jueves, 5 de junio de 2014

EL CANTO DEL MIRLO


I

El abuelo aprendió a silbar como los tordos el día que la americana descubrió los huesos del tío Hipólito. También aquel día logró hablar por teléfono con voz nítida: “Dígame”. Me lo contó el día de mi cumpleaños.
- ¿Y tú cuántos años has cumplido hoy?- me dijo.
- Nueve. Hoy he cumplido nueve años.
-Yo voy a hacer el mes que viene diez veces nueve. Nunca es tarde para aprender portentos. Porque antes de hacer diez veces nueve he aprendido a hablar por teléfono como el jefe de estación y he practicado el silbido de los tordos negros muy negros, de esos que duermen en los laureles. ¿No te parece prodigioso?
- ¿Qué significa prodigioso?
- Una cosa maravillosa, extraordinaria.
- A mí no me parece extraordinario que sepas silbar como los tordos. La abuela no sabe silbar como los tordos y dice que no le importa. Y también dice que se siente feliz cuando el teléfono está callado.
- Tu abuela siempre ha sido una ramplona. No es propio de abuelas cantar como los tordos. Cantar como los tordos no deja de ser una gansada. Las abuelas están para contar chismes que no interesan a nadie y para reírse de los hombres. Pero no andan silbando por la vida. Además, tu abuela perdió su alegría al olvidar la destreza de mis manos. Acepto su retraimiento en no querer ir al mercado en la silla de ruedas que le construí con mis herramientas, pero no le perdono su desconfianza en mi habilidad. Mi silla de ruedas es tan buena como las que usan las monjas en el asilo para llevar a los viejos al dispensario. Mi silla no está construida para ir al hospital. Está pensada para pasear por el camino del manantial y por los álamos. Está copiada milímetro a milímetro de una silla de un lord cojo que vivió en la India.

La abuela hacía muchos años que había perdido la fuerza en las piernas. Aunque el abuelo le hizo una silla de ruedas pintada de rojo carroza, radios de ciclomotor y empujador de madera barnizada a muñequilla, ella le dijo que no había nacido para que los niños se rían de una vieja. Con todo, el abuelo no perdió la esperanza de que se aficionara al carromato. Le puso un claxon de fantasía y un freno capaz de dejar en seco las ruedas traseras en una distancia de quince centímetros. También mi madre le compró una manta escocesa y una gorra de lana para el invierno. Pero la abuela mandó, cuando se rompió la cadera por tercera vez, que recojan las alfombras y quiten la cera de la madera del suelo. Después se ejercitó en caminar con dos muletas de aluminio y no volvió a subir y bajar escaleras.
II

A mi tío Hipólito lo vinieron a buscar en un auto negro con rueda de repuesto. Dicen que era un Citroen. Eso sucedió antes de nacer yo, en la guerra. En mi casa lo recordaban todas las noches y siempre que venía un familiar de visita de día. Entonces, cerraban las ventanas para hablar.
Llegaron cuatro hombres con sombrero. Lo sacaron de casa por la ventana de su cuarto y lo abatieron de dos tiros a quemarropa, los dos en el pecho. El tío Hipólito no fue a la guerra porque era dos quintas más viejo. Era maestro de escuela. La gente dice que enseñaba cantando. En la plaza había tiovivos. En realidad sólo había un tiovivo. Era para los niños. La abuela dice que cuando ganaron la guerra los otros, le pusieron dos altavoces que no paraba de tocar el himno nacional. A mi tío Hipólito lo sentaron en un cochecito de bombero, de los que tienen campana. Después le dieron a la sirena del tiovivo para que los vecinos se asomaran a las ventanas. Pero los vecinos, en vez de mirar, sacaron sus manos para cerrar las contraventanas de sus casas. Atrancaron sus ventanas para no ver lo que sucedía en la calle. Los abuelos no oyeron los dos tiros. Por eso dice el abuelo que “descargaron el cargador”. Es mucho más dramático que “le pegaron dos tiros”. Alguien vio algo. Lo contó. Los hombres con sombrero arrastraron el cadáver hasta la entrada del pueblo o más lejos, por allí, por donde el camino va no sé dónde. Hacia el campo. Los dos casquillos los encontró Inocente, el recadista. Mi abuelo se los compró por dos duros. El padre de Inocente le dio un par de órdigas con la orden de devolvérselos a mi abuelo. Así fue cómo mataron a mi tío Hipólito: tirado en un cochecito de bombero. Después se lo llevaron arrastrándolo por el polvo y poco más se supo. Mi tío, además de enseñar cantando, escribía historias de santos malos y novelas de ladrones y policías. Se las publicaban todas. Yo he leído la de los policías. Hay una en donde un hombre sin piernas se mueve por la ciudad en un carrito con ruedas de rodamientos. Se empujaba con las manos, envueltas en guantes de cuero. Se llamaba Steve Chanceller y se alimentaba de las botellas de leche que cogía de las puertas de las viviendas. Mi tío no firmaba sus novelas como Hipólito Estrella. Era su verdadero nombre. Nosotros somos Los Estrella.

III

Doña Matilde, la amiga de mi abuela, había nacido en una tribu de arapajoes, en Oklahoma, América del Norte. Hablaba muy dulce. Su hijo vino con las Brigadas Internacionales a ayudar a la República. Era periodista. Lo mataron nada más llegar a Madrid. Doña Matilde vino en avión a hacerse cargo del cadáver de su hijo y se quedó a vivir en nuestro pueblo porque no pudo rellenar a tiempo los papeles de regreso. Dicen que el muchacho se pudrió demasiado y no le dieron el visado de muerto nuevo. Al periodista lo enterraron fuera de las paredes del cementerio de nuestro pueblo, al lado de otro muerto que no tenía cruz. Tenía una estela en la que habían esculpido un compás. La abuela se solía consolar con la americana. Le decía que el poseer sólo dos balas y un petacho de sangre seca recortada con unas tijeras de hojalatero de la espalda de un carricoche de feria, daba mucha tristeza. Mientras la abuela se lamentaba, Doña Matilde exhalaba con los ojos cerrados una especie de letanía impenetrable, pero hermosa. Su nariz recta se dibujaba en la pared blanca de la sala y yo esperaba a que encendiera un cigarrillo para ver el humo dibujado en el lienzo de cal. Ella esperaba con paciencia que un día la Verdad brillara entre la mies y el cereal crecería como cabezas nunca vistas entre plumas de águilas, verdaderos dueños arapajoes de las tierras de Oklahoma. El abuelo decía que era una americana loca que había caminado mal por el mundo. Sin mirar a las esquinas. Pero mi abuela era su amiga y la respetaba.
Doña Matilde era una anciana hermosa. Aunque era india no daba miedo. Todo lo contrario. A mi me encantaba que pusiera sus manos grandes en mis hombros. Si se le miraba de perfil se parecía a la madre de Toro Sentado, el jefe que hablaba con los generales de guerrera azul. Mi padre, cocinero en barcos americanos, me traía un montón de tebeos. Ellos me enseñaron a abrir el baúl de mi fantasía. Doña Matilde, en uno de sus viajes a América, había traído con ella a dos hijas solteras que gustaban de adornarse con collares de piedras y huesecillos de gatos. Yo me arrastraba muchos anocheceres tras sus huellas, que siempre me conducían a un pequeño prado de yerba muy fina que crecía al lado de un espino de flores blancas. Una de sus hijas, la más alta, tan alta como los hombres más altos del pueblo, extendía en el pradillo una manta del color de las naranjas y se sentaban en ella buscando la Estrella Polar. Comenzaban a murmurar. Era magnífico. Su arrullo me volvía loco. Nunca levantaban la voz. Después, doña Matilde se ponía de rodillas y escribía despacio en el aire dibujos sencillos, casi siempre los mismos, que parecían letras trazadas en el vacío. Al comenzar a flamear las estrellas se levantaban, se tomaban de las manos y decía sólo una vez: Manitú. Después regresaban al pueblo.

IV

Una mujer dijo que eran tres hombres con pistolas los que apuntaron a las ventanas de las casas para que ninguna quedara abierta. Que los hombres pusieron un abrigo al muerto y lo arrastraron por el medio de la plaza y se fueron por el camino que llevaba al lavadero. Luego le subieron en una camioneta. Era todo muy confuso. 
Mi padre solía ir a la taberna con un amigo filipino para ver si se enteraba de algo nuevo. Pero el filipino se emborrachaba, se ponía en calzoncillos y cantaba canciones de amor. Entonces mi padre pedía una guitarra y punteaba sus canciones. Eran las noches que mi abuelo se ponía un capote, cogía la escopeta de cazar avefrías y los iba a buscar. Y es que mi madre se pasaba la noche llorando sentada en una banqueta de la cocina.




V

Sucedió pocos días antes de cumplir nueve años.
-Hay unos espinos muy hermosos que crecen al borde de un huerto en donde siembran maíz.-dijo doña Matilde con su voz envolvente. “De terciopelo”, decía mi abuelo.-Pedí permiso al dueño del maizal para que me dejara coger una mazorca-continuó diciendo.- Es un lugar muy hermoso: entre piedras calvas semienterradas hay un murete escondido en las raíces de unos espinos con ramilletes de flores blancas. En su base sangran unas cuantas docenas de fresas salvajes. Al acercarme a cogerlas vi que no todas eran piedras con musgo. Eran huesos empotrados entre ramilletes de espinos blancos.
Doña Matilde puso un dedo en un espino y su grito de americana compungida desmayó a sus hijas pensando que una culebra le había arrancado sus dedos pintados de cereza. Doña Matilde no dudó. Se chupó su dedo meñique, mojó los mofletes de sus hijas con rocío y gritó en perfecto español que la calavera del muchacho de los Estrella estaba allí.

VI

La abuela se dejó subir a la silla de ruedas que le hizo el abuelo porque estaba convencida de que las americanas no sabían mentir. También permaneció entre el murete con las manos protegidas con guantes de lona. Según iba encontrando huesos y huesecillos los iba guardando en los bolsillos de su delantal como si fueran fresas maduras.
Yo vi al abuelo alargar sus labios estriados y emitir el silbido característico de los tordos de la tierra. Lo hacía tan bien que él mismo parecía un tordo cantando la huida del sol al atardecer, que es cuando más cantan. Las lágrimas comenzaron a correr por los surcos que bajaban por los costados de su nariz y cuanto más fea se le ponía su cara de viejo más hermosos le salían los trinos.
La abuela, sin dejar de escarbar la tierra con sus dedos convertidos en garras dijo muy dulce:
- ¿No escuchas cantar al tordo? El canto de los mirlos le volvía loco de alegría a Hipólito cuando era niño. ¿Recuerdas?

VII

Todos empujaban del carro. Y les dejaban a los abuelos recoger los huesos enterrados entre las raíces de espinos de flores blancas y pinchos duros. Es increíble que el abuelo aprendiera a cantar como los tordos negros y a coger con brío el teléfono diez años antes de ponerse a morir. Hay cosas difíciles de comprender. Tan difíciles como el hallazgo de los huesos de mi tío entre las piedras de un muro que un día fue redil de ovejas y ahora un montón de cantos en donde nacían fresas salvajes y una selva de espinos blancos.
Doña Matilde se siguió sentando en su manta y dibujando letras con las manos.
- Manitú lo ve todo.
El abuelo solía ir al cementerio al apagarse el día. Escondido entre cruces de mármol, lanzaba silenciosos trinos en dirección a la tumba nueva del tío Hipólito.

FIN

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