I
El abuelo aprendió a silbar
como los tordos el día que la americana descubrió los huesos del
tío Hipólito. También aquel día logró hablar por teléfono con
voz nítida: “Dígame”. Me lo contó el día de mi cumpleaños.
- ¿Y tú cuántos años has
cumplido hoy?- me dijo.
- Nueve. Hoy he cumplido nueve
años.
-Yo voy a hacer el mes que viene
diez veces nueve. Nunca es tarde para aprender portentos. Porque
antes de hacer diez veces nueve he aprendido a hablar por teléfono
como el jefe de estación y he practicado el silbido de los tordos
negros muy negros, de esos que duermen en los laureles. ¿No te
parece prodigioso?
- ¿Qué significa prodigioso?
- Una cosa maravillosa,
extraordinaria.
- A mí no me parece
extraordinario que sepas silbar como los tordos. La abuela no sabe
silbar como los tordos y dice que no le importa. Y también dice que
se siente feliz cuando el teléfono está callado.
- Tu abuela siempre ha sido una
ramplona. No es propio de abuelas cantar como los tordos. Cantar como
los tordos no deja de ser una gansada. Las abuelas están para contar
chismes que no interesan a nadie y para reírse de los hombres. Pero
no andan silbando por la vida. Además, tu abuela perdió su alegría
al olvidar la destreza de mis manos. Acepto su retraimiento en no
querer ir al mercado en la silla de ruedas que le construí con mis
herramientas, pero no le perdono su desconfianza en mi habilidad. Mi
silla de ruedas es tan buena como las que usan las monjas en el
asilo para llevar a los viejos al dispensario. Mi silla no está
construida para ir al hospital. Está pensada para pasear por el
camino del manantial y por los álamos. Está copiada milímetro a
milímetro de una silla de un lord cojo que vivió en la India.
La abuela hacía muchos años
que había perdido la fuerza en las piernas. Aunque el abuelo le hizo
una silla de ruedas pintada de rojo carroza, radios de ciclomotor y
empujador de madera barnizada a muñequilla, ella le dijo que no
había nacido para que los niños se rían de una vieja. Con todo,
el abuelo no perdió la esperanza de que se aficionara al carromato.
Le puso un claxon de fantasía y un freno capaz de dejar en seco las
ruedas traseras en una distancia de quince centímetros. También mi
madre le compró una manta escocesa y una gorra de lana para el
invierno. Pero la abuela mandó, cuando se rompió la cadera por
tercera vez, que recojan las alfombras y quiten la cera de la madera
del suelo. Después se ejercitó en caminar con dos muletas de
aluminio y no volvió a subir y bajar escaleras.
II
A mi tío Hipólito lo vinieron
a buscar en un auto negro con rueda de repuesto. Dicen que era un
Citroen. Eso sucedió antes de nacer yo, en la guerra. En mi casa lo
recordaban todas las noches y siempre que venía un familiar de
visita de día. Entonces, cerraban las ventanas para hablar.
Llegaron cuatro hombres con
sombrero. Lo sacaron de casa por la ventana de su cuarto y lo
abatieron de dos tiros a quemarropa, los dos en el pecho. El tío
Hipólito no fue a la guerra porque era dos quintas más viejo. Era
maestro de escuela. La gente dice que enseñaba cantando. En la plaza
había tiovivos. En realidad sólo había un tiovivo. Era para los
niños. La abuela dice que cuando ganaron la guerra los otros, le
pusieron dos altavoces que no paraba de tocar el himno nacional. A mi
tío Hipólito lo sentaron en un cochecito de bombero, de los que
tienen campana. Después le dieron a la sirena del tiovivo para que
los vecinos se asomaran a las ventanas. Pero los vecinos, en vez de
mirar, sacaron sus manos para cerrar las contraventanas de sus casas.
Atrancaron sus ventanas para no ver lo que sucedía en la calle. Los
abuelos no oyeron los dos tiros. Por eso dice el abuelo que
“descargaron el cargador”. Es mucho más dramático que “le
pegaron dos tiros”. Alguien vio algo. Lo contó. Los hombres con
sombrero arrastraron el cadáver hasta la entrada del pueblo o más
lejos, por allí, por donde el camino va no sé dónde. Hacia el
campo. Los dos casquillos los encontró Inocente, el recadista. Mi
abuelo se los compró por dos duros. El padre de Inocente le dio un
par de órdigas con la orden de devolvérselos a mi abuelo. Así fue
cómo mataron a mi tío Hipólito: tirado en un cochecito de bombero.
Después se lo llevaron arrastrándolo por el polvo y poco más se
supo. Mi tío, además de enseñar cantando, escribía historias de
santos malos y novelas de ladrones y policías. Se las publicaban
todas. Yo he leído la de los policías. Hay una en donde un hombre
sin piernas se mueve por la ciudad en un carrito con ruedas de
rodamientos. Se empujaba con las manos, envueltas en guantes de
cuero. Se llamaba Steve Chanceller y se alimentaba de las botellas de
leche que cogía de las puertas de las viviendas. Mi tío no firmaba
sus novelas como Hipólito Estrella. Era su verdadero nombre.
Nosotros somos Los Estrella.
III
Doña Matilde, la amiga de mi
abuela, había nacido en una tribu de arapajoes, en Oklahoma, América
del Norte. Hablaba muy dulce. Su hijo vino con las Brigadas
Internacionales a ayudar a la República. Era periodista. Lo mataron
nada más llegar a Madrid. Doña Matilde vino en avión a hacerse
cargo del cadáver de su hijo y se quedó a vivir en nuestro pueblo
porque no pudo rellenar a tiempo los papeles de regreso. Dicen que el
muchacho se pudrió demasiado y no le dieron el visado de muerto
nuevo. Al periodista lo enterraron fuera de las paredes del
cementerio de nuestro pueblo, al lado de otro muerto que no tenía
cruz. Tenía una estela en la que habían esculpido un compás. La
abuela se solía consolar con la americana. Le decía que el poseer
sólo dos balas y un petacho de sangre seca recortada con unas
tijeras de hojalatero de la espalda de un carricoche de feria, daba
mucha tristeza. Mientras la abuela se lamentaba, Doña Matilde
exhalaba con los ojos cerrados una especie de letanía impenetrable,
pero hermosa. Su nariz recta se dibujaba en la pared blanca de la
sala y yo esperaba a que encendiera un cigarrillo para ver el humo
dibujado en el lienzo de cal. Ella esperaba con paciencia que un día
la Verdad brillara entre la mies y el cereal crecería como cabezas
nunca vistas entre plumas de águilas, verdaderos dueños arapajoes
de las tierras de Oklahoma. El abuelo decía que era una americana
loca que había caminado mal por el mundo. Sin mirar a las esquinas.
Pero mi abuela era su amiga y la respetaba.
Doña Matilde era una anciana
hermosa. Aunque era india no daba miedo. Todo lo contrario. A mi me
encantaba que pusiera sus manos grandes en mis hombros. Si se le
miraba de perfil se parecía a la madre de Toro Sentado, el jefe que
hablaba con los generales de guerrera azul. Mi padre, cocinero en
barcos americanos, me traía un montón de tebeos. Ellos me enseñaron
a abrir el baúl de mi fantasía. Doña Matilde, en uno de sus viajes
a América, había traído con ella a dos hijas solteras que gustaban
de adornarse con collares de piedras y huesecillos de gatos. Yo me
arrastraba muchos anocheceres tras sus huellas, que siempre me
conducían a un pequeño prado de yerba muy fina que crecía al lado
de un espino de flores blancas. Una de sus hijas, la más alta, tan
alta como los hombres más altos del pueblo, extendía en el pradillo
una manta del color de las naranjas y se sentaban en ella buscando la
Estrella Polar. Comenzaban a murmurar. Era magnífico. Su arrullo me
volvía loco. Nunca levantaban la voz. Después, doña Matilde se
ponía de rodillas y escribía despacio en el aire dibujos sencillos,
casi siempre los mismos, que parecían letras trazadas en el vacío.
Al comenzar a flamear las estrellas se levantaban, se tomaban de las
manos y decía sólo una vez: Manitú. Después regresaban al pueblo.
IV
Una mujer dijo que eran tres
hombres con pistolas los que apuntaron a las ventanas de las casas
para que ninguna quedara abierta. Que los hombres pusieron un abrigo
al muerto y lo arrastraron por el medio de la plaza y se fueron por
el camino que llevaba al lavadero. Luego le subieron en una
camioneta. Era todo muy confuso.
Mi padre solía ir a la taberna con
un amigo filipino para ver si se enteraba de algo nuevo. Pero el
filipino se emborrachaba, se ponía en calzoncillos y cantaba
canciones de amor. Entonces mi padre pedía una guitarra y punteaba
sus canciones. Eran las noches que mi abuelo se ponía un capote,
cogía la escopeta de cazar avefrías y los iba a buscar. Y es que mi
madre se pasaba la noche llorando sentada en una banqueta de la
cocina.
V
Sucedió pocos días antes de
cumplir nueve años.
-Hay unos espinos muy hermosos
que crecen al borde de un huerto en donde siembran maíz.-dijo doña
Matilde con su voz envolvente. “De terciopelo”, decía mi
abuelo.-Pedí permiso al dueño del maizal para que me dejara coger
una mazorca-continuó diciendo.- Es un lugar muy hermoso: entre
piedras calvas semienterradas hay un murete escondido en las raíces
de unos espinos con ramilletes de flores blancas. En su base sangran
unas cuantas docenas de fresas salvajes. Al acercarme a cogerlas vi
que no todas eran piedras con musgo. Eran huesos empotrados entre
ramilletes de espinos blancos.
Doña Matilde puso un dedo en
un espino y su grito de americana compungida desmayó a sus hijas
pensando que una culebra le había arrancado sus dedos pintados de
cereza. Doña Matilde no dudó. Se chupó su dedo meñique, mojó los
mofletes de sus hijas con rocío y gritó en perfecto español que la
calavera del muchacho de los Estrella estaba allí.
VI
La abuela se dejó subir a la
silla de ruedas que le hizo el abuelo porque estaba convencida de que
las americanas no sabían mentir. También permaneció entre el
murete con las manos protegidas con guantes de lona. Según iba
encontrando huesos y huesecillos los iba guardando en los bolsillos
de su delantal como si fueran fresas maduras.
Yo vi al abuelo alargar sus
labios estriados y emitir el silbido característico de los tordos de
la tierra. Lo hacía tan bien que él mismo parecía un tordo
cantando la huida del sol al atardecer, que es cuando más cantan.
Las lágrimas comenzaron a correr por los surcos que bajaban por los
costados de su nariz y cuanto más fea se le ponía su cara de viejo
más hermosos le salían los trinos.
La abuela, sin dejar de escarbar
la tierra con sus dedos convertidos en garras dijo muy dulce:
- ¿No escuchas cantar al tordo?
El canto de los mirlos le volvía loco de alegría a Hipólito cuando
era niño. ¿Recuerdas?
VII
Todos empujaban del carro. Y
les dejaban a los abuelos recoger los huesos enterrados entre las
raíces de espinos de flores blancas y pinchos duros. Es increíble
que el abuelo aprendiera a cantar como los tordos negros y a coger
con brío el teléfono diez años antes de ponerse a morir. Hay cosas
difíciles de comprender. Tan difíciles como el hallazgo de los
huesos de mi tío entre las piedras de un muro que un día fue redil
de ovejas y ahora un montón de cantos en donde nacían fresas
salvajes y una selva de espinos blancos.
Doña Matilde se siguió
sentando en su manta y dibujando letras con las manos.
- Manitú lo ve todo.
El abuelo solía ir al
cementerio al apagarse el día. Escondido entre cruces de mármol,
lanzaba silenciosos trinos en dirección a la tumba nueva del tío
Hipólito.
FIN
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