Negro corría dentro de su
chándal por la vereda de la chopera, un caminejo lleno de charcas en
donde flotaban condones de colorines, de los que venden en las
peluquerías de caballeros. Él no usaba preservativo. Lo hacía como
los hombres antiguos. Si su madre no le hubiera infundido buenas
costumbres, habría actuado como los leones en la selva. Era un macho
de mirada fiera. Un viejo macho del que se apartaban los cachorrillos
que salían a correr cuando su madre les echaba de su nido a
escobazos. Muchachos que habían dejado el Instituto, la Formación
Profesional y tachaban de fracasados a sus padres porque se habían
doblegado durante toda su vida al capricho de sus capataces por unos
cientos de euros. El Negro conocía la historia de cada uno de ellos
y hasta podía recordar el olor de sus cocinas. El oficio de
carbonero era una buena escuela de aprendizaje. Por eso se apartaban
del sendero cuando se cruzaban con el viejo trotón, que sus setenta
y siete años ya no le dejaban dar zancadas. El Negro iba a lo suyo.
El camino de la chopera llevaba a las primeras casas de la ciudad,
quizás el lugar en donde sólo vivían los dueños del mundo. Desde
primeras horas del amanecer bajaban de las casuchas de las laderas
las reinas del lugar. También el Negro las conocía por su olor, un
olor muy diferente al de un puchero de cocido. Al cruzarse con una
princesa de la noche, le decía:
- Tengo 10 euros para bollos,
reina.
- ¡El bollo se lo das a tu
madre, degenerado! Mete la primera y desaparece si no quieres que te
clave la perica que llevo en el bolso, infectado del coño.
Eran las frases que le
resucitaban las cosquillas casi olvidadas. También le traían a la
memoria frases amorosas:
- ¡No me la dejes viuda,
palomita!
- ¡Mira, loco! ¡Déjame en
paz! Mira para otro lado y haz como si he pasado por la acera de
enfrente. ¿Qué te he hecho yo, viejo del cuerno?
- ¡Provocarme!
- ¿Cuántos años tienes,
Negro?-preguntó la nena con tono de enfermera.
- Setenta y siete cumplidos.
¡Anda, mujer, déjame verlo antes de quedarme ciego! Un recuerdo de
la premuerte. Te doy 20 euritos. Para la peluquería, señorona. Cola
de golondrinita, azúcar morena, bocado de monseñores.
- Mi tarifa son 100. Pero tú
estás fuera de la legalidad vigente. Sólo acepto clientela hasta
los sesenta. Los jubilados con las jubiladas, allá, diez números de
calle más arriba. La Lentejas resopla, chilla como una rata, te besa
las orejas y se deja por cinco y la propina. Todavía le llaman
ninfa. Además, aún le quedan cinco nietos en el paro. Practicando
la caridad, se gana el cielo.
- ¡La Lentejas! ¡Puaf! ¡Caldo
de rata con nabos para el ganado!
- ¡Setenta y siete! ¡No te
jode, el angelito!
- ¿Has comido caliente,
mirífica de Dios? Dí que sí, pichona. Dí que está bueno. Dame
tus manos, mariposa. Setenta y siete años expertos te harán ver lo
que hay detrás del cielo. Anda mujer, dame un beso de despedida.
La niña puso cara de santa,
abrió el bolso, sacó el spray y lo vació en los ojos del Negro.
Echó a correr tipi-tapa, tipi-tapa, tipi-tapa y sólo se volvió al
torcer la esquina de la casa para comprobar si lo había dejado ciego
del todo.
- Este se queda enlagrimao p’a
largo.
- ¡Recuerda mi nombre, que te
morirás de granos malos! ¡El Negro te lo augura con pena, que
siempre he querido que se mueran las feas! ¡Por mi madre, te lo
juro!
Aquel amanecer, Pedro Pablo
Campana, alias El Negro, se despertó frotándose los ojos. Su piel
era blanca como la de un niño rico, aunque había sido carbonero
desde los doce años. Primero llenando sacos con quintales de
cuarenta quilos en la tejavana de la carbonería, después con el
carro y el caballo cargando los sacos al hombro hasta la carbonera de
las cocinas. Tuvo tres caballos. La más dulce, Babieca, una yegua
blanca que le vendió un gitano gallego. El gitano arreglaba pucheros
y ponía varillas nuevas a los paraguas. Se llamaba Arturo. Tenía
los ojos negros y sabía hacer zapatos de hojalata para perros.
Arturo quiso enseñar su oficio al Negro. Pero al Negro le gustaba
entrar en las cocinas de las casas y oler el cocido que hervía al
amor de la lumbre. Fue carbonero hasta los setenta años. Carbonero y
soltero. “¡El diablo que les lleve!”, decían las mujeres.
- ¡Cásate, hijo mío! Los
hombres solteros son unos puteros-le decía su madre con lágrimas en
los ojos-.Además, se mueren solos.
- ¿Cómo es posible que alguien
quiera a un carbonero? Ellas sólo ven el brillo de mis ojos en un
desierto de arena negra. Hasta las mujeres con viruelas sienten
miedo. Yo las hago felices con flores y así se pasa la vida.
Reminiscencias. El resto de la
mañana sintió el resquemor de las pistas. El spray. ¡Ay! Cuando su
mollera se atascaba en el recuerdo de una real hembra, los sucesos de
a diario no tenían cabida en sus desvelos. Le sucedió a los veinte
años y a los setenta y siete. Si existían en los sueños, vivían
en la realidad. Su madre, ya difunta de un cuarto de siglo, cuando
soñaba largo, indagaba en su interior si los sueños eran patraña o
tenían posibilidad de convertirse en ciertos. Preguntaba a las
pitonisas del barrio. Una vez soñó un número incompleto del gordo
de la lotería. De las cinco cifras, le faltaban dos. Vendió los
colchones de lana. Compró diez décimos con los tres números
soñados y con los otros dos, al azar. Cayeron los tres números. De
los otros dos, nada. Su madre le dijo que si no hay sueño entero,
todo se queda en humo y susto.
Su sueño era verdadero. Entero
y verdadero. Sólo hacía falta gastar cien euros para subir más
alto que las nubes. Sucedió de día y en la calle, en la vereda que
sube al monte donde follan las parejas huérfanas de cama y un cura
enseña el culo a los niños de la Confirmación. Sucedió donde
viven las ninfas y los gnomos.
El Negro se levantó con la
sensación de haber dormido bien, sin la artrosis en los dedos de sus
manos. ¡Cien euros, tú, la sexta parte de su jornal de jubilado!
Revisó la caja de puros de madera en donde guardaba sus ahorros, una
herencia que todavía olía a la selección exclusiva de los 25
obsequios (entonces se llamaba obsequio a cada uno de los cigarros
puros) de “La Radiante de E.S.M. y Cª” de Bejucal. Habana. Una
boite nature,
que había servido para guardar tres parejas de pendientes, un fajito
de recordatorios de difuntos, medio collar de perlas falsas, un
botón de almirante y la sortija de plata de su padre, flaca y
gastada por el sello, pero de plata vieja, de las que brillan con
sólo pasarles las huellas digitales. Se lo dio todo a una hermana
que era amante de los recuerdos. Él se quedó con la boite
nature porque olía a
habanos como olería siempre. Su caja fuerte. Cogió cinco billetes
de 20 euros. Se puso el chándal de correr. Se dio diez gotas de
Cacharel. Salió en dirección al Parque de los Guerreros en donde
crecían unos algarrobos y media docena de plátanos con el tronco
lleno de nudos en donde anidaban los pepechines. Allí comenzaban las
casas de antes de la Guerra. Ahora, las oficinas de los chulos.
También vivían echadoras de cartas y un buscarrecuerdos que por
cinco euros era capaz de hacerte recordar cosas que no hiciste. La
nena andaría por La Cepa, una tasca en donde hacían vermú con
alcohol de droguería, canela y picaduras de aceitunas de manzanilla.
Todavía venía gente de la parte noble de la ciudad a darle un
mordisco a un taco de bonito en escabeche enlatado en Bermeo. La
palomita solía bajar la cuesta por la acera de la derecha y subía
por la de la izquierda estampando la sombra de su palmito en las
aceras donde se posaban los gorriones. La avistó entre las vallas
del huerto del tío Venantino, un hombre que se murió de sarna en la
Guerra de Cuba, según decían, y la esquina de La Cepa.
Allí
sacaban un banco grande y bien armado, como los de las iglesias, en
donde se sentaban los más viejos y una alemana anciana que andaba en
Vespa. Se llamaba Crimilda, como la hermosa mujer de Los Nibelungos
por la que tantos caballeros perdieron su vida. Crimilda era adicta
al vermú y a los ajos crudos. Era aficionada a los hipnóticos para
conciliar el sueño. Hasta que descubrió el poder sedante del vermú
de La Cepa, la tasca sagrada de los marineros sin hogar en donde
todavía les prestaban un petate y el suelo del camarote para
extenderlo. El dueño de La Cepa tenía un loro que se llamaba
Einstein. El loro sabía el nombre de todas las putas del barrio. Les
saludaba diciendo alto y claro E=mc2.
El Negro no corrió. Le dolía
el aliento. Paseó. Llegó pronto a casa. Se encontraba raro. Enredó
en la cocina con los párpados bajos. Desde pocos días atrás, el
cuerpo y el alma le pedían cama. Aunque quería comportarse como un
hombre, la tristeza le sacaba las lágrimas. Sabía que su salud se
estaba desgarrando. El aire del amanecer olía a ciprés. Si no había
acudido a la consulta del ambulatorio, era porque las acuciantes
ganas de dormir le comían el tiempo. Su verdad única, razón de
vida, residía en el recuerdo de la Venus, comida sagrada de un
hombre sano que ha hecho escaso daño al mundo. Curiosamente, el
Negro, cuanto más pensaba en la hembra que le borró los ojos, era
en los momentos que se afanaba en la cocina con las zapatillas a
rastras, colocaba los platos y las cucharas en su cajón, mojaba con
la fregona los desconchados del terrazo, enterraba el cadáver de una
cucaracha en el cubo de la basura, se hacía un batido de chocolate o
silbaba suave, más bien soplaba entre dientes el poco aire que le
permitía el recuerdo del deseo de la carne.
Silbaba para amarrar las
lágrimas. ¡Ay, la carne! ¡Negro, pecador!, se regañaba al
arrastrarse a su cama un par de minutos antes de quedarse dormido y
de comenzar a soñar con la reina del bollo que lo paseaba a una
altura entre ochenta y noventa centímetros de los guijarros del
suelo. El Negro era consciente de que los sueños constituyen la
esencia de la vida. Y que la suya había comenzado a perderse apenas
sin avisar. Aunque algo debió de intuir, porque el día que ya no
tuvo fuerzas para arrastrar sus huesos y llamó a una ambulancia
para que le llevara al Hospital, tuvo tiempo de dejar los cinco
billetes de veinte euros en la caja de puros habanos.
FIN
Arrigúnaga,
9 de mayo de 2010.
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