Juan XXIII. Por las noches, Salustio y Angelines se cuentan historias de aparecidos, de ahogados y, sobre todo, de amor. Angelines Lee novelas góticas, que le presta una vecina. Y le atemoriza andar a oscuras. Pero cuando los dos cantan una habanera a dúo se sienten más arriba que las nubes.
- Si no hubiera sido gordo me habría casado.
- En los veinte años que llevo trabajando en esta casa no he visto a ninguna mujer dentro de sus paredes, a excepción de su tía doña Saba, que huele a cocido de pobre y se cubre los pechos con dos boinas porque siente frío invernal. Es más rara que una monja en celo.
- ¡Qué sabrás tú, chismosa! Hubo una mujer con boca de actor de cine americano, que me enamoró. Fumaba cigarrillos rubios marca Camel y bebía whisky Johnnie Walker. Nunca pude verle las piernas más arriba del tobillo porque usaba pantalones y botas de montar.
- No existe una mujer así. Más parece un cowboy.
- ¡No blasfemes sin saber! Fue antes de hacerme ateo. Todavía podía salir a la calle y sentarme en el banco que está arrimado a la pared de la casa. El banco que me  regaló Melitón Ramírez. Lo hizo para dos personas. Al atardecer me sentaba en él, desabotonaba mi camisa y dejaba correr la brisa por mi pecho. Como todavía no era ateo del todo pensaba que la brisa del cielo sería igual de la que corría por delante de mi banco. Las palomas hacen sus necesidades en él cuando vienen a expandir sus sofocos de amor. Píntalo de rojo y cuando adelgace saldremos a tomar la brisa sentados en el banco que me regaló Melitón Ramírez. Cantaremos bajito la habanera de las mujeres cubanas no saben saltar.
- Conozco a un pintor fino.
- Melitón Ramírez era músico de la Banda Municipal. Cuando pasaban por aquí, se arreglaba para que el director hiciera una parada de cinco minutos para que oyera la alborada. Él tocaba el clarinete. Unos años antes de morirse llamó a mi puerta a las diez de la noche y me dijo que me iba a hacer un regalo. El banco lo traían su mujer y sus dos hijos gemelos, uno que ahora es músico como su padre y el otro peluquero de señoras. Me lo dejaron arrimado  contra la pared, elegante como un trono de maharajá.
- Melitón Ramírez soplaba un palo pintado de clarinete. Él no sabía solfeo, sabía pintar. Le dejaban meterse en el grueso de la banda para hacer bulto por su buena presencia. A ti te engaña cualquier tonto.
- ¡No levantes falsos testimonios de un difunto bueno, mala pécora! Para ti el mundo camina con los zapatos al revés.
- ¡Pero si lo saben hasta las cucarachas! ¿Por qué decía él mismo que iba a soplar el palo o que venía de soplar el palo? ¿Por qué le decía su mujer? : “Tú sopla el palo, Melitón, sopla hasta que te caigas de culo”.
- Porque la gente culta sabe hablar con fantasía, con segundas palabras, que se dice. Quiero que pinten el banco de rojo.  Del mismo rojo que tenía cuando me lo trajeron los gemelos. Cuando esté listo me ayudarás a cruzar la puerta de la calle un día de brisa fresca, me soltaré los botones de la camisa y me refrescaré la piel y el alma.
- ¿El alma?
- También el alma. Los ateos tenemos alma. Si no, no podríamos llorar con sentimiento las desgracias del mundo.
- Don Salustio Gato. Mis fuerzas se han muerto enfrente de tus fogones. ¿Crees que he llegado a vieja para morirme en el empeño de hacerte pasar por el agujero de una aguja?  No pasas por tu puerta.
- De perfil y empujando, sí. Además, desde hoy hasta que pueda salir, me fabricarás sólo ensaladas y tisanas de aceites de hinojos y alcaraveas, para el regüeldo matinal. Llama a ese pintor fino que tú conoces y que venga a tratar conmigo el precio que me hará por pintar el banco.

Fueron dos meses de ayuno irreprochable. Salustio Gato consiguió adelgazar medio kilo por día y su aspecto de gordo de revista se quedó en la memoria de su cocinera. Todas las madrugadas, después de que su señor se vaciara de orines y de cuerpo, intentaban pasar la puerta de la calle de costadillo y sin roces dolorosos. Treinta kilos hicieron el milagro. Treinta kilos de hambre de pobre, cepillados a sus carnes a base de caldos y tisanas. El banco, cubierto con una colcha de brillos para protegerlo de las cagadas de las palomas, estaba pintado y colocado en su lugar inmemorial. No había nada más que salir, doblar a la derecha y andar cuatro pasos. Después, uno se agachaba y encontraba en su justo lugar el asiento. Dejándose caer unos centímetros, la espalda se apoyaba en su respaldo y ya uno podía balancear a izquierda y derecha las nalgas (como hacen los que sufren de hemorroides). Además, ¡cómo adornaba la fachada de la casa de Salustio!
 Salustio gato salía a sentarse en su banco media hora antes del anochecer, cuando al sol le quedaba poco camino para enterrarse detrás de un edificio de oficinas pintado de gris. El edificio de oficinas reinaba sobre otros edificios de oficinas de menor altura. El sol, antes de marcharse, teñía de colores los cristales de sus ventanas, después daba brochazos a los cirros rotos  inventando cianes imposibles de copiar. Salustio Gato maldijo su pereza de no querer adelgazar al sumar los días que se había perdido al no poder admirar aquel portento de haces y colores. Cuando se terminaba el sol comenzaba la brisa que olía a limpio y sonaba el canto de pájaros sueltos que buscaban cama en los ramales de los setos. No merecía la pena morirse mientras un txiotxu daba saltos esquivando el laberinto de ramas para llegar a su lecho. La brisa de otoño, entre dos luces, entre la luz del sol, que se ha ido y las estrellas que esperan su hora para estallar. Salustio lo recordaba bien. Era la hora precisa en que llegó aquella mujer de boca de hombre y a la que sólo pudo ver los pies.
- ¡Angelines! -llama alguna vez a su criada-. Tú me contaste un cuento  en el que las cosas suceden más de una vez.
- No es cuento. Es verdad. Las cosas suceden dos veces al menos. La primera vez te sorprenden. La segunda piensas por qué te sorprendieron. Es cuando algunos abren la boca y se les queda cara de tonto.
- Luego, tiene que venir de nuevo. Tiene que darme la oportunidad de pensar por qué me enamoré de ella.
- No te martirices, don Salustio. Los cuentos los inventan los hombres para forjar ilusiones.
- Ella llegó por allí cuando el sol se había puesto. Llegó y se sentó a mi lado, aquí. Su dentadura era impecable y hablaba americano. Las mujeres con dientes grandes hablan casi siempre inglés. ¿Por qué será?
- Porque no se les entiende.
- La mujer con boca de actor de cine americano hablaba con voz de tela vieja, grave, muy grave. Era tan reposada que producía temblor en la piel del vientre. Me dijo que tenía sed y yo le ofrecí agua. Ella me dijo que sólo bebía whisky. Desde entonces tengo una botella de Johnnie Walker.
- Tenías una botella de Johnnie Walker, señor Salustio. Me la fui bebiendo durante un año que estuve con el corazón averiado.
- Todas las viejas zorras son ladronas. Toma mi monedero y compra otra botella en la taberna del Monaguillo. Dile de mi parte que si la ha rellenado, iré yo mismo a degollarle.
Salustio Gato ve marchar a su criada y se ríe por dentro. Antes de que doble la esquina la llama y le dice que compre dos. Cuando le suelta la tela le dice que la segunda es para ella.
- Los quilos de más te hacían malo. Es el primer detalle que has tenido conmigo, pero es un buen detalle. Ha merecido la pena esperar.
Salustio siente la brisa en su pecho cuya piel abre sus poros y percibe el frescor de la noche. Sus ojos se cierran aplastados por un dulce sueño que le sume en un duermevela saludable. Sólo algún sonido de la calle le perturba sin sobresalto. Entre el escape de una motocicleta y el claxon de un autobús escucha el caminar de unas herraduras golpeando las losas de la acera por la parte de la derecha. En efecto, al doblar su cabeza  ve a una mujer vestida de cowboy montando una yegua negra. La cowboy es muy hermosa. Lleva los pantalones prietos y el pañuelo del cuello le cubre solo a medias la piel de sus pechos. La cowboy baja del caballo, deja las riendas en el barrote de una ventana, entra en la casa y sale con una silla. Da la sensación de que alguna vez ha vivido allí. Se sienta a su lado. Entonces le sonríe y Salustio Gato, el gordo, reconoce aquella boca grande, una boca de actor de cine americano que le enamoró hacía dos décadas.
Le dice intentando no romper los cristales de sus ojos:
- Ya he mandado a Angelines por una botella de whisky.
- O.K.  
Medio dormido escucha como un cuchillo el grito de su criada:
- ¡No había whisky, señor don Gato!
FIN
                                                                          


COMO SIEMPRE, LOS DIBUJOS DE LOS CUENTOS SON DE J. GIL.                 

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