Además
de parecer una mariposa, hablaba con voz radiofónica. Por eso la
señora me dio el trabajo de coger el teléfono. Al sonar la
chicharra, colocaba mi mano encima de su lomo y comenzaba a contar
los zumbidos con los dedos de una mano. Al terminar el quinto
timbrazo, descolgaba y decía con voz de azafata de aeropuerto:
“Mansión de los Barones de Escarpín. ¿Con quién desea hablar?”
Musitaba la frase como un ángel de voz celeste. Nadie se imaginaba
que llevaba medias grises de punto (tenía las safenas gordas), me
cubría los hombros con una toquilla azul y me sacaba los pelos del
mentón con una pinza que me regaló la señorita Rebeca. Con el
primer duro que me pagaron el primer mes, me compré un lazo color
carne y me lo planté en lo plano de la cabeza. Todo el mundo me dijo
que el lazo parecía las alas de una mariposa. Lo llevo desde hace
setenta años. Cómodo. Dos horquillas y a volar.
Mi
señora se llamaba doña Antonia San Román. Creo que era catalana
porque hablaba difícil. Me llevó a su casa para que me enseñaran a
bruñir el suelo con cera dura y chancletas deslizantes. Ella le
llamaba “brochar a la francesa”. Desde mis trece años, arrastro
mis pies dentro de unas bayetas especiales que doña Antonia compraba
en Burdeos. Precisamente fue doña Antonia la que descubrió mis
dotes radiofónicas, una mañana que me escuchó cantar mientras
bruñía la madera, aquella ranchera que dice:
Niño
que en cueros y descalzo
vas
llorando por la calle,
ven
aquí y llora conmigo,
que
tampoco tengo madre,
que
la perdí cuando niño.
La
cantaban en la radio que el señor trajo de Alemania. Solía llorar.
Yo tampoco conocí a mi madre.
Ninguna
persona del servicio podía atravesar el salón cuando sonaba el
teléfono. Sólo yo. Creo que los señores me creían un soplo, una
corriente de aire sin ojos para ver ni oídos para escuchar. Patinaba
mis pies aupados en mis chanclas mágicas por la tarima de la casa y
me enteraba de todo. Escuchar y callar.
La
casa en donde serví desde niña y me senté a esperar la muerte en
un rincón del camarote, era un palacio inimaginable, construido por
los antepasados de mis señores a la orilla del mar. Aunque la casa
tenía casi cien años, todavía dibujaba, en los amaneceres de sol,
su imponente silueta en la arena de la playa en donde enterraba sus
pies. Su dueño, mi señor, se llamaba don Jaime Iturrate,
descendiente directo de los fundadores de los Hornos Chenot en
Vizcaya, que teñían de infierno las aguas de la Ría. Don Jaime,
además de heredero de aquel imperio de chatarra, era un afamado
pintor de putas pobres, que había dejado el destino de sus fábricas
en manos torpes. Hay libros gordos en la biblioteca dedicados
íntegramente a su pintura. He leído en uno de ellos que don Jaime
nació encima de una paleta con gusanillos de óleo de los que nunca
se pudo librar. Los libros de su biblioteca dicen cosas llenas de
poesía que me dan escalofríos y me sacan temblores sin saber muy
bien por qué. Hay hombres que nacen con el trato cariñoso pintado
en sus ojos. Don Jaime era uno de ellos.
Don
Jaime y doña Antonia tenían tres hijos: dos varones que jugaban a
ser señores y que no eran nada. (Ninguno de los dos había terminado
el bachiller). Y Rebeca, que es una de las principales actrices de la
historia que estoy intentando contar. Creo que ahora comprendo la
afición que siempre he tenido a la lectura. En la biblioteca de la
casa hay libros increíbles. Si no hubiera sido por ellos, no habría
podido resistir una vida con los pies dentro de unas chancletas e
imitando a una locutora de grandes almacenes. El destino lo traemos
escrito en el ombligo. Palabra de sabio.
La
hija de los señores tenía ojos melancólicos y un cuerpo largo.
Hablaba silbando las eses, cantaba las esdrújulas. Se enamoró de un
caballo, su padre le trajo un profesor de Jerez. El caballo sabía
bailar, Rebeca aprendió ballet.
Su
padre le mandó a París a la Academia de Madame Mornifle en donde
conoció a Emeraldo Renato, un Apolo en mallas que decía palabras
antiguas, descatalogadas, goteando melaza cubana. La niña Rebeca,
todavía en edad menor, comenzó a bailar con tiemblo. Cuando
Emeraldo la hizo suya, descifró los tams-tams de su corazón y puso
redes para no dejarle escapar. Mintió a su padre hasta los
veintisiete años. Le juró año por año que Madame Mornifle le
aseguraba que para llenar los teatros había que practicar sin pausa.
Su madre descubrió que Rebeca había errado tras Emeraldo por los
escenarios de Europa y de América para no desmantelar su felicidad.
Doña Antonia les embaló al matrimonio en la boda más fantástica
que se recuerda en la Región. Un obispo verdadero llegó al jardín
montado en un dragón con escamas doradas. Seis monaguillos abrían
la procesión montados en bicicletas de una rueda. Después de la
ceremonia, él voló a bailar y ella comenzó a usar el título de
sus padres entre sus amistades internacionales. Adoraba ser baronesa.
Pidió a su padre que desheredase a su hermano mayor. Yo creo que fue
el recuerdo de aquel capricho el que llevó a don Jaime a rehacer sus
últimas voluntades cuando dejó preñada, ya viejo, a una modelo
puta, la que está colgada en el Museo de Bellas Artes, vestida solo
con un mantón de Manila, al lado de un violón y que la familia
llama Mochita. Fue una época convulsa. Tan amarga que estuve a punto
de guardar en un hatillo mis dos vestidos de percal, mi lanilla para
los hombros y los libros de Julio Verne que tenía birlados. Pero Don
Jaime hizo regresar a su hija de Viena para comunicarle su capricho
de hacerla baronesa con la condición de que ella se quedara encinta
de un niño que iba nacer al que llamarían Lukas. Me quedé en casa.
Además, ¿A dónde iba a ir?
Para
entonces el señor había colocado un supletorio en la mesilla de su
cuarto. Era una gozada no tener que subir las escaleras para llegar a
la quinta llamada sin romperte las narices. Ahora ya escuchaba todas
las conversaciones con puntos y suspiros.
-Si
me quedo encinta, algo nacerá-dijo entonces Rebeca.
-
No es necesario que te quedes encinta. El niño ya está en camino.
-
Tú dirás cómo es eso.
-
Tienes que simular que estás encinta. De traer el niño, me encargo
yo. ¿Entiendes?
-
Poco y mal.
-
Tú, quédate en casa hasta que nazca el niño. Después ya veremos
lo que pasa.
-
Seré Baronesa a perpetuidad.
-
Serás Baronesa de Escarpín.
-
Con un hijo que no es mío.
-
Eso lo sabremos tú y yo.
-
¿Y el padre?
-
El que tú quieras. Ese cuento te lo dejo para ti. El padre pinta
poco.
-
Misterio. ¡Me gusta!
La
niña Rebeca era tonta. Todo lo que hizo en su vida lo tomó como un
juego preparado por su papá. Entonces no se le ocurrió otra cosa
que llamar a Emeraldo por teléfono. Le contó que le había dicho su
papá que iba a tener un niño que se llamaría Lukas sin estar
preñada, así, como la Virgen María. No sé quién me puso el
nombre de Melitona. Aunque me llamaban Meli, me parecía nombre de
tonta de remate. Y creo que siempre me tuvieron por eso en la casa.
Pero por tener nombre de tonta confiaban en mí. Esa fue mi
desgracia. Cuando alguien confía en ti y no le importa que sepas sus
secretos, se te hace un hueco en el corazón y le quieres hasta que
la vida te conserve la cabeza sana. Bien. Emeraldo le replicó que
cómo es eso. Entonces ella le contó a Emeraldo que sería Baronesa.
Emeraldo echó una carcajada, seguramente con aquella sonrisa suya
llena de dientes blancos y le replicó que no sabía que las
baronesas fueron primero vírgenes. La niña dijo enfadada que los
caribeños son incultos y que tenían el mamín enfermo. “Mamín”.
Mi niña dijo “mamín”, una palabra que le hubiera costado una
buena regañina si su padre le hubiera escuchado. Emeraldo se enfadó
y le dijo a Rebeca que no le llamara más por teléfono. Colgó. El
muchacho colgó. Luego le escribió que se iba a bailar a China un
número con un quitasol de estrellas. No se vieron durante cuatro
años.
Del
recuerdo de aquel nacimiento sólo quedó la magia de haber concebido
un niño sin padre, sin signos externos de preñez en la madre, sin
vestidos cortados con formas gemelas a otros vestidos de mujeres
preñadas, sin ni siquiera con vestidos que imitaran a algo
sorprendente, porque la señorita Rebeca no mostró ninguna cintura
de embarazada, ni ninguna hechura de senos de futura mamá, ni ojeras
azuladas o de carne viva. Ella mostró el trago de dos o tres copas
de champán y la nicotina color campánula de las zarzas o de los
vientres de los bichos de luz que dejaban caerse por los zarcillos al
fondo de los arbustos de menta para salvar su vida. Cuando los meses
empezaron a sumar, le recomendé colocarse encima de su vientre plano
un cojín de alfileres o una toalla aplastada.
A
la tonta de ella no se le ocurrió otra cosa que preñarse con globos
llenos de agua. Animaba a la servidumbre a que le arrojara dardos
verdaderos robados por ella en nigtclubs londinenses o en boites
parisinos. A la servidumbre le temblaba el cuerpo. Se ponían de
puntillas, cerraban los ojos y lanzaban el dardo al aire. Sólo yo
apuntaba con rabia y soltaba el dardo a la altura del falso vientre.
El clavo atravesaba la tela de su vestido, rompía la goma del globo
que hacía “plaf” y a la señorita le salían lágrimas de
alegría y aplaudía como una chiflada antes de correr a su
habitación a pegarse con esparadrapo otro globo. Me tomaba de la
mano, me daba los dardos y me rogaba que apuntara bien para romperle
las aguas. El juego duró hasta que don Jaime llegó un amanecer con
una maleta llena de alubias. Y entre las alubias, venía un niño de
piel muy blanca semienterrado, con la cabeza levantada por la mano de
don Jaime para que pudiera respirar.
Cuando
llegó el señor eran las tres de la madrugada. El ruido de la llave
me sacó de la cama y subí las escaleras del sótano, que es donde
estaban nuestras habitaciones, la de los criados. Crucé el recibidor
y abrí la puerta a don Jaime, que me hizo una mueca de silencio. Una
mano sujetaba la maleta en posición horizontal. En la otra traía un
rollo envuelto en cartulinas y periódicos. Le quité el rollo y le
seguí escaleras arriba. Entramos en su habitación en donde su
esposa respiraba con pesadez. Ella dormía siempre con la lamparita
de su mesilla encendida porque ya solo soñaba con muertos de su
familia y decía que la querían llevar. Sintió la mano de su marido
atenazándole el hombro y diciéndole a la oreja que ya había
recogido al niño.
-¿Qué
criada está contigo?- preguntó doña Antonia mientras se ponía la
bata y con ella su pulcritud.
-
Melitona.
-
¡Ah!- dijo ella- Vas a venir con nosotros, Meli. Despierta a la
señorita y dile que ha llegado la hora del parto.
-
Si el niño ya está en casa, ¿para qué tanto paripé?-preguntó
don Jaime.
-
Las cosas hay que hacerlas bien-dijo doña Antonia.
El
señor me dio la maleta con las alubias. Yo tuve un pronto. Puse la
maleta encima de la cama y saqué al niño. Lo envolví con mi
toquilla y lo apreté fuerte, fuerte contra mi pecho. Fue un instante
mágico. El señor y la señora, me lo quisieron quitar. También la
señorita Rebeca, que acababa de entrar en el cuarto, hizo un ademán
como para arrebatármelo.
-
Tiene hambre-dije yo. Y apreté a correr escaleras abajo. El mecánico
nos esperaba con el motor del auto en marcha. El bulto lloraba como
un niño de verdad. Llegamos a una clínica. Nos esperaban. Tendieron
a la señorita Rebeca en una camilla. Se dejó hacer sin protestar,
más como una mujer muerta de sueño que como una parturienta que ya
había roto aguas.
-
Ha nacido en el camino-dijo el señor.
Me
dejaron con la señorita Rebeca y con el mamoncete en la clínica.
Cuando trajeron el primer biberón, la enfermera sacó a la criatura
de su cuna y la puso en brazos de Rebeca. La señorita se levantó y
me entregó al niño y al biberón. Ella saltó de la cama y encendió
un puro.
-
Lo que hay que hacer para ser baronesa-dijo.
Primero
me dieron las bayetas para los pies. Después me regalaron un
teléfono. Al final me encargaron el cuidado de la cosa más bonita
de toda la casa. Cuando tenía al niño en brazos, el latido de su
corazón engordaba mis venas y le llenaba de besos. Al final todos
encontramos nuestro premio. Al tercer día vino el señor y nos
llevaron a casa. Durante tres años, Rebeca cuidó al chiquillo como
a su muñeco preferido. Contrató a una aña seca para pasearlo en un
coche inglés, le vestía con bodoques y festones. Estrenaba todas
las semanas sonajeros de plata, cucharillas de oro, biberones de
cristal de Bohemia. Lukas se dormía con nanas de Brahms y con
rancheras mías. Rebeca trajo a una actriz con voz de princesa para
que le leyera cuentos. Le bañábamos con agua del Jordán.
Entrando
el cuarto año de su nacimiento, la Baronesa Rebeca tuvo noticias de
que las galeras de Emeraldo venían viento en popa por las Islas
Paracelso para ponerse en la cola del Golfo de Suez y entrar en el
Mediterráneo. Rebeca contrató al director de escena de la Ópera de
París para que le compusiera el solo más magnífico que ninguna
diva había bailado en teatro alguno. El maestro le compuso una
cabriola en honor al fuego Oriental. Duraba dos minutos, pero era tal
su intensidad que las mujeres dejaban sus asientos y corrían a hacer
cola en los sanitarios para orinar su emoción en un lugar oportuno.
Triunfó. Se olvido de Lukas.
Los
siguientes diecisiete años fueron felices, excepto la noche que se
murió la señora. “Siento en el pecho una puñalada”, me dijo
por la mañana. Le llevé jerez. Se nos murió antes de que llegara
el señor de sus correrías nocturnas. Le gustaba tomar apuntes a
carboncillo a putas viejas dando pecho a niños o recostadas en el
dintel de una puerta, debajo de un balcón con flores de papel. Seguí
brochando a menos velocidad. Atendía las llamadas del teléfono.
Lukas cogió algo de plata, un poco de oro, alguna figura valiosa.
Se marchó a vivir a París. Yo creo que los eucaliptos y los pinos
mediterráneos del jardín echaron más hojas que de costumbre. No
sé. La casa se llenó de tristeza. Las paredes, de sombras. Al señor
le crecieron las bolsas de sus ojos. Comenzó a usar un bastón de
palo de rosa.
Una
tarde descolgué el teléfono. Por primera vez, la voz imperiosa de
una mujer, me cortó mi cantinela.
-
Soy Mochita. Diga a don Jaime que le llama su amiga Mochi.
“La
madre de Lukas”, pensé. Me quité las andarinas de encerar, las
arrimé a una butaca y comencé a trepar las escaleras que me
llevaban directamente al estudio del señor. Dormitaba. Le soplé en
sus párpados. Le dije:
-
Don Jaime, le llama Mochita. Su amiga Mochi.
Sabía
que ella había sido el gran amor de su vida. Una puta con casta que
posó cientos de veces, siempre con mantón de Manila al lado de un
violón.
-
¡Mochita enana! ¿Dónde está Mochita?-dijo don Jaime.
-
Al teléfono, señor.
-
¿Tengo que bajar?
-
Aquí no hay más que un teléfono. En casa de los Batarrita, tienen
cuatro.
-
¡Los Batarrita son muy ricos!
-
Todo el mundo sabe que nos están robando las chimeneas de las
fábricas. Espere, señor, que le quite una mancha verde que tiene en
el hombro. Es una mancha preciosa.
-
Todos los colores son hermosos. Deja mi mancha.
-
Doña Antonia no le hubiera dejado hablar por teléfono con esa
mancha verde.
-
Doña Antonia San Román es difunta. Ahora me deja hacer lo que
quiera.
-
Usted lo hace, pero a ella no le gusta
-
¡Mochita!- gritó don Jaime con voz juvenil- ¿Eres tú?
-
¡Mochita enana, jodida y requetejodida! Aquí estoy, Barón de
Escarpín. Sé una cosa mala que te va a moler el alma.
-
No me la cuentes.
-
Te la tengo que contar. Ha venido Fortunata, Nata, Nata, la puta de
Villaconejos, amiga de Ángela Societé. Ya sabes.
-
Calla, bruja. Hoy es día de difuntas. No me hables de ángeles
muertos. Ángela Societé. ¿Qué sabes tú de Ángela Societé?
-
Lo que me contaste un día. Te dejó huella. Luego se murió
comprando fresas a un cojo. Debieran de prohibir vender fresas a los
cojos. Matan.
-
Todos los muertos te labran el cuerpo.
-
Fortunata Nata, Nata, la puta de Villaconejos cuenta que un día le
presentaste a Lukas.
-
Puede ser.
-
Lukas está en París.
-
A mi pesar.
-
Ella lo ha visto. Fortunata trabaja de camarera en un cabaret donde
van escritores. Parece ser que Lukas es escritor. No lo malees. ¿De
qué viven los escritores?
-
Lukas quiere ser escritor, sí. Escribe cuentos. ¿Qué quieres que
haga yo? A mi no me parece mal que vaya a París a gastarse unos
cuartos y sueñe con ser Cervantes. Lo que me parece mal es que huya
como un ladrón, sin despedirse, con una maleta llena de ceniceros de
plata, tortugas cinceladas y dos telas mías para malvenderlas en el
Mercado de las Pulgas. ¡Ay Mochita! ¡También a los ricos nos salen
hijos locos!
Cerré
los ojos. Recordé aquel andar de medio lado que tenía el muchacho,
como un perro cojo, como un perro apaleado por jugar con una gallina
de pelea. Esperé a que el señor colgara el teléfono. Me coloqué
frente a don Jaime. Me miró extrañado. Levantaba las cejas y me
contemplaba con estupor. Consideré que su turbación había llegado
a su punto final. Dije con pereza:
-
Las dos telas que se llevó Lukas a París se las puse yo en su
maleta. Seguramente me debe mucho más de lo que pueden valer. Llevo
setenta y tres años brochando el suelo que ustedes manchan con las
suelas de eso zapatones ingleses que se poner para jugar al golf. Y
otros setenta hablando por teléfono como una idiota.
Se
hizo el silencio. Era una tregua. Ninguno de los dos, señor y
criada, nos imaginábamos por donde se iba a descoser nuestra
relación. Me temblaban las bolas de los ojos. Don Jaime me miró
aturdido. Se agachó. Se desabrochó sus zapatos. Se los quitó y
salió descalzo de la habitación. No me encontraba bien.
Aquella
misma tarde subí al camarote y lo revisé a conciencia. Había un
ángulo metido en otro ángulo y éste dentro de un trapecio de
paredes. Me costó llegar al fondo. Encontré dos cojines. Uno lo
puse en el suelo y el otro lo recosté contra la pared. Sabía que no
iba a subir allí nadie. Ni tan siquiera que me buscarían en ningún
lugar del mundo. Todos pensarían que me había marchado. Llené una
botella con agua y me senté en mi escondite. Me di de vida lo que el
agua de la botella me durara y quizá algún día más.
Los
huesos de Melitona Sangróniz aparecieron cinco años después. Un
hijo de don Jaime la reconoció por su lazo sempiterno. Ordenó a un
criado que llevara los huesos mondos al cementerio con el recado de
que ya pasaría él a decir donde ponerlos. El criado los metió en
una maleta pequeña en donde todavía había pellejos de alubias, los
dejó encima de unas zapatillas de encerar el suelo y cerró el
camarote con llaves.
Arrigúnaga,
18 de agosto de 2013.
FIN
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