Mi tía Alma
se recogía su pelo negro en un pequeño moño, no más grande que un
ovillo de algodón de repasar. Su cara de andaluza antigua comenzaba
a languidecer con dibujos nuevos que marcaban una época desconocida.
Su vestido de girasoles en un campo negro competía con sus ojos
grandes, también negros, en una lid amañada. Mi tía Alma seguía
siendo una mujer hermosa.
Un viejo de
pelo blanco y corbata crema de seda, sentado al lado de la puerta del
pasillo, miraba a la mujer que tenía enfrente sin dejar de masticar
un mondadientes. Aunque tenía cara de palo, su mirada reflejaba un
atisbo de sorpresa.
Mi tía y yo
regresábamos a nuestra casa de encima del mar después de haber
permanecido cuatro días en Madrid. Era la solución que siempre
proponía la tía Alma después de que mis demonios me hicieran
cometer una barbaridad. Cuando le explicaba el mal que había causado
(casi siempre a Mariona, mi mujer), ella proponía abandonar
el lugar de los hechos
para analizar con objetividad las
consecuencias de mi acción.
Alma mantenía un apartamento en Madrid en el que en algún tiempo
fue feliz con un bedel de los Nuevos Ministerios. “Todavía huele a
habanos”, solía decir. Y a mi me gustaba acompañarla para no
encontrarme con Mariona hasta que las cosas se arreglaban. Siempre
que discutíamos, yo me refugiaba en casa de mi tía Alma, una casa
grande que olía a viejo. Todo tenía muchos años. Hasta el canario
era viejo.
Una semana antes me había
quedado sin trabajo. Cuando me quedo sin trabajo, reviso los
bolsillos de Mariona, cojo lo que hay y salgo a pasear por la playa.
Mariona es de buena familia. Si mis padres no se hubieran matado en
un accidente de coche, a lo mejor yo también sería de buena
familia. Pero desde entonces viví con la tía Alma y con la China,
una mujercita arrugada que no sabía llorar.
Quiero mucho a Mariona. Me
gusta su pelo sedoso y sus pequeños mofletes todavía infantiles.
Cuando se agacha para oler una flor siento palpitaciones. Tengo que
llevar mis manos a mi pecho para tranquilizar mi corazón. Es cuando
la llamo princesa, nubecilla y ala de mariposa.
- ¡Qué ridículo eres! ¿Qué
vi yo en ti, Flaco?- me dice ella. Me encanta que me llame Flaco.
También me encanta que me deje ponerme sus pantalones vaqueros.
Usamos la misma talla.
Aquel día no
me dejó. Mariona es terca y sabe hacerme daño. No me dejó ponerme
sus pantalones y me llamó inútil y fantoche. Di dos zancadas. La
distancia perfecta. Le aticé dos sopapos. De esos que retumban en el
hueco de la escalera y las palomas que viven en la fachada echan a
volar. Yo también salí volando a la calle dando un portazo. Hice lo
que siempre hacía cuando las cosas se me ponían cuesta arriba: ir a
casa de la tía Alma para que acariciara mis mejillas. Pero Alma
estaba llenando su bolsa de viaje para irse a Madrid. Cuando
recordaba el olor a puros habanos de su amor perdido, dejaba a la
China al cuidado de la casa y volaba a edificar recuerdos in situ.
Huí con mi tía. Dos buenas hostias en el rostro de tu mujer,
acojonan.
Sabía que el viejo que mascaba
un palillo no se iba a quedar en silencio.
- Si hay confianza-dijo
agachando su espinazo.
El viajero se
soltó los cordones de sus zapatos blancos y se descalzó. No llevaba
calcetines. Se puso en pie para colocar sus zapatos en la red de
encima de su cabeza. Los dobladillos de sus pantalones dejaban
asomarse unos dedos largos que mordían como sanguijuelas la moqueta
del vagón de primera clase de RENFE. Un tirón de la máquina sentó
al viejo. Ahora sus pies se mostraban enteros hasta sus tobillos.
Eran blancos, grandes, estrechos y largos, como remos de bogar. El
viejo sacó un palillo de un bolsillo interior de su chaqueta. Lo
colocó entre sus dientes. Volvió a poner sus ojos en el rostro de
la vieja. Ella no se inmutó. Abrió su bolso de alpaca y sacó un
paquete de cigarrillos. También los dedos de sus manos eran largos.
Sin adornos. Cogió del paquete una boquilla de pobre y la mitad de
un cigarrillo usado. Trabajaba con parsimonia. Trabajaba para
quitarse de su cara el disparo de la mirada del viejo. Buscó en el
bolso una cerilla con la calma que emplean los que saben que no la
van a encontrar. Perdida la batalla, se puso la boquilla en sus
labios. Su rostro largo, plagado de estrías, se volvió a mi tía
Alma. Entonces se iluminó con una sonrisa. Me di cuenta que iba
vestida de verde. Desde niño he relacionado el color verde con la
alegría. Era un vestido demasiado usado para viajar en un vagón de
primera clase. Era un vestido verde confeccionado para una fiesta de
disfraces de barrio. La señora sacó del bolso un puñal. Lo colocó
entre sus piernas. El puñal era precioso: fino y estrecho de hoja
con cruz de damascos de plata. Suspiró la mujer. Empuñó la daga,
más bien para que no resbalara al suelo. Abrazada a ella, parecía
no temer la mirada del viejo. La guardó.
- La culpa tienes tú, que
dejaste de fumar-dijo al viejo.
- Masca mondadientes. Todavía
me quedan tres.
Mi tía
enseñó un colmillo de oro, envidia de los muertos de hambre. Me
pidió la bolsa de los bocadillos. Su mano con tres sortijas sacó
una caja de cerillas de cocina.
- Coja las que necesite.
- Una.
La vieja
encendió la colilla. Dio una calada profunda. Soltó el humo como
las actrices de las películas americanas. Tres aretes en la pantalla
del cine.
- ¿Molesto?-dijo la anciana.
Mi tía dobló
su cabeza en un gesto dudoso. La anciana se levantó de un salto
impropio para su edad. Salió al pasillo. El viejo corrió la puerta
con su pie desnudo. El viejo de pelo blanco llevaba un traje blanco
de lino. Era tan flaco como su propia sombra.
Entró el
revisor. El revisor tenía los ojos muy azules. Yo sólo había visto
muñecos de madera pintados con los ojos de ese color. El hombre del
traje blanco tenía un billetero con una goma de sujetar el pelo. Sus
dedos largos pasaron la goma de la cartera a su muñeca. Colocó los
billetes en la mano de la autoridad ferroviaria.
- Son de
segunda clase, señor. Me temo que se tendrá que cambiar de coche
-dijo el revisor con voz rara.
- ¡Oh! ¡Qué desolación!
Alma pegó la punta de su zapato
al mío. Me sonrió con media boca. Se sentía feliz con el
compartimento solo para nosotros.
- Aunque
quizá prefiera pagar la diferencia y quedarse aquí. Me temo que le
será difícil encontrar asientos libres en segunda-dijo el revisor.-
Su señora se lo agradecerá.
- No soy su
señora-dijo la vieja separando las palabras.
- Su…-balbució el revisor.
- Soy la
señora Illinois, actriz recitadora. Y la señora Illinois siempre
viaja en primera clase. Vengo de trabajar en el coro de Agatón, en
“Las Termóforas” de Aristófanes. Una actriz clásica no puede
viajar en segunda clase.
- El coro
siempre viaja en segunda-dijo el viejo escupiendo su segundo palillo.
- No me escupas el sarro de tus
dientes, ¡cerdo!- exclamó la señora Illinois.
El revisor se quitó la visera y
se pasó la mano por su mata de cabello gris.
- La
diferencia es de veintisiete euros y treinta céntimos. Termino de
revisar el vagón y regreso para saber la decisión que han tomado.
- ¡Siento
sangre en lo profundo de mi dignidad!-exclamó la actriz con voz de
ultratumba. Actuaba-. Estoy abatida por las ruindades de los
hombres-dijo la actriz. Sus manos comenzaron a bailar en el aire -.
Esta mañana he puesto mi puñal toledano en el cuello de un
empresario para que me pagara ciento veinte malditos euros por tres
días de actuación. Le he obligado a enterrar su cara en el barro
suplicando que no le pinchara en la carótida. El empresario
estrujaba con sus dedos seis billetes de veinte euros. He pinchado
hasta que he sentido mi mano pegajosa de sangre. Le he arrebatado mi
salario y me he dirigido a la estación a esperar un tren. Entonces
apareciste tú con un muchacho y un burro cojo que traía mi maleta.
Has venido con tu sudario blanco de director de escena y has sacado
los billetes en la taquilla. ¡Me cago en tus muertos, Segundo
Oficial! ¡Has olvidado mi maletín rojo! ¡Mis afeites, el cepillo
para mi pelo, las pinturas, los colores, mi vida entera!
- ¡Mi revolver! ¡Has dejado
que un empresario de tres al cuarto se quede con el revolver que me
regaló mi marido en Filadelfia!
- Tú no has tenido nunca
marido. El revolver era un pistolín mataperros que le robaste al
Mago Membrino. ¿Recuerdas a Membrino? Lloró buscando su pistola.
- ¡Mambrino!
¡El Mago Mambrino, Segundo Oficial!
Alma había cerrado sus ojos.
No quería volver su cabeza y ver el rostro de la anciana,
seguramente asombrada por las correcciones groseras que ningún
hombre puede airear en presencia de extraños. Mi tía Alma era una
mujer de convicciones.
Regresábamos
sin haber tomado ninguna decisión. Y si no tomamos ninguna decisión
era porque no había nada que decidir. Como siempre. Esperar. Esperar
la reacción de Mariona. Mi tía Alma se hizo cargo de mí desde el
mismo día del accidente que mató a mis padres. Yo apenas contaba
dos años. La China. Alma y la sirvienta China. Comían un saco de
arroz entre las dos en un mes. Tuvieron que comprar leche, tarritos
con frutas, verduras y aprender a tricotar ropa de bebé. Alma soltó
sus bufandas. Confeccionó chaquetas y pantalones. Pero yo salí
guapo y me empezó a querer y a gastar sus ahorros porque su niño
guapo agigantaba su hermosura con ropa de niño rico. La China vendió
el kimono de seda natural que le había mandado su familia para su
mortaja. Hasta que me hice hombrecito. No hombre. Me hicieron entre
las dos un pijo. Un joven que llegó una noche a casa con Mariona
pregonando nuestro matrimonio.
Alma meneó la cabeza.
- ¿En qué estación han
montados ustedes?- preguntó a la anciana.
- No se lo podría decir. Pero
sí le puedo informar que hemos actuado en un pueblo apestoso:
Herrerías de los Fresnos. El nombre es bonito. Pero sus habitantes
parecen puercos.
- Hemos actuado en la plaza
porticada de Fresnos de los Herreros-corrigió el viejo.
La señora
Illinois miró con odio al anciano. Sólo un par de segundos. No sé
por qué recordé la mirada de Mariona después de las dos bofetadas.
No me la había quitado de la cabeza en todo el tiempo que había
durado nuestra escapada. ¡La tía Alma! La tía Alma temía a
Mariona más que yo. Le tenía pánico.
Vi al revisor de ojos azules
pasar por delante de nuestra puerta sin mirar en el compartimento.
También le vio la tía Alma.
- Un buen
hombre o un cobarde-dijo mi tía con rabia.
- Los comediantes siempre damos
pena-dijo la vieja mientras abría su bolso.
Sacó un
collar de piedras negras. Miró al viejo. Se arrodilló entre sus
piernas. El viejo le quitó el collar de sus manos y le dio tres
vueltas en su cuello. Ayudó a levantarse a la anciana y la acomodó
en su asiento. Los ojos del viejo se habían apaciguado. Los ojos de
la anciana comenzaban a reír.
Alma dijo que
eran las dos. Me pidió la bolsa de los bocatas. Colocó una
servilleta en la mesita de la ventana. Puso encima medio pan grande
preñado de filetes de carne rebozados. Invitó a los comediantes a
que se acercaran. Dividió la barra en cuatro pedazos. Hubo vino y
otra ración de tortilla de patatas. El viejo se calzó los zapatos
blancos para comer. La vieja rezó y besó el pan. Los dos tenían
hambre. Mucha hambre. Porque mientras comían, lloraban. No de
agradecimiento. Lloraban de placer.
La anciana se sentó al lado del
viejo. Recostó su cabeza en su hombro.
- No puedo soportar a esa
pandilla de locos. Seguro que vienen berreando y tocando la
guitarra-escuché decir a la vieja muy quedo.
- Es mejor no volver a
verlos-dijo el viejo.
- ¿De qué vamos a vivir sin
Compañía?
- Nos matarán. Cuando les
digamos que no nos han pagado lo que creíamos, nos matarán. Es lo
que deben hacer: matarnos-dijo el viejo manoseando su corbata de seda
crema.
- ¿Cuánto te han pagado en
realidad?- preguntó la anciana.
- Lo
suficiente para ir tirando tú y yo durante un mes. Ya se me ocurrirá
alguna patraña cuando lleguemos.
- ¿No te dan pena?
- No-dijo el viejo. Cerró sus
ojos y en tres minutos resoplaba como un bendito.
También Alma se amodorró. La
anciana jugaba con su collar de piedras negras de tres vueltas. De
pronto, abrió su gran bolso de alpaca. Sacó la daga.
- ¿Te gusta?-me preguntó
mostrándomela entre sus dos manos.
- Es muy hermosa-le dije.
- Cógela.
Para ti. Ha servido para grandes montajes teatrales. Si este hombre
hubiera defendido la propiedad de mi maletín rojo, te hubiera
regalado el revólver que perteneció al Mago Mambrino.
- Gracias. La daga servirá de
recuerdo de este viaje-dije guardándola en el bolsillo de mi
chaqueta.
La tarde fue
transcurriendo con placidez. Coloqué mi mirada en el paisaje que
llegaba como un rayo para dejar paso a otro y éste a otro no muy
diferente. Hasta que vi llegar una procesión por una vereda paralela
al camino del tren. Un centenar de personas detrás de una virgen,
que viajaba en las andas que transportaban cuatro campesinos, llegaba
a una ermita con un campanil. Cohetes de romería pintaban en el
cielo manchas de pólvora. Las ruedas del tren apagaban su explosión.
Fue una visión fugaz que se quedó a mi espalda. Por eso no me gusta
viajar de frente: el mundo se pierde en un instante sin permitirte
guardar detalles. Entonces sentí en mi pierna el zapato de Alma.
- Creo que
deberías regresar a casa y pedirle perdón- dijo mi tía.
Me empezaron
a temblar las manos. Era como otras veces. Primero me temblaban las
manos y después sentía frío en todo mi cuerpo, hasta que el
vértigo traía a mis ojos miles de lucecitas de colores. Miedo.
Tenía miedo de que Mariona no me dejara entrar en casa y me mandara
a vivir con mi tía Alma y con la China en la casa vieja que olía a
viejo, a soledad, a aburrimiento. Apoyé mis codos en la mesita de la
ventana. Encerré mi rostro entre mis manos. Dejé pasar el tiempo
escuchando el golpeteo de las ruedas del tren. Al entrar en Orduña,
comenzó a llover.
Mi tía me
despertó para que ayudara al anciano de pelo blanco a bajar la
maleta del estante. El tren chirriaba casi parado rodando por su
camino en una playa de vías que reconocí al instante. El
compartimento se llenó de los ruidos que emitían las puertas de
otros compartimentos del vagón. Pensé en la prisa que siempre nos
entra de bajar los primeros al llegar a nuestro destino. La anciana
se apresuró en despedirse. Salió sin mirar atrás. El viejo de pelo
blanco y traje blanco no se despidió. Desapareció por el pasillo
con la maleta al hombro. La tía Alma bajó la ventana. Dejó entrar
el aire caliente del verano. Había parado de llover. A mí también
me gustaba mirar la estación desde el tren en marcha. El tren entró
en los andenes casi parado. Todavía rodaba los últimos metros
cuando vi saltar a las vías al anciano de pelo blanco que ella llamó
Segundo Oficial. Corrió hasta que el tren se detuvo. Recogió la
maleta. La dejó en el suelo y ayudó a bajar a la anciana vestida de
verde. Saltaban por el hormigón de las entrevías. Les perdí de
vista cuando rodearon el motor de un tren de cercanías. Corrían
como dos locos.
En la puerta del vagón se
amontonaba un grupo preguntando al revisor de ojos de muñeco
pintados de azul por nuestros compañeros de viaje. Me abrí paso a
codazos. La tía Alma me seguía arrastrando nuestras bolsas de
viaje.
Supe que estaba allí sin
verla. Fue un mazazo que me pegó de lleno en mi estómago. Luego la
vi y me volví para agarrarme del brazo de la tía Alma. Ella también
la había visto.
- Tranquilo-me dijo-.No tenía
que haberle llamado a la China para decirle que regresábamos hoy.
Mariona
estaba en medio de la China y de su amiga Carmencita Morales, una
juez que antes del euro te daba veinte duros si le tocabas. Mis
piernas se me habían agarrotado. Alma me empujaba con las bolsas de
viaje para que me acercara. Quise decirle a la tía que no podía
andar. Pero es que tampoco podía hablar. Metí la mano en el
bolsillo. Encontré en su interior la daga que me había regalado la
anciana del vestido verde. Sin sacarla, empujado por los nervios,
intenté clavármela con todas mis fuerzas. Se dobló. La saqué del
bolsillo para enderezarla con ambas manos. Era de plástico.
FIN
Getxo, 16 de noviembre de
2013.
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