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Fabricia Wieneken escribió algunos acontecimientos de la familia en las cuartillas que su marido empleaba para apuntar los pedidos que recibía su fábrica. Las cuartillas las preparaba su secretaria, una mujer que se embutía en un corsé de varillas de ballena para disimular su cuerpo de gallina. Se llamaba Osiris Chichikov, pero le llamaban la Chichikova, al estilo ruso. Los anclajes para el justillo se los enviaba una prima desde el Puerto de Tórshavn, en las Islas Feroe. Osiris añoraba mucho su casa, los ahumados y a sus padres y solía desaparecer sin decir nada. Regresaba pletórica. Pero un día desapareció y ya no volvió más. Fabricia recibió una carta de su secretaria en la que le agradecía el trato recibido y la paciencia que había tenido con ella. Se despedía para siempre con un adiós lacónico y le rogaba que devolviera los anclajes para su justillo a su prima de Feroe. Fue entonces cuando Fabricia Wieneken comenzó a rasgar el papel que Osiris le había preparado para escribir su diario con su letra que imitaba campos de trigo abatidos por el viento. Hablaba de la compra de un terreno al borde del acantilado de la playa. Gabriel Iturrate estaba tan emocionado con el relato de su esposa que robaba tiempo a su trabajo para enderezar con su aliento sus letras sesgadas, como si las palabras estuvieran humilladas por un viento que llegaba de Lucerna, la patria de su mujer. Perteneciente a una familia de relojeros, la joven Fabricia había aprendido de su abuelo a diseñar esferas floridas y números vivos que ilustraban órbitas que luego se fabricaban en serie y los exportaban generalmente a Estados Unidos de América desde el puerto alemán de Bremen. Sin embargo, el peso real de su fortuna les llegó fabricando prismáticos de gran potencia, que los americanos ricos utilizaban para explorar las estrellas, dibujar mapas del cielo y perseguir a las pelotas de golf por el paisaje.
Era una época en la que hombres arriesgados podían enriquecerse de manos de la industria y hasta ordenar tallar un escudo ortodoxo en el frontis de una casa de ensueño al borde del mar. Fue el quehacer de los Wieneken perfeccionando esferas de gran precisión, y de Gabriel Iturrate instalando los primeros y únicos hornos Chenot que funcionaron en el mundo, un sistema para producir hierro dulce sin tener que recurrir al alto horno y al afinado.
La familia de Fabricia Wieneken estaba relacionada con las cunas más nobles de Lucerna. Aunque había aprendido a diseñar esferas sorprendentes, también dedicaba cuatro horas al día en interpretar partituras de Mozart que le conseguía su abuelo, el hombre más rico de Lucerna, en mercados perdidos, en almonedas regentadas por familias de gitanos o de judíos que recorrían la pequeña Europa en el tiempo que dura una primavera.
- Sólo quedan un poco lejos Sevilla y Estambul- solía decir Fabricia.
- ¿De dónde?-le preguntó una noche Gabriel Iturrate.
- De mi casa-le respondió la mujer, sin aclararle cuál era con exactitud su casa.
Fabricia Wieneken era una mujer de mucho carácter. Su “carácter” surgía al no levantarse de la mesa sin haberse metido entre pecho y espalda media botella de vino blanco. Se apreciaba su alegría porque elevaba un poco más la voz. Aquella pequeña exaltación patriótica la hacía atractiva entre muchos hombres, generalmente tímidos, que soñaban en tenerla entre sus brazos. Quizá su atractivo residía en que nadie le vio dar un traspié. Sus carcajadas de rosas recién abiertas atraían a los hombres de todas las edades y hasta el clero sacaba el rosario para disimular el murmullo que agitaba su bajo vientre. Una vez sucedió al revés. Ella escuchó la risa del industrial vasco y le buscó persiguiendo el eco de su alegría por cinco salones. Gabriel Iturrate, un hombre atractivo a juzgar por la alta burguesía de la ciudad suiza de Los Cuatro Lagos, tenía fama de sacar grandes coladas de hierro y de hacer nidos con ramas de cerezos y avellanos para colgarlos en los aleros de la casa que alquilaba para pasar algunas semanas a orillas del río Reuss y de amaestrar a una pareja de jilgueros a comer migas de pan de sus labios. Muchos años después, el nieto de Gabriel Iturrate, Jaime Iturrate, un excelente pintor experto en putas pobres pintadas al óleo, decía que su abuelo, “El Fundador”, como le llamaban en familia a don Gabriel, era el vivo retrato de Gary Cooper. De tal forma que tenía una pintura del actor en “Plumas de caballo” encima de la chimenea de su estudio.
Fabricia Wieneken eligió las dos hectáreas de terreno al borde de la mar en donde construyó la mansión más hermosa que nadie había visto hasta entonces. La casa, acotada por una empalizada pintada de verde, se elevó altiva arriba de la peña áspera. Era una casa con tejados empinados y ventanas puntiagudas; sus paredes terminadas a cara vista decían que algo tenía que ver con una mansión old english, estilo importado por algunos arquitectos vascos del Reino Unido, pero una torre ladeada con tejado a cuatro aguas y otra torre gótica que cubría el ábside de la capilla, daban a la casa un aspecto ecléctico. Su aspecto era colosal. Cuando se colgaban las nubes grises, pesadas como una colada de plomo, encima de sus torrecillas y palomares, semejaba una litografía romántica de cuento.
Los trabajadores de la fundición juraban que el matrimonio acudía en bata de cama a presenciar, desde una terraza construida con tal fin, los esputos de los convertidores Vessemer y que en el éxtasis de las eclosiones abrían su ropa de cama y copulaban pintando dibujos chinescos en una pared de ladrillos refractarios. Los más imaginativos decían que eran como santos y se santiguaban cuando columbraban los espíritus puros de sus patrones en la pared. Todo era desvarío. Por ejemplo, su único hijo, Fernando Iturrate, que llegó a ser el mejor carpintero de marionetas de Europa, fue concebido en la canícula de agosto.
2
La historia de los Iturrate podría haber comenzado mucho antes de la compra del terreno al borde del acantilado de la playa. Por lo menos cuando Gabriel Iturrate comenzó la carrera de ingeniero en Madrid. Fue seguramente el desconocimiento puntual de la vida de Gabriel, la que movió a Patricia a escribir sólo “su historia” en un momento real. O por lo menos cuando ella se encontraba ya asentada en el comienzo de su vida de casada y establecida en la tierra de su marido.
Para conocer la vida de Gabriel Iturrate, lo más lógico hubiera sido preguntar a su madre, una mujer que, ya entrada en años, desgranaba el pasado como si fueran cuentos infantiles.
Fabricia ignoraba que una mañana, antes del amanecer, la madre de su marido madrugó para hacer fuego con los zuecos de ir al corral y vestirse su corsé nuevo. Le vieron tres personas en el apeadero del ferrocarril con un saco de loneta. Sólo tres personas fueron suficientes para contar minuciosamente cómo iba vestida. Luego, el revisor del tren añadió que tras pasar Miranda de Ebro, se encerró en el W.C. para ponerse un casquete con velo, pintarse los labios, darse colorete y echarse colonia Tabú, de la casa Mirurgya. Es como le descubrió su hijo entre el público momentos antes de que el Decano de la Escuela de Ingeniería de Madrid leía su nombre para que se acercara a recoger su título de Ingeniero Industrial. La señora actuó como una viuda experimentada: escondió su rostro entre sus manos y lloró sin aspavientos mientras sonaban los aplausos. Al sentir que su hijo le apretaba con sus dedos sus hombros, dejó caer sus brazos a lo largo de su cuerpo y lo miró con la misma dulzura que lo hizo después de darlo a luz.
- He quemado mis zuecos para calentar la leche de mi desayuno- dijo lo suficientemente alto como para que su voz templada llegara a todos los rincones del paraninfo-. También he cerrado la puerta de nuestra casa con llave para avisar a los mendigos que no estoy en casa. Ahora te llamarán don Gabriel Iturrate y yo seré por fin la madre de don Gabriel. ¿No les parece un sueño?
Nunca se había proclamado un discurso así en aquel lugar sagrado de la ciencia. Un aplauso caliente calificó de cum laude las originales palabras de aquella madre que puso el broche final a una ceremonia con tres líneas de novela. Aquella noche su hijo le llevó a cenar a un restaurante en el que un hombre tocaba la guitarra y una niña, la pandereta. Cenaron sopa, bistec y un plátano. Luciana dio a su hijo unas monedas para que las dejara en la caja de la guitarra. Después su hijo le acompañó a la pensión en la que había alquilado un cuarto que daba a un gran patio en donde había una huerta y un gallinero. Debajo de un árbol (seguramente un manzano) se dibujaba la figura de un burro. Era el Madrid de finales del XIX.
- Pensé que preferías ver las estrellas. Pero mañana preguntaremos lo que se puede hacer.
- Quiero ver carruajes, berlinas con dos cocheros, calesas, automóviles, carrozas con nobles que viven en palacios. Quiero comprarme zapatos, un sombrero, entrar en una tienda de telas bonitas. Esta casa de huéspedes no está a nuestra altura. ¡Tampoco quiero volver a montar en un pollino!
Gabriel Iturrate se colocó encima de su nariz los cristales para estudiar. Examinó el rostro de su madre como si tuviera delante a un invento alemán de última generación, una máquina desconocida preparada para fabricar dinero cuando hasta entonces sólo había elaborado suspiros y lágrimas. Habló:
- Creo que primero deberé colocarme en una empresa para ahorrar y entonces a lo mejor te puedes comprar zapatos, telas y sombreros. Es el orden lógico, creo yo.
- Es el orden lógico si tu padre no me hubiera dado indicaciones y no nos hubiera dejado una libreta de ahorros con unos miles de duros. Creo que ha llegado el momento de quemarlos con inteligencia.
Los ciento ochenta y tantos centímetros de altura de Gabriel Iturrate se mecieron en los tiestos de sus zapatos. Sabía por experiencia que su madre no gastaba una frase que desluciera a la anterior ni que agrietara su discurso. Más que una mujer de pueblo verbosa, se expresaba como un texto de resistencia de materiales. Los ojos de Gabriel Iturrate, tan azules como los de sus antepasados marinos, estudiaron con parsimonia el rostro de su madre. Un rostro hermoso por el que muchos hombres se lo hubieran jugado a puñetazos para adivinar el sabor del carmín de sus labios. Ella se dejó mirar como una planta presentada a un concurso floral, luego tomó de un brazo a su hijo y tiró de él hasta que consiguió que Gabriel perdiera su equilibrio y ambos terminaron sentados en el borde de la cama.
- Tu padre comía con buen apetito. Pero yo sabía que ya no tenía hambre. Fue el cuchillo que se me clavó en el alma. No hace falta tener hambre para simular tener buen apetito. Enmascaraba su buen apetito para no meter la tristeza en casa.
- No son horas para tus galimatías, madre.
- De esos enredos entendemos las mujeres, es verdad. Sabemos cuando entra la congoja en casa. Tu padre estuvo disimulando su buen apetito hasta que una noche dejó de mascar un filete y se lo dio a Soplo. Tú eras todavía demasiado niño para ciertas cosas. Pero desde el día que regaló la carne al perro ya no le volvió más el hambre. Había llegado el momento más difícil: convencerle que había que visitar a un buen médico para que nos dijera por qué no tenía apetito. Tu padre me llevaba veinte años. Me acordé cuando el médico habló con palabras tan claras como si estuvieran escritas en un cielo diáfano con pintura roja y él las fuera leyendo, sin vuelta de hoja: “La edad es la peor enfermedad para sanar. Yo suelo recetar un bastón y paseos. Hasta que las piernas aguanten. Todo lo demás no son más que sacaperras para enriquecer a los boticarios”. Tu padre siguió los consejos del médico. Se compró un bastón de caña y se acercaba con Soplo hasta el borde de la peña a contar los barcos que entraban y salían de la Ría. Si había movimiento decía que la economía del País iba bien. Me alegraba verle alejarse desde la ventana de la cocina con la espalda recta y su chaqueta azul. Le vigilaba hasta que tomaba el camino de la peña. Tú no tendrías arriba de cinco años y ya habías aprendido a hacer preguntas demasiado impertinentes. Todo fue bien hasta que un maldito día tu padre regresó a casa tras caminar no más de cien metros.
- “Creo que el cielo se está pintando de negro por allá atrás”.
- Te acuerdas lo que dijo. “Allá atrás” era el Norte. Lo dijo con la voz que les nace a los hombres que escuchan los cascos de los caballos negros que tienen en la funeraria.
- ¿Quién te ha enseñado a expresarte como un sibila? -preguntó Gabriel con una sonrisa en su boca.
- La soledad, el tiempo y los libros. El tiempo me lo regalaste tú cuando viniste a estudiar tan lejos de casa. Los libros se fueron amontonando alrededor de tu padre cuando sus piernas se negaron a caminar y le sentamos en una butaca; después le tumbamos en su cama. ¿Has olvidado cuando le leías libros que no comprendías? Él siempre te escuchaba con los ojos cerrados, hasta que un atardecer comenzó a cantar. ¿También has olvidado que tu padre comenzó a cantar para aprender a morirse?
- Hay cosas que los hombres preferimos olvidar.
- Tu padre cantó para olvidarse del dolor de sus huesos.
- O porque era feliz. Muchos hombres dicen que sienten un hálito cuando escuchan los pasos de la muerte.
- Eras demasiado pequeño para comprenderle. Aunque también he pensado que tu padre cantó porque ya había traspasado su fortuna a mi nombre para que pudieras estudiar. ¡Vete a saber! Y también he pensado que tu padre volvería a cantar hoy si viera que conservo íntegros los miles de duros que nos dejó en su maleta que usaba para ir a la mar. He podido pagar tus estudios con mi trabajo. Te he mantenido con mi trabajo. Te he alojado, vestido, calzado. ¡Dios! ¡Dios! Y la fortuna que ahorró tu padre se ha multiplicado con los años. ¿Qué piensas hacer? Te juro que no es poca manteca. Ya sabes que yo me conformo con nada. El caldo de una gallina vieja bien condimentada alimenta a medio asilo.
- Mañana iremos a buscar un cuarto que te guste. Después te acompañaré a hacer compras. Luego regresaremos a casa. Si guardas tanto dinero, quiero viajar a Alemania a trabajar algún tiempo en una fundición de hierro y aprender lo que no sé. Si es que somos ricos quizá monte una empresa de hierro. Quiero colar acero. El mejor acero del mundo. Cuando esté preparado, traeremos carbón de Inglaterra y el humo de las chimeneas alcanzará las nubes.
- ¡Soñador!
- Ya lo verás. Pero dime, madre: ¿Dónde has trabajado tanto para hacer las cosas que has enumerado?
- ¡En mi cama de matrimonio!: ¡De puta! De puta de notarios, boticarios y curas doctorados en Roma. De puta de marinos que recordaban puertos rozados en su vida de mar. De zorra de cerdos de nuestro pueblo que ahorraban tres meses de su sueldo para llenar nuestro maletín. ¡Zorra!, hijo. ¡Tu madre es una zorra!
3
Gabriel hundió sus narices en el pelo de su madre y le besó en su frente.
FIN
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