A don Jaime Iturrate no le llevaron a la tumba sus ochenta y dos años ni
el disgusto que tuvo con el Director del Museo de Bellas Artes. Al abuelo le
llevó a la tumba el disgusto que le dio Lukas cuando se marchó a París a
encontrar su vida y que la abuela se muriera sin avisarle. Son puñales que roen el corazón. El abuelo quería
estar todo el tiempo pegado a las pulsaciones de su nieto sin pensar que el
muchacho había cumplido 20 años y sentía asfixia de él. Parece ser que el
anciano había olvidado que gran parte de su juventud la pasó en París, primero
con una beca de la
Diputación Provincial y más tarde cinco añazos, cinco, en
Italia, en el estudio de los mejores profesores. Eso sin contar todos los viajes
que hizo a París en busca de putas para pintarlas con media teta así y medio
culo asá y para comprar tejidos mágicos, satenes y sedas para copiar sus
brillos y veladuras con sus colores cálidos encima de la carne de los retratos.
Y cuando le dio la chaladura de pasarse horas muertas copiando las hilanderas
en el Museo del Prado porque decía que se le estaba olvidando pintar. Y los
viajes a Londres con la abuela a su casa de Wimbledon Park y aquellos trayectos
que hacían en metro a Horrods, en Knightsbridge a la sección de Food & Wine. El exquisito
abuelo de Lukas, don Jaime Iturrate, Tercer Baron de Escarpín, podía hacer lo
que le picaba por ser quién era y Lukas no podía hacer lo que le pedía su coco,
que eran muchas, muchas cosas. Por eso tenía el corazón revuelto, ácido, con
esa especie de sal gorda que lo envuelve cuando eres joven y hasta la piel del
cuerpo se siente infeliz. Lo hizo. Pero lo hizo mal. Sucio. Como un maleante.
No tenía dinero. En casa había muchos cachivaches inservibles: pequeñas
colecciones de cajitas, un microscopio, los muñecos de su bisabuelo que
permanecían en una pared de un cuarto que siempre le dio yuyu; colecciones de
mariposas atravesadas por un alfiler de cabeza dorada. Cogió algo de todo
También un par de banderillas de corrida de toros y lo que no debió coger
nunca: dos lienzos de tamaño pequeño pintados por su abuelo al aire libre. Lo
malo es que no tenía ni idea ni en donde, ni a quién, ni cómo podría vender su
hurto. Lo peor: ni siquiera sabía lo que podría pedir por ellos. Lo plegó todo
en el fondo de una maleta también del abuelo y se fue, adiós para siempre,
adiós, en el tren de San Sebastián y por
último en el Topo a Irún. Cruzó el largo túnel que conduce a Hendaya. Mostró su
pasaporte y se sentó cerca de las once de la noche en un tren en cuyos coches
pendía un letrero blanco con el nombre París. Lukas ya había estado en París
con el abuelo viendo pintura en el Louvre, en el Museo de Arte Moderno y en
otro con la fachada plagada de cañerías de colores, algo realmente feo para ser
un museo. Y también en Les Halles, la gran despensa de París, comiendo
mejillones al vapor y ostras con limón. Subió en un vagón de segunda clase y se
sentó frente a un hombre de treinta a cuarenta años con los ojos muy grandes.
Cuando el tren comenzó a rodar por la playa de vías de Hendaya, el hombre de
los ojos grandes, que estaba sentado enfrente de él, le dijo con una voz envolvente:
-¡A París!
-Sí señor, a París.
-Su maleta cuesta mucha plata. Mejor que la deje a buen recaudo si no
quiere quedarse sin ella.
-Sin la maleta.
-Sin la maleta y sin lo que lleva dentro.
Levantó la cabeza y la miró. Su cuero color whisky cubierto en parte por
pegatinas de grandes hoteles no le dijo mucho. Recordó su contenido. Miró a los
ojos grandes del hombre de enfrente y sin pensarlo dos veces, se levantó, se
estiró y recuperó su maleta. Luego la puso en el suelo, entre sus piernas y la
pared del coche. El argentino, porque el hombre de enfrente era argentino, le sonrió
y cerró sus ojos grandes. Los dos primeros días Lukas vivió en su casa, en el
Marais, en un apartamento que daba a un patio interior en donde olía a aceites
y alcoholes provenientes del taller de un luthier que tenía un loro. En el
patio había además una tienda de mantequilla, una docena de gatos, un cojo que
algunas veces se atrevía a salir a pedir al callejón y, en medio, una higuera
vieja, seguramente de la época de la Revolución , pero todavía vigorosa, que conducía a Lukas a un libro recién leído La muerte de la higuera, de Robert Sabatier,
en donde también había un patio con una higuera y un fabricante de violines que
se llamaba Cremonesi. Al tercer día salió en busca de su propio apartamento
porque el argentino de los ojos cautivadores le estaba siempre mirando. Después
de caminar toda la noche se encontró en la calle Paul Valery, no muy lejos del
Arco del Triunfo, frente a una formidable casa y frente a su portal (por poco
la pisa) una mujercita vestida de azul, con el pelo teñido de azul y con dos
brochazos azules en las mejillas. Entonces recordó que hablaba francés y le
preguntó si sabía de algún lugar para alquilar por los alrededores. La
mujercita le dijo que un médico del segundo piso alquilaba una guardilla a buen
precio. Sólo le preguntaron si era estudiante o escritor. Dijo que ambas cosas.
Y al poco se vio dentro de un espacioso lugar en donde había una gran cama, un
sofá nuevo, un tocador que servía de mesa y al fondo una fregadera al lado de
una cocina eléctrica. Al marcharse le mostraron el retrete en el pasillo, común
para todos los rectos de las guardillas y le anunciaron que podría bajar a su
casa los jueves a bañarse. También le dijeron que si se sentía enfermo, el médico
le atendería y no le cobraría. Les dio las gracias y cuando se encontró solo
abrió el maletín, sacó la poca ropa que había traído consigo y dejó su tesoro
en su interior. El italiano le había informado
cómo debía llegar a la puerta de Clignancourt, al mercado de las Pulgas, en
donde se ponían los domingos vendedores de toda clase de objetos. Fue. Llevó
las banderillas y dos cajas con mariposas. Se colocó al lado de un viejo que
vendía cartas de amor auténticas por un franco nuevo y otro que vendía dientes
postizos también auténticos.
El viejo que vendía cartas de amor le dijo que los dientes postizos eran de gente fallecida y el que vendía dientes postizos le aseguró que las cartas de amor las escribía él con tinta china aguada. Cuando llevaba una hora en pie, el de las cartas de amor le preguntó si era brocante o turista. Lukas le respondió que en el paquete llevaba un par de banderillas y unas mariposas disecadas.
El viejo que vendía cartas de amor le dijo que los dientes postizos eran de gente fallecida y el que vendía dientes postizos le aseguró que las cartas de amor las escribía él con tinta china aguada. Cuando llevaba una hora en pie, el de las cartas de amor le preguntó si era brocante o turista. Lukas le respondió que en el paquete llevaba un par de banderillas y unas mariposas disecadas.
-Togó -le dijo muy interesado.
-Sí. De toro. Son verdaderas. Quiero decir que se usaron en una plaza de
toros con un toro muy bravo. El toro se llamaba Solimán. Todavía tienen manchas
de sangre. Mire.
En el momento de mostrar las banderillas se hizo un corro a su alrededor.
Un hombre de piel muy blanca y con mucho tocino le preguntó si quedarían bien
en la pared del cuarto de baño. Un americano afirmó a su esposa que era un
recuerdo maravilloso del viaje. “Estamos en París, no en Madrid”. Le respondió
ella. Luego desaparecieron todos.
-Siempre es así -le dijo el de las cartas de amor-. Miran la novedad. Tú
ya has echado el anzuelo, ahora a esperar. Creo que volverán los americanos.
Volvieron después de comer, a media tarde.
-¿Cuánto?
-Cien francos.
-Cincuenta.
-Cien francos. Son verdaderos.
-Cincuenta.
-Cien. Valen más.
-Cincuenta.
Entonces le entró una especie de pánico escénico. Comprendió que el turista
estaba a punto de irse y dijo bajando la voz:
-Cincuenta.
El viejo de los dientes le dijo:
-Si usted quería cien, tenía que haber pedido doscientos. Es la regla.
Le iba a responder algo pero prefirió marcharse a casa. En el fondo
estaba loco de alegría. Se compró una baguette y jamón de Bayona para cenar. Se
sentó frente al tocador y escribió:
“En el fondo se querían como lo
que eran: un vendedor de dientes postizos y un vendedor de cartas de amor. Sus
herramientas de trabajo eran parecidas. El vendedor de dientes postizos usaba
una pequeña lima para amoldarlos a las encías de sus clientes. El vendedor de
cartas de amor tenía una pluma de mango azul y tres aceros ingleses con los que
copiaba las cartas de un catón del siglo XIX. Vivían juntos y dormían en el
mismo catre dándose la espalda, porque no tenían más. Comían del mismo plato y
bebían del mismo vaso. Tan sólo hacían una cosa íntima con diferente material:
limpiarse el culo. El vendedor de cartas lo hacía con Le Monde. Era de
izquierdas. El vendedor de dientes postizos lo hacía con Le Figaró. Era de derechas”.
Lo leyó despacio y se levantó de su silla
dando un respingo. Aquello era el comienzo de un cuento. Por lo menos de un
cuento que lo enviaría Dios sabe dónde para que se lo publicaran. Era bueno.
Estaba seguro de que era bueno. Se volvió a sentar en la silla, frente al
espejo del tocador. Volvió a leer lo que había escrito y volvió a levantarse y
a dar otro respingo. Entonces se vistió el chaquetón y salió a la calle a caminar
hacia la puerta del Lido. Allí había carne con dos piernas y dos piececitos con
zapatos de tacón que olían rico. Maracumba teté. La última vez que estuvo en
París con el abuelo, por las noches se tenía que quedar en la cama del hotel
porque don Jaime Iturrate se vaporeaba bien el cuello y los puños de la camisa
con aquella colonia que olía a azúcar y miel y salía con un cuaderno grande y
media docena de lapiceros en busca de putas gordas o demasiado flacas para plasmarlas
de alguna manera, siempre soltando plata. Al amanecer, cuando llegaba a la
habitación del hotel, encendía la luz de una lámpara de lectura y según iba
pasando los apuntes bajo los rayos de la lámpara, rasgaba con rabia el papel y
cuando terminaba de rasgar toda su cosecha se echaba en la cama vestido y se
quedaba dormido casi sin respirar, como un muerto reciente. Era cuando Lukas se
vestía en silencio y salía a trotar, a mirar los carteles de los cines, a
apoyarse en una puerta del Lido para ver el tipo de gente que abandonaba el
local, ya empleados y algunos pelmas que corrían a la orilla de la acera, a las
bocas de riego a echar la vomitona. Una madrugada apareció una negrita, una
negrita con el pelo corto y un vestido marrón ceñido al cuerpo, ceñido como un
látex al sexo de un hombre potente. La negrita parecía una muchachita linda,
una jovencita con el vestido de goma marcándole sus formidables curvas de
mujer, porque era una mujer con todas las de la ley. La negrita se quedó en la
puerta, seguramente esperando a alguien, pero todo el tiempo que estuvo
esperando a alguien no dejó de mirar a Lukas, por lo menos cuatro minutos sin
dejar de mirarle, hasta que se apagaron las cientos de bombillas de la fachada
del Lido y el cielo apareció nublado, sin luz suficiente para sentirse alegre,
con esa luz que traen los días feos, de color leche. Estaba esperando a un
hombre grande y gordo, pelirrojo como una zanahoria recién arrancada de la
tierra, que le puso su mano derecha, grande, grande, en medio del culo y la negrita
dijo:
-¡OOOOOOHHH!
Y el hombre pelirrojo con una voz de eco de tripa de barrica, como tenía
que ser, dijo:
-¡Mira, mira allá en el árbol, en la rama que se inclina, un murciélago
se pone a dormir!
Lukas también miró. Y la negrita al pasar junto a él le dijo al hombrón.
¡Anda, dale al chaval cien francos, que me ha estado protegiendo de los golfos
de la noche mientras tú llegabas. El tío metió la mano en el bolsillo y le dio
cien francos (de los viejos, claro) y un pescozón. El murciélago no era murciélago
sino un gatito negro, todo negro, que maullaba desde allá arriba. Lukas iba a
subirse al árbol, pero entonces llegó un guardia y le dijo:
-¡Ni se te ocurra! Déjale, siempre baja sólo. Es de las chicas de la
limpieza del cabaret.
Lukas no llegaba a los trece años y corrió al hotel a despertar a su abuelo para contarle lo que le había sucedido,
pero su abuelo había volado a alguna parte. Lo encontró una hora más tarde en
Las Tullerías pintando un rincón con su caballete plegable y su taburete de
lona también plegable.
-¿Es que vas a vivir sin dormir, abuelo?
-¿Qué quieres que haga si es lo que más me gusta hacer? Ya tengo muchos
años. Pronto me doblará el reuma, se me nublarán los ojos, me apresarán los catarros
y ya no podré pintar.
Desde entonces habían transcurrido seis o siete años y el abuelo seguía
pintando con trazo firme. Lukas pensó en él. Encontró una cabina telefónica y
llamó a casa. Como siempre se puso la criada Melitona. Después se puso su
madre. Escuchó el chaparrón y pidió que se pusiera su abuelo.
-Abuelo, estoy en París escribiendo.
-Está bien que estés en París escribiendo, pero por lo que más quieras no
vendas esas dos telas. Valen mucho dinero para darlas a un chamarilero por
cuatro perras. Además, las quiero mucho. Te ruego que no las vendas. Dame tu
dirección y te mandaré dinero para que regreses a casa inmediatamente. Te
necesito aquí.
-Ya me las arreglaré. Ya tengo veinte años-colgó con rabia.
Se arrepintió de haber llamado. Era como si su libertad total hubiera
desaparecido de pronto. Su alegría se tornó en tristeza. Desde que cerró la
puerta de su casa hasta hacía unos segundos había estado flotando en una feliz
independencia que nunca tuvo. Una simple llamada de teléfono la había barrido. “¡Mierda,
mierda, mierda!” “¿Es que siempre voy a tener que depender de él?” Dejó la
puerta del Lido y echó a andar por los Campos Elíseos hacia la Place de la Concorde , pasó las
Tullerías, el museo del Louvre, cruzó Le Pont Neuf y se encontró con
Notre-Dame. Subió las escaleras de caracol, recorrió el pasillete, se recostó
contra el tejado de la catedral y sonrió. Sus ojos abarcaban mucho, lejos,
hasta muy lejos. Su corazón comenzó a latir con fuerza sacando de su fondo,
como de un pozo, su perdida rebeldía. Seguía estando en París. Solo. Todavía
tenía algo de dinero, el Café de Flore seguía estando en el Boulevard Saint
Germain. Lukas volvió a sentir el abrazo de la libertad. No fue al Café de
Flore. Bajó las escaleras de caracol sin pedir perdón a los que subían, cruzó
el Puente Nuevo, recorrió las Tullerías, cruzó la Plaza de la Concordia y recorrió los
Campos Elíseos hasta El Arco del Triunfo. Llegó a Paul Valery, trepó las escaleras,
entró en el retrete y antes de hacer lo que tenía que hacer, robó tres
cuadrículas de página de periódico de cada uno de sus vecinos y las clavó en la
letra E, que era la letra de su cubículo. Entró en su apartamento y se sentó
frente a la tabla del tocador. Escribió:
“El vendedor de cartas de amor era
francés. No tenía ni padre ni madre conocidos porque era de la inclusa. Una
monja gorda le enseñó a escribir con
letra inglesa y otra monja pervertida a confeccionar cartas de amor. Cuando le
llegó la edad de dejar el orfanato escribió la carta de amor más obscena de su
vida y se la dio a la monja gorda como agradecimiento de sus excesos. Fue ella
la que le enseñó las partes del cuerpo humano femenino singular y sus usos en
clases particulares de no más de un cuarto de hora de duración en su catre de
reverenda desde que cumplió doce años. A la monja flaca, la que le enseñó a
despertar su imaginación, le regaló su libro de misa con dibujos escabrosos”.
Cogió el folio del día anterior y lo pegó en el cristal del tocador. Hizo
lo mismo con éste y lo pegó a su lado. Lo leyó todo seguido. Recordó los
cuentos ñoños que guardaba en su casa, los que escribía para su abuelo y se los
leía mientras él pintaba en su estudio, casi siempre sentado de espaldas a un
inmenso retrato, decían que de la primera baronesa de Escarpín, una mujer
imponente con un vestido de niña con un vaso de oporto en su mano derecha. “La
mano derecha sólo la usaba para beber, la izquierda era su verdadera herramienta”,
le decía su abuelo. “Lo que estoy escribiendo es un cuento de adulto. ¡Esto es
lo que quería hacer! ¡Dios!” Pegó un brinco y salió en busca de una baguette y
jamón de Bayona. Se creyó un escritor con todas las de la ley. Revolvió su
flequillo, echó de menos una bufanda negra y una chaqueta con coderas. Por la
acera de enfrente pasaba Vargas Llosa.
-¡Maestro!-gritó-. El escritor levantó ambos brazos y le saludó riéndose.
Al día siguiente fue al Sena a ver qué tenían los libreros de viejo. Una
mujer con dos o tres abrigos y con mitones en sus manos guardaba en su cajón
gris una buena carga de libros de pintura. Lukas le enseñó un librito de antes
de la 1ª Guerra Mundial que había cogido de la biblioteca de su abuelo. La
mujer le miró y remiró. Al rato alzó la vista y dijo:
-Cuarenta francos.
-Cincuenta-dijo Lukas.
-Cuarenta y cinco. Es mi última palabra.
-Está bien.
Lukas se sintió libre, rico y feliz. Le gustaba tumbarse en su cama y
saberse solo, con la certidumbre de que nadie iba a llamar a su puerta porque
nadie necesitaba nada de él. Escuchaba la lluvia golpear en los cristales que
daban al patio y cuando granizaba, el picoteo de los granos en el tejado. De
vez en cuando se levantaba y miraba por la ventana a las otras ventanas.
Nunca se asomaba nadie al patio.
Oía pisadas en el pasillo. Unas veces se detenían antes de llegar a su
puerta. Después escuchaba el ruido de la llave y al de unos segundos un
portazo. Era todo lo contrario de lo que sucedía en su casa. Allí había
demasiada gente para poder sentirse solo. Entre la familia y el servicio
lograban asfixiarle y echarle de casa. En realidad, sólo el abuelo respetaba
las idas y venidas de la familia con su habitual silencio. Aquel silencio se
había acentuado desde la muerte de la abuela, doña Antonia San Román, una noche
de frío y lluvia en la que no pudieron encontrar al abuelo en ninguna parte. La
abuela se había puesto enferma a media noche de algo malo en el corazón.
Guillermo, su hijo mayor, que llegó a tomarle el pulso cuando todavía respiraba
dijo que tenía el corazón loco. Cuando llegó el médico, Enrique, su otro hijo,
dijo que su madre se había muerto con el corazón loco. “Posiblemente ha sufrido
un infarto”, dijo el médico. “Algunas veces el corazón se vuelve loco para
morirse”, añadió el médico, no se sabe por qué. Por eso en casa de Lukas nadie
pone en duda que la abuela se murió con el corazón loco. Don Jaime Iturrate
había estado en un garito nuevo en el que le habían dicho que habían arribado
cuatro morenas andaluzas con las pecheras gordas. Se había pasado la noche intentando
pillar el mohín a una puta tapón que olía a colonia y fatiga y le trataba de
marqués. Al amanecer recogió sus cachivaches como un pescador con mala suerte y
llegó a casa cuando salía por la puerta principal el párroco de San Ignacio con
la solapa del abrigo en las orejas y los óleos en el bolsillo.
-Mejor que entre y ponga orden -le dijo el párroco-. Ahí les he dejado
discutiendo si es mejor dejarla en la cama de cuerpo presente o en el ataúd.
-¿Es que se me ha muerto alguien? -preguntó don Jaime con el sueño en sus
párpados.
-Doña Antonia. Se le ha muerto doña Antonia, mientras usted manchaba su
pincel.
Don Jaime se deshizo de sus bártulos para ir a agarrarse en donde pudo.
Lukas, que lo vio desde los cristales de la escalera salió a socorrerle.
-Corrieron a buscarte pero no te encontraron. Espera, vamos a recoger tu
maleta. Se ha muerto de repente, abuelo. Sólo el tío Guillermo llegó a tomarle
el pulso - Ambos se agacharon y comenzaron a meter pinceles, espátulas y tubos
en la maleta de madera. Don Jaime amarró el maletín contra su pecho y entró en
la casa seguido de su nieto. Don Jaime Iturrate subió las escaleras y enfiló
sus pasos hacia su habitación. Cerró la puerta tras de sí y comenzó a hablar
con la muerta. El servicio dijo que la riñó por haberse muerto sin esperarle.
Pero el servicio de don Jaime siempre tuvo demasiada imaginación. Cuando salió
de su habitación dijo a sus hijos:
-Siempre pensé que me iba a sobrevivir.
Desde entonces, don Jaime comenzó a distanciarse de su familia. Sólo
sonreía cuando Lukas le leía sus disparatados cuentos. Al resto de la familia
les trataba con el cariño de siempre y a sus dos hijos les preguntaba que qué
tal iban las cosas en la fábrica. Ni a don Jaime le interesaba cómo iban las cosas
en la fábrica ni sus dos hijos tenían idea de las cosas de una fábrica que ya
no era del todo de la familia. Ellos tenían dos preciosos despachos de caoba por
los que don Jaime luchó con el consejo de administración para que sus hijos no
se quedaran sin tener a dónde ir. Ni Guillermo, el mayor, ni Enrique, el menor,
acabaron el bachillerato. Además de los dos flamantes despachos, les dejó
algunas representaciones de venta de hierro y un sueldo suficiente para poder
vivir sin trabajar. Tampoco él entendía demasiado de transacciones mercantiles
ni falta que le hacía. Sus dos hijos eran solteros y vivían en la casa que un
día levantó el abuelo de don Jaime, el Primer Barón de Escarpín. La chica, como
llamaba don Jaime a su hija Rebeca, estaba casada con un bailarín cubano, que
se movía por los teatros de Europa como profesor de ballet clásico. Guillermo y
Jacinto, sus hijos, apenas lo conocían de vista. Rebeca, la madre de Lucas,
estaba locamente enamorado de él y casi siempre estaba de viaje. El bailarín se
llamaba Emeraldo Renato Renato. Poco antes de casarse don Jaime le preguntó si
sus papás eran primos y él le aclaró que era hijo de padre desconocido y que lo
de repetir el apellido fue cosa de su mamá para no quedarse sólo con uno.
En las largas tumbadas del último piso de Paul Valery, bien envuelto en
una manta, Lukas pensaba muy a menudo en su familia. “Mucha gente y poco amor”.
La casa era lo suficientemente grande para tener cada uno su agujero “¡Menos
mal!” Y hasta si estudiabas las costumbres de sus moradores no era difícil atravesar
sus largos pasillos y extensos salones sin cruzarse con nadie. Hasta las
criadas, casi todas viejas, realizaban su trabajo con independencia. Sólo el
tío Enrique no guardaba las formas y recibía a sus muchachitos de trece y
catorce años en el salón de las butacas y les repartía meybas de pata corta
para que se probaran y poder ver a quién le quedaban mejor. Los chavales, casi
todos de un colegio de frailes, dejaban guiñándose los ojos que su tío Enrique
les pasara el brazo por sus hombros, aunque Encarnita, una chacha vieja como el
trinchante del comedor, contó sujetándose los dientes postizos, “se me caen de
la risa”, decía ella, cómo don Enrique le quiso tocar la aldaba a un chaval
crecido y éste le meó en la mano sin ninguna consideración ni a la edad ni al
recato. El tío Enrique era marica sin más. No era de los que dejaba caer las
manos dibujando ángulos rectos, ni de los que arrastraba las sílabas cantando.
Era un hombre bien hecho al que le gustaban los chicos no se sabía hasta donde.
Alguna vez el abuelo le dijo que debiera de elegir amigos un poco mayores, más
que nada por el qué dirán.
-La pureza tiene edad.
-Y la edad aleja a las leyes y a los jueces -le respondió el abuelo.
Lukas escuchó alguna vez al abuelo regañar al tío Enrique, sobre todo
cuando el abuelo se encontraba con un tropel de críos corriendo por la terraza,
pero no se quedaba a escuchar sus razonamientos porque sabía que el abuelo
llevaba razón y que su tío se podía poner realmente cursi.
El vendedor de dientes postizos se
puso enfermo de temblor. El vendedor de cartas de amor llamó a un médico negro
que trabajaba en el dispensario del barrio, que cobraba una pastilla de
mantequilla o lo que tuvieran en casa sin usar demasiado. Les dijo que nadie se
moría de temblor pero que se temía que ya no podría ajustar dentaduras de
muerto a ningún vivo. El vendedor de dientes postizos metió en una maleta todos
los paladares antiguos, aquellos que tenían color a teja mojada y también dos
docenas de cajas de dientes clasificados en molares, premolares, incisivos,
caninos y dientes en general. Le vendió las dos maletas a un colega especialista
en accidentes cinematográficos de rostros, sacó un billete para Marsella y se
fue a vivir con una hermana que tenía una tiendecita de flores de papel para
cementerios. El vendedor de cartas de amor sintió la soledad del catre vacío
desde la primera noche que reparó en la huída del sacro del vendedor de dientes
postizos. Y no pudo conciliar el sueño ni esa ni todas las noches venideras. El
vendedor de cartas de amor probó en sustituir los duros huesos de su compañero
de catre con piedras planas de la calle envueltas en paños, con el cazo de
hervir la leche y con el pucherito de hacer café. Fracaso total. Tras un mes
sin dormir acudió a la consulta del médico negro con un paquete con castañas
calientes. El médico negro le dijo que sufría de una enfermedad de amor que le
llamaban ausencia del hueso mullido y que no se curaba nada más que con la
recuperación de sus costumbres difuntas. Entonces el vendedor de cartas de amor
recogió todos sus bártulos y se los vendió a una mujer que escribía guiones de
radionovelas para una emisora que sólo retransmitía novelas de amor para los
obreros del relevo de las seis de la mañana. El vendedor de cartas de amor sacó
un billete para Marsella y se fue a vivir con el ex vendedor de dientes
postizos que, además de seguir enfermo de temblor también echaba de menos el
espinazo del vendedor de cartas de amor. Desde entonces ambos viven en casa de
la hermana del vendedor de dientes postizos, duermen en la misma cama y han
experimentado bienestar en sus enfermedades.
Lukas leyó los tres folios seguidos, dio tres brincos y metió los tres
folios que le habían ocupado el cuento en un sobre y se los envió a su abuelo.
Había decidido ser escritor. Antes de embuzonar el sobre, lo besó. Sabía que
cuando el abuelo los leyera se daría cuenta de que la decisión de Lukas era
inmutable. Tan inmutable como la que sintió él por el amor a la pintura.
Una buena y bella historia. También muy buenas las ilustraciones.
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