No me siento desorientada al descubrir que me he enamorado
del Presidente del Gobierno. Sólo mi desconsuelo me angustia por las noches con
ahogos, que se me alivian cantando canciones de la Piquer. Sobre todo, Yo soy
esa. Nunca me he enamorado tan elocuentemente, pero tengo el ánimo manso y
el espíritu sin alboroto. Estoy tranquila. Vivo vacunada contra amores
imposibles con ampollas de santa paciencia, y sé que hasta el día del tortazo
final, flota la convicción de la victoria. Peor fue cuando me enamoré de un torero.
Sigo viva.
Cuando veo al Presidente del Gobierno segar voluntades con
el filo de su mirada, las alas de mariposa que acarician las telas de mi
estómago, me indican que no hay edad para sentirse libre de los prendamientos
del corazón. Siempre me han gustado los hombres de carácter con educación de
prior. Nuestro Presidente es como un dominico bonito que se quita el hábito
para ir a gobernar. ¡Hosana! ¡Hosanas para él! ¡Pétalos de rosas llovidas del
cielo! ¡Polvos de escarcha de plata vieja! ¡Vieiras de chocolate cocinadas por
santiños para marcarle los verdaderos caminos de la Nación !
Soy vieja, pero no
tonta. Pertenezco a la generación que perdió la virginidad celebrando la muerte
de Franco. Contaba entonces treinta y dos años. ¡Larga espera, Señor de los cielos!
¿Por qué se demoró tanto el pájaro en hincar el pico? Aquellos días, la alegría
de la calle desimantó los bornes del gozo y las solteras prolongadas sentimos
la irrevocable necesidad de celebrar el óbito con un acto imborrable. ¡Qué
recuerdo más indeleble que la pérdida de la virginidad! Yo busqué al macho por
las tabernas del Casco Viejo en donde corrían el cava catalán y las lágrimas.
“Debe ser un obrero que huela a virutas de acero, de manos ásperas y que no
crea en Dios. Y si no es hoy, nunca.” Fue un estudiante de Deusto que había
venido hacía dos días de París con trenca y barba de faquir. Olía a humedad,
tenía las manos amarillas de nicotina hasta los codos, pero antes de desvirgarme
con chapuza juró que era rojo y se cagó en los santos primitivos en los
salivazos del orgasmo. Ya era una mujer gozada como los gorriones en los aleros
de las calles estrechas que se dan el pico de teja a teja. Después regresé a
casa a ver en la televisión el desfile de los españoles desvalidos por el palacio
de Oriente. ¡Fue un gran día aquél! Grité con todas mis fuerzas: ¡FRANCO HA
MUERTO! El eco de mi grito fue como el ladrido de una perra en celo que llora
el rasgado de su himen, hasta que el mensaje encontró al chaval con barba de faquir
para que me lavara la virginidad como Dios manda (no con el mango de un
destornillador, como mi desesperada amiga Terese). Entretanto, la familia de
Franco compraba un féretro de caoba, revestido en su interior de zinc en una
funeraria de la calle de Galileo por el que pagaron trescientas mil pesetas de
las de entonces (pudridero de Capitán General, Almirante, etc., etc.) Había que
darles tiempo para preparar la gran ceremonia de despedida en la que se formaron
largas colas para llegar junto al féretro, mirar de soslayo al despojo, escupir
con disimulo, sucumbir fulminados por la emoción (dos ancianos lo hicieron con
una entereza ejemplar) o dejar caer con arte a los pies del Caudillo, dentro de
la caja, mensajes para Dios que estaba esperándole en el cielo sentado en una
sillita de enea. Confieso que lo vi todo; también su entierro en la pirámide de
Cuelgamuros, en la tumba de faraón que construyeron durante veinte años
prisioneros de guerra y presos políticos que no recibieron el tiro, durante
veinticuatro horas en tres turnos. Vi el descendimiento del féretro realizado
con precisión armónica por unos operarios que lo habían ensayado durante quince
días y quince noches (cuán jubilosa fue su agonía) y me cautivó ver cómo los
mismos hombres corrían con mimo de abuela la losa de granito del Guadarrama de
tonelada y media de peso. Cuando terminaron me puse un vestido negro y me fui
al confesionario cantando Corazón de
melón. Me confesé para amargarle el tentempié al cura. Le resucité la lascivia con una erección sub
sotana. El cura me dijo que en la sacristía tenía una televisión de dieciséis
pulgadas y que podría sentarme a su lado y ver el entierro de Franco cogidos de
la mano, mientras yo rezaba mi penitencia con mi cabeza recostada en su pecho
casposo.
Ni siquiera mi hermano, que entiende mucho de amores, me
dijo nada especial cuando le comuniqué mi azogue por el Presidente. Mi hermano
está casado por lo civil y por la
Iglesia con una señora de burdel de autovía. Es un hombre
tranquilo que se deja contar confidencias. La señora le dio cinco hijos, aunque
ninguno es suyo. Siempre se le adelantaban. Su hijo mayor se llama Tom porque
es negro. La segunda Erundina, que quiere decir golondrinita. Nació peinada con
raya en medio, con las puntas de su cabello como las alitas de una golondrina.
En el padrón se negaron a inscribirla con nombre de pájaro pero mi hermano
había indagado que hubo una Santa Erundina, virgen y mártir, muy venerada en
Hipona, en donde fue vecina de Santa Inés, madre de San Agustín.
- No le haga esa putada a la nena -le dijo el oficial del
juzgado.
- ¿Usted cómo se llama? -le preguntó mi hermano.
- Don Canuto.
- ¡Pues se jode!
Su tercera hija
nació con abundante vello en el pubis y con el sarampión pasado (según el eminente
pediatra don Zacarías Meabe, profesor de enfermeras y dueño de la única
carnicería de carne de caballo que hay en la ciudad.) Mi hermano la llamó
Venus, aunque en el juzgado la obligaron a inscribirla como María Venus, porque
la Virgen debe
de estar presente en todos los nombres de mujer. El cuarto vino de culo. Le
llamó Anito, en homenaje a San Anito de Antioquía, obispo y mártir, que la Santa Madre celebra el
veintisiete de agosto, junto a San Baskardo de Getxo. Su última hija no era de
ninguno de los dos. Se la dejó un rato una compañera china para ir a
suicidarse. Respetaron su nombre: Chu-la.
Mi hermano vive de
mantenido, de lo que le queda de la herencia de nuestra madre y de lo que saca
confeccionando zapatitos de lana para recién nacidos. ¡Es un as haciendo punto!
Y también dando consejos.
- Acuérdate del madero, cuando eras roja. Todo pasa -me
dijo.
¡El madero! ¡Qué amor pasional,
Dios, qué amor! Lo conocí cuando las calles de la ciudad, preñadas por la
ilusión del cambio, vibraban con los gritos bramando libertad. Aquellos ríos de
muchedumbre, que lograban agruparse pese a los culatazos de la guardia civil y
de la armada, que aparecía escupiendo botes de humo, pelotas de goma para hacer
tuertos, agua a presión, espumarajos de borrachera, centramina y furor de
guerreros. Iba a las manifestaciones pese al espanto que tenía a los culatazos.
Una vez fui a Basauri para gritar que sacaran a los presos políticos de la
cárcel. Me maceraron la carne a porrazos. Me derribaron a la acera, me pasaron
sus botazas por todo mi cuerpo, me hostiaron a patadas que venían de lado a
caer en mis costillas. ¡Dios Santo! ¡Todavía lloro de terror y de dolor al
recordarlo! Pero también leí mi propio pánico en los ojos de los uniformados. Un
guardia armado que ve temblar al mundo se caga como un condenado. Uno de ellos
me alicató mi pezón izquierdo con sus dedos de hierro y me vació un garrafón de anís
en mis narices. Me dijo:
- La calle es para los hombres. ¡A cocinar!
Fue entonces cuando oí gritar:
- ¡Homenaje! ¡Homenaje a la conmiseración divina! ¡Trombas
en marcha!
Lo deseé allí mismo. Lo deseé bajo las ruedas de las
tanquetas, bajo un temporal de porrazos, bajo las botas rupestres de los
antidisturbios, bajo la sintaxis del relámpago de aquella boca que desnudaba su
inteligencia, un cerebro privilegiado capaz de formar frases hermosas en medio
de las consignas manidas. Lo busqué. No lo conocía. Corrí dos filas de
manifestación adelante. Entonces volvió su rostro y sentí un soplo de aliento
en mis ojos.
- ¡El grito! -vociferé tirándole de las mangas de su
chaqueta.
- ¡Qué! ¿A pasártelo bien? -me dijo guiñándome un ojo.
- ¡El grito! ¡No lo estropees!
- ¡Camina mortal! El estío toca a su fin y las nubes
llegarán cargadas de lluvia limpia. ¡Trombas en marcha! Servidor de usted,
maestro ajustador, para adorarla hasta donde pueda.
- ¡El grito! -exigí traspuesta.
- ¡Trombas en marcha!
- ¡Trombas en marcha! ¡Adelante anarquistas del mundo,
marchemos unidos a Jerusalén! ¡Lo que se empieza, se termina, joder!
Nos condujeron en el mismo furgón a los calabozos de la
comisaría y nos olvidaron en una celda desnuda con la bombilla fundida.
Me dijo:
- Si nos van a fusilar, lo decoroso es morir gozados.
Olí la oscuridad para descubrir el rastro del macho, pero
mis nervios estaban demasiado rotos como para poder oler a nada. El ajustador
me aplastó contra la pared, me rompió la goma de las bragas y me penetró en
tres segundos: uno, dos y tres. Suspiró y me llamó puta. Abrió la puerta de la
celda y se fue por el pasillo silbando la Internacional. Fue
mi segundo polvo revolucionario. Me soltaron al amanecer con un bofetón en la
mejilla para cumplir el expediente. Llegué a casa con las bragas en la mano,
con un ojo negro y con la impotencia de haber sido burlada por un madero de la
social. Lo descubrí en la manifestación del jueves e indagué por su identidad.
Entonces me enteré de su nombre y me pareció tierno.
- Se llama Wladimiro Hernia. Detiene a mujeres bravas en
las manifestaciones y luego las folla -me informó uno del PCE.
Me enamoré de él. Creía.
Mi vida está llena de amores que nunca se secan del todo.
Pero los acontecimientos propios sólo sirven para aconsejar a los demás. Hasta
no descubrir en mi rostro incipientes arrugas, no he sido feliz. ¿Es que lo soy
acaso ahora con la cruz que me han puesto en los hombros?
Vi por primera vez al Presidente del Gobierno de cuerpo presente
tomando agua bendita en la catedral vieja de Vitoria. Su mano me pareció una
sombra blanca que se posó en la superficie del agua estancada sin perturbar su
sueño. Se persignó sin romper la cruz, sin dibujar un garabato en el aire. Se
persignó como se persignaban los seminaristas y las vírgenes adolescentes
cuando yo era niña. Después se perdió por el centro del templo viejo alzando la
vista hacia los vitrales y las rosas góticas, con los brazos cruzados en su
espalda. Desde aquel día comencé a seguir sus gestos en los noticiarios de la
televisión y a recortar instantáneas de los periódicos de colorín. Me subía el
queme.
Wladimiro Hernia era muy diferente. Tenía las
piernas cubiertas de pestañas de niño. ¡Qué osada era yo entonces! Porque fue
la audacia la que me empujó a indagar la vida y miserias del subinspector
Hernia. El coraje y el regusto que me quedó de su traicionera canallada. Tan
inmensamente intrépida que me atreví a ir a su domicilio unos días después de
ser mancillada. Recuerdos que no huyen, como peces viejos que se han habituado
a vivir en su pecera. No me tembló mi mano al apretar el timbre de su casa.
Escuché la chicharra con los ojos puestos en el Sagrado Corazón de porcelana en
blanco y negro que ocupaba el centro de la puerta.
- Me supo a poco, rey -le dije cuando me abrió.
Y el muy cínico:
- ¿La conozco?
- Eres de eyaculación precoz y te quiero curar el despiste.
Paso y hablamos. ¿Opinas?
Se hizo a un lado. Había un recibidor con paragüero con
cabezas de conquistadores españoles. Al lado se abría una puerta que daba a una
estancia tapizada de moaré con aguas de color mandarina. Bajo un cuadro
plateado de la última cena, permanecía sedente un general con gafitas de aro negro.
- ¿Es usted lo que parece? -pregunté con el ánimo por los
suelos, casi a punto de cagarme de miedo.
- General Polanco.
Dicen que Polanco llegó a general casi desde brigada sin
pasar por las graduaciones intermedias por orden expresa de Franco. En sus buenos
tiempos iba de ayuda de campo del Generalísimo a pescar truchas. Cuando a
Franco le entraban ganas de hacer de vientre, el general le apartaba de las
miradas de su séquito y permanecía firme, con su gorra de plato en la mano
hasta que el Caudillo terminaba de vaciarse. Entonces le alargaba un impoluto
pañuelo blanco de batista. Tras el enjuague lo recogía y lo guardaba con devoto
recogimiento en el bolsillo de su guerrera. “¡Llegarás lejos, Polanco!”, le
decía el Caudillo haciendo pedorreta. De la vida de Franco, igual que de la de
los santos, poco a poco se van conociendo detalles. Los españoles somos el pueblo
más chismoso del mundo. Si no conocemos los detalles, nos los inventamos. Pura
demostración son los libros de Historia. Sólo hace falta abrirlos y saber leer.
Es difícil contar el enredo de opereta en el que me vi
envuelta con aquellos dos hombres misteriosos. Lo primero que pensé era lo más
lógico: que el general y el policía Hernia se encontraban en una reunión de
trabajo. Un inspector de la policía y un general de infantería no es que
tuvieran muchas cosas que decirse, pero yo ignoraba las tramas del organigrama
policial. Su condición de hombres ante una hembra, una real hembra, como me
bautizó una mañana de alegría don Urbano Notario, mayordomo de la naviera donde
trabajaba mi padre, les narcotizó su comportamiento y eructaron la patanería
que casi todos los hombres hacen uso cuando van por parejas y tienen que
mostrar su hombría ante una mujer.
- ¿Es usted un general verdadero?
- De cuerpo y alma, señorita. El niño me cuenta lo que
pesca, pero de usted se ha olvidado.
- ¿Wladimiro Hernia es su hijo?
- Mucho más. Soy su amante -dijo el poli.
- No soy vicioso -dijo el general siguiendo la corriente.
Afirmó con pose teatral-: Me agrada contemplar su báculo. ¡Pocos hombre lucen
una tranca tan majestuosa. ¿La ha gozado ya usted?
- ¡A traición y sin voluntad!
- Como debe ser. Wladimiro adivina la raza de las hembras
por su olor. ¿Usted, qué amasa, mi niña?
- Pasión.
- ¡Santa palabra extraída de los Evangelios!
- Quema.
- ¡Qué humos!
- Ahogan.
- ¡Gallarda!¡Amén y cierra España!
Wladimiro me abrazaba sin lujuria
y el general Polanco escondía su calva en su gorra de plato con ademanes
superiores. Pensé que lo había ensayado muchas veces delante de un espejo. Los
militares son muy especiales en la manera de calarse la gorra. Mi madre conoció
de soltera a un capitán de artillería que se lo ponía de rodillas en un
reclinatorio que tenía en su vestidor.
En aquel primer
encuentro con el general Polanco (solo volví a verlo media docena de veces más
en mi vida) actué con sinrazón, que fue lo que me salvó. Y es que a Wladimiro
Hernia le gustaban las mujeres desinhibidas, procaces y libidinosas,
precisamente lo contrario de lo que soy cuando no hago teatro. Aparte de estas
consideraciones, comprendí que el policía adivinó que yo le podía regalar mucho
sin robármelo. Por de pronto, calló ante el general que yo corría en las manifestaciones
gritando libertad y que me había llevado a la comisaría. Wladimiro decía que el
general Polanco era tío suyo por parte de madre, que ambos eran riojanos, de Briones. En la casa
familiar del pueblo había bodega, vendimiaban y embotellaban tinto. Cuentan que
los años posteriores a la
Guerra , cuando el general Polanco todavía era capitán,
llevaba tres pelotones de soldados para pisar la uva. Antes de meterlos en las cucubas les bajaba al Ebro con media tableta de jabón
para que se limpiaran los dedos de los pies como las mujeres. También cuentan que
en los primeros días del verano siguiente nacían algunos niños con los piececitos
blancos. A petición de los párrocos de la zona, tuvo que interceder el obispo
de Calahorra ante la cúpula militar para despojar al general Polanco de su
prerrogativa de usar soldados en la vendimia familiar. En 1953, Polanco, para
celebrar su ascenso a general, hizo correr novillos y prendió un toro de fuego
en la plaza antes de comenzar la parranda. Al día siguiente, reunió en la
iglesia a los niños estivales con sus familias maternas y se celebró una misa
con cinco curas y diez monaguillos. Al terminar la ceremonia entregó personalmente
uno por uno y por orden alfabético un diploma en el que les acreditaba su
condición de Nietos Predilectos del General Polanco. De estas y de otras muchas
cosas me fui enterando a pocos porque mi relación con Wladimiro Hernia, con
largos intervalos de alejamiento, duró casi veinte años. Wladimiro sembró
muchas hectáreas de pasión en mis sentimientos, ocupó muchas horas en mi tiempo,
pero hoy puedo afirmar con rotundidad que nunca brotó en nuestra relación un
amor verdadero. Hubo fuego, sexo, algo de ternura. Creo que tampoco hubo amistad.
Este amor
placentero que me ha llegado ahora, puro e inalcanzable, tapia en cierto modo
mi brioso pasado y atempera mis arrebatos con miligramos de placidez. Yo,
¡pobre de mí!, enamorada del Presidente de la Nación. Hay que llegar a cierta
edad para comprobar que las neuronas del amor resisten. Que es suficiente un
guiño enviado a través de las antenas o una voz que llega del cielo para
encelarte de nuevo, aunque los años hayan escalado hasta sesenta. La única duda
que me queda es adivinar el olor de su piel. Aunque alguien me confesó que cuando
viaja a Europa se da Floïd en la barba: el olor de la derecha nacional.
FIN
COMO SIEMPRE, TODAS LAS ILUSTRACIONES DE LOS CUENTOS SON DE JUAN GIL.
Floïd el olor de la derecha nacional... si esos señores de esa derecha, supieran la historia del creador de Floïd y el mecenazgo que realizó con su fortuna, se arrancaban la piel a tiras.
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