lunes, 16 de abril de 2018

PEDRO MIRASIELOS USA SOMBRERO TIROLÉS

Mi madre tenía un amigo que usaba sombrero tirolés, llevaba un cigarro puro apagado en la boca y se tapaba el pescuezo con un pañuelo con canarios de color limón. Se hacía llamar don Roberto Mediavilla, aunque yo había oído que los más conocidos le llamaban Pedro Mirasielos, quizá porque se le torcían los ojos al mirar a las mujeres.
Mi madre recibía a don Roberto los jueves a las ocho. Cenaban en la salita que se veía el mar: pichoncitos en su jugo y triangulitos de chocolate con nata fresca, los que hacía el pastelero de la esquina por encargo. Si los pescadores de caña traían una  dorada, mi madre se ponía el delantal y la cocinaba de mil amores. Siempre conocí a don Roberto con sombrero tirolés. Decía que lo compró en Italia, pero yo leí en su badana Made in Sabadell. Mi madre aseguraba  que en algún tiempo lució una cabellera con blondas como las olas de la playa.
- ¿Por qué no se pone ahora la peluca?
- ¡Porque se la llevó el viento, niña tonta! Voló como un mochuelo un día que salió el Sur de sopetón. El Sur siempre llega de sopetón. Como la muerte.
Niña Tonta. Es el nombre más cariñoso que mi madre suele emplear. Lo que ella nunca ha sabido es que cuando me llama Niña Tonta, yo me cago en las alas de sus ángeles custodios, de pura risa. Ella tiene querido y cree en los cuentos de hadas y en la Historia Sagrada. Es una de sus extravagancias. Mi madre dice que una señora de bien tiene de dos a tres ángeles custodios. Y si le llevas la contraria, te puede arañar. ¡Ella si que es tonta de remate! Don Roberto Mediavilla también es de lengua sucia. Se caga en parientes de mi madre, pero sólo lo hace cuando ella grita como una rata en el orgasmo de los jueves. A don Roberto le da igual que mi madre grite como una rata. Dice que es normal que las mujeres griten como ratas. “¡Qué culto es, qué culto!”, dice mi madre acariciándole la papada. Así es ella feliz. Y yo paso el tiempo sin comerme un churro.
Al tocar el arpa en la Sinfónica veo a muchas mujeres buscar con sus uñas los pajaritos de sus parejas dentro de los nidos de sus braguetas. Desde el escenario la acústica es inefable. Algunos pajaritos pían hasta estropearnos el concierto. No se lo cuento a mi madre porque se horrorizaría. Otra de sus extravagancias. ¡Yo a gozar y tú a tocar el arpa!  Quise ser pianista, pero como teníamos el arpa del abuelo en el salón, tuve que romperme las uñas.

- ¡Ay, Sesenita mía, mi Sesenia! -exclamaba el doctor Jarabe desde su palco de abonado. El idiota está tan senil que no se da cuenta que le oye todo el patio de butacas.
Cuando terminaba el concierto, el doctor Jarabe, también amigo de casa, corría al camerino con dos jícaras de hielo picado y yo le dejaba tomar mis ardientes manos para que introdujera mis dedos en el frío. 
- ¡Ay Sesenita, mía! ¡Qué gran arpista eres! ¿O se dice arpera?
- Arpista, doctor. En España se dice arpista.
- Ya. Como papista.
- ¡No se va a decir papera! Ustedes, los colombianos tienen un deje a Cervantes, pero tirando a loco.
- No me cambie el Continente, Sesenita. No más que portugués. De ahí al lado. De debajo del Sil. Ya sabrá que el Miño lleva la fama y el Sil las aguas. Servidor estudió medicina en Santiago de Compostela. Y Geografía de España con don Herodoto Polar, en una Academia que regentaba con una hermana suya que estaba casada con un tuareg que nos enseñaba árabe. Si ya se lo tengo dicho, mi niña Sesenia. Una cosa dura, sí que le debo preguntar. ¿Por qué a su madre le llaman doña Putella si en italiano se dice Putarella? Creo.
- ¿Quién nos lo podrá aclarar? Mi madre es de Conejares, provincia de Soria, hoy abandonado por el crimen de un niño.
- El Marqués de Santillana cantaba aquella serranilla:
   
Partiendo de Conejares,
Allá suso en la montaña,
Çerca de la travesaña,
Camino de Trasovares,
Encontré una moça loçana...

 Desde mi butaca veo las blancas lúnulas de sus uñas emergiendo de la cascada de notas de su arpa. ¡Ay Sesenita, déjeme besar la lúnula de su dedo corazón! No más que rozarle con mis labios y mi cara se convertirá en la de un muchacho en flor. En flor, mi niña, para regalársela a usted.
Mi madre, doña Putella, escucha las conversaciones del doctor Jarabe conmigo, porque con otras mujeres es soso y cortado. El viejo estival me barniza las uñas con emoliente (aceite de almendras dulces) y entonces entra en mi alcoba mi madre para que le frote los pies. Mi madre estira con tontería sus rodillas y deja caer sus piececitos encima de la bragueta de botones del doctor; botones de hueso de ballena, no de cualquier mezcla de huesos de bacalao. Nos lo juró él que eran de ballena. Y escuchándonos con delicia, esperaba que la rana del doctor Jarabe elevara su cabeza para comenzar a croar. ¡Qué trampas de sabia sabía!
- La pelusilla de los plátanos de jardín  me hace toser hasta echar la pota en la orilla de la alameda, por donde desemboca el río en la mar y pescan los pescadores con caña. 
- Hay plantas que matan. Pero casi todas curan.  Usted cuénteme el crimen del niño que sucedió en Conejares, doña Putarella.
- Putella, doctor Jarabe, Putella. ¿Prefiere usted que le llame Poctor Patabe?
- ¿Era crecido el niño?
- Como los de su edad -dice mi madre muy chusca.
- ¡Qué le den morcilla! -exclamaba el doctor Jarabe sujetándose los dientes de arriba.
 Madre e hija levantan la cortina otoñal: manzanas arrugadas y calabazas en un caldero pintados en el telar. Es otoño. El cuarto da a La Alameda con las hojas muriéndose en el viaje de las ramas al  suelo, al camino que da a la mar. Parece un lienzo romántico.
 Los pescadores de caña van a un agujero en donde duermen los mubles y las bogas. El agujero está debajo de los muros de la ermita y los primeros pescadores que llegan despiertan a los mubles y a las bogas con tripas de atún. Si coincide el atardecer con la subida de la marea, docenas de pescadores vigilan su corcho pintado de rojo y blanco.
Sesenia también quiere que su madre cuente la verdadera historia del niño asesinado en Conejares.
- ¡Ya estoy harta!  ¡Que os lo cuente Pedro Mirasielos!
- Duerme.
- ¡Quítale el tirolés de su rostro y se despertará!
- Dice que sin Tirolés se le escapan los sueños. ¡Qué repajolero es el tonto del haba! Desea ser siempre feliz y no entiende que eso es imposible, que los empachos de felicidad también matan.
Entre los álamos que corren a la mar, plantaron un abedul y a su alrededor crece la yerba más negra. “Dicen que allí yace enterrado un pescador viejo que solía pasear con un perro, un pescador  que escribía poesías a su perro porque había olvidado el olor de las mujeres. ¡Pobre viejo!” También cuenta que en su vida ha gastado cinco perros, entre grandes y pequeños.
Sesenia usaba leotardos negros. El barro de sus zapatos era añejo, duro, de trotar por el campo y por el bosque de pinos. Para las galas tenía unos nuevos con pompones de moaré haciendo aguas verdes. El vestido de gala, negro con bordados, con las mangas rematadas con zarcillos de organdí. 
- Vámonos de este pueblo, madre. Sólo hay pescadores locos que despiertan a los peces con tripas de tiburón.
- ¿Y qué hacemos con don Roberto y su tirolés?
Sesenia tiene un sobre blanco con la barriga abultada. Lo abre con parsimonia y saca un puñado de billetes.
- El dinero de tus conciertos es para que pinten el arpa de verde, ocre y le pongan panes de oro. Está desportillada. Además, si no nos acompaña Mirasielos, yo volvería a ser señora de la limpieza. No quiero ser señora de la limpieza. Sesenia, hija mía. No permitas que vuelva a ser señora de la limpieza. ¡Las criadas nunca son señoras!
Mi madre no ha sido señora de la limpieza. Ella siempre ha sido señora de tronío, polvos y picardías. Tiene un conjunto verde con transparencias simétricas que le cubren el sexo como a un ojo tuerto. ¡Es su preferido! Cuando se lo pone va guerrera, maúlla fiero, araña el suelo con sus tacones de clavos, tanto es su poder que don Roberto Mediavilla suelta la panocha sin contar, todo en billetes, nada en níquel como en las propinas de los camareros. Allí, en la mesa de los cafelitos, olvida don Roberto su tirolés lechugón y sale a las estrellas con la cocorota temblona por el rocío.
Ahora dejo pasar al médico para que escuche mi arpa en las horas de ensayo. El viejo me trae buñuelos freídos en aceite de maíz con canela. Sólo muerdo uno y la grasa, que se me queda en los dedos, no me deja golpear con fuerza las cuerdas de mi arpa y mis yemas resbalan borrachas hasta que voy al baño, me lavo las manos y limpio con un paño las cuerdas. El doctor Jarabe me pide perdón y al sonreír como un muchacho trasto muestra sus dientes blancos, sus dientes postizos de caballo, que encienden en su boca un rosario albo, casi rosados para su montón de años. “Fue una broma de mi dentista. Pero a mi me gustan.” Y mientras me lavo las manos, el viejo galeno come el medio buñuelo que yo dejo en la esquina del plato y se relame los labios buscando el sabor de mi carmín.
Los pescadores llegan en la bajamar. Las singueras en donde aprendí a flotar descubren sus crestas y algunos muchachos bajan por la escalera de hierro y levantan piedras en donde se esconden los carramarros. Los cogen y los guardan en un bote de conserva para usarlos de carnada. Si tienen suerte, luego, con la mar subiendo, quizá una lubina voraz muerda el anzuelo donde rompen las olas con ruido y el pescador toque nuestra puerta para ofrecérsela a mi madre.
- Señora, recién pescada, abajo, en el rompiente.
- ¿Cuánto hace?
- Para usted cinco duros.
- Espera pescador. -Mi madre entorna la puerta y dice a don Roberto-: Una lubina. Cinco duros. La cena.
Don Roberto saca su cartera y saca una moneda.
- La quiero al horno, con sofrito de ajos y pan rallado.
- Tráela chaval. Ya lo has oído. El señor la quiere al horno.
- ¡Qué les aproveche! ¿Hoy no toca el arpa la señorita? Cuando hace viento Sur la música llega hasta la rotonda de la ermita y los peces se vuelven locos. 

Sesenia corre a la ventana de arriba y mira quién es el gallardo que le piropea tan fuerte. Es uno que le pilló la polio y camina a trompicones agachando su rodilla derecha hasta el polvo. Sesenia mueve los visillos para que le vea y se queda quieta esperando que levante sus ojos. ¡Ay, Sesenita, qué triste es el celo sin palabras dulces! El cojito la ve. ¡Ya lo creo que la ve, si no le ha quitado el ojo! Da un volatín extraño, un saludo de guiñol con algunas cuerdas rotas, cae al suelo de rodillas, se levanta como un rayo y saca un beso de sus labios. 
Sesenia cuenta el beso que le ha lanzado el pescador mientras cenan la lubina. Y cuando más rubor se le agolpa en su rostro, don Roberto Mediavilla se echa ambas manos al cuello en un gesto claro de querer acabar con su vida, se aprieta la garganta, no, entierra entero su dedo corazón en su boca y lo alarga provocando ascos acompañados de lamentos y ojos vueltos, blancos, como se han quedado a la lubina.

- ¡Este tonto se ha tragado una espina de la lubina! -exclama doña Putella anchando las piernas sin ninguna necesidad. Se levanta la doña, agarra con fuerza las manos de don Roberto, las saca de su boca, mete las suyas, una, la derecha y grita: ¡Es una espina gorda que se le ha clavado en lo profundo! ¡Qué venga don Jarabe con las pinzas de sacar espinas!  ¡Don Jarabe! ¡Don Jarabe! -grita doña Putella.
- Yo le busco, madre- dice Sesenia.
La arpista Sesenia, un ángel del arpa, sale a la calle por la puerta que da a La Alameda, corre entre las filas de álamos. Sus largos dedos bailan nerviosos, llega a la puerta de la Consulta y allí le dicen que el doctor está de paseo, seguramente por la ermita o por allá de coloquio con  los pescadores. ¡El tiempo está tan bueno! El viento Sur amodorra el paseo. Sesenia recorre otra vez el paseo cubierto de álamos y acullá lo divisa con las manos a su espalda. Llega a su lado y le explica con detalle, le explica pausadamente la historia de la lubina, su compra, el beso del pescador cojo, la gula de Mirasielos. “¿Qué le puede pasar, Doctor Jarabito?”
- Poca cosa, mi niña linda. Se ha demorado tanto en contarme el percance, con tanto miramiento y adorno, tantas flores cortadas con su lengua de oro, que seguramente ha escupido ya la espina y lo está celebrando con la mamá de usted.
- ¡Qué tontas somos las mujeres! Siempre nos tememos lo peor. ¿Qué dolor puede causar una espina en la garganta de un hombre recio?

- La asfixia, mi niña adorada, la asfixia mismamente. Deceso pleno, mi arpera, iam mortuus erit. 
                       
FIN











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