Fue a finales de setiembre. El sol, colgado encima de la mar, picaba sin compasión, hasta que llegó un vientillo del oeste y arrastró un nubarrón que lo cubrió. Mi padre estaba de vacaciones. Él siempre cogía las vacaciones en el mes de setiembre. Era el mejor mes para pescar en las peñas. Y desde que tengo uso de razón, después de una tormenta, me llevaba a la muna del río a pescar anguilas. Por eso, cuando llegaban las nubes al cielo, mirábamos qué viento las empujaba para ver si traían tormenta.
- Si cayera un chaparrón, mañana estaría bueno para anguilas-dijo mi padre calándose la boina.
- Lo malo es que igual se muere el abuelo-dije.
Mi padre guardó silencio. Al rato dijo:
- ¡Vete a saber! Uno se muere cuando puede.
Enormes gotas de lluvia comenzaron a teclear en las hojas de la parra. Cubiertos por el alero, nos quedamos en silencio contemplando los rayos.
- Va a descargar una buena-dije.
Comenzó el chaparrón. El olor a tierra mojada no se hizo esperar. Se estaba bien allí.
- Entra en casa-dijo mi padre.
Arrimamos el portón y lo sujetamos con un solo gancho. Subí arriba y me dirigí al cuarto del abuelo. Mi madre y mi tía miraban por el antepecho el pequeño río que se había formado en la carretera. Una mosca se posó en la frente del abuelo. Cogí un abanico de encima de la mesilla y la espanté. El abuelo tenía la boca abierta y respiraba con dificultad. Asustaba. La tía y mi madre no se separaban de su lado. Sobre todo desde que el médico les dijo que no le quedaba mucho. Mi padre les decía que no se iba a escapar. Que seguramente quería quedarse solo. Creo que tenía razón. Al dejarle en paz, el abuelo se sentaba en la cama con los pies en el suelo y se rascaba la cabeza con un dedo. Ellas le reñían y me llamaban para que les ayudara a tumbarle.
- Aitxe, aitxe.-decían-. ¿No ves que te puedes marear?
Escampó casi de noche. Mi padre abrió el portón. Fue al gallinero en busca de una caña. Le quitó sus hojas con una hoz. Era recta como la raya del horizonte en la mar. Comenzó a llover otra vez. Si mi madre y mi tía no hubieran estado en el cuarto del abuelo, habría subido a decirle que mi padre pensaba ir al río a pescar anguilas. Al abuelo le gustaba estar informado hasta de las cosas más nimias.
- ¿Por qué cansas al abuelo con esas tonterías?- me decía mi tía- ¿No te das cuenta de que ya no le interesa lo que hace tu padre?
El abuelo me guiñaba un ojo. Era su forma de agradecerme mi labor de confidente. Aunque yo tenía trece años, el abuelo me trataba como a un señor mayor. Fue un mediodía cuando nos dio el primer susto. Me lo dio a mí. Bien. Salí a buscarlo para comer. Lo encontré intentando levantarse del suelo. Él no me vio. Creo. Me asusté. Lo dejé con su problema. Me escondí en mi cuarto. Sentía una sensación inédita, llena de temor. Y es que nunca había visto al abuelo a cuatro patas intentando levantarse del suelo. Fue la primera sacudida de pánico de mi vida. Esperé con aquel dolor nuevo, que no era dolor, sino una desazón que se tenía que curar en secreto, seguramente como se cura la cobardía. O no. Porque cuando recobré mi valor y salí de cuatro saltos al jardín decidido a ayudarle a levantarse, ya no estaba. Lo encontré sentado en una silla al lado del cobertizo de las herramientas. Sus párpados se abrían y cerraban como las alas de las mariposas. “Son pequeños derrames”, dijo el médico por la tarde.
- Ayúdame a entrar en casa. Creo que me ha dado algún mal-me dijo.
En cuanto le envolví con mis brazos, me sentí mejor. Lo senté en la silla de debajo de la balda de la radio, en la cocina. Mi madre llamó al médico. Le mandó análisis de sangre y de orina. Al día siguiente, volvió. El abuelo tenía la cara del color del azafrán. Mi tía sacó del armario las sábanas bordadas y la sobrecama blanca. El médico también había movido la cabeza y había dicho: “A estas edades…”
El abuelo me guiñaba un ojo. Al resto los ignoraba. Dejaba su mirada quieta en un punto del cielo raso. Al entrar yo en el cuarto fijaba sus ojos en los míos. Luego me hacía un guiño. Mi madre sonreía. Mi padre exclamaba: ¡Eres grande, chaval! Mi padre nunca sabría que le había abandonado con las rodillas en la campa y con su cara enterrada en la yerba.
Llovió durante toda la noche. Escampó mientras mi padre y yo desayunábamos sopas de pan y leche.
- Va a hacer bueno -dijo mi padre.
No se le había olvidado. Después de leer el periódico iría seguramente a coger gusanos al montón de estiércol. No se lo pregunté. Mi madre me dijo que subiera para ver si el abuelo me guiñaba los ojos. Ella había bajado triste a la cocina después de ayudar a la tía a asearlo. Había llorado.
- ¿Qué os traéis entre manos tu padre y tú?-me preguntó.
- Nada. Que el río traerá aguaducho. Seguro que las anguilas picarán como tontas.
- ¿Te ha dicho que le acompañes?
- ¿Por qué no le voy a acompañar?
- Porque el abuelo está tranquilo a tu lado. Cuando te guiña un ojo, se queda en paz.
- Pero él siempre me lleva a pescar anguilas cuando está de vacaciones. ¿Piensas que se va a morir precisamente cuando estamos en el río? ¡Casualidad!
Ella apretó sus labios y me dio la espalda.
Mi padre desapareció después de fregar los platos. Le seguí. Llevaba un bote de cristal. Cogió el atxurtxu. Revolvió en la basura. Se sentó debajo de la parra y buscó en los bolsillos de sus pantalones. Sacó el alambre de latón y el hilo de Dalia. Cuando mi padre se abstraía, silbaba sin ruido. Se abstrajo. Fue ensartando los gusanos con ayuda del alambre en el hilo de Dalia. Formó un rosario de más de un metro. Ató a los gusanos en un trozo de hilo bala. Envolvió con plomo dos dedos de cuerda. Otras veces mi padre me solía preparar caña y aparejo para mí. Esperé sentado debajo de la parra a que me llamara. No me llamó. No me acerqué. Sin embargo, me costaba creer que fuera sin mí.
- Pescaremos los dos con la misma caña. A ratos- me dijo al pasar por mi lado.
Se me calentó la sangre de felicidad.
- ¿Es verdad que se puede morir en cualquier momento?-le pregunté.
- ¡Y tú!
- ¡Claro! Pero como él ya se ha metido en la cama...
- Ya es mayorcito para saber lo que se hace.
- Creo que es un buen día para anguilas. ¿No piensas que deberíamos decirle al abuelo que vamos a bajar al río?
- Se moriría de envidia.
Mi madre solía decir de su marido que tenía mal tipo pero que era un hombre bueno. Aunque cuando discutían ella siempre terminaba rumiando por lo bajo: “¡Terco!” “Lo que pasa es que eres un terco.”
FIN
Arrigunaga (GETXO). 13 de marzo de 2016.
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