El teléfono suena inmisericorde. Repica sin respirar. ¡Ya se cansará! Meto la cabeza debajo de la almohada. Clara me da un puntapié con sus uñas de sílex pintadas de azul.
- ¡Mecagüensós!-grito herido de muerte.
La perra comienza a ladrar.
- ¿Es que no vas a ir a cogerlo?- aúlla Clara más fuerte que yo.
- ¡No!
- Son las tres. ¡Ve a cogerlo!
- ¡Vete tú!
- ¿Yo? ¡Estás mal de la cabeza! ¿Esa es la gran generosidad que muestras ante una mujer con jaqueca? Te he dicho después de cenar que no me encontraba bien. ¡Me voy a volver loca! ¡Ve a cogerlo!
- ¿Por qué me has clavado las uñas de tus pies? ¡Menudo genio te queda! ¡Así esté el teléfono sonando toda la noche, la perra ladrando y tú dándome patadas, no pienso levantarme!
- ¡Ten misericordia de una mujer enferma!
Aparto las mantas de un tirón. No enciendo la luz. En la esfera luminosa del despertador veo que son las tres pasadas. La perra se calla. Llego al salón a oscuras y espero vengativo a que suene el teléfono un par de veces más. Extiendo la mano para coger el auricular y el teléfono enmudece antes de llegar a él. Me quedo dos minutos por si vuelve a sonar. El teléfono es un modelo antiguo. De los que no te chiva el origen de las llamadas. Pienso en dejarlo descolgado. Todavía queda noche para dormir. Tengo sueño. A cara o cruz. “Cara”, me digo. No lo dejo descolgado.
- Se han cansado de dar la tabarra- digo a mi mujer.- No he llegado a tiempo.
Clara parece que está dormida. O se hace la sorda. Me tumbo boca arriba y me tapo. Ha respetado mi sitio. Ella aprovecha cualquier descuido para dejarme casi sin cama. Estoy harto de dormir de costado. ¡Treinta años durmiendo de costado! La culpa la tengo yo. ¡Diablos! ¡La culpa la tiene el tiempo! Río por no llorar. Me casé con una cosa rubita, con unos deditos y una naricita respingona que era un pastel de arroz. Su voz era dulce como la de un castrati y cantaba al atardecer sentada en una banqueta de cocina como un petirrojo. Al llegar a casa de la oficina corría a mi encuentro por el pasillo como una bolita de algodón, se subía a borrichico en mi espalda, me azotaba como una muñequita y sus piececitos…, ¡ah, sus piececitos con cinco deditos cada uno! ¿Qué me importaba entonces dormir de costadillo, si era ella la que me empujaba jugueteando al borde del colchón? ¡Qué el demonio me lleve! ¿Cómo aquello ha devenido en esto...? Es cierto que sus caderas se redondearon después del parto de nuestro hijo y que dos años después las gemelas la dejaron gorda y le comenzó a oler el aliento a sacarina. ¿Y sus pies? ¡Dios mío! ¡Donde había margarina, han germinado dos bacaladas secas con diez percebes pintados de azul! ¡Es la vida, Nicolás! No te quejes y duérmete, que el mejor vino se vuelve vinagre y el amanecer no perdona.
Nicolás se deja aplastar por el dulce peso del sueño. Clara ya duerme atravesada en la cama. Regresa la paz. No. El teléfono comienza a timbrar con brío.
- ¡El teléfono!- grita Clara con desgarro.- ¿Es que no oyes el teléfono?
Espero la patada. No llega. ¡Pero si me acabo de dormir! Precisamente he soñado que me acababa de dormir. Me rebelo. Esta vez no pienso levantarme. Lo digo en voz alta:
- Esta vez no me levanto. Si quieres, vete tú.
- ¡No seas grosero! ¡Cómo a ti no te duele la cabeza! ¡Haz el favor de ir ahora mismo! ¿Qué dirá la viuda de abajo?
Llega la patada. La perra empieza a ladrar. Aprieto los dientes. Otra patada. Me agarro fuerte al borde del colchón.
- ¡Mátame si quieres! ¡No pienso ir! -digo resuelto.- ¿Quién me asegura que no dejará de tocar al acercarme?
Coloca sus pies en mi zona lumbar y empuja sin compasión. ¡Dice que tiene jaqueca! La perra, que hasta ahora ladraba al teléfono, viene corriendo y se sube a la cama a jugar. Los timbrazos son insoportables. Resisto. Clara me deja en paz. Salta de la cama. La perra le sigue. Clara se mete en el cuarto de baño sin coger el teléfono. ¡Será mala pécora! Veo que nuestra lucha por coger el teléfono está tomando mal cariz. La conozco. ¡Para ti la perra gorda!- digo derrotado-. Me levanto. Al llegar a la puerta de la sala, el teléfono enmudece. Vuelvo a la cama y en cuanto ocupo la extensión que me corresponde sé que ya no voy a volver a dormirme. Espero a Clara con la luz de mi lámpara encendida. Llega.
- He ido, pero han colgado, cariño.
- ¿Dónde has ido?- me pregunta incrédula.
- A coger el teléfono. Se ha parado cuando estaba en la puerta de la sala. El teléfono tiene ojos. Se burla de nosotros -digo con ganas de calmar la tormenta-. Lo peor es que se me ha quitado el sueño.
- ¡A mí no! ¿Por qué no te vas a tu sitio?
Se me revuelven las tripas. Pero voy a mi sitio y me quedo en silencio. De pronto, pienso que soy un imbécil por no coger el teléfono. ¿Y si el que llama es alguno de nuestros hijos? Clara tampoco ha pensado en esta posibilidad. Lo que pasa es que ni los timbrazos nos han despertado del todo. Mi hijo, que ya tiene treinta añazos, trabaja de escaparatista en Londres. Es un niño con barba, grande como un oso, que todavía juega conmigo a peleas: me deja subirme a su espalda y le gusta que le abrace y lo besuquee. Sin embargo, las gemelas son más sosas que las monjas de clausura. Son enfermeras. Trabajan en La Paz de Madrid. Todo lo hacen juntas, creo que hasta enamorarse. Clara me ha confesado muerta de risa que las dos se han enamorado del mismo hombre. Yo no me río. Sé que cuando una de ellas se lleve al maromo a la cama, van a dejar de ser hermanas gemelas. Clara se ha vuelto a dormir. Son casi las cuatro. Cuento con los dedos: cinco y seis. Todavía quedan dos horas para levantarme. Cierro los ojos para llamar al sueño. ¡Quién sabe! Pero mi cabeza se ha atascado en mis hijos. Pienso en el móvil de Clara. Yo no uso. Clara casi no usa el suyo. Seguro que está descargado. Levanto la mano para despertarla. La retiro a tiempo. ¡Mejor que duerma! El que más me preocupa es nuestro hijo. Las gemelas son dos y saben arreglárselas. Mi hijo vive solo (creo) en una casa eduardiana que tiene dos enanos en la puerta. Cuando está constipado o le duelen las tripas, llama a su madre para que vaya a cuidarle, aunque se conforma con los mimos que le da ella por teléfono. Es increíble la habilidad que tengo para darme media vuelta en la cama en el mínimo espacio de que dispongo. De este lado veo por la ventana las ramas del tilo y el rostro de mi mujer dormida. Por poco tiempo. Comienzo a dar medias vueltas de pocos en pocos minutos. La pólvora de la inquietud se me ha colado en las venas. Otra vuelta. Creo que voy a llamarles. Pero si les despierto y no pasa nada, mi mujer me mata. ¡Pedazo de gallina clueca! ¡Vuelta!
- ¿Qué es lo que te pasa?-dice Clara.
- No puedo dormir y me he puesto nervioso. Me voy a levantar.
- Pero si ya no suena el teléfono. ¿Qué hora es? ¿Cuánto he dormido?
- Diez minutos.
- ¿Sólo?
- Sólo.
- ¿Qué vas a hacer levantado?
- Vigilar el teléfono. Así puedes dormir tranquila lo que queda de noche. El sol sale por detrás del monte que se ve desde la sala. Hace mucho que no le he visto asomar su calva.
- ¡Estás chiflado!
Suena el teléfono. Me levanto de un salto. La perra ya no ladra. Menea el rabo. Esta vez tampoco doy al interruptor de la luz. Lo descuelgo al quinto timbrazo.
- ¿Eres tú?- dice la voz de mi suegro.
- ¿Quién demonios es?- pregunta Clara.
No le respondo. Escucho el mensaje lacónico del padre de mi mujer.
- …
Cuelgo. Voy al cuarto.
- ¿Qué es lo que pasa?- dice Clara apoyada en un codo.
- Nada. Que se ha muerto la abuela.
FIN
Arrigunaga, (GETXO) 28 de mayo de 2016.
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