jueves, 27 de septiembre de 2012

YO SOY ESA


No me siento desorientada al descubrir que me he enamorado del Presidente del Gobierno. Sólo mi desconsuelo me angustia por las noches con ahogos, que se me alivian cantando canciones de la Piquer. Sobre todo, Yo soy esa. Nunca me he enamorado tan elocuentemente, pero tengo el ánimo manso y el espíritu sin alboroto. Estoy tranquila. Vivo vacunada contra amores imposibles con ampollas de santa paciencia, y sé que hasta el día del tortazo final, flota la convicción de la victoria. Peor fue cuando me enamoré de un torero. Sigo viva. 
Cuando veo al Presidente del Gobierno segar voluntades con el filo de su mirada, las alas de mariposa que acarician las telas de mi estómago, me indican que no hay edad para sentirse libre de los prendamientos del corazón. Siempre me han gustado los hombres de carácter con educación de prior. Nuestro Presidente es como un dominico bonito que se quita el hábito para ir a gobernar. ¡Hosana! ¡Hosanas para él! ¡Pétalos de rosas llovidas del cielo! ¡Polvos de escarcha de plata vieja! ¡Vieiras de chocolate cocinadas por santiños para marcarle los verdaderos caminos de la Nación!

 Soy vieja, pero no tonta. Pertenezco a la generación que perdió la virginidad celebrando la muerte de Franco. Contaba entonces treinta y dos años. ¡Larga espera, Señor de los cielos! ¿Por qué se demoró tanto el pájaro en hincar el pico? Aquellos días, la alegría de la calle desimantó los bornes del gozo y las solteras prolongadas sentimos la irrevocable necesidad de celebrar el óbito con un acto imborrable. ¡Qué recuerdo más indeleble que la pérdida de la virginidad! Yo busqué al macho por las tabernas del Casco Viejo en donde corrían el cava catalán y las lágrimas. “Debe ser un obrero que huela a virutas de acero, de manos ásperas y que no crea en Dios. Y si no es hoy, nunca.” Fue un estudiante de Deusto que había venido hacía dos días de París con trenca y barba de faquir. Olía a humedad, tenía las manos amarillas de nicotina hasta los codos, pero antes de desvirgarme con chapuza juró que era rojo y se cagó en los santos primitivos en los salivazos del orgasmo. Ya era una mujer gozada como los gorriones en los aleros de las calles estrechas que se dan el pico de teja a teja. Después regresé a casa a ver en la televisión el desfile de los españoles desvalidos por el palacio de Oriente. ¡Fue un gran día aquél! Grité con todas mis fuerzas: ¡FRANCO HA MUERTO! El eco de mi grito fue como el ladrido de una perra en celo que llora el rasgado de su himen, hasta que el mensaje encontró al chaval con barba de faquir para que me lavara la virginidad como Dios manda (no con el mango de un destornillador, como mi desesperada amiga Terese). Entretanto, la familia de Franco compraba un féretro de caoba, revestido en su interior de zinc en una funeraria de la calle de Galileo por el que pagaron trescientas mil pesetas de las de entonces (pudridero de Capitán General, Almirante, etc., etc.) Había que darles tiempo para preparar la gran ceremonia de despedida en la que se formaron largas colas para llegar junto al féretro, mirar de soslayo al despojo, escupir con disimulo, sucumbir fulminados por la emoción (dos ancianos lo hicieron con una entereza ejemplar) o dejar caer con arte a los pies del Caudillo, dentro de la caja, mensajes para Dios que estaba esperándole en el cielo sentado en una sillita de enea. Confieso que lo vi todo; también su entierro en la pirámide de Cuelgamuros, en la tumba de faraón que construyeron durante veinte años prisioneros de guerra y presos políticos que no recibieron el tiro, durante veinticuatro horas en tres turnos. Vi el descendimiento del féretro realizado con precisión armónica por unos operarios que lo habían ensayado durante quince días y quince noches (cuán jubilosa fue su agonía) y me cautivó ver cómo los mismos hombres corrían con mimo de abuela la losa de granito del Guadarrama de tonelada y media de peso. Cuando terminaron me puse un vestido negro y me fui al confesionario cantando Corazón de melón. Me confesé para amargarle el tentempié al cura.  Le resucité la lascivia con una erección sub sotana. El cura me dijo que en la sacristía tenía una televisión de dieciséis pulgadas y que podría sentarme a su lado y ver el entierro de Franco cogidos de la mano, mientras yo rezaba mi penitencia con mi cabeza recostada en su pecho casposo.

Ni siquiera mi hermano, que entiende mucho de amores, me dijo nada especial cuando le comuniqué mi azogue por el Presidente. Mi hermano está casado por lo civil y por la Iglesia con una señora de burdel de autovía. Es un hombre tranquilo que se deja contar confidencias. La señora le dio cinco hijos, aunque ninguno es suyo. Siempre se le adelantaban. Su hijo mayor se llama Tom porque es negro. La segunda Erundina, que quiere decir golondrinita. Nació peinada con raya en medio, con las puntas de su cabello como las alitas de una golondrina. En el padrón se negaron a inscribirla con nombre de pájaro pero mi hermano había indagado que hubo una Santa Erundina, virgen y mártir, muy venerada en Hipona, en donde fue vecina de Santa Inés, madre de San Agustín.
- No le haga esa putada a la nena -le dijo el oficial del juzgado.
- ¿Usted cómo se llama? -le preguntó mi hermano.
- Don Canuto.
- ¡Pues se jode!
  Su tercera hija nació con abundante vello en el pubis y con el sarampión pasado (según el eminente pediatra don Zacarías Meabe, profesor de enfermeras y dueño de la única carnicería de carne de caballo que hay en la ciudad.) Mi hermano la llamó Venus, aunque en el juzgado la obligaron a inscribirla como María Venus, porque la Virgen debe de estar presente en todos los nombres de mujer. El cuarto vino de culo. Le llamó Anito, en homenaje a San Anito de Antioquía, obispo y mártir, que la Santa Madre celebra el veintisiete de agosto, junto a San Baskardo de Getxo. Su última hija no era de ninguno de los dos. Se la dejó un rato una compañera china para ir a suicidarse. Respetaron su nombre: Chu-la.
  Mi hermano vive de mantenido, de lo que le queda de la herencia de nuestra madre y de lo que saca confeccionando zapatitos de lana para recién nacidos. ¡Es un as haciendo punto! Y también dando consejos.
- Acuérdate del madero, cuando eras roja. Todo pasa -me dijo.
    ¡El madero! ¡Qué amor pasional, Dios, qué amor! Lo conocí cuando las calles de la ciudad, preñadas por la ilusión del cambio, vibraban con los gritos bramando libertad. Aquellos ríos de muchedumbre, que lograban agruparse pese a los culatazos de la guardia civil y de la armada, que aparecía escupiendo botes de humo, pelotas de goma para hacer tuertos, agua a presión, espumarajos de borrachera, centramina y furor de guerreros. Iba a las manifestaciones pese al espanto que tenía a los culatazos. Una vez fui a Basauri para gritar que sacaran a los presos políticos de la cárcel. Me maceraron la carne a porrazos. Me derribaron a la acera, me pasaron sus botazas por todo mi cuerpo, me hostiaron a patadas que venían de lado a caer en mis costillas. ¡Dios Santo! ¡Todavía lloro de terror y de dolor al recordarlo! Pero también leí mi propio pánico en los ojos de los uniformados. Un guardia armado que ve temblar al mundo se caga como un condenado. Uno de ellos me alicató mi pezón izquierdo con sus dedos de hierro y me vació un garrafón de anís en mis narices. Me dijo:
- La calle es para los hombres. ¡A cocinar!
Fue entonces cuando oí gritar:
- ¡Homenaje! ¡Homenaje a la conmiseración divina! ¡Trombas en marcha!
Lo deseé allí mismo. Lo deseé bajo las ruedas de las tanquetas, bajo un temporal de porrazos, bajo las botas rupestres de los antidisturbios, bajo la sintaxis del relámpago de aquella boca que desnudaba su inteligencia, un cerebro privilegiado capaz de formar frases hermosas en medio de las consignas manidas. Lo busqué. No lo conocía. Corrí dos filas de manifestación adelante. Entonces volvió su rostro y sentí un soplo de aliento en mis ojos.
- ¡El grito! -vociferé tirándole de las mangas de su chaqueta.
- ¡Qué! ¿A pasártelo bien? -me dijo guiñándome un ojo.
- ¡El grito! ¡No lo estropees!
- ¡Camina mortal! El estío toca a su fin y las nubes llegarán cargadas de lluvia limpia. ¡Trombas en marcha! Servidor de usted, maestro ajustador, para adorarla hasta donde pueda.
- ¡El grito! -exigí traspuesta.
- ¡Trombas en marcha!
- ¡Trombas en marcha! ¡Adelante anarquistas del mundo, marchemos unidos a Jerusalén! ¡Lo que se empieza, se termina, joder!
Nos condujeron en el mismo furgón a los calabozos de la comisaría y nos olvidaron en una celda desnuda con la bombilla fundida.
Me dijo:
- Si nos van a fusilar, lo decoroso es morir gozados.
Olí la oscuridad para descubrir el rastro del macho, pero mis nervios estaban demasiado rotos como para poder oler a nada. El ajustador me aplastó contra la pared, me rompió la goma de las bragas y me penetró en tres segundos: uno, dos y tres. Suspiró y me llamó puta. Abrió la puerta de la celda y se fue por el pasillo silbando la Internacional. Fue mi segundo polvo revolucionario. Me soltaron al amanecer con un bofetón en la mejilla para cumplir el expediente. Llegué a casa con las bragas en la mano, con un ojo negro y con la impotencia de haber sido burlada por un madero de la social. Lo descubrí en la manifestación del jueves e indagué por su identidad. Entonces me enteré de su nombre y me pareció tierno.
- Se llama Wladimiro Hernia. Detiene a mujeres bravas en las manifestaciones y luego las folla -me informó uno del PCE.
Me enamoré de él. Creía.
Mi vida está llena de amores que nunca se secan del todo. Pero los acontecimientos propios sólo sirven para aconsejar a los demás. Hasta no descubrir en mi rostro incipientes arrugas, no he sido feliz. ¿Es que lo soy acaso ahora con la cruz que me han puesto en los hombros?

Vi por primera vez al Presidente del Gobierno de cuerpo presente tomando agua bendita en la catedral vieja de Vitoria. Su mano me pareció una sombra blanca que se posó en la superficie del agua estancada sin perturbar su sueño. Se persignó sin romper la cruz, sin dibujar un garabato en el aire. Se persignó como se persignaban los seminaristas y las vírgenes adolescentes cuando yo era niña. Después se perdió por el centro del templo viejo alzando la vista hacia los vitrales y las rosas góticas, con los brazos cruzados en su espalda. Desde aquel día comencé a seguir sus gestos en los noticiarios de la televisión y a recortar instantáneas de los periódicos de colorín. Me subía el queme.

  Wladimiro Hernia era muy diferente. Tenía las piernas cubiertas de pestañas de niño. ¡Qué osada era yo entonces! Porque fue la audacia la que me empujó a indagar la vida y miserias del subinspector Hernia. El coraje y el regusto que me quedó de su traicionera canallada. Tan inmensamente intrépida que me atreví a ir a su domicilio unos días después de ser mancillada. Recuerdos que no huyen, como peces viejos que se han habituado a vivir en su pecera. No me tembló mi mano al apretar el timbre de su casa. Escuché la chicharra con los ojos puestos en el Sagrado Corazón de porcelana en blanco y negro que ocupaba el centro de la puerta.
- Me supo a poco, rey -le dije cuando me abrió.
Y el muy cínico:
- ¿La conozco?
- Eres de eyaculación precoz y te quiero curar el despiste. Paso y hablamos. ¿Opinas?
Se hizo a un lado. Había un recibidor con paragüero con cabezas de conquistadores españoles. Al lado se abría una puerta que daba a una estancia tapizada de moaré con aguas de color mandarina. Bajo un cuadro plateado de la última cena, permanecía sedente un general con gafitas de aro negro.
- ¿Es usted lo que parece? -pregunté con el ánimo por los suelos, casi a punto de cagarme de miedo.
- General Polanco.
Dicen que Polanco llegó a general casi desde brigada sin pasar por las graduaciones intermedias por orden expresa de Franco. En sus buenos tiempos iba de ayuda de campo del Generalísimo a pescar truchas. Cuando a Franco le entraban ganas de hacer de vientre, el general le apartaba de las miradas de su séquito y permanecía firme, con su gorra de plato en la mano hasta que el Caudillo terminaba de vaciarse. Entonces le alargaba un impoluto pañuelo blanco de batista. Tras el enjuague lo recogía y lo guardaba con devoto recogimiento en el bolsillo de su guerrera. “¡Llegarás lejos, Polanco!”, le decía el Caudillo haciendo pedorreta. De la vida de Franco, igual que de la de los santos, poco a poco se van conociendo detalles. Los españoles somos el pueblo más chismoso del mundo. Si no conocemos los detalles, nos los inventamos. Pura demostración son los libros de Historia. Sólo hace falta abrirlos y saber leer.
Es difícil contar el enredo de opereta en el que me vi envuelta con aquellos dos hombres misteriosos. Lo primero que pensé era lo más lógico: que el general y el policía Hernia se encontraban en una reunión de trabajo. Un inspector de la policía y un general de infantería no es que tuvieran muchas cosas que decirse, pero yo ignoraba las tramas del organigrama policial. Su condición de hombres ante una hembra, una real hembra, como me bautizó una mañana de alegría don Urbano Notario, mayordomo de la naviera donde trabajaba mi padre, les narcotizó su comportamiento y eructaron la patanería que casi todos los hombres hacen uso cuando van por parejas y tienen que mostrar su hombría ante una mujer.
- ¿Es usted un general verdadero?
- De cuerpo y alma, señorita. El niño me cuenta lo que pesca, pero de usted se ha olvidado.
- ¿Wladimiro Hernia es su hijo?
- Mucho más. Soy su amante -dijo el poli.
- No soy vicioso -dijo el general siguiendo la corriente. Afirmó con pose teatral-: Me agrada contemplar su báculo. ¡Pocos hombre lucen una tranca tan majestuosa. ¿La ha gozado ya usted?
- ¡A traición y sin voluntad!
- Como debe ser. Wladimiro adivina la raza de las hembras por su olor. ¿Usted, qué amasa, mi niña?
- Pasión.
- ¡Santa palabra extraída de los Evangelios!
- Quema.
- ¡Qué humos!
- Ahogan.
- ¡Gallarda!¡Amén y cierra España!
    Wladimiro me abrazaba sin lujuria y el general Polanco escondía su calva en su gorra de plato con ademanes superiores. Pensé que lo había ensayado muchas veces delante de un espejo. Los militares son muy especiales en la manera de calarse la gorra. Mi madre conoció de soltera a un capitán de artillería que se lo ponía de rodillas en un reclinatorio que tenía en su vestidor.
 En aquel primer encuentro con el general Polanco (solo volví a verlo media docena de veces más en mi vida) actué con sinrazón, que fue lo que me salvó. Y es que a Wladimiro Hernia le gustaban las mujeres desinhibidas, procaces y libidinosas, precisamente lo contrario de lo que soy cuando no hago teatro. Aparte de estas consideraciones, comprendí que el policía adivinó que yo le podía regalar mucho sin robármelo. Por de pronto, calló ante el general que yo corría en las manifestaciones gritando libertad y que me había llevado a la comisaría. Wladimiro decía que el general Polanco era tío suyo por parte de madre, que ambos eran riojanos, de Briones. En la casa familiar del pueblo había bodega, vendimiaban y embotellaban tinto. Cuentan que los años posteriores a la Guerra, cuando el general Polanco todavía era capitán, llevaba tres pelotones de soldados para pisar la uva. Antes de meterlos en las cucubas les bajaba al Ebro con media tableta de jabón para que se limpiaran los dedos de los pies como las mujeres. También cuentan que en los primeros días del verano siguiente nacían algunos niños con los piececitos blancos. A petición de los párrocos de la zona, tuvo que interceder el obispo de Calahorra ante la cúpula militar para despojar al general Polanco de su prerrogativa de usar soldados en la vendimia familiar. En 1953, Polanco, para celebrar su ascenso a general, hizo correr novillos y prendió un toro de fuego en la plaza antes de comenzar la parranda. Al día siguiente, reunió en la iglesia a los niños estivales con sus familias maternas y se celebró una misa con cinco curas y diez monaguillos. Al terminar la ceremonia entregó personalmente uno por uno y por orden alfabético un diploma en el que les acreditaba su condición de Nietos Predilectos del General Polanco. De estas y de otras muchas cosas me fui enterando a pocos porque mi relación con Wladimiro Hernia, con largos intervalos de alejamiento, duró casi veinte años. Wladimiro sembró muchas hectáreas de pasión en mis sentimientos, ocupó muchas horas en mi tiempo, pero hoy puedo afirmar con rotundidad que nunca brotó en nuestra relación un amor verdadero. Hubo fuego, sexo, algo de ternura. Creo que tampoco hubo amistad.

 Este amor placentero que me ha llegado ahora, puro e inalcanzable, tapia en cierto modo mi brioso pasado y atempera mis arrebatos con miligramos de placidez. Yo, ¡pobre de mí!, enamorada del Presidente de la Nación. Hay que llegar a cierta edad para comprobar que las neuronas del amor resisten. Que es suficiente un guiño enviado a través de las antenas o una voz que llega del cielo para encelarte de nuevo, aunque los años hayan escalado hasta sesenta. La única duda que me queda es adivinar el olor de su piel. Aunque alguien me confesó que cuando viaja a Europa se da Floïd en la barba: el olor de la derecha nacional.



                                                                            FIN

COMO SIEMPRE, TODAS LAS ILUSTRACIONES DE LOS CUENTOS SON DE JUAN GIL.




1 comentario:

  1. Floïd el olor de la derecha nacional... si esos señores de esa derecha, supieran la historia del creador de Floïd y el mecenazgo que realizó con su fortuna, se arrancaban la piel a tiras.

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