Cuarto recuerdo
El sargento,
que tenía veintinueve años cuando comenzó la contienda, había
nacido en la tercera casa de la calle Las Pesas, perpendicular a
Olmos empezando a contar por donde llegaba el río. De niño trabajó
de recadista en la tienda de ultramarinos de don Jobito y vivía con
su madre, que se había casado en segundas nupcias.
El padrastro
del muchacho tenía un pequeño taller en donde fabricaba y arreglaba
carruajes. Este hombre, cuando estaba un tanto bebido, era alegre y
ocurrente, pero en estado sobrio era refunfuñón. Prieto creció
encima de la bicicleta de la tienda de don Jobito llevando los
pedidos aquí y allá. Cuando no estaba en la tienda, se arrimaba al
taller de su padrastro a oler a serrín y a llenar sacos de virutas
para la estufa de casa. No le importaban ni las patadas ni los
insultos de su padrastro. Sólo si nombraba a su madre todo su cuerpo
se tensaba y se bloqueaba.
- No vaya por ese camino porque
todos los hombres sabemos matar- le dijo un día Prieto agarrándole
de un brazo.
El padrastro,
que era cobarde, entendió bien al chico. Sobre todo cuando vio las
huellas de sus dedos en sus brazos. Llegaron a entenderse. Prieto
aprendió el oficio rápido y el padrastro dejó de creer en Dios el
día que el muchacho se apuntó en la legión. Una mañana, el
padrastro se dio cuenta que no sabía vivir sin él. Le despertó a
su mujer y le dijo:
- Echo de menos a tu hijo.
- Yo también- le respondió la
mujer.
Entonces el
carpintero se marchó descalzo al almacén de las maderas. Le gustaba
pisar los charcos desde niño. Además, para lo que iba a hacer, no
necesitaba calzado. Se ahorcó.
Prieto
regresó de la legión con el hábito de la benemérita. Vino desde
Madrid en el tren de Zaragoza hasta San Martín. El vagón estaba
abarrotado y se pudo sentar al lado de una mujer esbelta, rubia,
chata, un poco demasiado chata para ser guapa. Pero sus rasgos
marcados llamaban la atención de los niños. Su fisonomía se
elevaba por encima de los rostros vulgares de las otras mujeres del
vagón. El guardia Prieto sintió unas ganas irreprimibles de
tocarla. Y parece que a la mujer no le importaba que la tocase.
Llegaron a San Martín cogidos de la mano. No subieron al autobús de
línea para llegar a Marías. Caminaron los dieciséis kilómetros
por la orilla del río, bordearon el bosque de pinos y se subieron a
los rieles que salían de la boca de la montaña. Llegaron a la
frontera del municipio con las promesas que se hacen los enamorados
cumplidas. Se juraron amor eterno, se besaron largo kilómetro a
kilómetro y levantaron una cabaña con cañas de maíz en un lugar
recóndito para pasar la noche. Si el guardia Prieto llegó a casa de
su madre sin botas es porque se las sacaron de sus pies mientras
dormía en la cabaña de borona. La mujer rubia y de nariz chata se
llamaba Celia. Hablaba como un pájaro ronco, pero sabía tocar el
saxofón. Se quedaron a vivir en casa de la madre del guardia Prieto.
Sólo diez días. El guardia hacía cinco años que no veía a su
madre. Una vez la llamó por teléfono a la centralita de Correos,
pero ella vivía lejos y cuando llegó, el muchacho había colgado.
“¿Cómo es su voz, tú?, preguntó al funcionario. “Alegre.
Tiene una voz alegre, señora”. “Entonces igual que su padre.
Será un buen hombre”. Tampoco le había enviado una postal desde
que se separaron. Ni siquiera sabía que era guardia civil.
Pero
cuando lo vio bajo el dintel de la puerta de la cocina, con capa y
tricornio, cogió un montón de platos de la alacena, seguramente los
únicos que tenía y comenzó a romperlos contra el suelo de cemento
de la cocina uno tras otro. El guardia Prieto era alto y de buena
presencia. Tenía fuerza. La mujer lo comprobó cuando le agarró
por las muñecas y le dijo:
- Frena tus nervios, madre.
Eran las
nueve un poco pasadas en el reloj despertador de la cocina.
- Es por tu uniforme. Me da
temblores.
- Es un oficio como otro
cualquiera. Pero con botas. Me las han robado mientras dormía.
- Tu padrastro se ahorcó
descalzo. Sus botas están donde las dejó.
Eran unas buenas botas.
- ¿Y la señorita?
- Tu nuera, madre. La señorita
es tu nuera.
- Buenos días
-dijo la madre dándose vuelta el delantal.
Lo dijo como
si se tratara de una mañana de otoño y la chata fuese una señora
elegante que llevaba el pelo recogido en un moño que le dejaba su
cuello al descubierto.
- Buenos días, señora
-contestó Celia.
- Quítate la
capa, hijo. Vístete de hombre. En el armario de nogal hay ropa de tu
padre y de tu padrastro. Os haré el desayuno. Creo que todavía
queda algún plato entero.
- No tenemos hambre. -Dijo
Celia.
- Date colorete y píntate los
labios. ¡Anda madre! Acompáñanos a la iglesia, que nos vamos a
casar.
Recorrieron la calle Olmos
agarrados del brazo.
- ¿Y el padrino?
Venía en su
caballo negro y blanco por el medio del carril. Era un hombre flaco y
alto cubierto con un sombrero de ala ancha. Venía silbando con los
ojos perdidos en una nube blanca que se acercaba levitando a escasos
centímetros del suelo. La nube, según llegaba a su lado, pintaba de
colores un diáfano vestido de verano. Lo último en conformarse fue
su rostro pecoso. La mujer del jinete alumbraba su imagen con unos
colgantes granados. Primero saludó a la chata, después a la vieja
con colorete y al final dejó un saludo militar al guardia civil. El
hombre del caballo se apeó contento.
- Son el señor médico y su
señora- dijo la madre del número Prieto-, que saludó de taconazo y
con la mano plana en el tricornio.
El de la
benemérita llevaba guantes blancos, los botones de la casaca con
brillo y los pantalones planchados con raya. Su capote olía mitad a
celos y mitad a amor.
- Se van a
casar- dijo su madre-. Y si me deja atreverme a decírselo, se lo
digo: no tenemos padrinos.
- Madrina, la
madre. Para padrino le dejo a mi marido. Yo tocaré el armonio- dijo
la esposa del médico.- El caballo está acostumbrado a esperar.
El médico fue en busca del
párroco.
- Ese
muchacho sabía tocar la cítara cuando era pequeño. Lo hacía tan
bien que le permití tocar los domingos. También íbamos al claro
del castañar a disparar flechas de colores.
Entonces, el santo Abate, el
cazador más certero de las espesuras, recordó la lección que les
daban en el seminario sobre el filósofo Empédocles y se puso a
cantar con voz profunda en el camino al altar.
“Éste
es un fármaco contra la ira y los dolores.
Éste es el único olvido
para todos los males.”
Bendijo a la pareja y animó al
hombre a cubrir a la mujer.
El abate había estado feliz. La
esposa del médico tocaba el armonio, entraba en la iglesia a la
yegua del médico. Recordó que el guardia sabía tocar la cítara y
que él guardaba un saxo nuevo.
- ¿En dónde?- preguntó la
recién casada.
- Si sabes tocar la comparsita,
te lo regalo.
Para entonces
la iglesia se había llenado. Los niños y las mujeres traían flores
para el caballo. Era un saxo dorado. También su música sonaba a
oro. Zeliuska soplaba con mimo sin cubrir al armonio. Zeliuska había
sido una actriz de circo real con sus pelos del color de plata y con
dos pechos, dos, redondos como dos lunas llenas. Al final hubo
romería en la explanada de la parroquia y don Lucas, el médico,
hizo bailar a su yegua un pasodoble para saxofón.
Diez días
después, a las siete en punto de la mañana, la hora en la que se
marchaba la gente de Marías, el número Prieto y Zeliuska partieron
con la orden del párroco de Marías cumplida, a un cuartel de los
Pirineos.
Estuvieron cinco años.
En cinco
años, el número Prieto ascendió a Cabo Prieto, a Primero Prieto y
a Sargento Prieto; construyó en una herrería tres carros de
saltimbanqui según un modelo que copió de una tribu francesa;
aprendió a dar volatines en una cuerda atada entre dos pinos;
contrató al saxo de la banda de la compañía para enseñar a su
mujer a soplar fino, al atabalero, el arte de atabalear. Cinco años
de aprendizaje. Zeliuska cogía ranas y hundía su nariz chata en la
resina de los pinos. También lucía su melena de plata en el sidecar
del sargento Prieto. Los días que el sargento Prieto libraba,
sacaban brillo al sidecar y recorrían los valles. Cuando el viento
les cortaba el aliento, eran felices. Zeliuska se ponía pantalones
para viajar. Mucha gente les tomaba por dos camaradas y les hacía
gestos obscenos. Sí, la carretera era un escape. Algunas veces se
internaban por caminos sombríos y divisaban una cabaña. Por lo
general, paraban. Si no había nadie, husmeaban su interior y hacían
planes para vivir en una casa escondida.
El sargento
Prieto se engañaba. Él era hijo de la llanura. En realidad, los
valles angostos le asfixiaban. Se dio cuenta que cuando salían de
excursión cada vez se alejaba más del cuartel. Siempre añoró
Marías. Soñaba con el olor del pelo de su madre, con los pies
descalzos de su padrastro, que se ahorcó por descubrir que le
quería, con el médico de Marías encima de su caballo, son su
hermosa mujer que caminaba sin tocar el suelo. Una mañana sintió un
empujón irresistible. Le dijo a Zadiuska que se ponga los pantalones
y se presentó ante el Teniente de la Compañía.
- Solicito tres días de
permiso.
- Las cosas están revueltas,
sargento.
- Dos días.
- Bien. Dos días.
Salieron antes de amanecer.
Vieron el
color de las hojas muertas; escucharon tiros escondidos; durmieron en
la ermita de un hombre santo que contaba la letanía con los dedos de
sus pies.
- ¡Llevamos
órdenes del valle al cuartel de la muga!- gritó el sargento Prieto
a una pareja que pastaba sus caballos.
- Dicen que se escucha música
por las linternas de los puentes del Pilar.
El Sargento subió las orejas
de su capote. Ensayó un saludo militar en el espejo del río
Sallent.
“- Son los mismos miedos que
metían los del Rif en los cuerpos de los morojuanes. Cúbrete el
pelo, que escucharemos muchos más”,-dijo el Sargento Prieto,
haciendo petardear la moto.
Llegaron con
la puesta de un sol rojo, bajo un paraguas de lágrimas de fragua,
encintado con un matachiné amarillo.
- Las nubes dibujan setas en el
cielo de octubre. Los pastores saben leer sus recados para el
invierno.
- ¿Qué se escucha por los
boquetes de los túneles por donde dicen que corre un tren hullero?
-preguntó Zadiuska.
- Hierro. Mi
padrastro decía que por la boca cercana a Marías sacaban hierro en
volquetes arrastrados por mulos. A los mulos los guiaban niños de
Marías. Niños analfabetos que tenían que esperar a hacer el
servicio militar para aprender a leer. Algunos niños podían ir a la
escuela de doña Felicidad. La anciana no era maestra. Enseñaba a
los niños a leer cantando. Ella se murió escuchando nadar a los
peces encima del puente nuevo. Verás, Zadiuska. En cuanto tenga un
rato libre, entregaré al Teniente la petición de mi jubilación del
Cuerpo.
- ¿De qué vamos a vivir,
soñador?
- De
saltimbanquis. El cabo Petralanda y los números David y Renedo han
aprendido a llevar con maestría los carros.
- ¿Qué saben hacer?
- Poco.
Aprenderemos. Tú tocarás el saxofón y el atabal. Seremos grandes
entre los grandes. Tú ya has aprendido a sacar carne de gallina a
hombres viejos y a llorar a madres fondonas. ¿No te ha llamado la
atención el silencio de los campos?
- Los árboles sólo lloran con
la fuerza del viento.
- Sí. Y cuando las ovejas no
balan, los caballos no relinchan, las vacas no mugen. ¿Has escuchado
parpar a los patos, zurear a las palomas?
- Me gusta
que me aplaudan en las plazas de los pueblos. Tengo unas castañuelas
que suenan debajo de mi sostén. Parecen cocos de caramelo. Los
abates de las abadías retocan sus zuecos frotando los racimos de las
avellanas. Los viejos repican sus dientes postizos. Y yo bailo, no
paro de bailar y de silbar como un pastor. ¿Por qué me agarraste
las manos en el tren?
- Porque eres chata y rubia.
- ¿Por ése poco?
- Y porque estaba subido.
- En serio.
¿Has escuchado piar a la turba de pájaros en los bebederos del río.
- También me
he silenciado para escuchar su sosiego.
- ¿No huele a marchito? Dicen
que cuando el campo calla, truenan los cañones.
- Hincar el pico, torcer la
cabeza, cerrar los ojos.
- Sin embargo, te has callado.
- Antes de
llenar los baúles, haremos un festejo para la hermandad, para los
vecinos de los alrededores y bajaremos por las curvas de los rieles
para escuchar las elegías que hacen los descontentos. Yo sí creo
que por los rieles de abajo sopla el viento de un huracán. También
creo en la música que hace la lluvia al caerse por los tubos de un
órgano dorado como el saxofón que te regaló el abate de Marías.
- Nadie tocaba la trompeta como
el cabo Gento. Nadie plateaba su piel como el guardia de 1ª Narciso
Perón. Decían que comían de la misma cuchara. La tropa cantaba:
“De la misma cuchara, dicen, comen Gento y Perón.”
A la puerta
de la ermita, frente a la bandera, llegaban los civiles con su gorro
de charol. Traían la chapa del cinto brillando. Las mujeres sacaban
banquetas de sus cocinas y niños y niñas jugaban a la tocadita
armando algarabía. El orden llegaba con el cornetín del cabo Gento.
La alegría, con el atabal de Zadiuska, actriz de circo real. Por la
esquina noroeste llegaba el carro del gran Ramplín adornado con
guirnaldas y ardillas de verdad. La banda del destacamento de la
Guardia Civil entonó el Himno de Riego. Fue el comienzo de una
noche, elevada a asombrosa por la pericia de Ramplín.
Dos noches
después de la actuación del Sargento Ramplín llegó un telegrama
extraño. Decía que desde Zaragoza hasta el camino que llevaba a
Reinas, emanaba una extraña música por las bocas que años atrás
se usaron como caminos mineros.
Al estallar
la Guerra estaba a punto de ser ascendido a subteniente de La Guardia
Civil. Era republicano. El capitán que estaba al mando del Cuartel
de Alta Montaña le dejó regar las rosas que crecían debajo de la
ventana de su esposa. Sólo cuando terminó, ordenó a un cabo arriar
la bandera.
- ¿Y qué
hacemos ahora, Prieto?- le preguntó el Capitán.
- Jodernos a tiros.
FIN
Tercer recuerdo AQUÍ
(Continuará)
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