La mujer de Simón usaba muletas con sobaqueras de biela con chinchetas doradas. Ya no manejaba bien las muletas. Se tropezaba. Se caía. Caminaba haciéndose sangre en la frente y en las rodillas, astillándose un brazo y rebotando frases de fuego contra los santos. Le salían sin malicia. Medicina de pobres. Cuando no podía más dejaba su cuerpo tullido en las boñigas del pozo de la cuadra esperando el mordisco de una rata en algún poco de carne de encima de sus huesos. No lloraba. Esperaba. Él siempre terminaba por llegar. Algunas veces retornaba al escaparse la noche. Entonces la mujer se esforzaba en levantarse. Lo conseguía. “Los hombres se enganchan en una zarza”. Estaba convencida.
Mientras la mujer arrastraba su cuerpo con ayuda de sus muletas por los huecos del caserío, Simón juraba que a los ochenta años se iba a ahorcar de una viga de la cuadra. El vino borra la razón.
- ¡Fanfarrón!-decía una voz.
Otra voz mojada en alcohol
gritaba por encima del fandango:
- ¡Deja tu hora a un lado y
cuéntanos cómo tu primo te birló el puesto de guardia municipal!
A Simón le brillaban sus ojos,
sonreía con malicia. Y lo contaba. ¡Claro que lo contaba! Pero un
día sintió daño en sus huesos. Era un daño duro. Dio la espalda
al personal. Cogió su vaso de vino y se lo llevó a la boca. Fue un
trago largo. Sólo uno. Preguntó cuanto debía y salió al frío de
la noche. No tuvo conciencia de que le costaba caminar sin dar
bandazos. Estaba borracho. Como todas las noches, estaba borracho.
Llegó a casa sin daño. Buscó a su mujer en la cocina, en el cuarto
de al lado, que era también el suyo. Se dirigió a la cuadra. Allí
estaba. Iluminada por una bombilla de veinte vatios, a la orilla del
pozo negro. Allí estaba esperándole como cada noche. Sin llorar.
- Ya te tengo dicho que dejes en paz a las vacas, mujer. Son animales.
- Ya te tengo dicho que dejes en paz a las vacas, mujer. Son animales.
- Mugen, borrachín. Mugen de
hambre. Mientras tú te llenas la barriga de vino, ellas mugen
muertas de hambre. Dan pena. Si no les puedes atender llama al
carnicero.
- Ya les daré yo la cena. Te ahogarás en el foso de sus orines.
- ¿Por qué nos casamos nosotros?- preguntó la mujer en un suspiro, marcando las eses como hacían los viejos hace mucho para dulcificar el idioma.
- Porque éramos buenas personas. Cogíamos grillos en mayo y los poníamos en la ventana a cantar. Pero la vida no es como la pintamos: es como nos la van pintando. La vida es amarga como la piel de las nueces verdes.
- Si rumias, malo para tus vísceras. La vida es como el agua del manantial. Si orinas en el manantial el agua se ensucia. ¡Bebes demasiado! Eres un pellejo sin fondo. ¿Cuándo vas a comprar veneno para las ratas? Un día me comerán entera. ¡Comerán mis huesos y creerás que me he fugado! Hay una rata grande que cuando salta encima de mi estómago, se me acaba el aire de mis pulmones. Mi padre decía que el orín de las ratas tiene veneno mortal. Si encuentra una herida se mezcla con tu sangre y te paraliza los riñones. Decía que los Nacionales pagaban cuatro duros por un saco lleno de ratas. Las soltaban en las celdas de los presos.
- Ya les daré yo la cena. Te ahogarás en el foso de sus orines.
- ¿Por qué nos casamos nosotros?- preguntó la mujer en un suspiro, marcando las eses como hacían los viejos hace mucho para dulcificar el idioma.
- Porque éramos buenas personas. Cogíamos grillos en mayo y los poníamos en la ventana a cantar. Pero la vida no es como la pintamos: es como nos la van pintando. La vida es amarga como la piel de las nueces verdes.
- Si rumias, malo para tus vísceras. La vida es como el agua del manantial. Si orinas en el manantial el agua se ensucia. ¡Bebes demasiado! Eres un pellejo sin fondo. ¿Cuándo vas a comprar veneno para las ratas? Un día me comerán entera. ¡Comerán mis huesos y creerás que me he fugado! Hay una rata grande que cuando salta encima de mi estómago, se me acaba el aire de mis pulmones. Mi padre decía que el orín de las ratas tiene veneno mortal. Si encuentra una herida se mezcla con tu sangre y te paraliza los riñones. Decía que los Nacionales pagaban cuatro duros por un saco lleno de ratas. Las soltaban en las celdas de los presos.
- Y los presos se las comían
vivas. Dejemos las cosas quietas. Dime: ¿Qué quieres que haga
primero: llevarte a la cocina para que te unte con yodo las heridas o
darles la cena a las vacas?
- Atiende al ganado.
Simón coge en brazos a su mujer
y la lleva por el corredor a la cocina. Siente que se le ha
evaporado la borrachera. Tampoco le duelen los huesos. Piensa que la
mala conciencia duele en los huesos. La acomoda en su silla, pone
encima de la mesa una palangana de plástico con agua limpia y una
toalla, un paquete de algodón y la botellita de yodo. Primero le
limpia las heridas de la frente, después las de los codos y por
último las de las rodillas. Ella se deja hacer. Antes de cubrirlas
con esparadrapo, sopla en los rasguños.
- ¿Has cenado?- pregunta a la
mujer.
Sin esperar la respuesta, le
prepara un tazón de leche caliente y le acerca la barra de pan.
- Atiende al ganado -le suplica
su mujer.
Simón llena los comederos de
las dos vacas con la alfalfa que ha cortado por la mañana. Después
les limpia la cama y esparce arena de la playa con una pala. Arrima
un taburete a las ubres del primer animal y limpia sus pezones con un
trapo impoluto bien mojado en agua templada. La ordeña. Hace lo
mismo con la otra. Las vacas sacian su hambre.
- No olvides de darles agua -le
llega la voz de su mujer desde la cocina.
Simón llena un cubo en un grifo
que hay en la pared. Cuando terminan de beber les acaricia la testuz,
recoge las muletas de su mujer, el recipiente de la leche y apaga la
luz de la cuadra. En la cocina, limpia con una bayeta las muletas con
sobaqueras de biela y las lleva al cuarto de al lado. Levanta a su
mujer por la cintura y la deja sentada encima de la cama. Se desnuda
de cintura para arriba y se lava en la fregadera las manos, los
brazos, las axilas y el pecho. Antes de secarse, bebe un trago de
agua del grifo, la cena, y se acuesta al lado de la cojita. Entonces
quiere recordar desde cuándo su mujer es coja, pero le falla la
memoria. Con el sueño en ciernes, piensa que quizá es coja desde
niña, desde que le arrojaba piedras cuando le burlaba o antes de
conocerla él. Se duerme.
Antes, cuando era joven y bebía
menos que ahora, olvidaba las cosas pequeñas. Olvidaba el nombre de
los pájaros, cuándo florecían los manzanos, de qué color eran las
flores de los cerezos. Y es que le daba igual el nombre de los
pájaros y el color de las flores de los frutales. Después de
cumplir sesenta años comenzó a olvidar el saldo de la libreta de
ahorros y algunas veces, hasta el nombre de sus padres. Ahora, que le
faltaba poco para cumplir los ochenta, lo único que no podía
olvidar era el rostro que le había hecho malo: el rostro de un primo
suyo con la sangre de sus venas corrompidas. Y no podía arrancar de
su pecho el dolor que aquel hombre había sembrado en su corazón el
día que le robó su talla y el día que mató a un vecino en el
apeadero del tren.
Sucedió hace mucho.
Simón medía un metro y sesenta
y siete centímetros. Le sobraban dos para pasar las pruebas de
altura que se celebraban en el salón de actos del Ayuntamiento, con
las botas brilladas y la boina recogida en la mano derecha en señal
de respeto. Era un muchacho de hombros anchos y cintura de bailarín.
Para entonces ya habían corregido los ejercicios de Urbanidad,
Geometría y Aritmética y él había sacado la máxima puntuación.
Sólo faltaba que el médico y el alcalde les tasaran la altura con
la regla oficial de medir quintos para el Servicio Militar y párvulos
para comenzar la escuela. Pero su contrincante ganó por un
centímetro y fue proclamado allímismo con los saludos de su
cuadrilla, guardia municipal.
Simón y la nueva autoridad eran
primos carnales. Primos carnales que habían besado a la misma abuela
y habían jugado a guardias y ladrones en los mismos espacios. Las
Guerras, si joden la paternidad, ¿cómo no van a joder los
parentescos amarrados con hilos? Además, Simón tenía los ojos
azules, ojos plácidos de chirigotero fabricados para llorar y
querer. Al contrario, los ojos de su primo miraban desde agujeros
taladrados en el fondo de su cogote, ojos de rata. Eso decían.
También decían que nunca le habían escuchado reír.
Con trampa o sin trampa la
elección fue legalizada. Pocos meses después de ser nombrado
guardia municipal del bando ganador, el primo descargó su pistola
oficial en el andén de la estación de ferrocarril sobre el cuerpo
de un vecino que se quejaba porque el guardia le robaba terreno
corriendo las mugas de separación las noches sin luna. Riñas de
vecinos. Eran aquellos años en los que el General Franco tomaba el
cafelito con el Teniente Coronel Martínez Fuset mientras ordenaban
largas listas de enemigos
escribiendo a su vera garrote
o fusilamiento. A su
primo le metieron un mes en la cárcel. Hubo
muchos testigos. Al
de un mes salió con los galones de sargento y con unas botas
reglamentarias que le aupaban las narices cinco centímetros del
suelo. Le hicieron un uniforme nuevo, le dieron el bastón de mando y
el honor de acompañar al alcalde en las fiestas de los barrios y de
golpear en las espinillas de los chiquillos para mantenerlos alejados
de las autoridades y para que no se subieran a los árboles.
Simón jamás pudo tragar la
injusticia de que a su primo le ascendieran a sargento con la
prerrogativa de vestir un par de botas que le hacía más alto que a
él. De ahí su único discurso, su alocución tabernaria, su soflama
de todos los días en los lugares más insólitos del pueblo. Cuando
el alcohol le acercó a la vejez, su denuncia la hacía hasta en los
lavaderos de las mujeres, en los recreos de la escuela, a la salida
del catecismo. Mientras, se olvidaba de llevar a las vacas al
abrevadero, de sacarlas al campo a pastar, de ordeñarlas a sus
horas; dejó a la cojita en libertad, la abandonó a las sorpresas
que una casa de campo va cimentando a su libre albedrío. Fueron años
sobre años echados a perder. Años de borracheras y abandonos. Hasta
que la cojita dejó de luchar contra las ratas o las ratas la
vencieron. Cincuenta años con la piel curtida de mierda, plagada de
llagas, eran muchos años como para que los roedores no guardaran en
su memoria la forma de tumbarla.
La halló Simón, un amanecer
de curda, desnuda encima de los excrementos de sus dos vacas que se
acostumbraron a vivir con los vaivenes del amo, con un agujero donde
recordaba que siempre había tenido la nariz y algunas larvas
pringosas arrastrándose por su cintura. Simón supo buscar una
sábana limpia en el ropero de su esposa. Envuelta en ella, la llevó
a la cocina. Antes de depositarla en la mesa, la limpió con agua
caliente y alcohol. Después dedicó toda la mañana en desinfectar
su cuerpo, en limpiar sus llagas, en cubrir con una venda y
esparadrapo el agujero de su nariz. Le aseó su cuerpo como se asea
a una novia y le condujo a su cuarto.
La tendió en su cama. Luego de
peinarla y rociarla con colonia limpió con parsimonia sus muletas y
las colocó cada una al lado de su cuerpo. La cubrió con una
sobrecama de brillos y colocó una vela encendida encima de la
mesilla. Sacó su escopeta de cazar y la caja de los cartuchos.
Disparó contra todas las ratas que vio en el cuarto. A las últimas
las mató a pisotones o las degolló con sus propias manos; también
a mordiscos. Después cerró la puerta y salió al campo a recoger
flores amarillas de nabos silvestres. Era su tiempo de florecer.
Regresó al cuarto de la cojita, lo barrió, quitó el polvo y
almacenó la ropa que no era de mujer. Una mariposa blanca se posó
en el mármol gris de la mesilla. Simón tuvo el flash de un recuerdo
infantil. Su madre le contó que las almas de los muertos eran
mariposas blancas. Abrió la ventana del cuarto y esperó a que la
mariposa volara vacilante al viento, como vuelan las mariposas que
desconocen el camino a lo desconocido.
Pidió permiso para enterrar a
su mujer junto a sus muletas.
Simón vendió sus vacas. Clavó
la puerta de la cuadra que llevaba a la cocina. Volvió a la taberna.
Ahora iba a cualquier hora del día. Esperaba agazapado detrás de
una columna la entrada de algún desconocido y le invitaba a beber.
Poco a poco su lengua narraba lo único que recordaba de su vida:
cuando su primo le hizo trampa para quitarle el puesto de guardia
municipal y cuando mató a un vecino con la pistola que le habían
dado en el Ayuntamiento.
Lo encontraron ahorcado de la
viga más alta de la cuadra con la polla en las manos. Tenía ochenta
años. Lo incineraron sin funeral. Las cenizas las derramó un vecino
en la huerta en la que Simón plantaba nabos para el ganado. De las
flores de nabos remanecieron larvas y de las orugas, miles de
mariposas blancas con ojos negros en sus alas que copularon antes de
morir formando un triángulo de nieve delante del telón azul del
cielo.
FIN
Un relato rural lleno de pesía y ternura que sorprende por la dureza de la historia que cuenta.
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