Tengo un
amigo que trabaja recogiendo muertos.
Cuando
había curro, se ganaba el pan poniendo escaleras de madera. Era bueno. Clavaba
despacio la tarima, pero era bueno. Jamás se le dobló un clavo. Se llama Noé. Y
tiene un compadre que se llama Abel. Como los de la Biblia. Noé y Abel. Eran
amigos sin querer. Eran compañeros de la vida. Solían ir a una taberna a jugar
al chamelo, a comer tripas de novillo y bebían dos o tres cuartillos de clarete
navarro. Aunque no se metían con nadie, se levantaban de sus taburetes un poco
a gatas y jugaban a ver quién atrapaba las pantorrillas de Eulalia, una camarera
de grandes pechos, de esos que llaman de canal o de estrecho de Kiev. “¡Homéricos!”,
como en la película de Johon Ford, “El hombre tranquilo”. Eulalia ya no era una
niña. Tenía varices azulitas en las piernas, pelusilla en la barbilla. Pero si Dios
te había concedido un poco de picardía y la usabas algún rato para soñar con
sus pechos, seguro que era una de las siete felicidades que caían del cielo. Ella
también les daba patadas en la cabeza a los dos amigos, verdaderos pisotones de
yegua en celo. Noé bebía con buen saque, pero no era un borracho. Tampoco comía
con apetito. Masticaba con los brazos sobre la mesa y fijaba los ojos en la
pared, en un cuadro que alguien colgó y se fue. Tampoco el dueño de la taberna
sabía quién había colocado el cuadro en la pared. Aunque algunas veces afirmaba
que apareció una mañana de Año Nuevo. Quizás lo más original era que no había más
cuadros que aquél en todas las paredes de la taberna. No había calendarios ni
fotografías de equipos de fútbol. Noé masticaba como si estuviera cansado. Como
los enfermos inapetentes en los hospitales. Después dejaba de mirar al cuadro y
ponía sus ojos en la frente de su amigo. Abel le sonreía y Noé miraba al plato
y elegía un trozo de tripa de novillo, lo cortaba con parsimonia. Y comenzaba a
masticar sin importarle los minutos que le iba a llevar en hacer trocitos el
pedazo de tripa de novillo.
- ¿Por
qué sonríes cuando miro el cuadro?-pregunta a Abel.
- Yo no
sonrío cuando miras el cuadro.
- Tú
sonríes todo el tiempo que estoy mirando el cuadro.
- ¡Algo
tendrá!
- Cosas.
Tiene cosas. Todos los cuadros tienen cosas. Tiene motas de moscas. ¿Sabes lo
que te digo? ¡Que te ocupes de tus asuntos y que me dejes en paz!
Abel
sabía que lo mejor era seguir los consejos de Noé. Había que tener paciencia
con él. Eran sus momentos de melancolía. Cuando terminaban el tercer cuartillo
de clarete navarro comenzaban a perseguir las pantorrillas de Eulalia y llegaba
la paz. Noé dejaba sus manos quietas encima de sus rodillas y al pasar la tabernera
a su lado salían sus dedos de debajo del mantel y corrían a escarbar debajo de
las faldas de Eulalia. No había mucho más. El juego duraba hasta que el hermano
de Eulalia se acercaba a su mesa y dejaba encima un trozo de papel con la
cuenta. Aunque Noé era revoltoso, desde que recogía muertos le respetaban como
a un funcionario de la Diputación ,
un recaudador de Hacienda. Le respetaban más que cuando hacía escaleras de
madera. Además, no todos los funcionarios de la Diputación se quedaban
embelesados contemplando la reproducción de las Señoritas de Aviñón, que era
precisamente la copia del óleo que un día apareció en una de las paredes del
Mesón de Eulalia. La única pintura que lo dejó clavado en el asiento, su gran
secreto placentero superior a comer un plato de tripas, arrear un patadón en la
cabeza a Abel o pasarle las yemas de los dedos a Eulalia por las varices de sus
piernas. Noé no era un hombre amante de la pintura que perdía el tiempo en los
museos. No iba a exposiciones. Tampoco pasaba de largo, sin echar una ojeada a
los cuadros que vio en las casas en donde clavó la tarima de las escaleras. La
gente que va a una casa y no mira los cuadros, comete una falta de educación.
Los cuadros se cuelgan para ser contemplados. Noé no era un patán como su amigo
Abel. Tan patán que estaba seguro que no había caído en que dos señoritas del
cuadro de la taberna de Eulalia tenían rostros de máscaras negras. Ni que eran
putas con un pedazo de sandía a sus pies. Ni otros cien detalles diferentes que
estaban pintados para descubrirlos con tranquilidad, sin excesivo tute, casi
sólo con el trabajo de mirarlo a ratos. Sólo era necesario meter los ojos en el
cuadro y al de un rato ¡zas!, otro misterio inesperado. Era un cuadro tan
hermoso como las tetas de Eulalia, que siempre caminaban con rumbo espontáneo:
ora a estribor, como si una se hubiera perdido; ora a babor, con un lunar negro
remaneciendo gracias al arte de sus lapiceros; ora con la proa abriendo mares,
bien separadas, mellizas, con la desembocadura del Orinoco en sus justas proporciones
¡De mareo celestial! ¡Santo Dios!
A Noé le
dieron la noticia de su despido del taller de hacer escaleras un domingo por la
mañana. Justo se había levantado de la mesa de la cocina después de tomar un
huevo frito, cuando vio la manga de la chaqueta del guarda de la empresa
empujar la puerta de la cocina que daba a la calle. Y supo lo que iba a pasar.
En su taller estaban despidiendo gente. Los de la oficina decían que estaban
reduciendo el personal. Bueno, Noé supo antes de que el guarda, un buen hombre
que vivía casi en una chabola con una perra de color canela, hablara, que los
de la oficina iban a entregar el lunes por la mañana los sobres con los despidos
y con las cuentas hechas de unas treinta personas.
- Se
veía venir. En un par de años sólo olerán el trigo los que saben labrar y han
sabido esconder su pequeña propiedad en el campo. Cuando los nuevos ricos
tienen hambre, se muerden hasta sus propias manos. Quieren todo lo que se pueda
contar.
Noé se
había sentado encima de la lavadora y miraba por la ventana el seto recién
plantado de sus vecinos.
El
guarda no llegó a entrar en la cocina. Se despidió con una exclamación sin
mucho sentido:
- ¡Qué
cojones!
Era
un hecho real que el mundo estaba cambiando. Decían que a bien. Aunque Noé llevaba
casi diez años en la empresa nunca pensó que él estaría a salvo de las
reducciones de personal. Confraternizaba con los jefes, pero en los tiempos que
corrían, la amistad, el buen rollo, eran pan mojado. Ya llevaban dos meses
despidiendo gente. Veinte, treinta. El barco se hundía y con él, desde
arquitectos hasta peones. Y hacía un año a Noé el Banco le había concedido un
crédito de ciento cincuenta mil euros para comprar un pequeño pareado en una
urbanización con piscina y pista de tenis. ¿Quién iba a saber que dentro de doce
meses iban a comenzar a enviarlos al paro con el martillo y la caja de puntas
de recuerdo?
Noé
tenía una novia desde secundaria. Se llamaba Mercedes. Sus amigos y familiares
le llamaban Amapola. Ella no había querido abandonar la casa de sus padres
porque le habían enseñado que las chicas tenían que cuidarlos en su vejez.
Después del Insti se colocó de dependienta en unos grandes almacenes y allí
seguía, ya de encargada de la sección de perfumería. Amapola y Noé se veían de
Pascuas a Ramos. Y cuando se veían, siempre terminaban discutiendo por culpa de
la norma que mandaba a las mujeres hacerse cargo de sus padres hasta su muerte.
- ¿En
qué misal pone eso? -le preguntaba Noé cuando ella comenzaba a mirar con
disimulo su reloj.
- Ya te
he dicho que para las once debo de estar en casa para ponerle las gotas del
corazón a mi padre. Tiene que tomar veinte gotas y él siempre se pone treinta.
Hemos estado demasiado tiempo en la cafetería. Además, ¿por qué tienes que
ponerte el pijama para echar un polvo?
- Porque
tengo educación.
- Porque
eres un ridículo.
- Pero
sano.
- Mira
Noé. Mejor que lo dejemos.
-
¿Después de veinte años? Amapola, hay personas que han nacido el uno para el
otro. ¡Si no hago nada más que pensar en ti!
- ¡Pues
claro!
- ¡Pues
eso! ¿Uno rápido?
Amapola
miraba el reloj de muñequera y decía:
- Vale.
Pero sin quitarme la ropa.
- Me
gustaría que te quedaras en casa y me hicieras la cena. Cenaríamos con una vela
encendida y…
- Como
en las películas americanas. En el fondo eres un cursi. Por eso quieres
comprarte un pareado.
- Bien
sabes que quiero comprarme un pareado para ocuparme de las escaleras.
Y las
hizo. Y puso un cuarto con dos camas para sus futuros suegros para poder vivir
todos juntos. Pero Amapola no se movió de su casa. Razonaba y razonaba en las
pocas horas que se veían, diciéndole a Noé que si sacaba a sus padres de su
casa, sus hermanos se echarían como lobos y la dejarían sin nada. Que la
tradición de su familia decía que la vivienda de los padres era para el hijo
que les cuidaba hasta el fin de sus días. Y que de eso nada, monada. Que ella
ya había hecho méritos, como para tirarlos por la ventana por un capricho.
- ¿Qué
vi en ti, Amapola de los cojones?
-
Inteligencia.
- Será.
Noé no
terminó de cobrar el paro. Un hermano de
Amapola le ofreció un trabajo en una funeraria.
- Si el
muerto no habla, vale -dijo Noé.
- No son
muertos naturales. Son muertos con sangre -dijo su futuro cuñado-. Es para
trabajar con la policía. Para recoger asesinados y eso. La policía os llama
recogemuertos. Así podré decir que mi cuñado trabaja para la poli.
- De
chivato.
- Eso
era antes. Ahora viste.
- Bueno.
Noé no es alto, pero es bien parecido, con los
brazos anchos como jamones. No le dieron uniforme, pero a cambio le obligan a
vestir chaqueta y corbata. Si se la mancha cuando anda trajinando con el muerto,
lleva la chaqueta a la tintorería y le pagan sin rechistar. También le pagan la
limpieza de la corbata. Siempre lleva sus prendas a la tintorería La Transparente , que
está bien de precio. Los pantalones los
lava en casa con amoniaco, para ahorrar. Mi amigo no huele a formol ni a
ninguna substancia que los forenses utilizan en la morgue. Huele a cerveza y a
chupe de faria. Mi amigo recoge los muertos que le ordena la policía. Cuando
hay una reyerta entre extranjeros con muertos, la policía llama a Noé para que
nadie toque la escena del crimen hasta que haya pasado el juez de guardia.
Cuando se termina la inspección ocular, mi amigo envuelve al muerto en una
cobija de cuartel, lo carga en su furgoneta y sale pitando para otro lugar de
la ciudad a recoger otro muerto. Es raro el día que no recoge dos. Cada vez hay
más muertos repentinos, debido seguramente a la falta de trabajo y al hambre.
Lo dice la prensa, los políticos de la oposición y algún cura despistado, pero
los de arriba se la cascan.
Noé anda
casi siempre con un tío que es sargento de un Zeta, Amalio Martínez de la Hidalga , nacido en Soria, de unos cuarenta y cinco años, tan
barbiazul de rostro que parece un moro. Este don Amalio es especialista en poner
en marcha la sirena y en llegar el primero donde hay sangre. También tiene una
intuición especial para encontrar las navajas y las pistolas en los alrededores
de las reyertas. Según cuentan en el cuartelillo es el sargento que más putas explotadas
ha encontrado. Tampoco Noé es manco. Una noche mi amigo recogió nueve muertos.
Desde entonces, el juez, que levanta los sucesos, don José Zorriqueta, uno cojo
de polio infantil, le llama de don. Mi amigo Noé me contó que con lo que le
paga la policía y una pequeña derrama de la Diputación , tiene para
ir siempre curioso y para tomarse dos o tres cervecitas bien frías en el
mostrador de la Eulalia. La
Eulalia tiene un mozo en la taberna encargado de recoger las monedas de encima del mostrador
porque ella un día las tocó y las sintió frías como la carne de los muertos. “El
Recogemuertos nos traerá la desgracia.
De niño, jugaba con bichas”, dijo entonces la Eulalia. Había un
par de sevillanos que se santiguaban y se palpaban los latidos de su corazón. Cuando
La Eulalia se
pone transcendental, sus tetas, que parecen galeras, se inflan como las velas
de los barquitos. Pocos hombres no vuelven su cabeza para poner los ojos en el
portento. Por lo demás, no es que valga mucho, pero aquellos pechos son un milagro
hecho con la mano derecha de Dios. Cuando está detrás de la barra de la taberna,
le quedan al ras de la tabla, aterrizando en ella como dos toboganes. Mi amigo
Noé me decía de vez en cuando que a falta de mujer bendecida, soñaba con “soplar
los pezones de la Eulalia ”.
¡Mi amigo Noé! ¡Qué jodido!
Para ir
a casa, la Eulalia
atravesaba un callejón sin bombillas; casi sólo con una luz que bajaba del primer
piso del almacén de manzanas. Podía ir por una calle iluminada por farolillos
japoneses y poblada de paseantes que comen palomitas, pero ella prefería llegar
a casa para meter los pies en una palangana con agua, sal y vinagre. Aunque
tendría unos treinta y cinco años se le hinchaban los tobillos como a una
interina vieja.
Mi amigo
había tenido un día duro recogiendo muertos para la policía.
- Cinco.
- Cinco
son muchos.
- Ya no
silbarán más.
Iba a
preguntar a mi amigo Noé, si los habían baleado o les habían mandado al otro barrio
con navaja, pero no me dio tiempo. Casi siempre era igual. Ahora era un hombre
muy ocupado. Noé salió del bar. Sólo supe de él hasta el día siguiente. Se fue
con la Eulalia
y caminaron por el callejón. Frente a un bar de chinos, Noé pidió con mucha
educación a la Eulalia
que le dejara tocarle los pechos y la Eulalia se puso a gritar como una rata. Gritaba y
gritaba como una rata, como un nido de ratas hembras, como media docena de
conejas a punto de ser degollada para hacer arroz. Noé debió de sufrir un
ataque de nervios. Hay muchos hombres que no soportan los gritos irracionales
de las mujeres. Entonces metió la mano en el bolsillo de su pantalón y se
encontró con una navaja de filo ancho, afilada y dentada, de esas que está prohibido
llevar al monte para hacer astillas. Era una navaja que había encontrado
aquella tarde al lado de un cabezón sin
ojos. Se le había olvidado entregársela al sargento del zeta para que la
guardara en su correspondiente bolsita de plástico como prueba número uno de
asesinato. Jugó con ella sin sacársela del bolsillo, hasta que le tentó el
demonio, la sacó, la abrió, cabalgó encima de su vientre y le cortó las tetas en
vivo llamándola puta más que puta sin poder quitar a su Amapola de su cabeza. Cantó
por lo bajín “Amapola, lindísima Amapola” Después la degolló y esperó sin
desmontarla hasta que su cuerpo se quedó sin una gota de sangre. Le cortó las
tetas y las metió en dos latas de aceitunas rellenas, marca La Gitana.
El cuerpo lo cubrió con una sábana de plástico. Miles de
moscas acudieron atraídas por el olor dulzón de la sangre. “Seguro que van a
cagar al cuadro”, pensó Noé. El chino llamó a la policía y la policía a Noé. Alguien
le dijo al pasar por su lado que su chaqueta necesitaba un toque de tintorería.
Noé tenía la cabeza en otra parte. Añoraba su trabajo de hacer escaleras de
madera. Se fue a la taberna de Eulalia a contemplar el cuadro de Picasso.
Todavía no habían llegado las moscas.
FIN
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