jueves, 18 de octubre de 2018

VIRGEN

Margarito Duarte cumplió cincuenta años calvo, estreñido y soltero. Le faltaban las cuatro muelas del juicio, usaba desde niño plantillas de aluminio para curvar sus pies planos, había hecho el bachiller completo y era funcionario con plaza fija en el Palacio de Justicia. Vivía en una casa de piedra de dos plantas con un patio central con cubierta de cristales en el que había un caballo vivo montado por un jinete medieval con armadura de hojalata. Su padre, un coronel retirado que se murió bostezando, le dijo que el caballo se llamaba Perla, como el corcel de Fernando el Católico, y el jinete, Don Amaro. Una cortina de potos, lianas y enredaderas colgaban por las paredes donde se escondían las lagartijas que se colaban por la cubierta de vidrio. Margarito vivía solo; le encantaba su casa con su olor a cera vieja, a polvo estancado y a sarro de cazuela de baño. Le atendía una doméstica entrada en años que iba por las mañanas a cuidar de su ropa, a brillar sus zapatos y a ponerle la cama. También le quitaba el polvo a la mesa de su despacho y una vez al mes, subida en una escalera, pasaba una bayeta limpia por el traje de Don Amaro y por la grupa de su caballo.
 Margarito aprendió a vivir solo desde que un cáncer se llevó a su madre, dejando desamparados a un marido que le llevaba veinticinco años y a un hijo adolescente, que se acostumbró a ir a comer al cuartel donde gobernaba su padre. Aunque todos los oficiales le trataban de usía y un alférez joven le ayudaba a hacer los deberes, Margarito deseaba estar solo en la inmensidad de su casa de diez cuartos para dormir y un corredor de tres metros de ancho, en donde rodaba en su bici o jugaba al hockey sobre patines.
Nunca tuvo amigos, pocos compañeros y algunos conocidos que apenas saludaba. En los recreos del colegio, si le invitaban a jugar, esquivaba la propuesta con las mismas palabras: “Ahora estoy pensando”. Su mutismo terminó en silencio. Los vecinos que le saludaban dejaron de recibir respuesta. Caminaba con paso tranquilo sin saber donde miraba. Sólo sonreía un poco cuando regresaba a casa y daba las buenas tardes a la coraza de Don Amaro, porque cuando cumplió nueve años le quitó el yelmo para comprobar que su cuerpo ya se había marchado.
Al terminar el bachiller, huérfano de padre y madre, se matriculó en Derecho. Se aburría mucho en las clases pero resistió hasta que llegaron los exámenes de fin de curso. Entonces pensó que estaba perdiendo el tiempo y que lo mejor era colocarse de funcionario o ingresar en el ejército. Margarito, cuando todavía tenía pelo, era un joven bien plantado. Su rostro de corte romano caía bien entre los viejos. Nunca supo lo que opinaban los jóvenes porque no le preocupaba lo que dijeran de él. Un mediodía de mayo, con diecinueve años cumplidos, se encontró con un amigo de su padre que era un juez de renombre que salía en los periódicos. El juez  se interesó por él, le hizo muchas preguntas que él respondió sin ganas. 
- Si no quieres estudiar, tendrás que trabajar- le dijo el magistrado- Pasa mañana por la Audiencia, a ver si puedo hacer algo.
Dos semanas más tarde le metieron en un cuarto con una mesa no muy grande, una silla tapizada de naranja, una fotocopiadora, un armario con cuartillas, una fotografía de un hombre que nadie sabía quién era y a su espalda un retrato de Franco igual que el que dejó en el colegio colgado encima de la pizarra. No le costó mucho aprender cómo funcionaba la máquina de hacer copias. Se hizo un experto. 
Al de poco tiempo había llegado hasta su alma para desatascar los papeles, corregir su marcha lenta, limpiar sus intestinos y cambiar sus piezas muertas. Allí le conocieron promociones de letrados, fiscales, procuradores, bedeles, empleados de ventanilla y cualquier persona que tenía que fotocopiar algo. Trajeron una máquina nueva que era un primor. Y después otra más grande que ocupó el espacio que quedaba. Margarito podía con todo. De las ocho horas de jornada, usaba una para comer y las siete  restantes navegaba entre las máquinas atendiendo a todas a la vez. El personal no decía: “Necesito una fotocopia” sino “Voy donde Margarito”. Quizás por eso pasó tanta gente por su cuarto cuando sacó la plaza en propiedad en un examen reñido. 
Margarito vestía chaqueta de sport, pantalón gris y zapatos negros con brillo. Hablaba lo justo. Se le veía un poco la mordida de sus dientes, pero no en una sonrisa; su boca era así. Sus ojos no curioseaban ni escrutaban ningún rostro; su mirada era la de un hombre bueno que no tenía nada que ocultar. Sin embargo, aunque los trabajadores del Palacio de Justicia, sabían quién era Margarito, si les pedías que lo describieran, se quedaban con la boca abierta e igual te respondían levantando sus hombros o diciendo: “Un tío normal”. Alguna mujer sí  le dijo que se estaba quedando calvo. También un procurador amanerado le guiñó un ojo y le dijo que la calvicie temprana es señal de virilidad. Margarito se aceptaba como era, usaba el espejo para afeitarse y jamás se preocupó de los estragos del tiempo.
Margarito Duarte cumplió cincuenta años sentado en un banco a la misma hora que entró el otoño en el Parque. Fue a las seis en punto de la tarde cuando una ráfaga de viento diferente arrancó unas hojas de un chopo lombardo que fueron a posarse en el lago de los patos formando círculos mansos. Un hecho tan natural arrancó de sus entrañas un gemido tierno y una lágrima inesperada resbaló hasta sus labios. Nunca había sentido nada igual. Sin contar sus años de niño, que apenas recordaba, cumplió todos sus años sin añoranzas pasadas ni esperanzas futuras. “Será porque cincuenta años es un número contundente”, pensó fascinado.
- ¡El paso de las Termópilas!-gritó a los dos cisnes blancos que  rozaban  sus cuellos.
Se sintió aturdido por su grito. Fue como un despertador potente que le movió sus fluidos dormidos. Y es que Margarito Duarte era virgen. Su gran timidez temprana se acomodó en sus centros y narcotizó su instinto. Al despertar, fijaba sus ojos en el cielo raso del cuarto y acunaba a su niño vivo. Lo adormeció todos los días del año, siempre al despertar, trescientos sesenta y cinco por casi cuarenta años. Era la rutina de comenzar el día, más dulce que afeitarse, cepillarse los dientes o meter las plantillas de pies planos de aluminio frío dentro de sus zapatos. Fue el ramalazo de viento, las hojas muertas en el lago, las caricias de los cisnes a la hora exacta de su cumpleaños (su madre le dijo un día: naciste sin llorar a las seis de la  tarde de un veinticinco de setiembre) y el peso de sus cincuenta años, lo que le hizo cavilar que le quedaba poco tiempo para enterrar su timidez y dejar de ser angélico. Entonces se dijo convencido: “Debo de solventar esto. No quiero que nadie diga que Margarito Duarte es virgen y soltero.” Lo primero que hizo al llegar a casa fue soltar el escarpe del pie derecho de la armadura de Don Amaro y coger un mazo de billetes grandes. Pensó que lo mejor era una experta. 
La encontró al día siguiente en  un club selecto. Era una mujer hermosa subida en unos tacones altos, pechos de crianza dentro de un jersey blanco y pantalones prietos. Ella se sintió mirada, se acercó  despacio, arrimó su rostro al de Margarito y le mordió el lóbulo de una oreja. 
- ¿Es una costumbre morder la oreja a los clientes?- preguntó Margarito pasándose su mano por su oreja mojada.
- Es la caricia de una tigresa a su tigre- dijo la mujer.
A Margarito no le gustaba el cine, no tenía televisión; sólo conocía su mundo, las entrañas de sus máquinas, hablar un poco del tiempo, mirar escaparates; hacerse una tortilla, rodar por su pasillo; contestar algún saludo, ir a pasear al parque; en primavera, ir a los acantilados a recoger flores silvestres, que las ponía en una fuente delante de la testuz de Perla. Por eso Margarito sintió un sudor frío y entonces quiso marcharse.  Pero no quiso hacerlo sin dar una explicación.
- Mire usted: tengo cincuenta años y no he conocido mujer. He decidido dejar mi estado. Por eso estoy aquí.
La mujer pensó que era un guasón que quería quedarse con ella. Por eso le miró a sus  ojos. Era la primera vez que miraba a un cliente a sus ojos desde hacía mucho tiempo. Vio que era un hombre asustado. Le agarró por el codo y le dijo.
- ¿Por qué no subimos arriba y hablamos con tranquilidad?
Margarito se dejó llevar. Llegaron a una puerta con un felpudo ongietorri. La puerta tenía mirilla redonda, una aldaba de mano y un sagrado corazón con un ramito de laurel muerto. Margarito se limpió las suelas de sus zapatos. Olía a cafecoleche, a esencia de trementina y a casa mal ventilada. 
- Yo no quiero molestar mucho- dijo Margarito.
- Me llamo Maite-dijo la mujer al descalzarse.
- Mi padre me llamaba Margaro y mi madre Margarito. 
La mujer volvió a pensar que aquel hombre le tomaba el pelo. Entonces hizo la prueba de fuego.
- Se paga por adelantado. Una hora son cien euros. Si es un desflore, doscientos.
Margarito se dio la vuelta, sacó su mazo de dinero, cogió un billete de 200 euros y se los dio después de guardar el mazo. Maite se quedó perpleja. No recordaba cuándo había visto un billete de doscientos. Entonces se desnudó. Echó una manta en la moqueta y se tumbó boca arriba. A Margarito le pareció un ama de casa en toples tomando el sol en la playa. Maite estiró sus brazos y dibujó un beso feo con sus labios escondidos detrás de un rojo vivo de carmín. Margarito sintió lástima. También él estiró sus brazos para alzarla del suelo. Era una treta. Maite lo derribó, lo desnudó como a un niño y lo tumbó encima de ella. Margarito se quedó estático. Maite le agarró del culo, le dio media vuelta y se sentó encima. Hizo las mil maravillas que le enseñó una gitana. Margarito seguía parado. Le iba a decir que pesaba mucho y que no le hiciera cosquillas, pero no le pareció oportuno. Aguantó estoico hasta que llegó al cuarto el llanto de una criatura.
- Espera un poco- le dijo Maite.
Margarito se vistió y se marchó sin ruido. “Por eso olían sus pechos a leche de niño”, pensó ya en la calle. Llegó a casa con el sabor de la derrota en sus labios. Se metió en la cama sin cenar y sin saludar al caballo. Pasó parte de la noche pensando en su fracaso. La otra parte fue reveladora. “¿Y si soy gay y no me gustan las mujeres?” 
Por la mañana acarició la testa de su pajarito, se afeitó, se cepilló los dientes, se acicaló y colocó la pisada de aluminio dentro de sus zapatos. No muy lejos de su trabajo había un serrallo de chicos. Fue al terminar el trabajo. Le abrió la puerta un chaval con pluma en pantalón corto. Le pasó a una sala de espera que daba a un patio. Al poco rato entró un joven con cara de golfo con grandes ojeras. Era de rostro cuadrado, ojos pequeños y nariz achatada.
- Si te voy, me quedo- dijo con una voz rota.
- Vale-dijo Margarito con un poco de miedo.
Margarito había pasado el día pensando por qué le había entrado la prisa de buscar su identidad, cuando su pudor desmedido había inutilizado hasta las armas que la imaginación emplea en las ensoñaciones del sexo. Si ya había gastado cincuenta años de su vida y había encontrado en la mano cómo suplir la ausencia de lo que la gente llamaba amor, ¡qué demonios le ocurría si nunca había sabido, ni le había interesado, si sus genes se inclinaban por un macho o una hembra! “¡Oh, Dios, Margarito, para!”, se dijo al seguir al joven por un pasillo muy largo, al encontrarse en un cuarto con un colchón en el suelo. Margarito se sentó en una butaca verde. El hombre se arrodilló y le quitó  sus zapatos. Margarito tenía miedo.
- Eres un hombre atractivo- le dijo el joven.
Margarito se puso terso. El joven se dio cuenta y se sentó por sorpresa encima de su regazo. El joven se sacó la camiseta y se acurrucó  como un niño. Le olía el pelo a humo de tabaco negro. A Margarito le dio una arcada. El joven se puso de rodillas y le bajó los pantalones. Metió una mano al nido de Margarito. Alzó su rostro aburrido y le dijo con su voz rasgada:

- Esto está muerto, cariño.
El puño de Margarito cayó en la nariz del chico. Y no fue por el anuncio de la defunción de su cosa, sino porque nadie hasta entonces le había tocado los huevos. Lo dejaron marchar sin darle una paliza porque Margarito enterró quinientos euros en la mano del joven.


Margarito Duarte vivió muchos años calvo, estreñido y soltero. Y todos los días de su vida, al amanecer, acunaba a su niño vivo mirando al cielo raso. Una mañana la encontró muerto la asistenta colombiana que sustituyó a su anciana sirvienta. 
    Don Margarito tenía la sonrisa de los ángeles que no tienen sexo. Pero su mano estaba muy terca encimita del suyo.
FIN

Arrigunaga (GETXO), a 25 de setiembre de 2018.
















jueves, 7 de junio de 2018

MOCHITA Y EL BARÓN

MCMLIX


-Mochita, enana. El pintor que quiere tu chumi, está aquí. Ha llegado con una chaqueta de terciopelo y un pañuelo amarillo, bello como un Rey de Oriente con olor a billete verde nuevecito, Mochita. Tienes lotería premiada, Chita, enana, jodida. ¡Has enamorado a un Barón!
-¿Ya son las diez? ¡Repaja! ¡Que sueño tengo! ¿Ya ha bajado del coche el barón? -dijo Mochita.
-En ello está con la ayuda de su chofer. Hoy no te libras de ponerte en pelota, que trae un lienzo grande, Chita.
-¿Me has cosido las puntillas?
-Con puntadas ocultas. Un trabajo de mona sabia, Mochita. Pero te aseguro que un lienzo tan grande es para más que unas bragas con puntillas. Es tu potito, Mochita, Chumi, Chumino. Que tu potito es arte, asegurado, arte fino, Mochita, Chita, enana. El Barón no quiere bragas. ¡Quiere tu potito chiquito, enana!
-Déjate de jaranas. Mi pintor enamorado es un viejo perdido en sus recuerdos de París cuando pintaba a señoritas con más sal que nosotras.
-Los potitos de París. Los potitos de París son de muñequitas de cartón. Tu potito en francos, ¿cuánto vale, mochita?
-Cien francos.
-Mil. ¿Te pongo mantequilla en el pan? El agua sale templada. Aprovecha, aprovecha que no la usen abajo. Espera. ¡Estrella!-grita por el hueco de la escalera- ¡Estrella! No abras el grifo del agua caliente que Mochita se va a duchar.
-Rápido Mocha, el agua caliente vacía el monedero -dice una voz rota abajo.
Mochita salta de la cama empujada por un muelle. Vacía su cuerpo de ropa de dormir dentro de la ducha y la tira al suelo. Aurora, la Chichi, flaca como una faneca sin tripas la recoge y la pliega. Suena el arpa del agua y los gritos cortados  de Mochita. Aurora separa un dedo el visillo de la ventana.
-El chofer trae flores, Chita, enana. El viejo te trae flores rojas y unas pequeñas, azules. Te va a pedir que poses desnuda, con el potito para alante, si lo sabré yo. Pídele la luna y un saco de estrellas. ¡Pídele un saco de monedas!
-Don Jaime no es guarro. Son flores de adorno, Chichi. Las coloca aquí y allá. Y a mí me ruega sentarme así y asó ¡Qué fría está el agua! ¡Grítale a Estrella que no encienda el grifo de abajo! ¡Déjale a mi viejo, Chichi, y avisa a Estrella que se me hiela el coñito! ¡Chichi, que se me queda el chumi chocho. Son más de las diez -se jabona Mochita- El pintor es puntual, jodido. Me dirá que son más de las diez -sopla pompas, Mochita- Me dirá que son más de las diez y le nacerán fuegos malos en los ojos. Es puntual. Coge rabietas como los niños malcriados, resabiados con añas de leche gordas, que los pasean almidonados.

-No te embobes, Mochita, chita, enana. Recuerda lo que te dijo don Pifanio, el cura que se dejó crecer la coronilla para ir de putas. 
-Don Pifanio ya se murió. Decía que era pecado tocarse. Por eso él me tocaba a mí. ¡La toalla, la toalla!
-Te dijo que si te tocabas el chumi te saldría lepra, Mochita, Chita, enana. Y tú llorabas de espanto.
-En Carnicería Vieja, adelante de la Gota de Leche, han crucificado a un viejo en el marco de una puerta. Le han colgado de los huevos una piedra de cinco kilos y el cordelinche los ha secado. El cordelinche ha ahorcado sus huevos y lo ha dejado podado. ¡Ay, Mochita! ¡Qué pecados hacen los hombres por parecer forajidos! Dicen que han sido dos negros que caminan descalzos y venden sonajeros para los niños.
-Aquí no viven negros. Los negros son africanos, Chichi. Anda, Chichi, dime si mi viejo se muerde los labios con sus dientes. Baja y sube y dime si las flores traen olor. ¡Anda, Chichi, bonita! Baja y sube y dime si su pañuelo es de seda natural! Y no le lleves al vestidor, que hay pulgas como lobos. Déjalo en el salón, al pie del escenario. Me quiere retratar delante del contrabajo sentada en una silla de rejilla, Chichi. Me quiere hacer un retrato universal con el culo aplastado en una silla de rejilla.
-¡A mí como si te retrata en la plaza de la Cantera con gatos, ratas y pajolines! Avisa a la Estrella que vas a tener ocupado el salón.
-Hasta la hora de comer. Díselo tú, Chichi, Aurora de la mañana. Aurora boreal. 
-Estrella no está para pamplinas. Si le ocupas el salón, querrá cobrar a tu pintor un montón.
-Un montón de palabras. Estrella sacará toda su mala leche, que es mucha, y escupirá un montón de palabras, Chichi, putoncita. Pero ella es puta vieja y sabe ser señora. ¡Qué empaque tiene la Estrella cuando se pone las medias de ir a misa! Parece una diva. Y si se viste mantilla la Señora del Pardo parece a su lado sirvienta de figón. ¡Qué de olés ha recibido la madama! 
-Ya veremos. Bajo y se lo digo.
Chichi levanta la cabeza y estira la columna. Chichi baja tiesa las escaleras y gira sus flacuras hacia la cocina en donde Estrella, la madama del burdel, gran vedette de la noche, remueve un puchero de lentejas que hierve al pil pil soltando vapor con olor a rancho cuartelero.
-Chichi, nena, que te imploro que no mimes a Mochita, que se cree la Princesa de Asturias o una infantita tonta -dice Estrella.
-Ella precisamente me envía para decirte que va a tener ocupada la sala de fiestas hasta el mediodía. El señor pintor está a punto de entrar con todos sus cachivaches. Oigo la puerta. ¿La oyes tú? Pues mientras la oyes piensa si abro o no abro.
-Yo no tengo que pensar nada. Ya tengo hecho el trato. Mochita, enana Mochita ha cautivado al viejo. Cuando hay amor, Estrella se derrumba. Ábrele la puerta del tugurio, mujer, que quiere pintar a la niña en pelota picada delante de un violón. Ábrele y sonríe como si fuera cliente tuyo. Mejor que le abra yo -se quita el delantal y lo arroja encima de una silla. Sale al salón y se coloca bien los rizos frente a un espejo. Coge una botella de San Roque Gran Quinado y bebe a morro un trago largo. Remueve su cabeza como un caballo y retumba el suelo con una zapateta briosa. Coge la botella de San Roque Gran Quinado y echa otro trago largo. Abre la puerta-. Adelante don Jaime, Barón del Chapín.




- Escarpín, querida Estrella, Escarpín. Barón de Escarpín desde tiempos de Carlos VII. Ayúdeme por favor. El mecánico se ha tenido que ir porque taponaba la calle. 
-Suena a chiste. Déjeme. Ya le ayudo. ¿Qué trae en esa bolsa? Es un mantón de Manila, ¡a que sí!  Mi Mochi con un mantón de Manila.
-Rojo y azul. De mi madre Galdeana D´elmít. Huele a alcanfor y a flores de manzanilla salvajes.
-Mi abuela era Miguela Arrobo. ¿Verdad que los nombres de antes huelen a antiguo? 
-Usted se llama Estrella Arrobo. Suena a miembro del Partido Comunista.
- Yo me llamo María Estrella de la Cruz Arrobo.
- Dicho así, suena a puta.
- No sea faltón, Barón del Chapín.
- Barón de Escarpín. Llámeme Jaime. El lienzo. Ya sólo falta el lienzo. Y las flores. El lienzo y las flores están contra la pared de la casa. ¿Se ha dado cuenta de que tiene las luces de colores de la fachada encendidas? 
-¡Mochita, chita enana! ¿Quién se quedó la última aquí abajo? -clama la madama con vozarrón de barrendero ebrio-. ¡Mochita, chita, enana, baja, que ha venido don Jaime a retratarte el coño delante del violón!
 -¡Qué cabrona eres! -dice la Chichi desde encima del tablado. La Chichi barre el escenario en donde toca la orquestina todos los días de siete de la tarde a dos de la madrugada. A partir de las once y cada hora canta Estrella, la vedette, de más de cincuenta años, boleros mansos con trémolos angustiosos que sacan aplausos de las manos dormidas del personal. También se atreve con una marcha en alemán o en lo que sea, con unas bragas de oro y un sostén con ribetes de guata teñida de azul. En su cabeza un arco de Bará que robó en el Molino de Barcelona en tiempos mejores.  Y para terminar su actuación una canción picarona compuesta por un estudiante de ingeniero que cuando ella dice “¿qué me picará?”, los golfos noctivagos gritan levantando sus vasos: “¡el coño!” Es cuando a la Chichi, Aurora, le corre un escalofrío y brotan lágrimas de sus ojos de muñeca, de gata flaca de tejado. ¡Aquello es triunfar! Una noche Estrella le dejó subirse al escenario ataviada con su vestido verde yerba recien nacida, largo, ceñido, como Marilyn Monroe, como Marilyn pero con caderas de faneca, pelo lacio, plana de pecho, plana de todo. Y cantó el bolero que cantaba su madre cuando barría el patio de su casa, el mismo que cantaba ella por las mañanas cuando barría el escenario, muchas veces con los focos encendidos, con las bombillas de colores del fondo también encendidas y con el micro en ON.






      Sevilla tuvo que ser
Con su lunita plateada
Testigo de nuestro amor
Bajo la noche callada
Y nos quisimos tú y yo
Con un amor sin pecado
Pero el destino ha querido
Que vivamos separados…





Y allí se le fue la memoria por los puros nervios y casi se caga. El público la terminó en orfeón y ella apenas pudo dibujar tres pasos de bolero mientras el público cantaba, los mismos pasos tres veces y luego los aplausos y los aupas a la Chichi y al Athleti (qué más da) que un mal día lo tiene cualquiera, hasta un ministro en los consejos de El Pardo. Estrella no le dejó subir más. Decía que para ser artista hacía falta tener memoria y no cara de pescadilla. Le dejaba subir al escenario para barrerlo y quitar el polvo al contrabajo, a la piel de los tambores de la batería, a los platillos, al teclado del piano que tocaba don Adolfito con dos dedos de cada mano, con cuatro dedos en total, y para recorrer las teclas, las 88 teclas del piano, usaba media pinza de tender la ropa. Don Adolfito tocaba por tragos de cerveza, no por botellines, por tragos. No quería cinco pavos por nada del mundo. Esos se los chorizaba a su mamá, la farmacéutica que tenía la tienda de purgaciones, gomas y lavajes preventivos en San Francisco. Don Jaime le pidió que posara para hacerle un retrato, pero don Adolfito dijo que el no posaba para hacerle rico a un pintor de Neguri ni pa Dios. De eso sabía mucho Mochita, pero se callaba, se hacía la tonta y no soltaba prenda de las cosas de los señores. En eso era una gran profesional. Mochita quería subir, quería ser puta aristócrata. Por eso no se iba a la cama con hombres que tenían las uñas negras. Mochita, enana, lo primero que hacía era mirar las manos de los clientes. Si tenían callos o uñas negras, les lanzaba un bufido y se metía en la cocina, en el rincón del rincón, escondida entre cajas, se sentaba en una silla de cambiar pañales a niños y esperaba a que entrara su presa. La dueña, Mochita y la flaca duermen abajo. Las otras chicas duermen en los pisos de arriba, en las habitaciones. Ellas, si no hay clientes mañaneros, bajan a comer y luego suben a darse colorete y van bajando durante la tarde o se quedan en el salón tomándose un té. Entonces don Jaime termina de trabajar con Mochita y toma apuntes rapidísimos de las otras chicas. Don Adolfito le ha prometido llevarle al Museo del Parque para ver un par de cuadros de don Jaime. “Le gusta pintar putas, pero allí expone cuadros de la alta sociedad de nuestra tierra.” “A casi todos los que retrata tienen cara de tontos, pero son ricos y viven en palacios de Neguri o en la Gran Vía”. Don Adolfito es un renegado que viste trajes de lana inglesa y tiene un abrigo de cashmere, pero le supuran los oídos y le huele el aliento a muerto pobre. 
Mochita cumplió los veinte el día de Candelas, pero el cuerpo, los gestos, la mirada maliciosa y el caminar a carrerillas le hace parecer una Lolita de trece años con el corazón cerrado de la desconfianza. Mochita, chita, enana, llega al salón al mismo tiempo que don Jaime cierra la puerta de la calle y Estrella le pone el cerrojo. 
-Todo en paz y en Justicia de Dios -dice Estrella.
-¿Es una oración nueva? -pregunta don Jaime mientras busca el lugar más apropiado para anclar el caballete.
-Son las preces de Miss Tánger -dice la Chichi desde arriba del escenario, que no puede estar sin meter baza-. Miss Tánger se ha comprado un abrigo de astracán negro y como dice que le da calor se lo pone encima de la combinación. ¡Qué cuerpo tiene miss Tánger!
-Tenía -dijo don Jaime-. Miss Tánger era la mujer más hermosa que trabajaba en Pigalle, porque yo le conocí en París hace cuarenta años. Un millonario catalán le regaló un par de pendientes. Eran dos reproducciones, una para cada oreja, de la Moreneta de Monserrat. Se los ponía al salir al escenario cuando trabajaba en el espectáculo de Josefina Baker en el Folies Berger. Se contaba que la diosa de Ébano le pidió que se los quitara cuando ella actuaba con su faldita de Plátanos, porque los diamantes de los pendientes de la Moreneta, atraían la mirada del público y no le miraban lo suficiente a ella. 
Don Jaime pintó en tan solo una sesión a Josefina Baker en su club Chez Joséphine. Don Jaime también guardaba en su casa, entre docenas de lienzos, un apunte de Miss Tánger. Lo que pocos sabían era que Miss Tánger había nacido en Cabezón de la Sal y que era hija de una célebre partera. Ahora Miss Tánger era muy amiga de Miss África, una morena con un diente de estaño que le afeaba el reír. Las dos trabajaban en El Bataclán y hacían un espectáculo de no más de diez minutos que era la delicia del público.  Don Jaime solía llegar de vez en cuando a su baile de plumas con media docena de viejos cacatúas que vivían en la parte noble de Bilbao y que se veían todos los días en el parquet de La Bolsa y un poco más tarde en La Concordia. Subían paseando después de cenar, se sentaban en la mesa más próxima al escenario y esperaban haciendo risas a que las dos mises ataviadas en un lejano recuerdo de cuando eran “chorus girls” pusieran gestos principalmente a la música del batería con su exótica forma de bailar. 
-No parecen putas, tú -decía uno de los viejos cacatúas.


-¡Quién dice que sean putas! -saltaba don Jaime-. Son reinas. Reinas de la noche.


-Ahora todo el mundo fuera -dice don Jaime.
-Todo el mundo somos tres -dice Chichi. Yo duermo con ella. Las dos dormimos en la misma cama. La jefa duerme enfrente. Y la oímos roncar. Ronca como pedorreta infantil.
-Calla, Aurora. Si don Jaime dice todo el mundo fuera, todo el mundo fuera. Un artista necesita concentración.
-Lo dice por mí, no más- dice Mochita.
-Lo digo porque no vais a parar de hablar y yo necesito silencio. No lo digo por tu pudor. Tú guardaste un día el pudor dentro de tu ropero y lo tienes allá olvidado. Cuando llegues a anciana como Miss. Tánger y Miss. África necesitarás tu pudor y lo irás a buscar a tu ropero y te lo volverás a poner. Todos los viejos son pudorosos. Al menos es lo que aseguran.
-¿Tú recogiste tu pudor, don Jaime?
-Los artistas nacemos sin pudor. Los artistas que tienen pudor no triunfan. Llevan el fracaso pintado en su rostro, caminan con la mirada en el suelo y reciben todos los puñetazos del mundo. 
-Tus amigos que vienen contigo a ver bailar a Miss. Tánger y Miss. África no son artistas y no tienen pudor.
-Tienen dinero. Son ricos. Y los ricos tampoco tienen pudor, aunque toda su vida se pasan disimulando. Uno de esos hombres es marqués, tiene un Banco y le pone todas las noches las zapatillas un lacayo. 
-¿Cuál de ellos?
-Uno. 
-¡Venga Chichi, a la cocina! ¡Aquí sobramos tú y yo! -dice Estrella sin moverse. Don Jaime se sube al escenario y sienta a Mochita con las piernas separadas en la silla de culo de rejilla justo delante de un contrabajo de caoba rubia. Le pide que deje colgar sus brazos muertos y que no cese de mirarle a su frente.
-No a mis ojos. A mi frente -le dice desde abajo. El carboncillo rasga el silencio al deslizarse sobre la tela. Chichi y su jefa levantan anclas y se retiran. Al rato, dice Mochita:
-Yo no conocí a mi abuelo. Tengo que decir algo para no dormirme. 
-Si te aburres puedes hablar, pero ahora procura no moverte. Aunque te haga cosquillas una mosca, ignórala.
-No conocí a ningún abuelo. Uno era marinero y el otro anarquista. El marinero se ahogó y al anarquista lo fusilaron. Si tengo que decir patata para dibujar la sonrisa, me lo dices, Barón.
-Esto no es una fotografía. Además, quiero que estés seria.
-No sé. 
-Pero sabes estar formal.
-Poco.
-Es suficiente. Permanece formal poco tiempo. Dime como se llamaba tu abuelo marinero.
-Creo que Bernabé. Era el padre de mi padre. El anarquista se llamaba Isaías. Me gusta el nombre de Isaías.
-Isaías fue un escritor muy fino. Escribió el principio del libro que lleva su nombre, que a su vez fue el primer libro de la Biblia. 
-No creo que él supiera eso. Su mujer era borracha perdida y quemaba los libros para encender el fuego. Un día salió de casa y ya no regresó jamás. La mujer de Bernabé era mi abuela. Verás. Te voy a contar. Cuando yo tenía cinco años mi padre y yo sentimos que alguien cerraba la puerta de casa con un golpe fuerte. Salimos los dos a la calle y sólo vimos la parte trasera de una camioneta. 
“-¡Vuelve, cabrona!”-le dijo mi padre a la camioneta. Comencé a llorar de pena por ver a mi padre llorar  como un niño. La camioneta giró un poco más arriba y volvió a pasar por delante de nuestras narices. Al volante iba un hombre y mi madre echó una carcajada obscena y gritó:
“-Me has tratado demasiado mal durante demasiado tiempo. Ahora tendrás que acostumbrarte a saber lo que es verdaderamente malo”. El motor hizo run run. Dos acelerones para anunciarle a mi padre que no se quedaba solo. Que me dejaba a mí para que me cuidara, que en la cocina había ropa sucia por todas partes y sartenes con lepra, pucheros negros, calcetines y calzoncillos. Que en el centro de la mesa de la cocina, entre montones de platos, tazas, un bollo con mantequilla cubierto de moscas, quedaba la caja de las facturas impagadas: las letras del coche, el tercer aviso de la televisión, facturas del gas, facturas del teléfono, facturas de la luz, facturas del agua.
 Al amanecer el sol nos cegó, arrancó el coche e hicimos de una tirada los seiscientos kilómetros que nos separaban de casa de la abuela Rosa, la esposa de mi abuelo Isaías. Mi padre me dejó allí con mi vestido amarillo, sin zapatos ni calcetines ni bragas. Sólo con ganas de orinar, tantas que me oriné en la cocina y la abuela Rosa me pegó fuerte y me acostó en su cama, la única cama que había en el único cuarto de la casa. Cuando desperté mi padre ya se había ido. Tampoco le he vuelto a ver. Mi abuela escondía detrás de un ladrillo una caja de pastillas en donde guardaba sus pocos ahorros. Me compró un par de botas de cuero, unas medias color carne, bragas y tela para hacerme un vestido. Me hizo un vestido rosa y blanco. Por cada mancha que le hacía, me arreaba un plastazo que me sacaba los mocos. Mi abuela salía los domingos a pedir por las casas. Si no hacía frío me llevaba con ella y me enseñó a colocarme contra la pared de la tienda de ultramarinos con la mano extendida. En casa contábamos el dinero que nos habían dado y lo guardábamos en una lata que a su vez la escondíamos tras unas botas muy viejas. Cuando me hice un poco mayor la abuela me confesó que aquellas botas eran el calzado de miliciano que mi abuelo llevaba el día que lo fusilaron. “Los tengo a todos fichados. Son señoritos del pueblo de al lado. A dos de ellos les he envenenado los perros. A un tercero me he jurado matarle con una pistola que guardo entre las tejas de nuestro chabolo”. Vivía cagado de miedo porque la abuela había jurado que le iba a meter un cargador entero por su culo marrano. Lo hizo, lo hizo. Lo baleó estando sobria a las doce del mediodía. Se lo encontró de frente bajo el sol de aquel verano. El viejo pudo dar media vuelta como siempre lo había hecho, pero aquel día se encontró en estado de gracia y caminó hasta cortarle el paso y le dijo: “Bruja anarquista. La tierra te comerá el chumino y te condenarás como todos los masones de la tierra.” Entonces mi abuela metió la mano en su cesta de paja, sacó la Luger que ella decía que la guardaba entre las tejas de nuestra casa y vació el cargador, hasta la última bala, la que  atravesó el alma del falangista cuando huía al infierno cagada de miedo. “La gusanera te entrará por tu ojete”. 

-Ahora puedes decir patata -dijo don Jaime-. Es para ver tu sonrisa asomándose en tu boca.
-No se preocupe por mis sentimientos. No lloro por mi pasado desde que soy puta.

Fue  entonces cuando don Jaime descubrió el secreto de su rostro. Sintió un escalofrío como siempre que lograba penetrar en “el alma” de su trabajo. Borró la comisura de sus labios y le bajó la raya de los párpados. Todo muy rápido. Con la rapidez que clama el arte de saber captar el rayo que dibuja el temperamento del retrato. Don Jaime se reía como un niño. Conformó el rostro de Mochita sin poder frenar su risa. Ya no le hacía falta mirarla para descubrir las rayas que dibujaban la piel de su frente, ni manchar la tela con el pizarrín de carbón. Le sobraban sus dedos para plasmar en la tela la sonrisa triste que había remanecido como un rayo de sol entre las nubes negras de una tormenta. 
-¿Quién te llama Barón? -le preguntó Mochita.
-Los recepcionistas de los hoteles. ¿Sabes una cosa, Mochita? Vas a ser famosa. Tu velada sonrisa terminará en un museo, en un gran museo. Y las gentes harán cola los domingos por la mañana para ir a contemplarte.
-¿Y mi coño? ¿Y el violón? ¿Cómo vas a pintar mi coño sin haberlo visto? ¿Para qué me has regalado un mantón de Manila?
-No voy a pintar tu coño. Acaso una sombra del contrabajo. El mantón de Manila, ya veremos, Mochita. Un cuadro no se pinta en un día. Saca un trago de algo, Un trago para mí y otro para ti. ¿Cuántas balas tenía la Luger de tu abuela?
-Siete. Seis se las metió en el cuerpo y la séptima en el alma, cuando volaba asustada para arriba.
-Estoy seguro de que tu abuela fue una gran señora.
-No lo creo. Pero tenía la paciencia de un gato.
Mochita fue al mostrador y limpió dos copas con esmero. Después las secó y sirvió dos mostos con rajitas de limón y una aceituna. Mochita subió las escaleras del escenario y dejó las copas encima de un atabal. Después pasó con sus largos dedos una docena de discos y se adueñó de uno. Enchufó el tocadiscos y puso el plato en funcionamiento. El salón se llenó con la voz de Antonio Machín. Mochita esperó con los brazos abiertos a que don Jaime la tomara en los suyos y ambos, muy agarraditos, bailaron al son de la música y la voz del negro:

      Mira que eres linda
que preciosa eres,
verdad que en mi vida 
no he visto muñeca más linda que tú:

con esos ojazos
que parecen soles, 
con esa mirada
siempre enamorada
con que miras tú…

Don Jaime llegaba todos los días a eso de las diez de la mañana. El chofer le recogía a las dos. Don Jaime sacaba el lienzo del cuarto de Mochita, ordenaba sentar a la joven delante del violón y se quedaba traspuesto durante cuatro horas sin abrir un tubo de óleo, sin soplar los pelos de ningún pincel. Se quedaba mirando el boceto de Mochita, el mejor boceto que había pintado en su vida y el miedo a estropearlo, a perder la inmensa realidad que había plasmado, le atornillaba sus huesos hasta dejarlos sin movimiento. Cuando comprendía que aquel día tampoco iba a manchar la paleta, cubría el lienzo con el mantón de Manila y decía con una inmensa tristeza en el trémolo de su voz:
-Anda Mochita, saca mosto con aceitunas y limón y pon un bolero de Machín. 
-Cuando me acuesto desnudo la tela y miro mi rostro. Y de tanto mirarlo he comprendido que nunca lo vas a terminar.
-¿Qué dices, Mochita? ¿Cómo no lo voy a terminar si allí estás tú?
-Por eso mismo. Porque allí estoy yo. Porque el cuadro ya está terminado. Y si lo ensucias sólo con una nueva rayita, lo vas a joder.
-¡Qué lista eres Mochita! Sin embargo, la gente que lo vea dirá que es un boceto. Dirá que eso es un garabato. Que no tiene colores.
-Que no se me ve el coño. ¿Por qué no lo guardas como está para que sólo lo podamos ver tú y yo. Lo traes el día de mi cumpleaños, bebemos mosto, ponemos un disco de Antonio Machín y bailamos un bolerito bien arrastrao, sacando chispas con las suelas de los zapatos. Toda una vida.
-¿Por qué te metiste puta, Mochita, chita, enana, con lo lista que eres?
-¿Crees que todas las putas son tontas?
-Por supuesto que no. Negaría la evidencia. 
-Ahora dime una cosa. A ti te gusta pintar putas. Yo te he visto sentado en aquel rincón emborronando hojas de cuadernos. Has pintado a casi todas las putas que han pasado por esta casa. Y tú habrás pasado por casi todas las casas de putas que hay en La Palanca.
-Y en París. También he pintado en Londres y en Roma. Las putas romanas son las más difíciles de pintar. Tienen cara de madres, de buenas madres de chicos y chicas grandotas.
-La única que tiene cara de puta soy yo. Estoy segura.
-Tienes el alma en los ojos y en la boca. Tu cara es de eterna tristeza, de infelicidad. Eres la única puta a la que he bosquejado un rictus de amor. No me da la gana de disfrazarte, de que se te vean los pechos, de que aparezca el violón. ¿Qué han dicho la Chichi y Estrella?
-Que me pongas colorete. También lo ha visto don Adolfito, el pianista. Dijo que el barón cuanto más viejo, pinta mejor. 
 -Eso dijo el joputa del pianista. Le tendré que dejar pagado un whisky barato. Te voy a pedir un favor. No muestres nunca mi dibujo a los cacatúas que vienen al mediodía conmigo. Son como viejas arpías, pero entienden mucho de pintura. A casi todos ellos les he pintado con sus esposas y con un gato o a la familia entera cuando eran jóvenes y tenían hijos que eran todavía niños. Cuando regresé de París, me atrevía con todo. 
-¿Por qué me cuentas estas cosas?
-No sé. O a lo mejor sí sé y necesito contárselas a alguien. 
-Si no vas a terminar ese cuadro, es mejor que empieces otro y que lo acabes. Así podrás hablar todo el tiempo que quieras. Nadie va a comprender lo que tú y yo hablamos aquí ante un esbozo que no progresa.
-¿Con potito?
-Con potito, mantón de Manila y violón.  




FIN