Fueron tres días funestos. Mi madre solía decir que vinimos al mundo con el fatum puesto. “Tu hermano nació con sebo y tú con verdín de mar”. La más bonita, tu hermana Jokiñe. “Era una niña grande que nació con tirabuzones, rubia muy rubia y que se rió al nacer”. Mi madre me contaba nuestros nacimientos en agosto, generalmente recogiendo tomates en la huerta que mandó labrar mi abuelo. El resto del año contaba poco. Se pasaba los meses cantando rancheras y frotándonos su dedo gordo, mojado en saliva por los sucios de nuestra piel. Fue siempre así hasta que llegaron los días funestos.
Ella era ya una anciana y me seguía limpiando las orejas con su pañuelito malva en el portal. “Un letrado con las orejas sucias tiene muchas posibilidades de perder cualquier alegato”.
El primero en doblar la cabeza fue mi padre. Me dijeron que se murió con el puño en alto y cerrado. Jokiñe me contó que dentro de su mano cerrada el amortajador que le hizo las uñas le encontró una mosca. Jokiñe, que era habilidosa, me regaló la mosca en una cajita con ventana de cristal. Era verde, le faltaba un ala. ¡Debió de apretar fuerte, el viejo! Él quería morirse solo. Mandó a mi madre a la cocina por un vaso de agua y aprovechó su ausencia. Siempre fue discreto. El segundo día cerró sus ojos mi hermano Julián José. Todo el mundo confirmó que se murió de pena por el deceso de nuestro padre. “Piadoso sí era” -corroboró mi madre. -“Pero con las perras de los demás”. Mi madre le tenía un poco de ojeriza. “Las madres quieren por igual a sus hijos.” No es cierto. Es una carrera de amor. Según van pasando los años, las madres van cambiando de preferencias. Por eso es peligroso ser hijo único. O creces tonto o calamitoso. Unas veces te comen a besos y otras te ponen serpientes en el plato.
Fue así como nos encontramos con dos muertos en el mismo cuarto. Mi madre tuvo la ocurrencia y así se hizo. El tercer día faltó a la comida de difuntos mi sobrino Alejo, el muchacho más guapo del Cantábrico, hijo de mi hermano y nieto de mi padre. Su madre, Mari Aundi dijo que había estado vomitando toda la noche por el olor a muerto que salía del cuarto de los dos cadáveres. Y es que a mi hermana se le ocurrió enterrar a nuestro padre y a nuestro hermano el mismo día. Lo que no sabía mi hermana es que ambos se habían muerto con el páncreas ojeroso dando sufrida información a los presentes del insano olor que emiten las vísceras humanas bañadas en alcohol. Los velatorios pueden llegar a ser muy peligrosos. Mi hermana, que era positiva, debió de exclamar: “¡No hay dos sin tres!”
Yo no pude ir al entierro de ninguno de los tres porque me estaba muriendo en el Hospital de una perforación de colon a causa de un estreñimiento pertinaz. Cuando las desgracias se cuelan por las tejas de la misma casa, no hay quien las pare. Infeliz de mí que, cuando me bajaba la fiebre, no hacía más que leer una esquela tras otra de mi propia familia. Después de la tercera, mi madre me trajo mi propia esquela redactada con un lapicero de carpintero, de esos rojos y azules.
Antes de dármela a leer le pidió al médico que me mirara el fondo del ojo. “Todavía habrá que esperar un poco”. Mi madre olvidó encima de mi mesilla de enfermo el panfleto de mi óbito, dejó una sombra de carmín en mi piel ardiente y rogó a un celador que la llevara en una silla de ruedas a la parada de taxis. Al de un mes me dieron el alta y me enviaron a casa con la muerte parada, aunque en un plis de comenzar a trotar. Y fue que el cirujano que me operó “a vida o muerte” (cualquier vivo no puede jactarse con eso de “a vida o muerte”), me dejó el veneno de la infección en cinco grapas por si fallaba la chapuza que había dejado en mi colon. Y era que entré con una circunferencia respetable y salí con el grosor de un dedo meñique. Tres meses después me operaron en clínica privada con sábanas de papel y conejo de plástico individual.
Me hicieron una laparotomía media suprainfraumbilical y otras soluciones. Tras dos meses jugando al parchís con mi hermana y mi madre, quedé vivo con algo de fiebre, lapsus que aprovechó mi santa madre para irse con los muertos de la familia. La fiebre me subió sin compasión, tanto que me amarró a mi cama durante cuarenta días. Por lo que no pude asistir a su entierro, a las misas de salida y las treinta gregorianas que encargó Jokiñe celebrar en el altar mayor. Mis ausencias religiosas fueron juzgadas por el pueblo llano como una falta de respeto a mis muertos. Me negaron el saludo y me llenaron los hombros de algunas libras de fatuidad. El pueblo siempre juzga con cuernos de diablo y hectolitros de envidia. Bien. Parece que la negra baila por otros barrios. La familia ha quedado reducida a mi hermana y a mí. Mi cuñada Mari Aundi se ha arrimado a un esquimal y vive en Groelandia en un igloo de bloques de colorines. Como a Mari Aundi le gusta el pescado con locura, dice que es la mujer más feliz del mundo. Mi cuñada no sabe andar por la tierra sin llamar la atención. Ella es periodista y trabaja de free lance. Si no encuentra una noticia chapeau, se la inventa. Aprendió a usar correctamente las cinco uves dobles y una hache (What, Who, When, Where, Why y How). Es lo primero que te enseñan en la Facultad de Periodismo. Ella es lo único que aprendió. Y supo sacarle jugo al coco.
Los pueblos de veinte mil almas no saben perdonar, no tienen compasión, se hinchan la tripa de risa y ¡ay! si quedas rico, te arrojan piedras. Jokiñe, que ya quedó rica por amor de nuestro padre, engordó su petate detrás de los últimos muertos de la familia. Ambos quedamos parecido, que si ella terminó rica por muertes legales, yo, soltero viejo, ahorré con lo que me dejaron las facturas de mi bufete. Ahorros que sumé a mi herencia y ambos juntamos los terrenos para no reñir. Pocos días después de dar tierra a nuestra madre, mi hermana comenzó a quedarse en casa, a adelgazar y a no encender la radio en la hora que ponían tangos y boleros. Cuando era niño, Jokiñe, que me lleva una docena de años, me subía en el empeine de sus zapatos y bailábamos muy abrazados los rechupetes de algún bandoneón. Los abuelos arrastraban las butacas del salón y las juntaban. Sentados, aplaudían el final de un toque y la abuela lloraba con su cabeza encerrada en vaya usted a saber en qué lugar secreto de su memoria. Al ver tan perdida a mi hermana, le quité el luto, compré un tocadiscos con una caja de tangos y boleros y me subí al empeine de sus pies.
Era una tarde bochornosa y nublada del mes de agosto. Jokiñe había entornado las contraventanas de toda la planta baja y esperaba en la cocina a que bajara de mi despacho para poner la ensalada de verduras en la mesa.
- ¿Por qué quieres enflaquecer, hermana?
- Porque nuestra familia se ha muerto gorda.
Era cierto. Pero yo sabía que su tristeza no se curaba a dieta. Por eso compré el tocadiscos, corrí los sillones del salón y puse Cambalache. Jokiñe recordaba nuestros pasos de baile. Era fundamental para que el invento funcionara. Todavía le quedaba juerga en su interior. Tenía los párpados pintados de azul egipcio; las cejas rectas; las pestañas, negras. Vestido sin mangas, rasgada la falda por su pierna izquierda. Me subí a sus pies y bailamos el tango arrastrado con un encanto difícil de imitar. Lo terminamos pataleando de risa. Mi hermana se repantigó en el sofá.
- Si es cierto que los viejos se vuelven niños, estamos justamente en la edad de recordar nuestros juegos -le dije desde la cocina. Aunque sabía que no nos gustaba, se me había ocurrido hacer té.
- ¿Te gusta el té?- preguntó Jokiñe.
- No lo sé.
- Antes no te gustaba.
- A lo mejor me gusta ahora. Sólo lo sabré probándolo.
-¿Has comprado “A bordo de mis zapatos”? Los últimos cuatro versos se te clavan en las sienes. Recuerda: “Ya anochecidas mis sienes / pero el verano en mis sueños, / a bordo de mis zapatos / cruzo la vida y la quiero.”
Jokiñe ya arrastraba sus alpargatas por la cera de la pinotea del salón. A mala hora. A mala hora porque entonces no pensaba. Y no pensó. Buscó el tango. Lo encontró. Dijo:
- ¡Puff, qué calor!
Abrió el ventanal que daba al jardín. El más grande. Sonó el tango a presión. Me subió a sus empeines y me besó en un moflete. Pitó la tetera cuando terminó el tango. Luego llegaron las palmas desde el guijo del jardín. Después la censura. Fui a cerrar las ventanas.
- ¡Veinte papanatas!-dije mirando al jardín. Creo que yo también me había alterado. No sumé la fuerza del viento y la de mis brazos. Fue un ventanazo de pecado: primero se rajó el cristal, después se cayó la pieza más grande, con la caída de la punta se acabó la romería ¡Qué más hubiera querido yo! Faltaba el aplauso final y la burla. La burla de la representación del dolor en un municipio de veinte mil habitantes. Y la frase última en boca de una vieja revieja con postillas y cosas peores en su cara de tortuga:
- ¡Lo que me faltaba por ver! ¡Dos hermanos dándose el lote en una casa con olor a cuatro muertos recientes!
- Se habrán casado en Francia.
- ¡Mujer! Son hermanos.
- En Francia hacen muchas barbaridades. No es como aquí.
- Me parece que la hemos cagado, hermanito.
- Todavía no -dije.
Les disparé sin apuntar un par de cartuchos de sal gorda. Cargué dos cartuchos de perdigón y disparé a las bombillas de la acera de enfrente. Estaba rabioso. Dejé de hacer el burro al ver a Jokiñe con la frente triste.
- ¿Tú crees que nos verán? -preguntó con su voz de dar pena.
- Ya se han marchado.
- Esos no. Los que se han ido.
- Cuatro. Nos hemos quedado huérfanos. No comprendo por qué tienen que pasar estas desgracias cuando el hombre ya ha llegado a la Luna. Tres muertos de la misma familia en tres días. En la cama. Enfermos de algo. No en accidente. En su cuarto. Y luego la madre. Y por poco, yo.
- ¡Calla! ¿Qué hubiera hecho sola en esta casa con ocho cuartos para dormir?
- ¿Cuántos años tienes, Jokiñe?
- Setenta y nueve. Las calas que rodean la casa las metimos en tierra la madre y yo hace setenta años. La tía Jorgina las llevaba a la parroquia para poner el monumento en Semana Santa.
- Me acuerdo poco de la tía Jorgina.
- Era tía de nuestro padre. Nuestra madre decía que la encontró en la puerta de la cocina un día de navidad. Era guapa, pero olía a chis. Ella me enseñó a bailar los tangos arrastrados. Escribía novelas románticas en cuadernos de aprender a multiplicar. Recuerdo su letra puntiaguda, muy inglesa. Y el sabor de sus natillas…
- ¿Tú crees que nuestros padres se querían?
- Poco. Él más que ella. Nuestra madre era tímida. Nuestro padre era depresivo. Se respetaban.
- No es poco.
No tomamos el té. Mi hermana olió la infusión y arrugó su nariz. Tras la ensalada comimos pan con queso. No hay mejor infusión que un vaso de vino tinto. Subí a mi cuarto con ganas de recopilar mi pasado. Pero me dormí. Siempre me dormía.
Jokiñe sólo salía de paseo agarrada a mi brazo. Al cruzarnos con alguna vieja, Jokiñe se reía clavándome su codo en mis costillas hasta que me saltaba la risa y apretábamos el paso para escapar de la carcajada manifiesta.
- ¿De qué o de quién te ríes?-le preguntaba.
- Esa señora se llama Celia Cien. Es cinco años mayor que yo. Usa justillos para dulcificar su cuerpo de gallina vieja. ¿Cómo quieres que permanezca impasible ante una gallina que quiere transformarse en polla?
En verano nos sentábamos en la terraza y mandábamos extender el toldo. Algunas veces dejábamos el ventanal del salón entornado y poníamos música. Después de la siesta tomábamos dos buches de whisky en tazas de té. La gente paseaba por la acera de nuestra calle y nos rompía los arbustos para espiarnos. Mi hermana defendía nuestra intimidad con la manguera. Y es que el pueblo, que ya tenía treinta y cinco mil habitantes, seguía igual de insustancial. A la gente le gustaba vernos pasear cogidos del brazo. Éramos la gran incógnita. Los más jóvenes aseguraban que somos un matrimonio encantador, los viejos decían que somos dos hermanos que nos casamos en Francia para no vivir en pecado. Los jóvenes creen que los viejos vivimos con la cabeza en el tejado. Al llegar a la plaza del Tilo, cuando más gente se junta, alguien entona la milonga “… a bordo de mis zapatos cruzo la vida y la quiero.” Beso las puntas de los dedos de mi hermana y observo sus noventa años ya cumplidos con la palabra tabú en mis labios. Aunque mucho me temo que, lo mismo que sucede con la muerte en la juventud, eso es algo que les ocurre sólo a los viejos.
Arrigunaga (GETXO), 26 de febrero de 2015.
FIN
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