Tercer recuerdo
Él decía
que recordaba los pendientes de bolitas rojas que le colgaban a su
madre de los lóbulos de sus orejas.
- La playa estaba desierta.
Pilar, su hermana, era rotunda.
- Había un pescador en las
rocas. El pescador dijo:
- La señora y la criatura están
en un lugar peligroso. Es una zona de corrientes que brotan de la
arena con mucha fuerza.
- Es la
primera vez que ven el mar. Están emocionados-dijo su padre.
No cubría
más de un palmo. Su madre gritaba que había una estrella de mar.
Fue cuando la arena se volvió blanda bajo sus pies y un arroyo fluyó
del fondo y la derribó y la arrastró boca abajo mar adentro.
- Él se asió con todas sus
fuerzas a las bolitas que colgaban de sus orejas.
Su padre
creía que un niño de dos años sí se podía acordar perfectamente
de un momento de horror. Alguna vez, le escuchó decir:
- Yo era un mal nadador. Te sacó
tu hermana.
Ahora no estaba Pilar.
Pedro preguntaba a su padre si
se figuraba en qué lugar del mundo dormía su hermana. Pero el
médico comenzó a rehuirle cuando descubría brillo de niño en sus
ojos.
Pedro se
levantó y salió hacia la calle Olmos. No era la calle principal,
pero sí la más larga. Comenzaba al pasar un puente de madera y
terminaba al cruzar un puente de hormigón. Después del puente de
madera un siciliano había abierto un garito en la casa de la difunta
tía Felicidad, una hermosa anciana de pelo blanco hasta su cintura,
dueña de un broche de colores y de cuatro hectáreas de la mejor
tierra para sembrar maíz y calabazas para el ganado. Pero ella no
ordenó nunca arar la tierra y el terreno se había convertido en un
excelente habitáculo para los topos y en un espectacular solar en
donde los muchachos jugaban al pelotón, mientras ella se cepillaba
su pelo ante un pedazo de espejo con poco azogue. El italiano vino
contratado de carpintero de hormigón para hacer el puente. Era un
hombre plácido que sabía tocar el piano y cantar muy bonito
boleros con ojos de amor. Tocaba el piano como tocan algunos negros
en las películas: mordía un puro apagado. Y cantaba ronco. Como si
tuviera un cáncer de garganta que se curaba dándole a la pitarra:
un trago cada diez minutos. Tocaba mal. Casi muy mal. Pero sabía
poner los ojos en blanco y colocarse con arte un trapo sucio encima
de sus cabellos brillantes de siciliano antiguo. Hay sicilianos que
huelen a remoto desde la cuna. Generalmente se mueren ricos. También
saben decir palabras que nadie comprende pero que suenan hermosas,
seguramente por ser viejas. Se llamaba Patriké. Pero todo el mundo
le llamaba Carlé no se sabe por qué.
Patriké
llegó para hacer el puente de hormigón y varillas de hierro y lo
hizo imponente. Le puso un pez de hierro fundido en cada una de las
esquinas. Había muchos pueblos con puentes, pero ninguno tenía
peces de hierro fundido y ojos de cristal. Los viejos decían que el
agua del río sonaba mejor al pasar por debajo del puente y que había
dejado un espacio más que respetable para pescar truchas cantarinas.
Una semana después de su inauguración se murió Felicidad. Se murió
mirando pasar el agua debajo del puente. El alcalde fue a buscar al
notario de San Martín para que arreglara su testamento. Nadie sabía
que doña Felicidad tuviera ningún descendiente. El notario, un
hombre que olía a señora, se rió durante una vuelta entera de la
aguja grande de su fantástico reloj de oro. Después dijo que sólo
faltaban las rúbricas de la mortis
causa.
El terreno era para los topos y para los muchachos que jugaban al
pelotón. Un largo de la topera lindaba con la calle Olmos. Y nuestro
napolitano tuvo la idea de presentarse en el Ayuntamiento y de hacer
una proposición al Alcalde. El mandatario era mimoso y todo el mundo
sabía que sus decisiones las tomaba con unte y prevaricación. Fue
un noviazgo de meses. Se dejaba invitar y sobar las manos para dar el
visto bueno, el tirón del pez gordo del ya está hecho. El
carpintero de cemento no disponía de suficiente carnada. Y el
alcalde se cansaba y le silbaba oh
sole mío
con voz de mala peste. El siciliano no se dejaba pisar por un
alcalde de estepa. Jugó a la mayor y le pisó los callos.
-Haga lo que haga, a medias.
Cincuenta y cincuenta. Yo trabajo. Cincuenta para ti. La obra es mía.
Una condición.
- Cuenta.
- Los topos para ti. Que los
saquen de sus toperas los niños en el recreo. Haremos una escuela
nueva y un campo de fútbol.
Se
emborracharon tres días agarrados del brazo. Bebieron bien. El
médico les dio vomitivos privados, de los que sólo sabía hacer él.
En seis meses el pueblo vio alzarse un espectacular bar-piano en la
otra punta de la parroquia. Aquel bar sumó el número tres. En dos
años había otros tres y una sala con suelo de madera encerada en
donde los jóvenes bailaban como Elvis Presley.
Pedro terminó la carrera.
Desobedeció a su padre.
Tres
días después de la marcha de su hermana, lo encontró intentando
arreglar el teclado del piano con movimientos pulcros para no meter
ruido. Desde que ella se había ido, sólo era audible en la casa el
murmullo del agua del río, la cantinela de los palomos y el eco de
las herraduras del caballo. Aunque en casa había dos automóviles y
en el ambulatorio una ambulancia con sirenas y arco iris de tres
filas de focos, su padre seguía haciendo las visitas en su yegua
blanca y negra. El pueblo había medrado. Algunas calles tenían
guijo, había casas que callaban su aspecto humilde y parecían
chalés con parches. Un campo de fútbol en medio de la topera con
tribuna con tejado de brezo; un edificio feo para colgar volúmenes
en largas baldas barnizadas con brillo: libros de Ulises, La Odisea,
Bobary, El Éxodo, Tito Andrónico, el Caballero que venció a un
Molino de viento. Y un banco de jardín debajo de una palmera en el
que señoras viejas llevaban agua en sus botijos y vaciaban el
chorrito encima de una fila de flores de ángel, amarillas o naranjas
y de geranios con muchas ganas de vivir.
La casa del
médico seguía igual de hermosa. Los patos se bañaban pegados a los
cimientos y acariciaban su cuello en el verdín. El médico se
sentaba en el porche antes de salir el sol, escuchaba parpar a los
gansos. “Sólo el presente es real”, decía a nadie. Abría el
gallinero y se ponía el delantal de Pilar para repartir con equidad
los granos de maíz. Una mañana, Pedro entró en la habitación de
su hermana cuando Los pasos de la yegua se alejaban al trote. Los
hombres se quitaban las boinas. Las mujeres mayores se santiguaban
como si el médico fuera el amo de sus vidas. Pedro fue derecho donde
quería mirar: la lata de membrillo de su hermana. En el fondo había
un sobre con fotos. Dentro del sobre, una: sus padres, su hermana y
él. Los pendientes simulando semillas de granada en las orejas de su
madre. Los rubíes verdaderos, en una bolsita de terciopelo. En una
tarjeta la letra inconfundible de su hermana.
“Te los he guardado”.
Pedro puso el motor del Opel que
le había regalado su padre. Frenó al llegar a la vía del tren en
desuso desde La República y comenzó a caminar por encima del riel
derecho. Al de dos horas se paró en seco. “Por aquí no se llega
al Infinito”.
“-Si
quieres llegar deberás girar en la segunda estrella a la derecha,
volando hasta el amanecer”.
Pedro se dio
media vuelta y se juró llegar a casa antes que su padre para poner
la mesa y preparar la ensalada de nabos dulces, su plato predilecto.
La costumbre más visible que Pedro había heredado de su padre era
el sombrero. Se lo compró él mismo en una sombrerería de Zaragoza
al día siguiente de recoger su licenciatura y pidió a su padre que
se lo colocara con la misma elegancia que se lo colocaba él.
- Ya no hay médicos que usan
sombrero, hijo.
- Así no
tendré que explicar que ya he terminado la carrera. No conozco a
nadie más que a ti que use sombrero en Reinas.
Funcionó. Los vecinos del
pueblo se descubrían y le trataban de don. Don Pedro. Sonaba bien.
- Desde mañana pasaremos juntos
consulta.
- Mañana iré a dar un paseo
por las vías. Es el mejor sitio para pensar. Regresaré a cenar.
- Piensa. No sueñes. Pensar
cuando uno es joven es magnífico. Yo ya ni sueño ni pienso. Me tomo
el pulso al amanecer y cuando me acuesto. El resto del día hago lo
principal: vivo.
- ¿Tú crees que las vías de
la mina desaparecen por la boca de una sima que conduce al Infinito
en donde los ingenieros rusos levantaron una montaña fantástica con
siete vagones que conduce a la Felicidad?
- ¿Qué diablos has aprendido
después de asistir siete años a la Universidad?
- Pilar me leía un libro de
mamá que se llama “El Carrusel loco”. El carrusel tenía una
cuerda de reloj infinita. Nadie sabe en donde se encuentra la llave
de la cuerda y el carrusel no se puede parar.
- El libro lo guardo en mi
biblioteca. El que llegaba a la parada el primero, recibía una
escoba de premio.
Pedro fue a su habitación.
Metió el sombrero en la sombrerera.
- Úsalo tú, papá. He soñado
que Pilar está mirando al mar. Tenía zapatos de colores como los
que se ponen los catalanes para ir a misa.
- Ya has pensado.
- Me iré mañana.
- Mañana habrá tormenta. Yo
iré río arriba a pescar anguilas.
Pedro se
horrorizó al darse cuenta que estaba a punto de llorar. Se sintió
con fiebre al ver a su padre sacar un pañuelo de su bolsillo y
tendérselo con la mayor naturalidad.
- ¿Y esto?-
preguntó el muchacho con la voz repuesta.
- Yo tampoco comprendía a mi
padre- dijo el viejo médico.
Al día
siguiente, el médico esperó despierto a que Pedro cerrara la
puerta. Esperó a que arrancara su coche. Esperó. Esperó. Se
levantó y miró el sitio de las llaves. Su hijo se había ido en
autobús. Igual que Pilar.
Revistó la
casa. Repasó las habitaciones. También el camarote y la bodega.
Pensó en no afeitarse. Cada tres o cuatro días. No le quedaba más
remedio que emborracharse al menos cada tres días. Los viejos no
necesitan hablar para subsistir. “La casa. Es demasiado grande para
mí. Bueno. Ya veremos”. Lo peor fue pasar el día sin hablar con
los pacientes. ¿Qué podían tener que no lo supiera ya? La piel de
su rostro sin afeitarse, le picaba. Terminó las visitas a domicilio.
Ensilló la yegua, la tercera yegua con parecido carácter. Recorrió
las calles asfaltadas y sin asfaltar del pueblo. Las vías tenían un
extraño atractivo. Sus hijos no eran los únicos que las habían
recorrido durante varios kilómetros. Recordó a una joven que
desapareció cantando, dando saltos como un pajarito de riel en riel.
No volvió. Y a una pareja que contaban a sus amigos que por allí se
llegaba a la boca de la mina de carbón en donde, sin dejar de bajar,
había plataformas iluminadas con antorchas. Unos decían que la mina
era de carbón y otros de hierro.
- De hierro.
Las minas eran de hierro. El carbón lo hacían los carboneros con
madera o lo traían de Inglaterra en vapores- decía el médico a sus
hijos-. Lo demás es inventiva. Los pueblos analfabetos protegen su
desconocimiento con fantasía.
Llegó
cansado y hambriento. Había una boca oculta por un fantástico
zarzal lleno de moras. Los hierros de la vía se perdían en el
misterio. Recogió un sombrero de moras. Se las comió a puñadas.
Escuchó el goteo de un caño. La yegua ya bebía de un pozo marrón.
Esperó. El agua sabía a hierro. Sacó la manta de debajo de la
silla. Solo. Se plegó en el centro de tres pinos. El bosque estaba
lleno de canciones. Algo le iba a romper la noche. Se levantó. Ató
al animal, le libró de sus aparejos, le acarició largo, puso su
maletín de almohada.
El bullicio
de los árboles le robó el sueño. La noche también asusta a los
viejos. Las luciérnagas comenzaron a jugar en las hojas tiernas de
los bardales. Parecen monstruos y son animalillos que no se apartan
de las suelas de tus zapatos. Las piñas son como granadas. El doctor
se puso el sombrero. Lo extraño era que sentía lástima del final
de la noche. Estaba feliz. Hasta la yegua se había tumbado no más
lejos que la largura de su brazo. Pero se levantó asustada. Los
zarzales de la boca de la mina formaron ondas empujados por una
música lejana que llegaba perdida por el pedregal. Un bajo largo de
órgano apagó la luz de las luciérnagas. El médico pensó en un
derrumbe en el misterioso intestino por donde bajaban los rieles
formando ochos y nudos marinos. Después de la tormenta, una melodía
que recordaba a la salida del sol en la llanura de Marías, alumbró
de paz aquel rincón de la tierra. Se levantó. Motores, luces de
colores, flashes en los árboles. Frenos. Disparos de voces.
- Es que el abuelo, le ha
seguido, don Lucas.
- ¿Qué abuelo me ha seguido a
dónde?
Silencio. Cuando él había
olvidado por completo su nombre, una garganta con pólipos le llama
don Lucas.
- Doctor don Lucas. Mi hija anda
con las aguas.
- ¿Y quién es su hija?
- Las mujeres. Las mujeres se
pusieron nerviosas. Ellas tienen la culpa.
- He traído la ambulancia para
llevarnos al caballo de vuelta.
- ¿Quién habla?
- Hoy tomábamos posesión de la
plaza el médico ayudante de usted y un servidor. Yo soy enfermero y
sé conducir ambulancias.
Se
dejó hacer. Recordó. Un día de aquellos le mandaban un médico y
un enfermero. La Seguridad Social había edificado una casa pintada
de blanco. También la yegua se dejó hacer. Se dejó subir a la
ambulancia. Alguien había sujetado la camilla. Al médico lo
llevaron a un coche rojo. Conducía un muchacho joven con traje y
corbata. Llevaba guantes. El médico lo miró asombrado.
- Yo soy el
médico nuevo- dijo el chaval con guantes.
- ¿Y cómo es que no atiende a
la parturienta?
- El niño
viene mal. Está con la comadrona. Ella sabrá.
- En Reinas no hay comadrona.
Hay ancianas que cantan durante los partos.
El doctor abrió al primer
intento la puerta del coche. Salió. Encendió una cerilla de papel.
Conoció el rostro de un viejo.
- ¿Saco a la yegua, señor?
- Sí,
Carburo. Sácala, ponle la silla, cuelga mi maletín en la silla y
ayúdame a montar. Por lo que veo, en el rato que falto del pueblo,
la gente se ha vuelto loca. ¿Por qué te llaman Carburo?
- No sé, señor.
- No te preocupes.
Esperaron a
que el médico se acomodara en su montura. Salió al trote. Cuando
dejó las vías para coger la carretera, un kilómetro antes de
llegar a los lindes del pueblo, se encendieron antorchas. Se apagaron
en la puerta de una casa nueva. Era de día. Una docena de ancianas
cantaba la misa de Kyries. El médico entró en el cuarto. Tres
ancianas rezaban. Una mujer joven lloraba. Otra vieja tocaba la
pandereta llevando el compás con la madera de sus zuecos.
- Tú eres la
madre de la chica. Dame una camisa limpia. Saca a las viejas y agarra
a tu hija de las manos. Cuando tenga ganas de gritar, que grite.
El médico se
lavó con parsimonia. Pidió el maletín. Le dijo a la madre que se
quede. Estaba cansado. Pidió agua abundante. La parturienta era
primeriza, delgada, con las caderas estrechas. En vez de gritar,
relinchaba con ahínco. El niño era grande. El médico sabía lo que
tenía que hacer. Primero girar a la criatura. El doctor hizo un gran
esfuerzo para que las cosas salieran bien. Estaba agotado. El suelo
del monte es duro. El reloj de la iglesia dio las nueve. La mujer ya
no relinchaba. Gemía de dolor. Consiguió rasgar una sábana. El
médico se la quitó de encima. La madre metió de una patada la
sábana debajo de la cama. Tenía los labios prietos. Quería ayudar
en lo que fuera. Ser útil. El doctor escuchó las diez en el reloj.
Suspiró. Se hubiera tumbado al lado de la joven madre. Las cosas se
fueron enderezando. Cada cosa a su tiempo. Acabó el trabajo y puso
la criatura en brazos de la parturienta. La joven abuela se reía
mansamente. El médico se fijó en la madre y se dio cuenta de que
casi era una niña. Se metió la camisa dentro de los pantalones. Se
lavó en una gran palangana. Metió la mano en el bolsillo derecho y
sacó una moneda. Se lo dio a la madre.
- Es un niño largo como un
potrillo. Hará la mili de gastador. Cuando se haga mayor, le das la
moneda.
El médico
abrió la puerta y dijo al nuevo padre que ensillara la yegua. El
padre puso las riendas a la yegua y ayudó a subir al médico. Iba
tan infinitamente cansado que no escuchó los besos que le lanzaban
las viejas. Los hombres se habían descubierto. El doctor sólo
quería llegar a casa, desnudarse y meterse en el río con una
pastilla de jabón de Pilar. En la puerta de la caballeriza le
esperaba Baldomero. El médico se dejó caer en sus brazos de hierro.
- Tengo que
dormir, Baldomero. Estoy muy cansado. ¿Sabes que he pasado miedo en
la boca en donde desaparecen los rieles? Por su boca sale una música
de órgano infernal.
El médico dejó su ropa en el
porche. El agua estaba fría. Sintió a las sanguijuelas por piernas
y brazos.
-¿Necesita un bote, doctor?
- Déjales que chupen toda mi
sangre.
Era flaco y
largo. Se sentó en la piedra que lo hacía su hija para remojarse
sus pies. Sus brazos rodearon sus rodillas. Baldomero se sentía un
privilegiado. Tenía la certeza de que su mirada acaparadora no
molestaba al médico. Le ayudó a levantarse. Le quitó las
sanguijuelas de la espalda.
- ¿Qué ha hecho en la boca de
la mina del Barranco de Mina Santa?
- Escuchar
tocar el órgano a don Delfín el Organista. Es él. No puede ser
otro. Creo que el mundo subterráneo está unido por galerías. Son
los caminos por donde discurre la Belleza.
- Pilar creía
que la Belleza se encontraba en una Montaña Rusa que no podía
parar-dijo Baldomero pronunciando la palabra Pilar con veneración.
- Las mujeres son sofisticadas.
Se creen todo lo que les cuentas mirándoles a los ojos.
- Pedro ha
venido esta mañana a mi casa a darme esto para usted. Me ha dicho
que le diga que se los guarde.
El médico volcó el contenido
de la envoltura en su mano.
- Son los pendientes que llevaba
mi esposa cuando se ahogó.
FIN
Primer recuerdo AQUÍ
Segundo recuerdo AQUÍ
(Continuará)
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