Se acababa
de quedar sin trabajo. Seis meses de paro y a verlas venir. Era
químico, con los tres años del doctorado terminados. Se llamaba
Oscar. Usaba corbata. Comenzó a buscar trabajo. Iba al centro de la
ciudad y entraba en los comercios. Preguntaba mirando a los ojos de
su interlocutor. Eso al principio. Después preguntaba con la mirada
en la punta de sus zapatos. Un día que estaba cansado entró en una
iglesia y se metió en un confesonario a comer pan con media pechuga
de pato. Confesó a una mujer. Descubrió un parque. Un hombre vendía
cucuruchos de papel con patatas fritas. Una mañana contó los
paquetes que vendió el patatero. No le pareció un buen negocio.
También iba a sentarse a la estación del ferrocarril. Los bancos de
la estación estaban muy solicitados. Su suegro solía dejar monedas
y algo de papel en el cajón de su mesilla. Oscar comenzó a hurtarle
algunas monedas. Cuando reunía el dinero suficiente para ir al cine,
se sentía feliz. Oscar solía pasar muchas horas con el ordenador.
Le llamaron de un laboratorio. Le contrataron para tres meses. Y se
sintió dichoso. No se puso corbata.
Ella era gorda. No era una gorda
de esas que te sacan la risa. Era simplemente muy gorda. Era guapa.
Casi todas las gordas proporcionadas son guapas. Si adelgazan, son feas. Era maestra. Daba clases particulares en la mesa del comedor
de su casa. Tenía pequeños grupos de gente menuda. Vecinos. Los
grupos llegaron a ser parejas, luego individuos y después humo. Fue
como si todos los niños del barrio crecieran de golpe. Se llamaba
Inés.
Oscar e Inés no estaban
casados. Ni en la Iglesia ni en el Juzgado ni en el Ayuntamiento.
Modernos. Inés era una mujer impulsiva. Oscar era un hombre
paciente. Ella se irritaba. Él la reconciliaba.
La niña se llamaba Blanca.
Tenía cinco años. Su mejor amigo era su abuelo. Blanca quería
tener pitilín. Era su gran problema.
El abuelo estaba prejubilado. Era viudo. Se llamaba Miguel. Tenía dos ojos. Uno de cristal, azul. El sano era de color marrón. Daba un poco de temblor. Le hablaban mirando al suelo o al cielo. Según la altura del interlocutor. Cuando enmudecía se veía que era una persona buena. Las personas buenas tienen voz joven.
El abuelo estaba prejubilado. Era viudo. Se llamaba Miguel. Tenía dos ojos. Uno de cristal, azul. El sano era de color marrón. Daba un poco de temblor. Le hablaban mirando al suelo o al cielo. Según la altura del interlocutor. Cuando enmudecía se veía que era una persona buena. Las personas buenas tienen voz joven.
Al regresar
del colegio Blanca hablaba a su abuelo de sexo. Miguel le escuchaba
con mucha atención. Bueno. Lo que hacía era no interrumpirle.
Miguel pensaba en el lago de los patos. Era una época en la que
llegaban los patos azulones a criar. Cuando arrancaban a volar daba
gracias a Dios por haberle dejado un ojo. Era suficiente para
contemplar aquella maravilla.
Oscar e Inés discutían por la tarde. Discutían para no aburrirse. Cuando las cosas se ponían raras, Oscar cambiaba de conversación. Era un maestro en aplacar enfados. Después de fregar los platos esperaban sentados en el sofá a que el abuelo y la nieta llegaran del colegio. Entonces discutían de cómo se hacía un curriculum con gancho. El abuelo iba al club de jubilados a jugar al chamelo y el matrimonio salía con la niña a mirar supermercados. Compraban las ofertas. Al ponerse el sol subían a la loma de detrás de su casa a ver volar a los patos desde el lago a los campos encharcados. Trataban de contarlos cuando echaban a volar. El abuelo había enseñado a su hija a silbar como los patos. Ahora le estaba enseñando a su nieta.
Oscar e Inés discutían por la tarde. Discutían para no aburrirse. Cuando las cosas se ponían raras, Oscar cambiaba de conversación. Era un maestro en aplacar enfados. Después de fregar los platos esperaban sentados en el sofá a que el abuelo y la nieta llegaran del colegio. Entonces discutían de cómo se hacía un curriculum con gancho. El abuelo iba al club de jubilados a jugar al chamelo y el matrimonio salía con la niña a mirar supermercados. Compraban las ofertas. Al ponerse el sol subían a la loma de detrás de su casa a ver volar a los patos desde el lago a los campos encharcados. Trataban de contarlos cuando echaban a volar. El abuelo había enseñado a su hija a silbar como los patos. Ahora le estaba enseñando a su nieta.
Miguel, al
regresar de jugar al chamelo, pasaba por casa y se cambiaba los
zapatos por las botas altas de goma. Rodeaba el lago por el Este, que
es su parte más estrecha. Caminaba con las manos en la espalda.
Silbaba. También cantaba Amapola
y
Strawberry
fields forever. Trepaba
el cerro. Semioculto por los troncos de unos olmos, preparaba media
docena de anzuelos. Los anudaba a un trozo de pita fuerte y los
clavaba en la tierra más seca amarrados a un palo de brezo. Los
patos surcaban el aire por encima de su cabeza: eran grupos de ocho,
emparejados, dos detrás de otros dos. Miguel ponía en los anzuelos
gusanos de tierra. Después rodeaba el lago y regresaba a casa con la
noche puesta. Conocía el terreno como la palma de su mano. Sólo
temía al guarda. No a la multa. Era un guarda con el libro de
sanciones fresco, enseñado como un perro a seguir las huellas de los
cazadores furtivos. Miguel temía a la vergüenza. Aunque los vecinos
del lago andaban con anzuelos en el bolsillo, comer patos del lago en
época de crianza era un descrédito desde tiempo inmemorial. Por eso
esperaba a las primeras luces en su puesto de ladrón. Siempre caía
alguno. Si tenían plumas azules o verdes, las guardaba para adornar
la cinta de los sombreros. Miguel sabía hacer sombreros de fieltro
de mirar a su madre cuando era chico. Su madre hacía sombreros para
caballeros. Lo tuvo que dejar porque ya no se llevaban los
caballeros. Miguel lo contaba así. También conocía los cañaverales
en donde hacían sus nidos las patas. Envolvía los huevos en papel
de periódico, uno por uno y los guardaba en los bolsillos de su
capote. La cena.
- Te van a llevar a la perrera,
padre-le dijo su hija por la mañana. El otro día saltó de la
cáscara de un huevo un patito vivo al aceite hirviendo de la sartén.
- Bebes demasiado. Una hija borracha es una desgracia. Yo jamás cogería un huevo gozado. ¡Vamos, anda! Prepáralos con ajos fritos. Pero mejor mañana-le respondió su padre desde el otro lado de la ventana, en la calle.
- Bebes demasiado. Una hija borracha es una desgracia. Yo jamás cogería un huevo gozado. ¡Vamos, anda! Prepáralos con ajos fritos. Pero mejor mañana-le respondió su padre desde el otro lado de la ventana, en la calle.
- ¿Está bueno el tiempo?-le
preguntó Inés.
- Según para qué-dijo
Miguel-.La tierra está húmeda. Hay brisa para colgar la colada.
Esta noche estará bueno para patos. Podemos freírlos y ponerlos en
tarros en escabeche.
- Te vas a llevar un tiro en el
culo. Ese guarda es malo. Me han dicho que ha sido guardia civil.
- Peor para él-dijo Miguel-. Te
traeré más tarros.
- No me hacen falta. Todavía me
queda pato del año pasado-dijo Inés.
- Ya.
- ¡Qué es ya!
- El paro, hija, el paro.
- El paro, hija, el paro.
- Saldremos adelante. Oscar está
esperando que le llamen de la oficina para prolongarle el contrato. A
mí ya me caerá algún niño. Ya verás.
- No deberías ducharte con la
puerta abierta- dijo Miguel metiendo su ojo bueno en la cocina. Su
ojo azul parecía una estrella. Siempre que alguna frase le hacía
gracia, le brillaba el postizo con enigmáticas reverberaciones.
- Me ducho en familia-dijo Inés.
- Es por la niña-dijo su padre.
- ¡Es mi hija!
- A la niña le preocupa el
sexo. Contigo fue igual. Primero fue el sexo y después la muerte. Es
el orden de las preocupaciones infantiles. Suena raro, pero es así-
dijo Miguel.
- ¿Yo me preocupaba por el
sexo?-dijo Inés.
- Primero por el sexo. Después
por la muerte- repitió Miguel. El domingo te estabas duchando con la
puerta abierta. Vi cómo la niña entraba en el baño y te observaba
con detenimiento.
- Buscaba tu sexo-dijo Miguel.
- ¡Y no lo encontró!-exclamó
Inés inflada de risa-¡Pobre Blanca! Miraba por delante, miraba por
detrás. No se da cuenta que un buen faldón de tocino cubre las
cosas de los gordos.
- No hay día que no me diga que
está muy preocupada-dijo Miguel.
- ¿Y eso?-dijo Inés.
- Porque eres la única mamá
que no eres ni chico ni chica.
Es cuando tocaron la aldaba.
Tres golpes secos. Miguel rodeó la casa por el prado. Lo descubrió
desde la otra esquina de la casa. Era el guarda. Tenía unas plumas
de pato en la mano. Se le secó la garganta como cuando de niño el
cura le metía la Hostia en la boca. Se ahogaba. Alguna vez tuvo que
sacársela antes de que le diera la arcada y guardarla en el bolsillo
del pantalón. Al salir a la campa de la iglesia la escondía debajo
de una piedra. La ponía siempre debajo de la misma piedra. Con el
tiempo desaparecían. “Se las comen las hormigas”
- ¿Y estas plumas?-preguntó el
guarda a Miguel sin dar los buenos días. Era una buena puesta en
escena.
- Buenos días, general-dijo
Miguel.
- Pregunto por las plumas-dijo
el guarda del lago. Tenía la carabina colgada al hombro. Era alto y
flaco. Seguramente se le podían contar las costillas. Tenía un
colmillo de abajo arreglado con plata, los labios finos y la nariz
rara.
- ¡Usted sabrá en donde las ha encontrado!
- ¡Usted sabrá en donde las ha encontrado!
- En la puerta de su casa.
- El viento es malo a veces.
- Creo que usted hace sombreros de cazador-dijo el guarda del lago.
- Creo que usted hace sombreros de cazador-dijo el guarda del lago.
- Déme el suyo. También las
plumas. Si su sombrero es marrón le van las plumas verdes.
Miguel abrió la puerta de su
casa. Invitó a pasar al guarda. Lo condujo al comedor, donde su hija
enseñaba aritmética y hacía dictados cuando venía algún crío.
Sacó del aparador una caja de galletas con agujas, hilo y plumas de
pato. Eligió las plumas más anchas y brillantes. Las cosió en un
abrir y cerrar de ojos, las sujetó en la cinta del sombrero y se lo
colocó él mismo. Le invitó a mirarse en un espejo de pared. El
guarda hizo un gesto coqueto.
- Parece un sombrero nuevo-dijo
el guarda.
- ¡Hija!-dijo Miguel- Trae un
par de tarros de pato a la vinagreta del año pasado. Son para el
guarda del lago. Los del año pasado están más jugosos.
Inés entró en el comedor con
los tarros en una bolsa de papel. El guarda estaba firme. Más que
firme, rígido. Inés extendió sus manos con los tarros a las manos
del guarda. Miguel adivinó que los músculos del guarda eran
piedras.
-Yo antes tenía un perrillo que
se llamaba Samuel-dijo Miguel procurando mirar al guarda con el ojo
azul. El bueno lo cerraba haciéndole un guiño de muerto.-El
perrillo me salió cazador. Algún hombre malo le metió un tiro en
la frente. Buena puntería.
El guarda no recordaba que un tuerto le hubiera guiñado un ojo sin parecer ciego. Sintió un escalofrío entero. De los que comienzan en el cráneo y terminan en los dedos de los pies. Extendió las manos y cogió el paquete que le daba Inés.
El guarda miraba al suelo. Cerró los ojos y puso su mano izquierda en la culata de su fusil. Necesitaba tocar madera.
El guarda no recordaba que un tuerto le hubiera guiñado un ojo sin parecer ciego. Sintió un escalofrío entero. De los que comienzan en el cráneo y terminan en los dedos de los pies. Extendió las manos y cogió el paquete que le daba Inés.
El guarda miraba al suelo. Cerró los ojos y puso su mano izquierda en la culata de su fusil. Necesitaba tocar madera.
- Venga cuando quiera-dijo
Miguel-Aquí los patos sobran. Pero es mejor que se acerque cuando
traigo a mi nieta del colegio. Está muy salada. Anda con lo del sexo
y esas vainas. Seguro que le pregunta a ver si tiene cojones como los
de su abuelo.
FIN
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