Quinto recuerdo
- ¡Don Delfín! -exclamó la
muchacha.
El maestro organista llevaba su
visera de hule y su pajarita de goma. Estaba sentado frente a una
mesa pintada de verde en la única ventana que daba al cementerio.
Tras mirar a su alrededor, don Delfín se levantó de su escritorio
en las oficinas de La Compañía de Fresas de Santa María. No salió,
pero sacó su crisma a la corriente de la calleja con sonrisa de
casa.
- Seguro que bien.
- ¡Plácida información!
La joven parecía nerviosa. El
organista comenzó a meter el ojo izquierdo más a la izquierda.
- ¿Tiene alguna pista del
tranvía nº7?
- En este pueblo no hay
tranvías. Ni hay ni los hubo nunca. Hay un hermoso órgano de cuatro
teclados para las manos y otro para los pies. Antiguamente había un
seminario. Ahora hay monjas negras. Mi hermano es Rector. El gallo en
el gallinero. Precisamente fueron las monjas las que descubrieron el
túnel que lleva las notas del órgano a las galerías que forman los
caminos de hierro. Trabajos de antes de la Guerra. Es raro que su
señor padre no haya venido a visitar el camino que lleva a 16
kilómetros de Marías.
- Sé poco de mi padre desde
hace un par de años. Pero le echo de menos. Rompí el teclado del
piano de mi madre y me marché de casa. Un pronto.
- Su padre andaba en Marías
montado a caballo. Salía muchas noches negras a escuchar los surcos
de la tierra. El muy cabrito había oído música de Bach brotar de
la tierra esquilmada. Se bajaba de su montura y ponía sus orejas en
el surco. Los desleídos decían que se tumbaba a echar sornadas.
- ¿Qué hace usted en la
oficina de la Compañía de fresas de Santa María?
-Esperarla. Tiene un aire a mi
difunta esposa. Ella era coja del izquierdo. Los recolectores de
fresas me dejan sentarme en esta ventana. He recorrido todas las
ciudades europeas que tienen tranvía, esperando al nº 7. Viaje en
balde. El Rector de Santa María me dijo que el tranvía nº 7, el
mismo en el que me enamoré, está en un descampado en donde antes
acampaban gitanos y ahora viven titiriteros.
- ¿En dónde está ese lugar?
- A dos manzanas de la casa que
me compró mi mujer antes de morirse. La misma de la que partí con
unas mudas y estas botas.
Don Delfín se levantó de un
salto y puso un pie a la altura de la mesa. Las suelas estaban como
el papel de fumar. Un gato saltó asustado y salió por la ventana a
la luz artificial. Atravesó la calle y se perdió en la oscuridad
del cementerio. El organista parecía muy nervioso. Encima de la mesa
tenía partituras de música que había estado estudiando toda la
tarde como aturdido por un mazo. Desde que vio a Pilar al otro lado
de la ventana, un montón de recuerdos empezaron a correr por delante
de sus ojos. La vida era una naranja.
Pilar llevaba un vestido
estampado de pequeños racimos amarillos como las flores del tilo.
Una pamela de olor dulce y zapatos de bailar. Era un primor
contemplarla.
Don Delfín
se levantó de un salto y salir
por la ventana perseguido por su perro Stalin. En el edificio
siguiente, frente a la pared del cementerio, se iluminaba el bar de
María
La Cochina.
En su puerta se sentaba el viejo Matías Diputado, el borracho del
pueblo. Don Delfín tropezó con sus piernas. Las cogió con cariño.
Las depositó arriba y le acarició su cara con ambas manos.
- ¡Cabrón de mierda!- gruñó
el borracho volviendo a estirar sus piernas.
- ¡Vamos, Pilar!-dijo don
Delfín. En Santa María hay muchos borrachos. Este es el mayor. Yo
le tengo aprecio porque acude a la iglesia a escuchar música. Entre
frase y frase, don Delfín soltaba una risa nerviosa.
Don Delfín había visto a
Pilar. En cuanto la reconoció, su corazón comenzó a pegarle fuerte
en las carótidas. De un golpe, desapareció la imagen de doña Julia
corriendo por el pasillo del tranvía nº 7 y la sustituyó por
Pilar. Llevaba dos semanas tratando de calmar sus ritmos para poder
pasar a la faena. Le esperaba en la ventana de la Compañía de
Fresas desde las tres de la tarde. Se sentía feliz caminando a su
lado.
- Vivo muy cerca de aquí- dijo
Pilar-.Vivo con mi hermano. Alguien nos dijo que hoy iba a tocar el
órgano y nos hemos quedado a esperarle. Volvemos a casa, a Marías.
Pilar era hermosa como una
actriz de cine italiano. Tan hermosa que había conseguido borrar de
la memoria a doña Julia. Don Delfín la dejó adelantarle para
contemplarla con parsimonia. Fue un error. A la perfección de sus
formas, le faltaba un defecto: no era coja. Sintió un ruido disperso
en su pecho. Era como el rechino de una barra de hielo rota a
martillazos. Con frío o sin él, quería tocarla. Pensó que con
sólo rozar los pliegues de su vestido, sentiría un deleite
superior. Pilar le dejó mirarle despacio. Le dejó abatirse.
- No debe fiarse de los viejos.
A mi todavía me pican las alas como a un muchacho.
- ¿Malas pulgas?
- Es difícil encontrar en la
misma mujer la perfección de una musa y un defecto de nacimiento.
- Yo vivo aquí. Encima de la
imprenta.
- Conozco a Jorge Juan, el
montador de letras. También escribe en la linotipia y le pega fuerte
al plomo. Cuando se le acaba, busca residuos en el suelo y los
derrite en un cacito.
- Lo conozco. Es un hombre de
otro tiempo. Sabe la lista de los reyes godos y las crestas de los
Pirineos. Me ha prometido llevarme hasta la boca de Marías por los
túneles.
- Las mujeres consiguen lo
imposible de los hombres. Le he rogado que me acompañe a dar ese
paseo. Me respondió que todo es leyenda. Suele escuchar mis
conciertos de órgano de rodillas.
- Es amigo de mi hermano. ¿A
qué hora va a tocar?
- A las dos. Es cuando más
mendigos hay durmiendo la mona. Al sonar los bajos mentan a mi madre
con gestos soeces. Golpean el suelo levantando las patas de los
bancos y dejándolos caer. Yo les lleno sus pulmones de música.
Manos y pies ordenan el bramido de un monstruo desconocido y mi
público calla y deja de jugar a matar a Judas. Es cuando mi órgano
les sorprende con llanto de violines.
Sucedió como lo contó. Lloró
durante el camino de regreso al hotelito en donde se hospedaban su
hermano y ella.
- Duerme. El sueño borra las
emociones -le dijo su hermano desde la puerta.
Pilar no sollozaba por la música
en sí. Lloraba por la historia que las melodías habían ido
aglutinando en su maldita vida. Aquella misma tarde había caminado
simulando una cojera para levantar en un viejo falsas ilusiones.
También don Delfín el
organista había comprendido por fin que su felicidad se encontraba
en los hierros desvencijados de un tranvía que un día llevaba un
siete en su carrocería. Era lo más tangible que quedaba de su doña
Julia. Pero la esperó. Permaneció clavado frente a la puerta del
hotelito hasta que salió Pilar y cruzó el camino para estrecharle
su mano.
- Ayer me burló haciéndose la
coja.
- Juegos infantiles, don Delfín.
- Don Delfín el organista. ¿Por
qué ya nadie me llama don Juan?
- Usted sabrá. Mi hermano y yo
volvemos a Marías con el linotipista Jorge Juan. Iremos por los
túneles de la música. Debo regresar a recoger los gansos y ver qué
hace Baldomero. Mi padre me decía que Baldomero era un buen hombre.
- No lo conozco.
- ¿Por qué no viene con
nosotros?
- Yo también regreso al octavo
piso de la vivienda que me compró Julia en Zaragoza. Regreso con
Stalin a mirar el río desde el balcón. Algunas veces salta un pez y
brilla.
- ¿No volverá a tocar el
órgano?
- Cuando me llegue la noticia de
que ha perdido el miedo a los hombres. Entonces el fragor de mi
marcha triunfal demolerá los túneles, aplastará a los murciélagos
y la tierra dejará de soplar el eco de mi querido órgano.
Los vio
desde su montura bajar de un coche azul. El coche dio la vuelta y
regresó por donde había venido. El médico sintió ganas de gritar
sus nombres, de poner al galope a la yegua. “Luego me contarán que
han venido por los rieles de la mina”.
El médico traía el fonendo en
el cuello y seis termómetros de cristal en el bolsillo de su
americana. El cielo comenzaba a sacar las estrellas. Mandó parar el
paso a la yegua y se quedó quieto para poder verlos bien. Los
hermanos se dieron la mano y apretaron a correr a las vías del viejo
ferrocarril minero. Sin soltarse las manos se subieron a los raíles
y siguieron al trote dejando su risa en las copas de los pinos. El
médico pensó en los dos años de soledad. Dos largos años sin
dejar de escuchar los pasos de su hija sin pasos y sin hija. Sin
poder mirar el rostro de su hijo, tan igual al de su madre. Cerró
las puertas de sus habitaciones y se prohibió entrar. No pudo. Fue
precisamente en el cuarto de su hija donde se sintió enfermo. Sabía
lo que podía ser. Al día siguiente pidió a su joven compañero que
le sustituyera. Esperó a la visita que le hacía Baldomero al
empezar la noche y le dijo que le llevara en coche a Zaragoza.
- ¿Puedes? Debo visitar a un
colega.
Pudo. Se hizo unos análisis de
sangre y un electro. Fue suficiente. Baldomero fue discreto. Respetó
el silencio que el médico impuso a su regreso. Sólo a la vista de
las luces de Reinas, dijo:
- ¿Malas noticias?
- Tengo una enfermedad cardiaca
grave. Lo sospechaba desde hace tiempo, pero cuando se confirman las
sospechas, nunca se sabe cómo vamos a reaccionar. Espero poder
expirar con discreción.
No era un buen momento para una
fiesta de bienvenida. Si el tiempo transcurre con pausa, todo tiene
arreglo.
Los dejó
llegar a casa antes que él. Doscientos pasos adelante. Esperó a que
abrieran la puerta. Llegó sigilosamente. Llevó al caballo a la
cuadra. Subió la escalera. El dolor le comenzó en las puntas de los
dedos de su mano izquierda. No fue un dolor blando. Fue un
martillazo. Se recostó en la barandilla del descansillo. El médico
regresaba de cerrar los ojos a un anciano que recibió tranquilo a la
muerte. Tras treinta años de ejercer la medicina se le enfriaban los
pies en las defunciones. El siguiente martillazo lo sintió en el
hombro. El que le golpeó el pecho le cerró sus ojos. Cayó de
espaldas por el hueco de la escalera que daba a la cuadra. El sonido
de su cuerpo al desplomarse sólo escuchó su caballo blanco y negro,
que golpeó cinco veces con sus pezuñas la paja del suelo.
Una hora más tarde, Baldomero
lo subió al hombro. Vio una raya de luz por debajo de la puerta y la
golpeó con la punta de sus botas. Le abrió Pilar. La muchacha se
quedó quieta. No hizo falta que nadie le contara que el muerto era
su padre. Baldomero le dejó encima de su cama. Pedro le quitó el
fonendoscopio de su cuello y le auscultó el pecho. Abrió el maletín
de su padre y le limpió una herida de su frente.
- En la ciudad le dijeron que
sufría del corazón- dijo Baldomero.
Su voz ronca cubrió el silencio
de la habitación.
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