Salustio
Gato era gordo, muy gordo. Y se puso a régimen. Vive en una cama que un
carpintero reforzó con pernos y clavijas. La colocó en la sala, frente al
televisor. También lee novelas de amor, tebeos del Capitán Trueno y atiende al
teléfono con voz de azafata de aeropuerto. En otro cuarto duerme Angelines, su criada,
mujer con cara antigua que canta con voz gorda y friega con tonadas de boleros
cubanos. Sus grandes personajes son el Che Guevara y Juan XXIII. Por las noches,
Salustio y Angelines se cuentan historias de aparecidos, de ahogados y, sobre todo,
de amor. Angelines Lee novelas góticas, que le presta una vecina. Y le
atemoriza andar a oscuras. Pero cuando los dos cantan una habanera a dúo se
sienten más arriba que las nubes.
- Si no
hubiera sido gordo me habría casado.
- En los
veinte años que llevo trabajando en esta casa no he visto a ninguna mujer
dentro de sus paredes, a excepción de su tía doña Saba, que huele a cocido de
pobre y se cubre los pechos con dos boinas porque siente frío invernal. Es más
rara que una monja en celo.
- ¡Qué
sabrás tú, chismosa! Hubo una mujer con boca de actor de cine americano, que me
enamoró. Fumaba cigarrillos rubios marca Camel y bebía whisky Johnnie Walker. Nunca
pude verle las piernas más arriba del tobillo porque usaba pantalones y botas
de montar.
- No
existe una mujer así. Más parece un cowboy.
- ¡No
blasfemes sin saber! Fue antes de hacerme ateo. Todavía podía salir a la calle
y sentarme en el banco que está arrimado a la pared de la casa. El banco que me
regaló Melitón Ramírez. Lo hizo para dos
personas. Al atardecer me sentaba en él, desabotonaba mi camisa y dejaba correr
la brisa por mi pecho. Como todavía no era ateo del todo pensaba que la brisa
del cielo sería igual de la que corría por delante de mi banco. Las palomas
hacen sus necesidades en él cuando vienen a expandir sus sofocos de amor. Píntalo
de rojo y cuando adelgace saldremos a tomar la brisa sentados en el banco que
me regaló Melitón Ramírez. Cantaremos bajito la habanera de las mujeres cubanas
no saben saltar.
-
Conozco a un pintor fino.
-
Melitón Ramírez era músico de la Banda
Municipal. Cuando pasaban por aquí, se arreglaba para que el
director hiciera una parada de cinco minutos para que oyera la alborada. Él
tocaba el clarinete. Unos años antes de morirse llamó a mi puerta a las diez de
la noche y me dijo que me iba a hacer un regalo. El banco lo traían su mujer y
sus dos hijos gemelos, uno que ahora es músico como su padre y el otro
peluquero de señoras. Me lo dejaron arrimado
contra la pared, elegante como un trono de maharajá.
- Melitón
Ramírez soplaba un palo pintado de clarinete. Él no sabía solfeo, sabía pintar.
Le dejaban meterse en el grueso de la banda para hacer bulto por su buena presencia.
A ti te engaña cualquier tonto.
- ¡No
levantes falsos testimonios de un difunto bueno, mala pécora! Para ti el mundo
camina con los zapatos al revés.
- ¡Pero
si lo saben hasta las cucarachas! ¿Por qué decía él mismo que iba a soplar el
palo o que venía de soplar el palo? ¿Por qué le decía su mujer? : “Tú sopla el
palo, Melitón, sopla hasta que te caigas de culo”.
- Porque
la gente culta sabe hablar con fantasía, con segundas palabras, que se dice.
Quiero que pinten el banco de rojo. Del
mismo rojo que tenía cuando me lo trajeron los gemelos. Cuando esté listo me
ayudarás a cruzar la puerta de la calle un día de brisa fresca, me soltaré los
botones de la camisa y me refrescaré la piel y el alma.
- ¿El
alma?
-
También el alma. Los ateos tenemos alma. Si no, no podríamos llorar con
sentimiento las desgracias del mundo.
- Don
Salustio Gato. Mis fuerzas se han muerto enfrente de tus fogones. ¿Crees que he
llegado a vieja para morirme en el empeño de hacerte pasar por el agujero de
una aguja? No pasas por tu puerta.
- De
perfil y empujando, sí. Además, desde hoy hasta que pueda salir, me fabricarás
sólo ensaladas y tisanas de aceites de hinojos y alcaraveas, para el regüeldo
matinal. Llama a ese pintor fino que tú conoces y que venga a tratar conmigo el
precio que me hará por pintar el banco.
Fueron
dos meses de ayuno irreprochable. Salustio Gato consiguió adelgazar medio kilo
por día y su aspecto de gordo de revista se quedó en la memoria de su cocinera.
Todas las madrugadas, después de que su señor se vaciara de orines y de cuerpo,
intentaban pasar la puerta de la calle de costadillo y sin roces dolorosos.
Treinta kilos hicieron el milagro. Treinta kilos de hambre de pobre, cepillados
a sus carnes a base de caldos y tisanas. El banco, cubierto con una colcha de
brillos para protegerlo de las cagadas de las palomas, estaba pintado y
colocado en su lugar inmemorial. No había nada más que salir, doblar a la
derecha y andar cuatro pasos. Después, uno se agachaba y encontraba en su justo
lugar el asiento. Dejándose caer unos centímetros, la espalda se apoyaba en su
respaldo y ya uno podía balancear a izquierda y derecha las nalgas (como hacen
los que sufren de hemorroides). Además, ¡cómo adornaba la fachada de la casa de
Salustio!
Salustio gato salía a sentarse en su banco
media hora antes del anochecer, cuando al sol le quedaba poco camino para
enterrarse detrás de un edificio de oficinas pintado de gris. El edificio de
oficinas reinaba sobre otros edificios de oficinas de menor altura. El sol,
antes de marcharse, teñía de colores los cristales de sus ventanas, después
daba brochazos a los cirros rotos
inventando cianes imposibles de copiar. Salustio Gato maldijo su pereza
de no querer adelgazar al sumar los días que se había perdido al no poder admirar
aquel portento de haces y colores. Cuando se terminaba el sol comenzaba la
brisa que olía a limpio y sonaba el canto de pájaros sueltos que buscaban cama
en los ramales de los setos. No merecía la pena morirse mientras un txiotxu
daba saltos esquivando el laberinto de ramas para llegar a su lecho. La brisa
de otoño, entre dos luces, entre la luz del sol, que se ha ido y las estrellas
que esperan su hora para estallar. Salustio lo recordaba bien. Era la hora
precisa en que llegó aquella mujer de boca de hombre y a la que sólo pudo ver
los pies.
-
¡Angelines! -llama alguna vez a su criada-. Tú me contaste un cuento en el que las cosas suceden más de una vez.
- No es
cuento. Es verdad. Las cosas suceden dos veces al menos. La primera vez te
sorprenden. La segunda piensas por qué te sorprendieron. Es cuando algunos
abren la boca y se les queda cara de tonto.
- Luego,
tiene que venir de nuevo. Tiene que darme la oportunidad de pensar por qué me
enamoré de ella.
- No te
martirices, don Salustio. Los cuentos los inventan los hombres para forjar ilusiones.
- Ella
llegó por allí cuando el sol se había puesto. Llegó y se sentó a mi lado, aquí.
Su dentadura era impecable y hablaba americano. Las mujeres con dientes grandes
hablan casi siempre inglés. ¿Por qué será?
- Porque
no se les entiende.
- La mujer
con boca de actor de cine americano hablaba con voz de tela vieja, grave, muy
grave. Era tan reposada que producía temblor en la piel del vientre. Me dijo
que tenía sed y yo le ofrecí agua. Ella me dijo que sólo bebía whisky. Desde entonces
tengo una botella de Johnnie Walker.
- Tenías
una botella de Johnnie Walker, señor Salustio. Me la fui bebiendo durante un
año que estuve con el corazón averiado.
- Todas
las viejas zorras son ladronas. Toma mi monedero y compra otra botella en la
taberna del Monaguillo. Dile de mi parte que si la ha rellenado, iré yo mismo a
degollarle.
Salustio
Gato ve marchar a su criada y se ríe por dentro. Antes de que doble la esquina
la llama y le dice que compre dos. Cuando le suelta la tela le dice que la
segunda es para ella.
- Los
quilos de más te hacían malo. Es el primer detalle que has tenido conmigo, pero
es un buen detalle. Ha merecido la pena esperar.
Salustio
siente la brisa en su pecho cuya piel abre sus poros y percibe el frescor de la
noche. Sus ojos se cierran aplastados por un dulce sueño que le sume en un
duermevela saludable. Sólo algún sonido de la calle le perturba sin sobresalto.
Entre el escape de una motocicleta y el claxon de un autobús escucha el caminar
de unas herraduras golpeando las losas de la acera por la parte de la derecha.
En efecto, al doblar su cabeza ve a una
mujer vestida de cowboy montando una yegua negra. La cowboy es muy hermosa.
Lleva los pantalones prietos y el pañuelo del cuello le cubre solo a medias la
piel de sus pechos. La cowboy baja del caballo, deja las riendas en el barrote de
una ventana, entra en la casa y sale con una silla. Da la sensación de que
alguna vez ha vivido allí. Se sienta a su lado. Entonces le sonríe y Salustio
Gato, el gordo, reconoce aquella boca grande, una boca de actor de cine
americano que le enamoró hacía dos décadas.
Le dice
intentando no romper los cristales de sus ojos:
- Ya he
mandado a Angelines por una botella de whisky.
- O.K.
Medio
dormido escucha como un cuchillo el grito de su criada:
- ¡No
había whisky, señor don Gato!
FIN
COMO SIEMPRE, LOS DIBUJOS DE LOS CUENTOS SON DE J. GIL.
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