Antes de que el relámpago mutilara el pararrayos, la parroquia se quedó a oscuras. Parece ser que mi madre aprovechó la nocturnidad del templo para romper aguas. Pero no nací en misa en medio de una tormenta infernal, como escuché decir más de una vez. Nací en casa. Mi primera maestra, doña Lola, la que me enseñó a contar hasta cien, me llamaba Niña Trueno. Era por el petardazo que siguió al rayo y que metió el invierno en Getxo. Fue precisamente doña Lola la que encendió su mechero y comprendió lo que le pasaba a mi madre. Le agarró por un brazo y dijo:
- Camina, que te delatan las aguas.
Doña Lola siempre hablaba con palabras de libro. Mi madre afirmaba que la había escuchado decir que había leído El Quijote siete veces sin saltarse una coma.
Un viejo de los que leen la epístola por falta de curas, arrastró sus botas por los altares prendiendo las mechas. Los pabilos trajeron sombras a las paredes del templo. Doña Lola arrastró a mi madre hasta un Audi 100 afrontando con sus cabezas los garbanzos de granizo.
- ¿Hemos dejado a tu pareja dentro de la iglesia? -preguntó doña Lola.
- Soy maestra de niños- respondió doña Lola.
- Ni por su hija, que ya parece que llega, renuncia a sus arrebatadas partidas a la baraja, ni a las borracheras y el puterío.
- Será que todavía no ha llegado a hombre.
- A medias, a muchacho.
Al abandonar el camino del Hospital, mi madre chifló como la sirena de un barco y doña Lola dio un volantazo de los de no queda más remedio.
- Para ir al Hospital creo que hay que dar media vuelta -dijo doña Lola.
Fue aquí cuando mi madre chilló por segunda vez. Su bramido fue como la sirena de un barco de guerra. Las luces de las ventanas de las casas y las farolas del camino comenzaron a hacer guiños. Doña Lola no se aturdió. Sabía donde vivía mi madre.
- Me cago -dijo mi madre sin pudor.
Doña Lola pensó por los preámbulos de mi madre para traerme al mundo, que el parto iba a ser corto. Al menos es lo que dijo con su rico lenguaje cargado de ideas:
- Los partos de tres días de duración sólo lo tienen las grandes señoras de nuestra burguesía y la nobleza del Abra. El vulgo se muerde la lengua y empuja con bravura.
A mi madre le dio tiempo de llegar a la cama, mullir las almohadas, resoplar con energía, dañarse la lengua y echar los arrestos. Doña Lola buscó toallas limpias, rasgó una sábana nueva con susurro de enaguas de algodón, calentó agua y comió pan duro. Esperó mascando la miga en paz hasta que asomé mi cabeza. Me ayudó. Me recogió en su delantal. Después, tras cambiar a mi madre y a su cama, limpió la tarima con agua y vinagre, me puso dodotis y un buzo de papel.
- Me quedaré hasta que venga tu pareja -dijo.
- ¡Oh, no! Lo mismo tarda un mes en llegar o se le olvida el camino y no vuelve más. Soy pequeña pero fuerte. Después de dormir, llamaré a tía Ángeles. Si no tiene algún hueso roto, vendrá mañana. Se cae, la pobre. ¡Qué vas a pedir! Ya ha cumplido ochenta. Lo peor es que sueña cosas desagradables y no se quita el camisón para contártelas. Es muy impulsiva. Por eso se tropieza y se cae. La última vez me aseguró que a su hermano mellizo, Menelao, lo enterraron vivo por un descuido de su padre. Fue muy comentado.
- Su padre contaba cerdos en el matadero. Era el contador oficial de cerdos. No creo que se pudiera dar el gusto de equivocarse. Le hubieran puesto de patitas en la calle -dijo doña Lola.
- Mi difunta familia tenía mucha imaginación, pero sus utopías eran demostrables. Sólo las mujeres somos longevas. Sabemos encontrar hombres hermosos, pero de poca duración. Somos abejas reinas, hijas de abejas reinas y de zánganos predestinados a morir con poca vida -dijo mi madre.
Me dormí en la teta. Me gustaba el olor de su piel y también el de su cama. Doña Lola me cortó el cordón y me arregló el ombligo para que me quedara bien. La voz de doña Lola era caliente. La de mi madre sonaba a infantil, aunque ya había cumplido dieciocho años. Lo cierto es que se estaba mejor dentro de ella que en aquel cuarto tan grande como un comedor de parranda. La cabecera de la cama era una ikurriña colgada de un akullu en la que se adivinaba con facilidad las uñas de mi madre. En el ara horizontal de la cruz blanca habían escrito con carmín “¡Por los clavos de Cristo! ¡Fóllame!” Detrás de la puerta colgaba un poto que enterraba sus raíces en un plástico de cuajada. Y en el raseado del cielo habían pintado una luna llena con guiño de ramera.
Doña Lola pidió ayuda a dos amigas solteras igual que ella. Por las tarde se juntaban las tres y se disfrazaban con la ropa de mi madre y hacían pases de modelo adornadas con la bisutería de ella. También representaban obritas de teatro escritas por doña Lola en un cuaderno de multiplicar. Doña Lola siempre hacía papeles de señor, creo que para pintarse un bigote con un corcho quemado. Mi madre se reía y aplaudía. Fueron tres días de fiesta. Al cuarto llegó la tía Ángeles, una anciana tiesa de arriba abajo. Se parecía a una silla thonet de haya con pecas apolilladas. Besó a doña Lola y a su guardia y las mandó a casa llamándolas queridas mías y santas mujeres.
- Has nacido desmedrada, cien patitas. Te daré biberones para rellenar tus huesos -me dijo la tía Ángeles.
Tenía cinco semanas la primera vez que escuché llorar a mi madre. Creo que la tía Ángeles también la oyó porque vino a nuestro cuarto y se sentó a mi lado. Respiraba muy fuerte. Me asustó y comencé a llorar. Mi madre dio una patada a la tía Ángeles y la sentó en el suelo. Dio la luz. Exclamó: “¡Dios mío!”. Se levantó de un salto y corrió a ayudar a la tía.
- Creí que Argus se había subido a la cama. Es un perro bueno que trajo Él a casa -dijo mi madre al tomarme en brazos. Era la primera vez que lo nombraba. Me miró como si yo le pudiera comprender a mis cinco semanas.
- ¿Le quieres?
- En realidad, no lo sé -dijo mi madre.
- Entonces no le quieres. Estás amargándote gratis.
- ¿Y si le ha sucedido algo?-dijo mi madre.
- Los jóvenes tenéis el genio desmedido. Llevo desde que entré en esta casa sin atreverme a preguntarte por qué no le llamas a casa. Pero temía tu humor. Los viejos aprendemos a ser cosas para no molestar -dijo la tía Ángeles.
- Le he llamado demasiadas veces. Quería ser militar.
- ¿Por qué no vamos a su casa?
- No tiene casa.
- ¿Vivía en la calle?
- Vivía conmigo -dijo mi madre.
- Alguna manera habrá de dar con Él -dijo la tía.
- Seguro. Pero yo sabía que iba a ser así.
Entonces empecé a llorar.
- No le ha gustado mi parecer. La niña entiende, tía- dijo mi madre.
- ¡Otro tanto!-exclamó la tía.
Volvió a arreciar el granizo contra las ventanas del norte. Desde que nací, mi madre aseguraba que no había escampado un solo día hasta febrero del año siguiente. Es cuando conocí el Parque de los Curas, vi brotar por primera vez las flores de ángel. Me llevaba la tía en mi coche de ruedas. Mi madre iba por las mañanas a la Universidad a estudiar Enfermería. Algunos sábados venía doña Lola, la que me ayudó a ver la luz. Un día preguntó a mi madre si ya había sacado el libro de familia. Mi madre le respondió con un tono nuevo en su voz:
- ¿Quieres saber si la niña tiene padre legal? La niña figura como hija de soltera. Todavía Él no ha regresado. Ni sabemos si regresará.
Mi madre era contundente cuando le hablaban de Él. Yo supe desde siempre que Él fue lo que faltaba en casa.
El día que Argus arrancó la ikurriña a mordiscos del cabezal de la cama, mi madre y la tía me habían sacado al Parque de los Curas para que persiguiera a las palomas. Al regresar a casa encontramos al perro debajo de la cama. “Argus todavía se acuerda de Él”, dijo mi madre. “En la vejez nos volvemos sentimentales”, dijo la tía Ángeles.”
- Los perros no tienen vejez. Se mueren y ya está -dijo mi madre.
Argus era un perro grande que me paseaba encima de su espinazo hasta que cumplí cuatro años. Doña Lola le dejaba entrar en la escuela y le llevaba el desayuno. Argus permanecía sentado al lado de mi pupitre. Durante el recreo había aprendido a escaparse del patio. Atravesaba el Parque de los Curas y esperaba a mi madre para acompañarla a la escuela en busca de mí. Son recuerdos que no sólo no se olvidan, sino que se agrandan con el tiempo. Igual que cuando mi madre peinaba a la tía Ángeles sentada en una silla del comedor. Colocaban la silla frente a la ventana que daba al mar y la tía cantaba “El rosario de mi madre”. Tenía un pelo largo y blanco; largo hasta la cintura y blanco como la harina de hacer buñuelos. Le hacía una trenza y con la trenza un moño donde clavaba una horquilla con un clavel de papel azul. Aquella tarde paseábamos los cuatro por el Parque de los Curas: la tía Ángeles, mi madre, Argus y yo. Íbamos al puesto del frío a comprar cuatro helados de chocolate: un momento diferente porque mi madre había sacado el título de enfermera. Ocupamos una mesa. Argus devoró su bola. Estiró sus orejas. Paró su mirada en la Puerta de los Monagos y arrancó a correr.
- ¡Argus! -llamó mi madre.
- ¿Es Él, verdad? -dije a mi madre.
Era un hombre guapo. A lo mejor era el hombre más guapo que yo había visto. Se sentó en una escalera de la Puerta de los Monagos. Permaneció todo el tiempo mirando a Argus, hasta que el perro se le acercó despacio, como intimidado, moviendo el rabo, con las orejas gachas. También se le acercó mi madre con sus andares de chica buena. ¡Qué sangre de buena actriz corría por sus venas!
- ¿Dónde has estado? -le preguntó.
- Salí de la iglesia a dar una vuelta. Ya sabes que no soy de curas, eso es todo -contestó.
- Podías haber dicho que te marchabas -dijo ella- Te he llamado.
- Fui a dar una vuelta y me entretuve. No hay nada más que contar -dijo Él.
- ¿Por qué no me avisaste?-dijo ella. Después lo miró como miran los jueces a un confeso desde su estrado.
- Comencé a beber. He estado soplando un quinquenio.
- ¿Sin pausa? -preguntó mi madre al hombre bonito.
- Son cosas que suceden una vez en la vida -dijo.
- ¡Él!- Exclamé con la piel de gallina-¡Ha venido Él sin avisar!
El hombre bonito me cogió y arrimó mi oreja a su pecho. Su corazón martilleaba mi oreja. Le apreté fuerte. ¡Se estaba tan bien!
FIN
Arrigunaga (GETXO), 15 de abril de 2015.
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