miércoles, 5 de septiembre de 2012

EL ESCRITOR Y SU MUJER (Cuento casi autobiográfico).


L. W. Gilbert había publicado dos docenas de libros  en editoriales ignotas. Su mujer, una maestra de niños sordomudos, siempre se había presentado como la esposa del escritor, sin añadir ninguna información más. A través de los años consiguió que le conocieran como la esposa del escritor, o simplemente como “la escritora”, aunque casi nadie supo de qué escritor se trataba. Lo decía con tanta ampulosidad que nadie se atrevía a quedarse como un aparvado.
- Sí. Yo soy la esposa del escritor.
Si columbraba que no era suficiente, añadía:
- Cuando las editoriales comienzan a dar más importancia al nombre del escritor que al título de sus novelas, sus esposas desaparecemos del mundo.-Terminaba con una carcajada rotunda.
Aquel escalón social levantado a base de años permitió a doña Berta algunas excentricidades difíciles de conseguir sin el hálito de misterio que encerraban. Por ejemplo, doña Berta se concedía la extravagancia de usar sombrero para ir a trabajar sin que el cotorreo de un barrio de clase media se atreviera a la más invisible sonrisa. Tenía predilección por las pamelas exageradas y cuando los jardines se llenaban de flores,  prendía un ramillete de colores en su pecho. También usaba la bicicleta para ir a trabajar. Pero como tenía horror a los coches, ella rodaba por las calles de los peatones y obedecía puntualmente las señales de los semáforos.
L.W. Gilbert, 67 años, alto, dientes postizos, los de arriba, flojos, flaco como un judío con pelo casi blanco, raya en los pantalones oscuros, chaqueta con coderas de profesor inglés, camisas Oxford, corbatas escocesas, zapatones de suela, también en verano para salir de paseo, (tiene para cambiar unas sandalias que compró en Utrera,) tres o cuatro pajaritas de cuello de goma, gorra escocesa, boina vasca azul Bilbao, sombrero aguadeño, de iraca tratada, comprado en Risaralda (Colombia) el año del terremoto en donde estuvo sacando muertos de los escombros junto a un perro y unos bomberos chinos. Con el primer muerto vomitó en los ladrillos de un tabique derribado, con el segundo lloró de pena porque era un nene negrito y le recordó a su hijo Jhon echando la siesta debajo del parral, así, con los ojos cerrados, “Este angelito va muerto del susto”, dijo el forense y lo dejaron en la fila de los de por si a caso, no sea que salga del colapso y dé una alegría a su abuelita. No hubiera sido el primero en resucitar pidiendo una cuchara de sancocho por caridad. Allí aprendió el periodista Gilbert a clasificar a los muertos en las catástrofes. Lo apuntaba todo en un cuadernito de hacer cuentas, como siempre, porque el periodista Gilbert era muy meticuloso, aunque luego no usaba ningún apunte para las noticias que mandaba a la Agencia. Esas las escribía de memoria, de lo que recordaba, extractos, más bien. Las líneas de los cuadernos escritas a lapicero se iban amontonando en su valija para cuando la paz lo sentaba en casa, en un rincón del camarote, para escribir un libro. Y así fue escupiendo libros de viajes, novelas, biografías, sin que luego nadie se preocupara en publicarlas. Allí se quedaban protegidas por la cartulina de una carpeta, sin siquiera título, amontonadas dentro de un armario con puertas de vidrio verde, un armario humilde, que en sus buenos tiempos pudo ser la encimera de un aparador de a diario. Doña Berta empezó a clasificarlos durante el tiempo que daba clase a una sorda  que ya había aprendido a leer los labios. Doña Berta le leía los libros de su marido a la vez que le mostraba el significado de las palabras con sus manos. Cuando la sorda lloraba, doña Berta dibujaba una lágrima y cuando sonreía, marcaba una cruz en el folio. Así fue clasificando las novelas como sentimentales o festivas. Doña Berta opinaba que la sensibilidad de los sordos, mudos y también ciegos sobresalía por encima de cualquier profesional que se autoproclamaba crítico. En sus tiempos libres, las mecanografiaba y corregía y las mandaba a las Editoriales más idóneas junto a la despampanante biografía de su esposo, redactado por ella misma. Ninguna novela fue rechazada, aunque las tiradas jamás subieron de doscientos ejemplares. Así, al pasar los años, L.W.Gilbert, tras el férreo trabajo de doña Berta (correo con los editores, acuerdo, firma del contrato, publicación, distribución de los libros a la crítica, sueltos en periódicos de provincias, entrevistas en radios locales) alcanzó el grado de escritor, aunque nadie o casi nadie había leído un libro de su extensa bibliografía. Los muy informados de su existencia le bautizaron con el nombre de escritor maldito, insulto benevolente que la crítica usa para los que no consiguen escribir un best seller. Lo que nadie se había atrevido a escribir es que era un libro malo, ni siquiera regular. L.W.Gilbert era un escritor poco conocido. Quizás más tarde, alguien se atrevería a tenerlos en consideración.
Doña Berta daba conferencias en las escuelas de secundaria, en los hogares de jubilados, en una librería que se llamaba La Gusana. Daba diez o doce conferencias al año. Si el lugar de la conferencia era muy lejano le acercaba su hijo Jhon en su motocicleta de alta cilindrada, aunque desde tres días antes, su hija, Mónica, con algo de sensatez, le rogaba que cogiera un taxi. En realidad a ella le encantaba ir de paquete en la motocicleta japonesa de su hijo con un casco verde en el que habían pintado un ratón. Mientras doña Berta daba la conferencia, su hijo se fumaba dos o tres porros en el exterior del local para enloquecer a su madre en el regreso a casa.
- ¡Oh, Jhon! ¡Si corres tanto, el día menos pensado voy a perder las bragas! -decía la buena señora palpando las costillas de su hijo.

Jhon y Mónica, aunque ya habían cumplido cuarenta años, vivían con sus padres. Nunca habían dejado de vivir con sus padres. Dormían en la misma habitación que su madre les había preparado para llegar al mundo. En sus paredes, pintadas de color pastel, colgaban héroes olvidados y un puñado de recuerdos difíciles de catalogar. Por ejemplo, en la cabecera de la cama de Jhon dormía achinchetada una fotografía de un negro clavado en el marco de una puerta, boca abajo, dibujando una X con sus brazos y piernas. Por los sitios que el cuerpo no tapaba la calle, entraba un sol final, tragado casi entero por una llanura árida. Eran los posters que traía su padre en la mochila de los calcetines sucios (todos) al regreso de sus viajes al infierno. También había en la pared una fotografía del obispo Ibarra, con su crucecita de rosario blanco, prendida en su pecho de misionero pobre, el que perdía su voz en los saraos de las O.N.G.S  gritando que los abandonados de la tierra guardaban los regalos de los ricos hasta que se trizaban por el uso. Y que al sida se le dominaba con un condón nuevo, no con un condón utilizado cinco veces por cinco personas diferentes, aunque fueran hermanos y se amaran como apóstoles. “Allí todo se usa hasta que se rompe sin remisión”.
También Mónica colgaba muñecos de trapo y cintas de cuero y la fotografía de una barca vacía, perdida en la corriente de un río sin nombre, la piel de una serpiente azul, una máscara con ojos de ciego negro, que son mucho más ciegos que las máscaras de ciego blanco.
Tanto Jhon como Mónica tienen alguna torreta de libros amontonados contra las paredes, pero por mucho que se revuelva no encontraremos ninguno de su padre. Los libros de su padre están depositados en el camarote, envueltos en papel tostado, clasificados por orden de aparición con la letra inglesa de su madre trazada con el punto de oro de su pluma estilográfica, una letra que sólo la saben hilvanar los últimos educadores de la Tierra, los únicos que sólo necesitan para enseñar una memoria portentosa, medio dedo de pizarrín y una sonrisa imborrable.
- Los viejos que esperan la muerte, olvidados de sus hijos, son seres desgraciados que no saben disimular su soledad. Al menos, nosotros los guardamos para que nos laven las manos después de expirar -solía decir L.W. Gilbert a su esposa cuando regresaba de la pobreza de sus viajes.
- Yo habría sabido retener a mis nietos junto a mí - respondía doña Berta.
Estaban conformes con la cercanía de sus hijos. Por eso no se quejaban. En el fondo estaban felices con su presencia. Les habían enseñado a no molestar. Y cuando alguno de ellos les pedía algo, aunque ese algo fuera dinero, lo hacían con tal mansedumbre que la dicha les embargaba por haberles dado unos hijos buenos.
L. W. Gilbert escribía descalzo. Algunas veces, en los calores del verano, también se ponía un taparrabos. Si llamaban a la puerta cuando estaba trabajando y no había nadie en casa, bajaba los dos pisos, abría la puerta y esperaba el recado con el lapicero en una oreja. “Los que llaman a nuestra puerta siempre vienen a dejar recados para nuestros hijos”, le decía a doña Berta.
- Se asombran de ver a un hombre en taparrabos -le respondía su esposa -.Son amigos de tus hijos.
- ¿A qué edad maduran los hijos ahora?
- A la misma de siempre. Sólo que maduran distinto. Para saber la hora miran en la pantalla del teléfono móvil. Nosotros escuchamos el reloj del Ayuntamiento o el de las torres de las iglesias. Así parece que la vida camina despacio. Por eso se vivía menos.
El escritor L. W. Gilbert y doña Berta mantenían largas conversaciones sobre temas muertos. Hablaban de las mariposas de noche, de los majestuosos amaneceres de los veranos, de los días de agosto en que aparecían dos soles juntos, del sabor de los alimentos pasados, de los bichos de luz. Hablaban con mucha erudición. Y cuando desconocían el significado de una palabra, miraban el diccionario con sus cabezas juntas, a la altura de sus frentes y reían el hallazgo.
En una ocasión, L. W. Gilbert contó a doña Berta que cuando todavía era joven encañonó a un hombre con una pistola por haber pisado la cabeza a un niño y le tuvo temblando hasta que se arrodilló a sus pies y se puso a llorar. Por toda explicación le dijo que aquel hombre era malo y que los hombres malos sólo se borran de la faz de la tierra de un tiro certero. “Temí fallar, ¿sabes? Me temblaba la mano y temí asustarlo. Un hombre que espera el disparo no hay que decepcionarlo. Es el peor de los yerros. El vengador, para ser justo, sólo tiene una ocasión”.
- El verbo “tener” me pone la carne de gallina. Hay palabras que añoran la infelicidad. Los dictadores aman el verbo “tener”- decía doña Berta.
L. W. Gilbert desayunaba y comía con su esposa y con sus hijos. Entonces se vestía su chaqueta de coderas, sus pantalones oscuros y se ponía una corbata escocesa. Algunas veces también se calzaba sus zapatos de tres suelas. Era en aquellas reuniones familiares cuando Mónica, su hija, pedía permiso a su padre, de año en año, de que le dejara enviar a unas cuantas editoriales de fama los libros que él consideraba verdaderamente buenos. L. W. Gilbert le respondía invariablemente que no había libros buenos y malos. Que había escritores con suerte o sin suerte, igual que había muertos ricos y pobres. “Añadía que ahora los escritores sólo perseguían los premios y las ventas, olvidando que la literatura es la fantasía de dar vida a un libro irrepetible porque en su escritura está la huella única del ser que la escribió”. “Los libros necesitan madurarse en los cajones de los escritores para que el tiempo los juzgue y los coloque en su lugar. Las editoriales sólo buscan el negocio, como cualquier industria.”
                                                  
El último viaje que hizo el escritor Gilbert a África fue para llevar doce toneladas de leche en polvo para un hospital que ayudaba a salir adelante a los bebés de madres contaminadas por el sida. La leche de madres enfermas de sida contagiaba la enfermedad a sus bebés. La leche en polvo les ayudaba a salir adelante. El escritor consiguió de una fábrica lechera Navarra el regalo y él mismo se prestó a transportarla, primero en avión y después en camión, acompañado de dos colaboradores.
A su regreso se encerró en el rincón del camarote de su casa, se descalzó, se vistió el taparrabos y escribió un libro. Si su mujer llegaba de trabajar a la hora de merendar, le preparaba un té cargado y se lo subía procurando no hacer ruido. Mientras el escritor saboreaba el té, doña Berta se sentaba en una silla de respaldo alto y leía despacio los folios que L. W. Gilbert había llenado en aquella jornada.
- Esta será la obra que abra el camino a las anteriores -decía doña Berta con lágrimas en los ojos.
- Tampoco hay que desesperarse. Escribir es el oficio más barato que hay -decía acariciando el cabello de doña Berta.
El escritor Gilbert tenía todo lo que deseaba en su camarote abuhardillado. Tenía tantas cosas, almacenadas a lo largo de los años, que le sobraban casi todas. Hasta disponía de una televisión en color y de una butaca situada enfrente del aparato. Por lo general, eran regalos de sus hijos, que los encontraba al regreso de sus viajes. También tenía una nevera pequeña que Gilbert la mantenía desenchufada porque era donde guardaba los paquetes de folios que le regalaba su hija.
Aquella vez su encierro duró dos años.  Dos fructíferos años que le dieron un libro gordo de casi mil páginas que según palabras de doña Berta agitaban sangre, agua y líquidos que componen la salud del cuerpo humano.
- ¡Has escrito un Nobel! ¡Has escrito un Nobel de tomo y lomo!-le decía doña Berta.
El escritor Gilbert cosió el original y las tres copias con archivadores Metálicos de Cerrojo Fastener, como lo había hecho toda su vida, y depositó sus sudores en el armario verde, al lado de sus otros veinticinco mamotretos. Como era otoño y no tenía nada que hacer, se vistió su camisa de cuadritos de Marks & Spencer, sus pantalones con vuelta, chaqueta espigada con coderas, calcetines Burlington, zapatos de tres suelas y corbata escocesa a cuadros. Echó a lavar su taparrabos y una camisa que compró en un viaje a Buyumbura y salió a pasear a la orilla de la mar como premio a su tesón. Seis meses más tarde su hija le leyó un folio con el membrete de una editorial de moda.
“-¡Por fin, sabio entre los sabios! Estas sí son alabanzas”.
Luego la leyó su hijo:
- ¡Joder viejo! Ya tengo un padre que tratan como a García Márquez. Ahora a vivirla.
 Doña Berta la dejó para leerla en la soledad de su habitación. Esperó a su marido sentada en la butaquita de descalzarse. Se acostaron sin mirarse a los ojos. Apagaron la luz y hablaron a oscuras.
- Creo que ambos pensamos lo mismo - dijo la maestra de sordomudos.
- Que ya no merece la pena meternos en el bombo de los recién llegados. ¿Pensamos igual? ¿Qué número de “excelente” tomo hace?
- El veintisiete.
- Veintisiete libros para satisfacer las alforjas de nuestros hijos. No merece la pena magullarse las posaderas en los asientos de nuestros trenes para llegar a una librería donde no te conocen. He llegado tarde.  Al fin y al cabo, yo siempre seré el escritor y tú la esposa del escritor.
Doña Berta subió las siete escaleras que les separaban del camarote y cogió el libro que iba a dar fama a su marido y dinero a sus hijos. Tenía toda la noche para pensar un lugar seguro en donde esconderlo.


FIN



3 comentarios:

  1. Querido Jose Javier,


    Gracias por hacerme amena la lectura, ya que soy un poco vaguete en eso, pero ¡¡ Que facil es leerte !!

    Por favor, sigue amenizandome con tu divertidos cuentos.. muchisimas gracias.

    Aitor ( el amigo de Juan Gil )

    ResponderEliminar
  2. Querido Aitor:
    Sois poquitos los que me escriben, bien aquí o en mi mail. Pero cuando nace una flor en mi huerto como la tuya, me siento feliz.
    Un abrazo de este remendón de zapatos.

    J.J. Rapha Bilbao.

    ResponderEliminar
  3. He leído tu relato y me parece advertir un poso de amargura. Para ser sincero mis lecturas preferidas han sido los libros de historia y de ensayo.Quizás por que haya considerado siempre escaso mi tiempo para perderme en relatos de ficción cuando hay tanto por saber.
    También he de confesar que no leí "Clementina Bragamonte, alcahueta y mártir" a pesar de haberlo comprado mi hermano en la mesa de El Arenal y tenerlo algunos años en el domicilio familiar. Me gustan las historias reales contadas por la gente y le doy importancia a cualquier relato de experiencias pasadas al margen de si están bien o mal escritas. Ya ves que estoy hablando de mi en lugar de tu "libro", que diría Umbral. He leído también una entrevista tuya en la que dices "los libros no son una cosa inventada, son una cosa recordada". Supongo que eso ocurre en algunos casos pero a mi se me hace difícil entenderlo así en el caso de las novelas. En la misma entrevista dices, "si nadie te lee,tu vida ha sido estéril" y a mi me parece advertir ese pensamiento en el eje del cuento.
    Saludos, tienes un lector más que procurará leer toda tu obra publicada.

    ResponderEliminar