viernes, 6 de octubre de 2017

SE ZURRABAN DESDE NIÑAS

Luisa y Manuela, vecinas de portalón, se zurraban desde niñas. Crecieron fuertes y macizas con voces  potentes e insultos sobrios. Se casaron con hombres sinsorgos, vacíos de palabras, de boinas pequeñas y amantes de la caza de liebres. Las bregas entre ellas no acabaron  ni al llegar a bisabuelas. Buscaban la pelea, se escupían en los ojos, se agarraban del moño y reñían hasta la extenuación. Mientras duraba la contienda, la familia no les molestaba, se encerraba en casa y preparaba las boticas. Los animales domésticos perdían el sosiego: los perros ladraban, los gallos cantaban, las vacas mugían y las ratas chillaban mientras corrían enloquecidas por sus guaridas del camarote.
 Cuando se les engordaba la sangre, se quitaban los dientes postizos y los guardaban en los bolsillos plastones de sus delantales. El preámbulo consistía en una retahíla integrada por el reino animal.
- Eres una cerda- decía Luisa.
- ¡Calla puerca!- decía Manuela.
- ¡Rata!- decía Luisa.
- ¡Chocho burra!- decía Manuela.
Y ¡zas!, el primer esputo al ojo. ¡Zas! El segundo esputo al otro ojo. Con los pies clavados en la tierra. Tiesas, inalterables ante el lapo cambiante: unas veces en la frente, otras en los ojos. Con los rostros bañados en babas levantaban sus manos como dos muñecos inflados con sangre de robot en sus venas y las escondían en los moños escarbando en el pelo en busca de piel para arañar. Hasta que llegaba la traca final de bofetadas, pescozones, trompadas  y arañazos, la rúbrica de su contienda. La señal para darse la espalda e ir a su manantial (cada una tenía el suyo) a lavarse y peinarse ante el espejo de agua donde nadaban los renacuajos. Allí se ponían los dientes postizos y regresaban a casa a curarse.
Pero no eran malas. 
Algo sucedió cuando estaban a punto de ser mujeres.  Tan algo que una noche gélida con el cielo cosido de nubes, Luisa esperó a Manuela armada del mango de una laya y  le repasó las costillas sin compasión. Fue tan grande el estropicio que Manuela tuvo que guardar cama durante tres meses con el tronco envuelto en un justillo de cuero, cuerdas y ojeteros.  Decían que se trataba de celos promovidos por un cura encanto que vino a la parroquia con la orden de formar una centuria de Hijas de María. Celos. Lo cierto es que nunca se supo el motivo. Ni a nadie le importó, excepto a una peña del juego que apostaba desde Aberdeen, ciudad escocesa, famosa por sus deliciosos whiskys caros. Y es que el cura bonito, elegido en una farra de canónigos y vicarios celebrada en La Venta de Getxo, se había doctorado en la afamada Universidad de Aberdeen en Teología de la Mujer. Las apuestas sobre los combates entre Luisa y Manuela llegaban en saca certificada los martes y viernes en el ferry que amarraba en Zierbena, puerto ballenero del Cantábrico, bajo el amparo del capitán del ferry. 

Recogían provecho de la timba, además del capitán del barco, un colega del puerto ballenero, autoridades nombradas como “de vista gorda”, el cura bonito y los esposos managers de las  púgiles que acordaban el encuentro y la bolsa pactada. Bajo este punto de vista, es casi natural que Luisa y Manuela se zurraran sin ánimo de engañar. Fueron sus viviendas (un hermoso caserío dividido al milímetro en dos mitades) los primeros habitáculos del pueblo que vistieron el pasillo con tiras de Crevillente, que iban desde la cocina hasta la cuadra. También fueron los primeros vecinos en acercar el agua potable a las fregaderas de sus cocinas, iluminar las telarañas de sus cuadras con tubos de neón  y meter a sus jilgueros en jaulas de alambre dorado.  
Juan eta Juan, los maridos de las luchadoras, tenían el nombre par. Eran hombres chiquitos, bien formados, que hablaban a las vacas como si fueran abuelas, aunque todavía no hubiesen parido. Uno de los Juanes fumaba caldo, no el cigarrillo entero, sino capado una pizca para aligerar su narcótico como bálsamo infalible. Eta Juan, el que siempre tuvo cara de muñeca con coloretes de vino tinto, recogía los culines de los cigarrillos que Juan despreciaba para liarse unos pitillos flacos como palillos.  Eran hombres de Garriko prieto, boinas enanas y escarpines blancos, que hablaban a los animales con igual ternura que a sus mujeres. Por supuesto que tenían coche y cochera. Los coches eran del mismo color, verde limón. Los trajeron en el ferry de U.K y rodaron con ellos hasta el pórtico de la Parroquia Madre de Getxo donde el cura que se doctoró en Aberdeen, les cristianó con hisopo de plata.  Estos hombres eran ateos circunstanciales, de los que no asisten a misa y no tienen pudor en jurar poniendo delante el Santo Nombre de Señor con la misma voz melindrosa que emplean los ángeles en el cielo. 
Ellos eran amigos.
Eran hombres de bolsillo alto en el kaiku  y corazones en los codos. Iban a cazar liebres con pantalones de mil rayas y perros entrenados a caminar sin ruido. Juan era el marido de Luisa.  A Juan le cosía la ropa su mujer. Siempre iba como un pincel. Lo mismo a la taberna que a ordeñar las vacas. Hablaba con voz profunda, sin hacer temblar a los pájaros ni ladrar a los perros. También hablaba con rumor cavernoso a Eta Juan, con la diferencia de que al hombre se le acongojaban los ventrículos y le entraban ganas de llorar. Los pájaros y los perros se mostraban felices. Eta Juan se sonaba los mocos para disimular el susto. Puro infortunio. Sin embargo, Eta Juan, cuando se reía, era más guapo que Juan. Es cierto que parecía más poquita cosa que el amigo, pero los agujerillos que se le formaban en los carrillos y su costumbre de mirar de soslayo a los ojos de las mujeres, rompieron muchos corazones. Para entonces Manuela y Luisa ya se zurraban de lo lindo, hoy en el cañaveral de lastos, otro día detrás del cementerio pequeño en el que los estudiantes de medicina descabezaban los cadáveres secos  para fabricar jarras barnizadas para la cerveza. Eta Juan no estudiaba medicina, pero aprendió a abrir nichos sin estropear los huesos de los difuntos. Era una forma como otra cualquiera de sacar unas perras a los estudiantes más gallinas.  Generalmente a los muertos los metían  de pie. Era para sacarlos sin demora si despertaban. Para ello los enterradores colocaban una caña hueca que salía al exterior. Le llamaban “el respiradero”. Eta Juan tenía una abuela enterrada en la planta baja de una torre de nichos. Su abuelo, conocedor de la presencia de la panda de roba cráneos, arrastró el féretro de su difunta esposa a la luz de la luna, la sacó de su descanso eterno y ocupó él su lugar. Aquella misma noche, después del cierre de las tabernas, llegó la caterva al cementerio, apartaron la loseta de mármol que cubría el nicho y recibieron los cinco tiros de perdigones de la escopeta de repetición del abuelo de Eta Juan.
Así alcanzó fama el abuelo de Eta Juan. Y de refilón también Juan, pues a los Juanes la gente los confundía como si fueran uno. La llegada de Luisa y Manuela a su vida y en cierta manera a la vida de todo un pueblo que celebraba los combates de las dos mujeres con admiración, consiguió que un grupo de estudiosos de antropología hicieran un trabajo excelente para Wikipedia.
Un atardecer confuso, de esos que matan el día con niebla subida de la mar, Luisa y Manuela no celebraron su batalla. Fue la primera suspensión de toda su larga historia, algo más de setenta años. Manuela, impresionante mujer de fuerza descomunal, venía perdiendo hechura desde semanas pasadas. Sus caderas habían enflaquecido y había comenzado a llevar guantes de lana para disimular el temblor de sus manos. También Luisa había perdido pelo. Hasta tal punto que su hija mayor, que era quien le ponía el sorki, no había tenido más remedio que rellenar su pañuelo con la puntilla de una saya negra. Aquella noche, Juan eta Juan se encerraron en un privado de la taberna y se contaron sin apartar sus ojos del pozo de vino, las desgracias de sus mujeres.
- Son noventa años dándose ostias, tú -dijo Juan.
-  Llegar a la vejez  así, es un triunfo -dijo Eta Juan.
- El olor de su orín ha cambiado.- Juan dio un trago.
- ¿A peor?- Eta Juan llenó los vasos.
- Yo diría que a diferente -Ambos vaciaron sus vasos.
- ¡Cosas de mujeres! Volvieron a vaciar sus vasos.
Llevaban cuatro botellas cuando Eta Juan resopló como un caballo. El brillo de sus  ojos era rojo y verde, como las luces intermitentes de los faros de la bocana del puerto. Eta Juan seguía siendo un viejo bonito. Se rasuraba todos los días en la fregadera de la cocina con jabón de olor, guiñaba sus ojos pillos a sus nietos, dejaba a sus hijos acariciar su rostro, se cambiaba el pantalón de milrayas para salir a la calle. Daba envidia. 

Delante del caserío  crecía una morera de hojas frondosas y racimos de moras blancas.  Eran unas hojas jugosas que servían para alimentar a los gusanos de seda que criaban Luisa y Manuela en sendas cajas de zapatos cuando todavía no habían comenzado a darse  azotinas. En aquellos tiempos Juan y Eta Juan ya habían echado migas de pan a las dos lindas palomitas y las dos habían caído en sus redes. Se hicieron novios impúberes, angelitos con la sangre revuelta, que se escondían en un bosquecillo de encinas para practicar lo que dentro de poco serían agua y manantial.  
 Durante los cálidos meses de verano, no se sabe si los familiares de Luisa o los de Manuela, sacaban de su cuadra un banco corrido y lo colocaban bajo la espesa morera de delante del portal. Era el lugar preferido por las dos niñas para jugar. Y fue, al pasar de los doce años, donde recibieron a los dos Juanes y comieron de la dulce ilusión que ellos traían.  Entonces  Luisa y Manuela  eran dos muchachas con trenzas morenas que hablaban del cielo como si estuviera en la tierra y de la tierra como si fuera un cacho de cielo.  Luisa eligió a Juan. Se enamoró de él desde la primera vez que colocó sus manos en su barriga y sintió su voz, ya casi de hombre, a través de sus dedos.  
- Eran retumbos - contaba a sus nietas. 
Manuela nunca estuvo enamorada con pasión. Le atraía el rostro de niño de Eta Juan. Se prendó de  los visajes de sus ojos y de la manera infantil de esconder su pie izquierdo al caminar. Sin embargo, Eta Juan fue envejeciendo como el buen vino y Manuela no solo pudo dejar la bebida, sino que esperaba a Eta Juan sentada encima de su cama para ayudarle a ponerse el pijama.
- Es un niño trasto -decía Manuela a sus nietas.


Ni Manuela ni Luisa sabían a quién pertenecía la morera.  Tampoco de quién era el banco. Quien lo tuviera lo sacaba a principios de mayo, cuando los rosales se llenaban de rosas y los cerezos de cerezas rojas.  Entonces llegaba el fotógrafo de las romerías a sacar una foto de familia completa. La foto la cortaban por la mitad con regla y cartabón y cada vecino se quedaba con la parte que le correspondía. El banco y el árbol no les daban mayores problemas. Su esbelta presencia, su cuerpo de adulto más alto que el caserío y su función de proteger al banco de los rayos solares, era una querencia aceptada. El problema era que el árbol daba sombra y la sombra nunca estaba quieta.  Y bajo la sombra corría el banco, de tal manera que los vecinos eran dueños de la sombra de la morera y de la potestad de mover el banco.  Fueron Manuela y Luisa, amigas del alma hasta los trece años, las que comenzaron la Guerra de la posesión de la sombra.  No llegaban a las manos, pero sí a los insultos.
Al acabarse setiembre, aprovechando la ausencia  de los habitantes del caserío para ir a recoger peras, alguien taló la morera con una motosierra a un palmo del suelo. 
Y así se marchó su sombra, desapareció el banco y comenzó todo.

FIN.


Arrigúnaga (GETXO), a 26 de agosto de 2017.