Segundo Recuerdo
Los
saltimbanquis llegaron perseguidos por un huracán de hojas. Era un
viento negro que formaba nubes con las cenizas de las chimeneas de
las casas y con el humo de la herrería. Montaron su campamento
debajo del puente del ferrocarril de la mina. Las hojas secas las
recogió Baldomero en cinco sacos y las llevó a la cuadra de su casa
para hacer la cama a sus cerdos. El amo de los comediantes se pintaba
el bigote con corcho quemado para asustar a los niños y los labios
con carmín para provocar a las mujeres. En el carromato grande
habían escrito con letras modernistas iguales a las del metro de
París: El Gran Ramplín. El comediante dijo a Baldomero que las
hojas le habían perseguido a él, a sus mulos y a sus pájaros
amaestrados desde Teruel. Pero Baldomero llenó los cinco sacos sin
levantar cabeza y los llevó a su casa para sus cerdos.
- Un día iré
a buscar mi fusil de reglamento y te llenaré de plomo el
corazón-dijo Ramplín.
- Las hojas
secas que arrastra el viento por el Camino Real son de mi familia.
Siempre ha sido así. Desde tiempos del abuelo del padre de mi
abuelo. Puedes preguntar al tendero. Él es el hombre más viejo del
pueblo. Tan viejo que ha presenciado siete eclipses totales y uno
parcial.
Pilar vivía
con su padre. Era una mujer triste y silenciosa que cuidaba gansos y
cosía faldones para bebés y bordaba anclas para capitanes. Su casa
estaba al lado del río en donde Pilar cogía cangrejos y pescaba
anguilas. Las sanguijuelas que se pegaban en sus piernas las metía
en un bote de pimientos para el laboratorio de su padre. Baldomero le
convenció para ir a ver el carromato de Ramplín. Le dijo que era un
carro bajado del cielo por cuatro ángeles con tirabuzones de mujer.
Pilar se puso un delantal limpio y mojó los cuellos de su blusa con
una colonia muy especial que guardaba en su armario ropero en una
caja de membrillos. Pero cuando Baldomero le dijo que ya había
encerrado sus gansos, ella se quitó el delantal y se sentó en la
mecedora de la cocina. Era la forma de advertir que había mejores
cosas que hacer en casa que ir a husmear las intimidades de una
familia de equilibristas. También pensó decirle que ella criaba
gansos y él cerdos, que la diferencia era notoria. Ella pensaba que
quitarse el delantal significaba todos esos pensamientos. Listo. Un
gesto a tiempo elimina palabras.
Pilar tenía
veintiocho años cuando llegaron al pueblo Ramplín y familia. Su
hermano Pedro acababa de cumplir veintidós. Pedro estudiaba medicina
en la Universidad de Zaragoza. Quería ser médico como su padre, un
hombre flaco, alto y silencioso desde el día que su esposa se ahogó
cuando el buen hombre les llevó a ver el mar. A Pilar no le
impresionó el mar. No le pareció inmenso. No vio la raya del
horizonte dibujada con agua verde. Lo comparó con su trozo de río y
se quedó con su arrullo. No le atraían las exageraciones de la
naturaleza: las montañas que tocaban las nubes, las tormentas con
tronadas, las cataratas que sacaban en el cine, la mar inmensa y
salada. Los paisajes románticos rompían su armonía. Prefería las
charcas en donde cantaban las ranas, los castaños y los robledales
que cubrían la vista de la torre de la iglesia. Su chiribitil era
la salita de su casa en donde podía soñar y esperar el regreso de
su padre y quizás el beso que nunca le dio. Los tacones de sus botas
dibujaban fiestas igual que las ternezas que esperan las hijas de un
padre con el corazón fragmentado. Ellos decían que se comprendían.
Él era tímido. Ella también. Aquello no era cierto. Pilar no
quería vestir santos. Su padre no sabía dónde buscarle un marido
digno de ella. Ambos esperaban. A la hora del postre pelaban la fruta
y esperaban sin mirarse a los ojos. Pensaban que alguno de los dos
tendría en su bolsillo la razón. Porque la razón siempre se guarda
en un bolsillo apresado con corchetes.
El hombre que
se presentó como el volantinero del alambre mundial estaba casado
con una mujer con una trenza adornada con estrellas de plata. Pilar
se encontró con ella en el río. La mujer estaba sentada en las
piedras planas donde frotaba la colada.
- Seguro que
usted vive en esa casa tan bonita que moja las aguas del río. Yo
toco el saxofón. ¿Le gusta la música? También toco el tambor y
repico el atabal.
- No tenemos
radio-dijo Pilar- Los que escuchan la radio terminan confesándose
negritos del África Tropical que cenan todas las noches un vaso de
Cola Cao.
- Le puedo
enseñar a cantar canciones rusas en español. Me llamo Celia. Mi
marido me llama Zeliuska, pero es una ridiculez. Espero que venga a
vernos actuar. Mi marido hace un número que encoje el estómago. Es
funambulista. Yo toco el saxofón y el tambor. También redoblo el
atabal cuando él se sube al alambre y da vuelta campana. Entonces me
envidian muchas mujeres. Me envidian tanto que se sientan a mi lado.
Las viejas dicen que ven latir mi corazón. ¿Su marido es abogado?
Lo deduzco porque los abogados usan lazo. Pídale que le acompañe.
Una señora de su porte ilumina el espectáculo. Una vez vino a
vernos un capellán con zapatos de charol. Un monaguillo colocó
debajo de sus suelas un paño con golondrinas.
Pilar entró
en casa y subió a la primera planta procurando no hacer ruido. Su
hermano contemplaba el paisaje por la ventana. Estaba tan absorto en
la pintura que apenas sintió el estirón de orejas que le dio su
hermana.
- ¿Por qué
viene a bañarse al río que pasa por delante de nuestra casa?-dijo
Pedro.
- Para que se te caigan las
babas en la pechera de tu camisa. Se llama Celia y está casada.
- ¿Qué quieres que haga?-dijo
Pedro simulando cara de aburrimiento.
Pilar salió
con una toalla blanca y cubrió los hombros de la mujer. Le ayudó a
secarse. Le dijo que más arriba el río hacía un remanso entre
cortinas de acacias a salvo de miradas peligrosas.
- Esté
segura que de haber estado mi padre, le hubiera invitado a pasar a
casa. Y le habría tomado la tensión.
- ¿Su padre
es el médico de aquí?- preguntó la mujer.
- Mi padre es
el médico de aquí y de donde lo necesitan. Mi hermano lo será
pronto. Casualmente lo he encontrado estudiando anatomía femenina
singular cuando he subido por la toalla.
- Su padre y
su hermano saben que el polvo del camino se quita con agua y jabón.
Volveré a traerle la toalla limpia.
La mujer se fue sin despedirse.
Tampoco miró a la ventana de arriba.
A Pilar le
daba igual. Su padre no tardaría en llegar. Pilar lo esperaba todos
los días con la luz de la sala encendida, sentada en donde estaba el
piano de su madre. Cuando ella era niña, su padre y su madre tocaban
a cuatro manos canciones muy hermosas que leían de cuadernos de
solfeo, pero desde que fueron a ver el mar y su madre, la única que
lloró al contemplarlo, tuvo el capricho de coger una estrella como
la que veía en los libros. La quiso coger con su hijo en brazos y se
ahogó. Su madre se ahogó por querer coger una estrella de mar. Era
caprichosa. Cuando regresaron del cementerio, su padre atornilló la
tapa de nogal del piano con cuatro pernos de ataúd. La música se
quedó prisionera en sus teclas blancas y negras. Sus pedales
lloraban cuando Pilar los pisaba con ira. A cambio, besaba su raíz
de palo de rosa con la certeza de que sus labios estaban encima de la
tecla fa.
Y cantaba: fa,
la,
do,
mi. Mi, sol, si, re, fa.
En el
infortunio, Pedro tenía dos años y ella ocho. Ahora su hermano
tenía veintidós y ella veintiocho. Pedro era un chico apuesto.
Venía siempre que podía de Zaragoza para estar en casa. Pedro tenía
el carácter de su madre. Era espontáneo y cariñoso. Ella se
parecía a su padre. Era alta, flaca, seria y sensitiva. Era
elegante, caminaba con gracia. Sus labios marcaban una boca con
carácter, su nariz recta, sus ojos grandes y bien colocados,
dibujaban una frontera que atemorizaba a los hombres. Sólo
Baldomero, un muchacho con más de treinta vacas, tres peones y una
criada, la trataba con simpatía. Algunas veces, Baldomero preguntaba
a Pilar por los gansos. Otras le decía si quería dar una vuelta por
las vías del ferrocarril de la mina.
- Después de
caminar un día entero el ferrocarril se transforma en montaña, los
rieles suben y bajan como las montañas rusas que te llevan al
Infinito. En el Infinito hay una cueva con estrellas de hielo que las
tallan los mineros que hace mucho se quedaron atrapados en un
laberinto perpetuo. Tenemos que ver quién resiste más sin caerse de
los rieles.
- Yo elijo el rail derecho.
- ¡Eso ya veremos!
Pilar
estaba dispuesta a caminar por las vías hasta el punto que llamaban
el Infinito. El cura solía predicar en Pentecostés que al final de
las vías se encontraban las puertas que conducían al Infinito.
Estaba aburrida de caminar por las diez calles y cinco estradas que
configuraban el mapa del pueblo y que te empujaban a la parroquia y
a la tienda de ultramarinos de don Jobito.
Se había
puesto por encima de sus hombros el chal de su madre. Echó a andar
por la vía. Era el camino que la gente empleaba para llegar antes a
San Martín, una ciudad de quince mil habitantes en donde había más
de treinta tiendas variadas, peluquerías de señoras y dos
gasolineras. Una a la entrada y otra a la salida de la ciudad. Y un
convento de frailes que pedían por las casas comida, ayudados de un
carro y un burro y otro convento de monjas que hacían magdalenas y
bordaban anclas para los uniformes de los niños que hacían la
Primera Comunión, escuchando a los bichos del campo cantar con sus
alas. Había una iglesia como una catedral con el órgano colgado del
cielo de la nave central. Era la colegiata de Santa María. Allí
habían bautizado a Pilar y a su hermano.
Su padre cerraba la consulta el 15 de agosto e iban en su Peugeot negro a misa mayor a escuchar tocar el órgano a don Delfín, el compañero de una médico coja, que había fallecido en Zaragoza. Un año, hacía ya muchas fiestas, terminó la misa con un bolero. También disfrazaba el tango Caminito en la comunión. El cura lloraba de felicidad. Antes de dar la bendición decía que en el Infinito había una orquesta internacional que no paraban de tocar piezas como aquellas. Un día se corrió por la aldea que habían visto al organista en Lisboa llevando en brazos a su perro Stalin enfermo de una pata. Corría de tranvía en tranvía preguntando el recorrido del Tranvía nº7, porque había muchas posibilidades de encontrar allí a una mujer que hacía felices a los hombres y sabía cuidar las heridas de las patas de los perros.
Al terminar
don Delfín su concierto anual en la ciudad de Santa María, Pilar
agarraba de una mano a su padre y la pasaba por su rostro mojado por
las lágrimas. “Bach, la cantata que tocaba mamá”
- ¿A ti como te gusta más?-
preguntaba Pilar a su hermano.
- Al saxo
tenor. Como toca la comediante de la trenza-respondió el muchacho
guiñando un ojo a su hermana.
- No sé si
acerté al enviarte a estudiar a Zaragoza. Es una ciudad golfa.
- Conoces mis tres mundos, papá:
nuestro pequeño pueblo, esta ciudad llena de iglesias y Zaragoza.
¡Ni que viviera en París!
- Me gustaría
que llegaras a médico y que ejercieras en casa. Aquí la gente paga
con lo que tiene, pero paga. Tu hermana no para de trabajar. ¿Quién
te pagaría tus gastos en Zaragoza? Estoy fuerte. ¡Llegaré! Hoy
también se lo he prometido a vuestra madre en Santa María.
- El organista de ahora es malo.
No tiene alma- dijo Pilar.
- Don Juan tenía fusas y
corcheas en vez de glóbulos en la sangre.
Regresaban en
silencio ya con la tarde oscura, con el cielo café con leche. Encima
de los cipresales de un cementerio olvidado hasta de sus muertos, se
vislumbraba un repaso de nubes de hilo medio blancas, medio grises,
que bien lo podía haber formado la fumata de un avión a reacción
hacia el costado de poniente. Pilar, aunque no lo sentía, se
santiguaba delante de la puerta de los cementerios, recuerdo de los
gestos que le quedaron de su madre. Todavía iban su padre y ella a
llevar rosas a su sepultura, también en agosto. Limpiaban entre los
dos el mármol blanco con polvos de bicarbonato y después de
terminar, permanecían en pie y en silencio, con los ojos clavados en
su nombre esculpido en la losa. El viento, porque en el cementerio
siempre soplaba un viento con olor a sol, acariciaba la melena de
Pilar y la corbata a rayas azules y granates de su padre. Parecían
dos santos haciendo guardia.
- Hoy la función de los
titiriteros cortará el paso por la plaza- dijo Pilar.
- ¡Qué
bueno! ¡Pienso ir!- dijo Pedro- ¿Me acompañas?- preguntó a su
hermana.
- Ya di calabazas a Baldomero-
dijo Pilar.
- ¿Por qué haces caso a un
zampatortas?- preguntó Pedro.
- Baldomero
es un buen hombre- dijo el médico.
Pilar miró
a su padre con gesto de vomitar. Desde hacía tiempo pensaba que su
padre no iba a mover un dedo para facilitarle un noviazgo ad
hoc.
Dieron
la vuelta por la estrada que circundaba el pueblo. Pudieron ver
cuatro focos de gran potencia y escuchar 15 segundos de España Cañí.
Por las calles se veían grupos de mujeres llevando una banqueta
debajo del brazo. Ya no hablaron. Pedro aparcó el coche debajo de
una tejavana. El médico se sentó en uno de los dos sillones de
mimbre que sacaban a la solana en verano. Se hizo un cigarro con
medio caldo de gallina. Pilar se puso a hacer una tortilla de
patatas. Era lo que más gustaba a su hermano.
Bajó como un pincel. Se había
puesto camisa limpia y unos vaqueros que no tenía nadie más que él
en el pueblo.
- No vengas tarde-dijo su padre.
-Ya- dijo Pilar orgullosa de la
planta de Pedro.
Pilar quería
mucho a su hermano. Todavía se despertaba sudorosa de la pesadilla
del día que arrastró la ola a su madre. Salía del sueño abrazada
a su almohada que no era otra cosa que el cuerpecillo de su hermano.
Porque ella fue la que le abrazó y corrió a la arena.
Amaneció un domingo radiante.
Cogió el chal de su madre y rodeó su casa.
- Está tan
bueno el tiempo que voy a hacer las visitas a caballo-le dijo su
padre desde la cuadra- Sólo son tres viejas que no se quieren ir sin
tomar un poco más de jarabe.
Pilar le ayudó a montar y le
colgó el maletín en la silla.
El médico se
volvió desde la carretera y como siempre la confundió a su hija con
su mujer: alta, erguida, con un vestido estampado de racimos de uva
de oro.
- Solo existe
el presente- dijo el médico con la voz rota por el tabaco. La frase
que le dejaba vivir. También la decía su hija y ello le molestaba.
“Son frases de viejos, hija”, le regañaba.
Pilar esperó
a que las herraduras se perdieran por el camino del río. Aquel era
un barrio tranquilo. Sobre todo, los domingos. Las mujeres que iban a
misa lo hacían aburrido. Pilar tenía ganas de llegar a los
sembrados de maíz y desde una huerta que terminaba en punta, saltar
a las vías del antiguo tren de la mina de carbón. Ya había
pasado el día anterior escuchando el órgano de la Colegiata de
Nuestra Señora, había comprado almendras garrapiñadas, había
tomado una taza de chocolate y había llenado su cestillo de tules e
hilos finos para su trabajo casero. Era una mañana muy hermosa.
Desde hacía unos años algunos campesinos habían plantado girasoles
y el paisaje estaba cambiando. Pilar estaba a punto de llegar a un
punto en donde había una roca casi plana al borde de la vía. Era un
lugar en donde crecían algunos álamos, fácil de hallar un
escondite entre sus troncos si se acercaba alguna persona. Caminaba
presurosa con idea de llegar lejos. “Hasta el infinito.” “Hasta
el infinito” Había leído en un libro que el Infinito se podía
alejar o acercar. Y que si llegabas antes de que cayera la noche y
sin cansarse excesivamente, te entraba una serenidad que te hacía
olvidar las espinas del camino de la vida. Pilar no comprendía la
diferencia entre el día y la noche para llegar al plácido Infinito.
¿Sería algo así como el Bien y el Mal, el Alto y el Bajo o el Rico
y el Pobre? Había muchas cosas que Pilar no comprendía. Lo que
descubrieron sus ojos entonces, tampoco. Lo vio sentado en el
pedrusco, al borde de la vía. Baldomero sonreía como un niño.
Sintió ganas de dar media vuelta y regresar a casa. No lo hizo.
Quiso llorar. Su boca dibujó una sonrisa inusitada. Se subió en el
riel de la derecha, al otro lado de la roca y se deslizó con
habilidad.
- ¿Dónde has dejado tus
cerdos?- dijo Pilar con esa rabia que algunas mujeres saben dibujar
para herir.
- Al Infinito se llega sin dañar
al compañero- dijo el hombre intentando guardar el equilibro en el
riel.
Pilar se
volvió sin dejar de caminar y lo miró limpiamente a sus ojos.
Baldomero se sintió enfermo. Comprobó la certeza de que los ojos de
Pilar desarmaban al hombre más preparado para dominar. Baldomero
traía tres botones de su camisa abiertos. El vello de su pecho
simplemente asomaba. Se percató. Se abrochó. Ella se recogió en
su cuello su mantón liviano. Caminaron sin hablar. Él,
tropezándose. Ella resbalando sus zapatillas por el hierro oxidado.
Parecían una bailarina de ballet y un borracho. Desde niña había
necesitado amor más que ninguna otra cosa en el mundo. Pero nunca se
puso a buscarlo con la vehemencia necesaria. En aquel pueblo las
mujeres que llegaban a los treinta años cuidando media docena de
gansos, estaban perdidas. Ella misma se llamaba por lo bajo la
Birrocha de los Gansos. Era el título perfecto para una comedia
dominical. Y alguna vez casi llegó a alcanzar las suficientes
fuerzas como para preguntar a su padre qué opinaba de su apodo
universal a partir de los treinta años.
Su sinceridad siempre disparaba
a destiempo:
- ¿Tú te
casarías conmigo, Baldomero?- preguntó con la voz fuerte de recoger
a los gansos y meterlos al gallinero. Con la misma voz fuerte que
usaban las mujeres para llamar a sus hijos a la hora de la merienda
desde las ventanas de sus cocinas.
- ¡Qué
ocurrencia, Pilar! ¿Dices porque hace unos instantes me he
sonrojado? Los hombres no sabemos dominarnos. Yo sé quién es usted
y quién soy yo. No soy un soñador. Tengo los pies en la tierra.
Sólo sé que quiero llegar a tener sesenta vacas y que me llamen
Baldomero. Baldomero es nombre de vaquero, de vaquero soltero y rico.
¡Qué ocurrencia, Pilar!
Baldomero
salió del camino de la vía y apretó a correr por una selva de maíz
que amarilleaba sus hojas. Corría sin sentir en sus muslos los
latigazos de las cañas, sin padecer en su pecho y en sus brazos las
heridas que manchaban de sangre su camisa azul, sin comprender su
irracional conducta. Sin saber por qué le quemaban las lágrimas de
sus ojos. Corría y corría respirando con esfuerzo, sin mirar atrás,
sin sentir vergüenza. Sólo con el deseo de llegar a las naves en
donde sus vacas pacían tranquilamente, cerrarse por dentro y
llamarlas una por una por su nombre, porque Baldomero mojaba la
testuz de sus animalillos con medio litro de agua bendita y les ponía
un nombre cristiano al día siguiente de nacer.
Pilar
recolocó su vestido en sus carnes. Ahora saltaba de un riel a otro
con verdadera gracia. Parecía un pajarito perdido. Una brisa
mañanera onduló el vuelo de su vestido y sus pelos sueltos bailaban
señalando el Este y el Oeste siguiendo el ritmo de su dueña. De
lejos parecía un guiñol magnífico acostumbrado a los aplausos del
público. El Infinito se encontraba al final de la vía, de una vía
que nadie sabía donde terminaba. Alguien contaba que se perdía
retorcida en una sima por allí lejos, más lejos de donde comenzaba
a romperse la llanura chocando contra los montes. Allí se originaban
las tormentas los veranos y se interrumpían en invierno. Pilar había
intuido que las personas sólo tienen una vida porque no podían
resistir otra. Su padre solía decirle que su amigo el organista
explicaba a su mujer que la vida pasa tremendamente deprisa y que
haría falta otra para volver a empezar corrigiendo errores. Por eso
él se había convertido en un trotamundos en busca del tranvía nº
7. Estaba convencido que ella le esperaba en el mismo asiento del
mismo tranvía en que la conoció. Pilar no iba a cometer el mismo
error. No había Infinito. No existían tranvías mágicos. Lo único
que había era el presente. Un presente al que se le podía ver tocar
y oler.
Pilar no dejó
de deslizarse por los rieles hasta que el sol llegó al cénit. Fue
al mismo tiempo que gritó al cielo: “¡Nuestro Destino está en
nuestras manos!” Se volvió. Bajó de los raíles y comenzó el
regreso a casa por un pequeño sendero que corría parejo a las vías.
Cogió una manzana de un árbol. La mordió. La escupió. Estaba
agria. Tenía hambre. Todo tiene su tiempo. El hambre también se
olvida. Caminaba a pasos iguales. Soñó en la paz de su casa, en la
tarta de melocotón que había preparado el día anterior. Pensó en
su padre. Iba a ser una tarde histórica. Se iba a acercar y sin
decir palabra le iba a besar en la frente. Otra etapa de su vida. Su
padre no andaba lejos de los sesenta. Un beso en la frente era lo
mejor. Lo iba a hacer. Se lo pedía el cuerpo como nunca se lo había
pedido. Había sido vencida por la terquedad de su padre. Sabía que
él era lo que más quería: recibir. Lo iba a hacer. Quizás era más
cariñoso abrazarlo y besarlo en la sombra de su barba. Llegó con el
cielo azul marino. Las estrellas no tardarían en llegar. El pueblo
estaba muerto. Cuando el pueblo expiraba alcanzaba la belleza de los
finados. El párroco prohibía hacer espectáculos los domingos. Los
titiriteros se marchaban al día siguiente. Entró por la salita que
daba a la solana, por la habitación en donde estaba el piano de su
madre. Su entrada coincidió con un arpegio casi con todas las teclas
del piano, de grave a agudo. Ella, la Zeliuska rubia, sopló el saxo
dando saltitos en el suelo. Ambos estaban de espaldas. Pilar salió a
la leñera donde su hermano preparaba durante el verano la cosecha de
troncos para el consumo de las chimeneas en invierno. Fue tan
fulminante que ni el pianista ni la saxo tenor tuvieron tiempo de
abrir sus bocas.
El filo del hacha dio con tino en la tapa del piano,
justo encima de la tecla fa,
partiéndola en dos. Pilar dejó con exquisito cuidado el hacha
contra la pared empapelada de margaritas y abrió la puerta que daba
a las escaleras. Ya desde arriba, antes de encerrarse en su alcoba,
escuchó decir a su padre con su timidez más extrema:
- Alguna vez
se tenía que acabar el luto, digo yo.
Pilar supo
que nadie se iba a atrever a entrar en su cuarto. Sin embargo,
esperó. Cogió una pequeña maleta de cuero y la llenó sin mucha
imaginación. Se sentó en una esquina de su cama y esperó inmóvil
la hora de dirigirse a la carretera principal para coger el autobús
que iba a San Martín. Si don Delfín el Organista vivía con un
zurrón buscando un tranvía inexistente, ella también pondría todo
el empeño para dar con la ciudad en la que habían construido la
montaña rusa más grande del mundo. Allí encontraban la felicidad
los desamparados del amor, según leyó en la peluquería en una
revista francesa que habían abierto en la calle principal de San
Martín. Y su padre decía que las revistas francesas siempre
contaban la verdad.
Pedro la esperaba en la parada
del autobús. Lloraba con el mismo desconsuelo que puso cuando lo
sacó su hermana del mar. Sólo le dijo:
- Baldomero me ha dicho esta
tarde que te da todas sus vacas con sus partidas de nacimiento.
Pilar echó una carcajada
irrefrenable, la más larga y sorprendente carcajada que había
echado y echaría en su vida. Se sintió libre y feliz. Por ese
orden. Primero libre y después feliz.
FIN
Precioso relato.
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