“Cuando entré en la cárcel tocaban
silencio. Allí los perros no ladran,
lloran. Y los dos ratoneros que
vivían se pasaban todo el día apren-
diendo a ladrar”.
Josan.
I
Su verdadero nombre es Pepa Kalota, pero le llaman la Enferma Política desde el día en que el padre Seráfico de la Plegaria convocó al pueblo con las campanas y gritó a los cuatro vientos, desde la balaustrada del campanario, que la República había caído. Entonces Pepa pesaba once arrobas y había andado como un huracán lanzado irrintzis caballunos por los frentes de la Guerra. Metía tanto estruendo con la garganta que los soldados rezaban para expulsar su carne de gallina.
Aquel día Pepa Kalota fue a casa sin hablar. Sólo a la hora de acostarse salió al portal del caserío y lanzó un irrintzi ciclópeo que sacó a los animales de sus madrigueras. Después dijo:
- No me levantaré de la cama hasta que la vuelvan a poner.
- A quién-dijo Joanes.
- A la República.
II
Joanes se pasó veinticinco años explicando a sus vecinos que Pepa Kalota no necesitaba médico, ni cura porque estaba aquejada de una enfermedad que él mismo la bautizó como mal de política y que le gustaba repetir para ver la cara de lelo que ponía la gente.
III
Cuando Juanes fue a atrancar la puerta descubrió a su nieto Josín sentado en el culo de un cesto.
- Me tengo que ir, abuelo. Me persiguen los guardias.
Joanes le miró despacio y clavó sus ojos en el remolino de su coronilla. Los intestinos le comenzaron una revuelta y antes de oír los tiros dijo con su voz de arena:
- Espera que se lo diga a la abuela.
- ¡Qué se joda la República! Me levantaré y fabricaremos un escondrijo-dijo Pepa.
IV
Joanes se quedó encallado con las rodillas dormidas en las tablas del suelo amparado por la mole de su mujer. Sus pensamientos se le despeñaron hasta aquel día de verano que permanecieron durante toda la noche en el portal del caserío contemplando las estelas de los obuses que repasaban las faldas del monte Artxanda. Pepa Kalota se pasó las horas preguntando a su marido si su hijo habría tenido tiempo de comerse la tortilla de patatas que le había preparado por la mañana para ir a la Guerra. Hasta que no pudo más e infló los siete pisos de su papada como una vejiga de toro y la costa, desde el Bidasoa a Castro, tembló con las siete sirenas de barco que salieron de la garganta de Pepa Calota.
- Me marcho a Archanda-dijo.
Se ató bien el pañuelo de la cabeza y arrancó a andar muna abajo sin escuchar los razonamientos de su marido, que no tuvo más remedio que quedarse en el portal con la misma postura hasta que la vio regresar diez horas más tarde, después de haber recorrido cuarenta kilómetros, veinte de ida y veinte de vuelta, con el cadáver de su hijo atravesado en sus hombros y con los dedos de la mano libre en el agujero de la bala.
- Le han matado los moros de Franco-dijo.
Lo colocó en la misma cama que lo había parido hacía veinticinco años.
- Hay que llevarle al cementerio-dijo Joanes.
- Lo desenterrarían para meterlo en la piel de un cerdo. Es mejor que se quede en casa.
A Joanes le corrió un hielo por la espalda al recordar cómo su mujer lo lavó con parsimonia el cuerpo desnudo de su hijo y cómo lo arropó sin prisa, igual que cuando era de pañales y le vestía al amor de la lumbre. Le metieron en la artesa y lo enterraron por la noche, al socaire del muro del caserío, en el mismo lugar donde él enterró la placenta de su mujer cuando lo parió, allí en donde ahora había una higuera, la misma que Pepa Calota plantó por la mañana para disimular la tierra removida y del que sólo comían sus higos, los pájaros y los cazadores de los domingos.
V
Joanes se levantó en tiempos. Comenzó a caminar como una maquinilla sin aceite hasta que llegó al portal; enderezó allí su espalda con crujido de madera y dijo sin mirar a Josín:
- La abuela se va a levantar.
Josín se volvió y Joanes vio como le temblaba su barba de cubano.
- La abuela está enferma- dijo con la voz cascada por la sorpresa- .No se puede curar así como así, tras veintitantos años de convencimiento.
- Cuando las circunstancias lo exigen, sí.
- Que no se diga que los hombres de mi casa tienen potros de mujer- dijo Pepa Kalota desde su cuarto.
Josín entró y se quedó contemplado el enorme cuerpo de la abuela sentado en la cama.
- Tú te morirás en casa- dijo Pepa Kalota-. No quiero más muertos debajo de la higuera por culpa de aquella Guerra.
- Me llevarán.
- No- dijo Pepa con rotundidad-. Ayúdame a levantarme.
Los pernos de su nido comenzaron a anunciar la decisión de Pepa con ruidos desacostumbrados. Al principio Josín pensó que tendrían que empujarla con todas sus fuerzas, pero cuando la vio sentada con sus enormes muslos al descubierto, recordó lo que el abuelo le decía en los anocheceres lánguidos: “Sólo la voluntad vence a los huracanes”. Fue una maniobra tan costosa como el parto de una ballena en tierra firme. Pepa Kalota, sentada en la cama, ordenó que le peinaran sus cabellos de a metro y los trenzaran en dos piezas. Los organizaron Joanes y Josín con calma, arrodillados encima de la cama. Después la mujer se puso en pie y miró a sus dos hombres con un gesto triunfal.
- Es una lástima que no tengamos una máquina de hacer fotos para asombrar al mundo- dijo Joanes.
Cuando Josín se salió a la cocina para que la abuela se vistiera pensó que tendrían que arrancar los marcos de la puerta. Sin embargo, sólo fue necesario empujarla entre los dos durante tres minutos. Josín recostó su hombro contra la cadera de su abuela y pensó por un instante que para llegarle a los huesos sería necesario afilar el gancho de la cocina y metérselo hasta el puño. Pepa Kalota salió a la calle a las dos con una sobrecama encima de los hombros. Josín la siguió asombrándose de sus huellas, más profundas que las que dejaban las vacas. Caminaba con la parsimonia de un cachalote que aprende a andar. Se hundía a cada paso hasta las puntas de su vestido con la incertidumbre de que al siguiente paso la tierra le absorbería hasta el moño. Pepa Kalota miró a su marido, a su nieto y después acarició el tronco de árbol.
- Construiremos aquí una conejera con tablas viejas y clavos herrumbrosos. La haremos con doble fondo y Josín podrá estar como en una cama cuando lleguen los verdes.
- Es una locura- dijo Josín.
- Es una locura sensata. El único loco eres tú. Pero no tienes la culpa.
Joanes tenía madera de inventor y su mente razonó las posibilidades de la ocurrencia de su mujer.
- Habrá que llenarla de conejos- dijo entusiasmado.
- Con lo que sea necesario- dijo Pepa Calota mientras medía con un palo a Josín.
Construyeron la conejera entre los tres en el resto de la noche y al amanecer Josín probó el escondrijo justo cuando el peso de sus botas mellaban el polvo del camino.
VI
Pepa Kalota les miró la jeta y dio un paso al frente llevando en sus ojos el reto de su sangre revuelta.
- Soy Pepa Kalota, la abuela de Josín, el hijo de mi hijo que murió en las faldas del monte Artxanda un día de mala leche.
La pareja descolgó los mosquetes y sus dientes blancos brillaron con filos de cheifas a un palmo de sus hules.
- Traemos orden de detención.
Pepa Kalota les apartó con la mano y se recostó en el tronco de la higuera.
Después de decir con voz sosegada: “Buscadlo. Aquí no está”, infló los pulmones, las tripas, los pechos con todo el aire del amanecer y lo vomitó mirando al mar en un irrintzi triunfal.
FIN
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