Primer Recuerdo
Juan se
sienta en una silla de playa al lado de la puerta de la cocina. Una
señora le viene a hacer compañía. Está empeñada en enseñarle a
hacer punto bobo. Le ha comprado dos agujas y un ovillo de lana azul.
También le suele dar una patata para pelar.
- Es un entretenimiento, don
Juan- le dice la gorda. Porque la señora es gorda sin perdón.
Juan habla
poco. Piensa. Su cuarto da a un balcón en donde hay otra silla de
playa. De las paredes cuelgan tiestos con geranios y en el fondo,
contra la pared, hay una gruta forrada por dentro con corcho, como un
portal de Belén en donde vive Stalin, un perro tranquilo al que le
asusta la oscuridad y el ruido de las flores al crecer. Si la señora
gorda se pone pelma, Juan emigra a la silla del balcón y se queda
al lado de Stalin, dormitando. También lee un libro de cuentos de un
escritor americano que Julia dejó encima de su mesilla, en la otra
casa, unos pocos días antes de empezar con la morfina. Se le olvida
lo leído y vuelve a empezar por enésima vez con decisión y hasta
consigue terminarlo. Pero cuando coge otra vez el libro, se
avergüenza de no recordar la trama y lo comienza a leer otra vez con
todos sus sentidos alerta.
La casa la
compró doña Julia al comprender que el cáncer le había ganado la
carrera. Pensó que su compañero necesitaba una casa vacía de
recuerdos, una casa sin impedimentos para que la llenara con los
sustos del presente. Quiso dejarle preparada la vida, sin entender
que una vida nueva destruye los recuerdos de los vivos viejos.
También Stalin era un regalo de
Julia. Lo trajo cuando se jubiló en el hospital. Pensó que mientras
lo sacaban a pasear dejarían de mirarse con pena.
- Así no
tendrás más remedio que salir a la calle para que haga sus
necesidades.- le decía Julia.
Juan le
dejaba actuar. Nunca había huido de sus ocurrencias. El momento que
se descubrieron en el tranvía nº 7 y corrieron sin conocerse a
ocupar el asiento que luego cedían a algún anciano sin conseguir
frenar su fiesta, continuaba vivo. Aquel día comprendieron que la
explosión irracional que habían sentido al mismo tiempo, debía de
ser la cosa que los adultos llamaban amor. ¡Era tan natural
enamorarse! No cabía la menor duda que el palpitar de sus corazones,
su risa, su gesto, era el misterio que empujaba a dos almas al deseo
de permanecer siempre juntas, sin importarles que una tuviera un pie
más recto que el otro, un defecto que le hacía lanzar la cadera
hacia delante. Y que el muchacho usara pajarita de goma y una gorra
con visera de hule. Porque a Juan le gustaba ir vestido de raro y
llevar álbumes de órgano debajo del brazo.
Cuando Julia
le dijo que tenía cáncer, Juan le respondió que de eso ahora se
cura todo el mundo. Pero sin saber por qué, comenzó a pensar en su
vida pasada junto a ella y ya no pudo pararse en el presente, aunque
ella permaneció junto a él casi un año. Un tiempo que se iba
borrando según iba transcurriendo. Y es que él nunca aceptó que
ella se iba a morir. De hecho, el día que le empezaron a dar
morfina, Juan sacó a Stalin de paseo a las mismas horas de siempre y
a la vuelta dejó al perro que besara las manos de Julia como lo
hacía desde que ella hablaba en susurros: un simple toque con su
hocico y un ladrido nuevo que a Julia le hacía sonreír.
Ella, además
de ser médico analista, era una mujer alta, casi tan alta como don
Juan. Cojeaba de un pie. Lo tenía torcido. Don Juan le solía
comprar los zapatos más bonitos que encontraba en una tienda de
objetos de cuero. El dueño de la tienda tenía un oficial
experimentado con manos de plata. Don Juan compraba los dos zapatos,
pero sólo regalaba a doña Julia el del pie bueno. Luego la médico
pasaba por la zapatería y el oficial experimentado le confeccionaba
el zapato para el pie torcido en seis pruebas. La señora cojeaba con
dignidad. Todo el mundo decía que era una señora desde la cabeza a
los pies.
No se
casaron. Fueron a vivir a casa de ella y no hablaron nunca de
ceremonias. Juan dijo que no tenía familia. Tenía un hermano. Se
llamaba don Pedro. Era párroco en donde él iba a tocar el órgano
en noches cerradas. Muchas veces a las dos y a las tres de la
madrugada. Alguna vez llamaban del obispado al párroco para decirle
que la policía había llamado para informarles que alguien había
entrado en su parroquia a tocar el órgano.
- Es mi hermano- decía don
Pedro. Y colgaba.
La casa de
Julia era un chalé de tres plantas parapetado por un muro de piedra
y una empalizada de hierro. En el muro crecían ombligos de Venus y
musgo. La pareja cuidaba un jardín de hortensias que rodeaba la
casa. Era tan magnífico que en tiempo de la floración se acercaban
familias enteras a contemplarlo los domingos. Un heladero colocaba su
carro tirado por un burro gris en la acera de enfrente, al lado de
una plantación de maíz. Al burro le gustaban las hojas frescas. El
paisaje se perdía por una pendiente que llevaba al monte. En el
monte había una cantera de piedra arenisca donde vivían lagartos
verdes y una tribu de gitanos que hacía cestas de mimbre. El tranvía
nº 7 daba la vuelta a cincuenta metros del chalé. Luego comenzaba
la ciudad.
Don Juan
trabajaba de corrector de noche en un periódico y tocaba el órgano
en los funerales de la parroquia de su hermano. Cuando comenzó a
hacerse viejo, muchos comenzaron a llamarle don Delfín el Organista,
no se sabe por qué extraña razón.
Cuando la señora gorda que iba
a su casa a cuidarle le daba una patata lo suficientemente grande,
don Juan buscaba en el cajón de los cuchillos de la cocina uno
pequeño y puntiagudo y tallaba un pie con sus cinco dedos a la
perfección.
- ¡Es precioso!- exclamaba la
gorda.
- Es para Stalin. Al perro le
encantaba lamer los pies de la señora.
A don Juan le
molestaba la presencia de aquella mujer que al de media hora de
entrar en casa se acomodaba en la butaca preferida de Julia y se
ponía a dar nudos en la aguja de plástico con lana azul. Era la
hora en que don Juan arrastraba a su mente la carrera que daban por
el pasillo del tranvía nº 7 buscando un asiento libre con ventana.
Ella llegaba en pie, con una mano en la barra de la puerta. Era
inconfundible. Sus labios acentuaban su risa cuando el tranvía
llegaba (dos paradas después de que se hubiera montado ella). Se
tomaban de la mano y revolvían el silencio con sus frases
entrecortadas que ni ellos ni los viajeros comprendían. Entonces el
tranviario tocaba la campana y un hombrecillo que vendía pájaros se
ponía a cantar un bolero. A todos los pasajeros les parecía que el
tranvía corría más y se miraban y se reían.
- Tome don
Juan. Ya sabe: meter la aguja, sacar la lana y empujar. Pruebe, don
Juan. Es un trabajo sedante. Yo empecé con ejercicios sencillos y
ahora me estoy haciendo un vestido de ochos.
- Le harán falta mil ovillos.
- No crea.
- Digo por su volumen.
- Ya sé por qué lo dice.
Don Juan
saboreaba su maldad. Guardaba su “labor” en una bolsa de papel.
Iba a quitar las hojas secas de los geranios y a jugar con las orejas
de Stalin. Después se sentaba a recordar los días de agosto cuando
el maíz de la huerta del otro lado de la carretera crecía más de
dos metros y los niños y las parejas jugaban a perderse entre el
cañaveral. Era la época en que las hortensias pintaban el jardín y
la verja se llenaba de mirones. No había un jardín semejante en la
ciudad. Doña Julia regalaba caracoles de colores a los niños. Lo
que nunca supo es que los niños asaban los caracoles encima de la
chapa y se los comían con un poco de sal.
Ya no existía la casa con
festón de hortensias. Había allí una casa de doce plantas con
ladrillos cara vista, pegada a otra. Ya no había chalé ni carro de
heladero con burro. Había ciudad. Tampoco había tranvía nº 7.
Había trolebús. Diferente.
Quedaban don
Juan y Stalin en un piso octavo. Casi siempre en el balcón del piso
octavo de una casa de doce alturas. “Lo suficiente para hacerse
tortilla, Stalin”, le decía al perro. No eran felices. La soledad
llega al lado de los perros y de los hombres viejos con las mismas
sensaciones. Aunque tengan un loro. Así todo, Juan tenía que dejar
de pelar patatas muchas veces, Entonces salía a su balcón plagado
de geranios y reía hasta sentir dolor en la boca de su estómago.
Reía hasta que Stalin emergía de su morada y le abrazaba con sus
patas a la altura de sus rodillas. Si llegaba la cuidadora, se
apoyaba en la barandilla y mirando al mar, se mordía la lengua hasta
sentirse seguro que la mujer no se había dado cuenta que se reía
precisamente de su afición de tenerlo pelando patatas. “La mayoría
de los mortales piensa que los viejos somos tontos”.
- Esta noche va a cambiar el
viento- decía.
- ¿Se encuentra bien, don
Juan?- decía la gorda abrazándole por la cintura. La señora
cuidadora tenía momentos de amorosos cuidados. Era una efusión que
entraba en su trabajo desde que un cliente nonagenario le pidió con
lágrimas en los ojos que le enseñara sus pechos para acudir
flotando en ellos a la presencia del Padre. “¿Qué maldad hay?”,
se preguntó la próvida señora. Por supuesto que el cliente
nonagenario expiró de felicidad. Desde entonces había fabricado una
lista de caricias que las ponía en práctica cuando creía haber
descubierto el morbo apetecido por “sus muchachos”. Según sus
observaciones, don Juan se sentía seguro con sus gordezuelos brazos
rodeándole su cintura.
- Lo digo
porque los aviones ponen su morro mirando al Sur para aterrizar. ¡Y
no me entorpezca el caminar, que nos vamos a romper la crisma!
Un día al
antenochecer, a esa hora que las mujeres hacen confesiones inauditas,
la gorda de arriba abajo le confesó que no le quedaba más remedio
que embutirse en un corsé de varillas de ballena para disimular su
cuerpo de gallina cebada. Estaba tan emocionada que contó a don Juan
que los anclajes para el justillo se la enviaba una prima desde el
puerto de Tórshavn, en las islas de Faroe. Don Juan, que tenía su
memoria en el pasillo del Tranvía nº7, lloraba desconsoladamente al
sentir los latidos fuertes de su corazón que le golpeaban el pecho
con esos bombazos amargos que brotan algunas veces con los recuerdos.
- Perdone, don Juan. Le prometo
no contarle más historia tristes-dijo la buena mujer sin sospechar
que el viejo no le había escuchado una sola palabra.
- Es el
Tranvía nº 7.-le respondió don Juan sonándose los mocos.- En el
tranvía nº 7 no viajaban las desgracias. Las dejábamos en casa.
¿Usted no ha gastado nunca un cacho de tiempo para saber si pisa el
cielo? Si no lo ha hecho, le aconsejo que vaya en busca del tranvía
nº 7. Verá nubes al ras de la calzada, nubes de yerba en donde
nacen fresas.
La
señora desapareció. Don Juan no la volvió a ver más. La esperaba
afeitado y con los dientes limpios. Colocaba la lana azul y las
agujas encima de una mesita. Llamaba al frutero para que le subiera
tres patatas grandes y lisas. Bajaba a la pastelería de la esquina y
compraba bollos con mantequilla. Permanecía en su balcón mirando el
paseo del litoral con los tamarindos florecidos. Y cuando descubrió
que Stalin se dirigía a la puerta en cuanto oía el ascensor, se
sintió naufrago sin barca. Perro y amo tenían miedo. Con su cachaba
de cabeza de tigre arrastraba su cuerpo hasta la parroquia de don
Pedro, su hermano que no era familia porque era hermano, subía al
coro, limpiaba los cuatro teclados del órgano, se descalzaba para
pisar el teclado de los pies y con los ojos cerrados encendía los
sonidos bajos, los que llamaba a los pobres sin cama y se dormían
llorando escondidos en los confesionarios. Cuando su composición
quedó sostenida en un fa interminable, amaneció de los tubos finos
el redoble de un mirlo. Fue cuando salió una vieja de un
confesonario, subió las escaleras del coro de medio en medio paso y
regaló un huevo de pata a don Delfín el Organista.
- Coja
fuerzas don Delfín. Sorba la yema. El órgano es un instrumento de
viento, no de tempestades. La cuidadora de ancianos era hija de un
pescador de bacalaos. A lo mejor por eso se ha amarrado al cuello
cinco tuercas de hierro y se ha arrojado desde el faro de luz verde a
los remolinos del mar.
- Hoy no han venido a escuchar
el órgano las niñas del orfanato. Ni tampoco ha bajado el
párroco-dijo don Juan.
- ¿Es verdad que es familiar
suyo?
- No. Es mi hermano.
Se acercó
otra menos vieja con tres sayas recién robadas. Seguramente aquella
misma tarde.
- Yo sé el recorrido del
tranvía nº 7. Te vi jugar con la coja muchas veces. Tu tranvía
está aparcado en la campa de los titiriteros.
- Si hablas de la campa en que
yo pienso, creo que allí sólo vivían gitanos.
- Ahora hay
un campamento de titiriteros al mando de Ramplín, un sargento de la
Guardia Civil, que tiró sus armas al fondo de una mina de hierro
cuando empezó la guerra. Dicen que ha recorrido todos los pueblos de
España y que en uno de sus carros lleva a la verdadera Virgen del
Carmen, tallada en un tronco de alcornoque.
Don Pedro despertó a su hermano
y a Stalin poco antes de misa de ocho.
- ¿Por qué
no vuelves a casa después de tocar el órgano? Este banco tiene más
de cien años. Es duro como la piedra.
- También los pobres duermen en
tu iglesia.
- Desde que
la policía vigila la iglesia, aquí sólo entras tú por la puerta
de la rectoría. ¿Por qué has despedido a la señora que te cuida?
- ¡Ella se ha ido!
- No discutiré contigo.
- Ya buscaremos a otra mujer.
Procuraremos que no sea gorda y se empeñe en enseñarte a hacer
punto.
- Yo sé por qué se ha arrojado
al fondo del mar. Se había enamorado de mí. Esa es la verdad. No
era una mujer fuerte.
- Sube a casa a desayunar.
- Una anciana me ha regalado un
huevo de pata y me lo he bebido.
- Sube y
mientras nos preparan un desayuno como Dios manda, te contaré la
verdadera historia de la gorda, hermano.
- ¿Y Stalin? Él sólo sabe
comer un pienso que vende Jeremías el judío.
- ¿Por qué lo llamas Stalin?
- Porque es su nombre. Julia le
bautizó con agua destilada, que es el agua que emplean los ateos
para bautizarse.
Don Juan
acompañó a su hermano hasta la puerta de la Rectoría. Recordó que
la maleta rosa de julia permanecía encima de un armario lleno de
prospectos de películas. También recordó que tenía unas botas de
cuero y un abrigo marrón para el invierno. No era invierno, pero
llegaría. No subió a casa de su hermano. Pero instintivamente
hicieron una cosa que no habían hecho nunca. Ni siquiera jugando
cuando eran niños. Se dieron la mano.
Metió unas
mudas, dos camisas, calcetines y las botas de cuero. Se marchó del
octavo piso de aquella casa que le había comprado Julia para que no
se enterrase en su pasado. Se marchó con Stalin en busca del tranvía
nº7 para volver a empezar y repetir la parte más hermosa de su
vida. Estaba seguro que en alguna ciudad del mundo habría un tranvía
nº7 en servicio.
muy triste
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