Mi padre, antes de morirse, me dijo que de vez en cuando
pasara por el cementerio y cantara a mi madre aquella canción que le solía cantar
él las tardes de verano, cuando bajábamos a la playa a mojarnos los pies: “Y tenía chiquito el pie, como una nuez…”
Iba de noche, cuando corrían las ratas. Lo hacía con estrellas,
con luna o sin luna, pero no con el cielo encapotado. Los que conocían mi costumbre
me llamaban bohemio. Una mujer me decía con la respiración muy agitada que era
un romántico. Alguna quiso venir conmigo para acompañarme con la guitarra. Yo
les apartaba la ilusión del paseo nocturno contándoles la verdad: que aquello
eran cosas de la familia, intimidades. El cementerio de mi pueblo está encima
del acantilado. Algunos dicen que las tumbas se desfondan las noches de polvos
de estrellas y que los cuerpos de los muertos regresan al mar, al mismo lugar
de donde salieron. Generalmente lo cuentan los marinos en las bajamares de
primavera y de otoño. Los marineros tienen mucha imaginación.
Caminaba por un
sendero de tierra que me llevaba a una casa sin puerta en donde vivía un viejo al
lado de un huerto de hortalizas. El viejo me prestaba una escalera hecha con palitroques.
Yo le dejaba al lado de la puerta de su casa un paquete de cigarrillos y una
botella de vino tinto. El viejo era algo filósofo. Un día me dijo que sólo alquilaba
la escalera a almas sin rumbo. Otro día
me soltó que los que iban por la noche a los cementerios eran ladrones de almas
o viudos inmaduros. Prestaba la escalera a una sola persona por noche y siempre
después del telediario. Decía que dos vivos que se tropiezan en un cementerio
con la noche puesta, se les podía reventar el corazón, por el respingo. Una vez
no pude usar la escalera. Se me adelantó una madre con tres hijos muertos en un
incendio. El viejo de la escalera me explicó que la desolada mujer traía café
caliente en un termo de plástico “Dice que el café fuerte alivia a los muertos,
aunque sean niños”. Ella los quiso poner juntos en un ataúd para tres, pero el
cura no les dejó.
Para colarse en el cementerio de noche había que trepar
quince peldaños hasta la cima de la tapia, sentarse a caballo en su cresta,
arrastrar la escalera y bajarse por el lado del cementerio. Después había que descender
los quince peldaños y caminar por la vereda de guijo con los ojos distantes
para encontrar el panteón de mi familia. Esculpido en mármol blanco, un ángel
adulto con alas de gavilán y medio cuerpo desnudo, arrodillado en la proa de lo
que fue una embarcación, adelanta sus manos por encima de unos peñascos de
arenisca, para protegerse de ellos y de la tormenta que lo arrojan a la muerte.
Algún gamberro había pintado de negro los ojos del ángel, que nunca se los pude
borrar. De día parecía un ángel infernal, de noche, un ángel ciego. Antes de
correr la losa de mármol que daba a las escaleras, trepaba a una roca musgosa y
depositaba un beso obsceno en los labios del espíritu celestial.
- Aquí vengo yo -decía con voz silente.
Después saludaba a
una muertita vecina del panteón de la familia. Se llamaba Asuncita Forjador Ea,
que se ahorcó de la rama de un melocotonero en flor con una cuerda de saltar a
la comba a la edad de siete años porque había pescado para cenar y a ella no le
gustaba el pescado porque las espinas le pinchaban y tenía pavor a las bolas
marfileñas de los ojos de los peces pequeños. Después de ahorcarse tenía pensado
ir a jugar a las tabas con sus primas. Pero seguramente se le olvidó. En los
cementerios es donde más desvaríos encuentras por metro cuadrado. A Asuncita la
enterraron en un ataúd blanco con colgantes de algodón en rama y un escapulario
de detente bélico, que su padre había llevado en la Guerra , encima de su corazón.
En el panteón de mi familia había doce escaleras hasta la
base de un altarcillo de mármol cubierto con un mantel con puntillas sobre el
que descansaban dos candelabros. Nunca encendí el pabilo. Los muertos prefieren
la oscuridad. No olía a muerto ni a rincón húmedo. No olía a flores secas, ni a
musgo, ni al incienso que solía encender
mi tía soltera algunos domingos. Olía a nada. Un día, sentado en las escaleras
de abajo, casi al pie del altar, pensé que podría oler a escarcha. Yo he
sentido mojar mi pelo al polvillo de las estrellas que se desprende del cielo.
Pero como no creo que las tumbas se vacían por abajo las noches que hay polvos
de estrellas, no se lo he dicho a nadie. La luna alumbraba las dos losas de
detrás del altar en donde habían compuesto con letras de acero los nombres de
mis antepasados más lejanos. En la balda superior de la cabecera, en una caja
de zinc, estaban los niños de la familia, en la inferior, la de los adultos. Mi
abuela, antes de fallecer, distribuyó las baldas para los que quedábamos vivos,
a la derecha y a la izquierda de las escaleras. Todos conocíamos el lugar que
nos correspondía. Me he tendido en numerosas ocasiones en mi sitio. Algunas
noches también he limpiado mi balda con mi pañuelo de bolsillo.
No hablaba con los muertos de mi familia. Sólo tocaba con
mis nudillos la losa de mi madre para despertarla y le cantaba el recado de mi
padre. Yo sé que los demás muertos, lloraban. Aquello no era nuevo para mí. Lo
había visto hacer en un cementerio de Colombia, en Pereira, cuando anduve de
periodista por allá algunos años después del terremoto que asoló a la ciudad.
Las mujeres se descalzaban y golpeaban con los tacones de sus zapatos las losas
de mármol antes de ponerse a charlar con sus muertos de esto y de aquello sin
ningún pudor. Algunos hijos cantaban rancheras a sus padres. Y también tuve la
ocasión de escuchar cantar a dos ancianos a sus hijos una canción que me
dijeron que era del departamento de La Guajira , dos gemelos que se ahogaron cuando pescaban
en el río Otún. Otros contaban lo cara que estaba la vida y las desgracias por
las que pasaba la familia por culpa de los jodidos políticos y de la droga. Algunos
amigos del difunto llevaban en una hoja apuntes de chistes y cuando creían que
el muerto se había desperezado bien a su gusto, se lo contaban para ver si
tenían la suerte de escucharle reír. También vi a un viejo escalar al ara de
una inmensa cruz clavada en un panteón de ricos y disparar al cielo con un colt
revolver del 45 seis tiros para anunciar a la familia que el obispo iba a
comenzar el rosario para los muertos de su familia.
Otras veces echaba cabezadas en mi balda. Al romper el día,
a la hora de devolver la escalera al viejo que tenía un huerto, me sentía
cansado, pero reconfortado. Una mañana se me trabó el pie izquierdo en un travesaño
de la escalera cuando andaba por arriba del muro del cementerio y me caí al
huerto de hortalizas del viejo. El hombre corrió a socorrerme. Le escuché decirme:
“Su cuello ha hecho crac”. Se me partió el cuello. Desde entonces, ya casi tres
años, estoy tendido en una cama sin poder mover apenas la lengua y los ojos. Por
los cuarenta kilos que he perdido, pienso que ya me queda poco tiempo para que
me lleven a la balda que me destinó mi abuela.
Lo que más me preocupa es que no me queda nadie en la familia para enseñarle la canción: "Y tenía chiquito el pie..." La vida es una vaina. "Un bolero cojo", como decía una puta célebre de la desaparecida Palanca de Bilbao.
FIN
P.D. Si es que vuelven al Blog: muchas gracias a los diecisiete nuevos lectores argentinos. A ver si llegan a los veintisiete. Nos vemos.
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