Narciso era un hombre viejo, pero todavía tenía coraje para arengar a sus vecinos subido en una caja de jabón Chimbo. Su voz, antes vigorosa, se había quedado atrapada en una tela de araña que le raspaba la faringe. Ahora expulsaba un efluvio de voz que obligaba a los oyentes a aguzar las orejas. Sus tres hijos varones luchaban en la milicia. Tenían los tres muchas cruces bordadas con hilo de oro por su hermana Felicísima en sus capotes de miliciano. Eran cruces de difuntos, una cruz por cada muerto. Cinco tenía el mayor, seis, el mediano, el pequeño tenía siete. Sumaban dieciocho. Todos muertos con bala en los frentes de la Guerra.
Narciso era su padre. Decían que fue hermoso. Tan hermoso que se quería a sí mismo. Solía ir a un pozo que remanecía en su tierra, un pozo de agua limpia, que reflejaba su estampa cuando se asomaba a sus aguas. Allí se masturbaba. Le descubrió Eko, una muchacha bellísima que sólo había aprendido a decir la última palabra de las frases que venían con el viento. Narciso le rechazó una y otra vez hasta que Eko compró al prior de la abadía una bula que rompía los desvíos de los muchachos vanidosos. Eko gozó cuatro veces con el semen de Narciso: Ángel, Adán, Andrés y la monja Felicísima. La caja de jabón Chimbo se la regaló una niña enamorada. “Aunque medres mucho, súbete a ella. Da autoridad”, le dijo la chavala. “¡Es pecado! ¡Es pecado escuchar las soflamas incendiarias contra el orden existente”, clamaba la tonsura. Narciso era un rebelde. Era un hombre malo que engañó a Eko para que le pariera demonios. Diablos con rabo y cuernos.
Cuando entraron victoriosos los rebeldes del General Franco con atabales y mosquetes haciendo guardia a la bandera roja y gualda, Narciso llegó a la carretera. Vino lívido y sin voz. Los santurrones aplaudían al paso de la Compañía y miraban disimulando si Narciso traía la caja de jabón Chimbo. “¡Aquí mismo lo fusilan!” decían los más curiosos. Pero Narciso se arrastró hasta la bandera y cuando le rozó su testa, puso la rodilla en tierra y la besó con ruido.
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Antes de parir, la madre Felicísima tenía rostro de santa muerta. Estaba hermosa como un perfil de mármol de cementerio; su expresión tenía la luz de una Santa Teresa de Bernini, pero con un rictus de mujer mala, tan mala que sobrecogía los hilos del rostro de quienes la contemplaban.
En el pueblo decíanque recibía a facinerosos, sobre todo si llevaban el sello de alguno de sus tres hermanos: Ángel, Adán y Andrés, tres rojos que simulaban misas en iglesias románicas con albas verdes de Pentecostés. Eran épocas de hacer pecados. Matar era gozoso. Los hermanos cambiaban sus creencias por una fanega de trigo. Vivir era un milagro. Había familias que se disfrazaban de celebrantes, emborrachaban el alma. Antes de Monja, la madre Felicísima había enseñado la instrucción a un batallón de reclutas y a cocinar pastelillos de moras para desayunar a un manojo de seminaristas. También dio clases de salar cecina de cabra a mujeres valientes, que pasaban la carne al frente en ataúdes infantiles con documentación falsa de un arcipreste de Teruel. La madre Felicísima llegó a escribir en su diario que aquella Guerra era una mentira sin principio ni fin, una falacia para sangrar a un pueblo acostumbrado a sufrir desde hacía cientos de años, dejarlo domado, vestido de mujer. Como las monjas aventajadas, se creía dueña de la verdad y actuaba según la soberbia de los latidos de su corazón. Unas veces transmitía a sus hermanos los sufrimientos de Jesucristo en la cruz y otras les inculcaba la cólera que debían de sentir ante las tropelías que cometían los fascistas en los cuarteles, en los desolados caminos de la Nación, envenenando hasta las fuentecillas en donde se bañaban los pájaros al amanecer. Su madre, Eko le llamaban, lloraba al amor de la lumbre. Las lágrimas le brotaban en lo oscuro de la cuadra desierta de animales, recostada contra el fregadero en la lana de su almohada. Lloraba cuando sus hijos corrían lejos y su hija Felicísima se escondía a la sombra del convento a hablar con Dios de sus planes de amor.
Una noche escuchó llamadas en la puerta. Eran sus tres hijos. El mayor, Ángel, traía sangre escondida. En la recámara de la bodega, moviendo un armario, había un cuarto secreto excavado por Narciso. Primero curó el brazo de Ángel, después movió el armario con esa fuerza sobrenatural que sale a las madres en momentos heroicos. En su interior había comida. Después, la mujer mandó recado a su hija, la Madre Felicísima, para que el secreto del refugio de sus hijos fuera de la familia. Llegó Felicísima recién confesada, con la mitad de su corazón blanqueado por la Sagrada Comunión y con la otra mitad ensangrentado con la sangre que hacían los rojos. Ayudó a su madre a disimular las marcas que había dejado el armario y aconsejó a sus hermanos que aprendieran a vivir en silencio. Al atardecer regresó al convento a volver a confesarse. Tranquilizada por las palabras del sacerdote dijo en donde habían escondido a sus hermanos porque la mentira enturbia el sueño de los benditos.
FIN
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