lunes, 21 de mayo de 2012

SERVICIOS A LA PATRIA



Valentín y Pilar se conocieron en el cementerio. El iba a depositar una rosa en la jicarita de una vecina que le planchaba las camisas hasta poco antes de ponerse enferma. Ella tomaba el sol en las piernas. Se remangaba las faldas hasta un palmo más arriba de las rodillas, sentada en la piedra de una sepultura y aguantaba hasta que sus huesos se fundían con el frío del mármol. Eran dos almas solitarias, arrastradas por la vejez a la misantropía. Antes de comenzar la primera conversación, transcurrieron dos meses. Se observaban de reojo. Valentín hacía como si tenía carraspera y ponía en el silencio del camposanto una tos de enfermo. Entonces, Pilar se bajaba las faldas y se frotaba las nalgas; se calzaba y se iba como si el que hubiera carraspeado era un loro. Se cruzaban como dos fantasmas en la niebla. Tonteaban. Fue Valentín el que alzó los hombros cuando tuvo la certidumbre de que Pilar le miraba. Dijo:
- Es para la Melitona.
- Su muerta -dijo Pilar sin bajarse las faldas. -Quiero decir que su muerta, la de la flor, se llama Melitona.
- Me planchaba las camisas. Le traigo rosas amarillas. Cuando hay, le pongo un lirio.
- Yo no tengo muertos aquí. Vengo a tomar el sol. Cuando llueve recojo caracoles. Mi madre me enseñó a apreciar el sabor de los caracoles del cementerio. Mi padre, a no tenerles miedo a los muertos: “Si ves a un muerto salir de su fosa, no corras que no está muerto”, me decía.
- Desde que me he hecho viejo he olvidado la cara de mis padres.
- Pues está usted de buen ver.
- Setenta y nueve, en mayo.
- Servidora, setenta y cinco ya cumplidos.
- Yo no le echaba ni cincuenta. Tiene unos muslos de bailarina que quitan el hipo -dijo el hombre escondiendo su cabeza entre sus hombros, como un tortuga.
- ¡Qué salao! ¡No será usted un pillastre!
- No grite, que le pueden oír los enterradores.
Así, hablando, hablando y mirándole las piernas, Valentín se enamoró de Pilar. Se enamoró como un loco mirándole las piernas e imaginándose lo que pudiera tener tapado. Un día no pudo más y le pidió que se las dejara tocar hasta donde le llegaran los dedos de sus manos.
- Eso se llamaba antes el toque de la mondonguilleta -le dijo Pilar sin mirar para otro lado. Después llegaba lo otro.
- ¿Qué otro?
- No será usted tonto. Lo primero cobraba mil pesetas: hasta el final, según el humor.
- ¿Usted cobraba por esas cosas?
- Todas las putas cobramos.
Entonces Valentín sí se sonrojó. Pero en vez de escupir, se enamoró mucho más. Nunca había ido a la cama con una puta.
- Una noche soñé con un ángel. Entré a un café y el ángel estaba sentado a una mesa, en medio del café, enfrente de un refresco. Bebía a sorbitos. Le pregunté al camarero que quién era aquél ángel tan hermoso y el camarero me respondió que sólo sabía que se llamaba Elisa y que era una puta que esperaba a un caballero para marcharse agarrada a su brazo. Empecé a soñar con el ángel y gritaba como un animal llamándola Elisa, Elisa, hasta que mi madre entraba en el cuarto y me mojaba el rostro con agua bendita. Mi madre no tardó en preguntarme que quién era Elisa y yo le dije lo que sabía, que era un ángel que era puta y que todas las noches se iba con un dandy. “Los sueños no tienen por donde agarrar”, me respondió mi madre. “Mejor que sueñes con la geometría. Es más práctico”.
- Lo importante es que se te ponga dura  - dijo Pilar.
- ¡Como la piedra de una cruz!  
- Entonces no está todo perdido.

Al principio las cosas empezaron bien. Valentín se veía en casa de Pilar. Era una casa sencilla en donde había una gata gris y blanca persa que se llamaba Tati. Cuando hacían el amor dejaban a Tati en el pasillo porque era muy celosa y arañaba a Valentín. Después Pilar se marchó a Logroño a aprender a dibujar paisajes de frutales a una casa de una prima suya cuyo marido era sargento de la Guardia Civil jubilado. A Pilar no se le daban bien escribir cartas amorosas. Sin embargo, Valentín era una máquina de escribir sobre la dulzura de sus ojos, sobre su talle de avispa, sobre sus muslos bien proporcionados. Pilar, la pobre, se sentaba todas las tardes en la mesa camilla y descascarillaba con sus dientes la mina de un lapicero entero sin saber qué poner. Pilar leía las cartas de Valentín a sus primos. Una tarde, el ex sargento de la benemérita, le quitó lo que quedaba del lapicero y escribió una carta de muchos olés. Y es que él tenía muchos partes y denuncias en su chepa. Desde que Valentín comenzó a recibir aquellas cartas, se enamoró mucho más y Pilar, quitado el apuro y la obligación de no dar pie con bola, lo fue olvidando. Los estragos epistolares quedaron entre los dos hombres. Si uno escribía un requiebro sutil, el otro se desgañitaba los sesos hasta superarlo con una frase gloriosa. En una carta fechada en mayo, Valentín escribió a su amada el sueño que tuvo con un ángel. Y al final le ponía una misiva en donde le confesaba que el ángel era ella y que si no se veían pronto, él iba a cometer una barbaridad.
Pilar dio instrucciones al marido de su prima para que le respondiera que ahora no tenía tiempo en poder estar con él, porque había llegado en las clases de dibujo al momento culminante de aprender a dar la perfecta redondez a los melocotones suspendidos de las ramas de los melocotoneros, condición indispensable del gran paso que da un dibujante de la línea recta a la curva, según su profesor. El guardia civil se llamaba Dono. Se entusiasmó de tener que explicar una argumentación tan dificultosa con la punta de un boli y con su inteligencia sin olvidar los desfogues amorosos que toda correspondencia pasional debe de llevar. ¡Santo cielo! Salió airoso. Valentín lo comprendió todo a la perfección y siguió animando a su amada.

Valentín orinó sangre el mismo día que cumplió ochenta años. En urgencias le sacaron una placa y le dijeron que tenía una piedra en la vejiga y le recetaron nolotil.  Un mes más tarde le operaron de un tumor maligno. Se le cayó la vida de golpe y vio los ojos de la muerte a un palmo de sus narices. Tuvo coraje para escribir a Pilar una carta sin adornos, sincera, de esas que se escriben una sola vez a una persona que se ama. Pilar tenía la cabeza en otras cosas. Ni siquiera la leyó. Sin embargo, Dono, el sargento jubilado de la guardia civil, lloró. Al día siguiente llevó su uniforme de gala a la tintorería, abrillantó sus correajes, pinchó sus condecoraciones, desempolvó su tricornio y partió en su auto hacia la costa. Y es que su cerebro se había cuadriculado en el cumplimiento de las misiones especiales. Y aquella era una misión especial. Tan especial que su cerebro no dejaba de escupirle lo que había descubierto: que se había enamorado de Valentín y que su cometido era cuidarlo hasta la muerte.

FIN

jueves, 3 de mayo de 2012

MI MADRE ES JARDINERA MUNICIPAL



Mi matrimonio se acababa de derrumbar. No me quedó más remedio que ir a vivir a casa de mis padres. También me habían dejado de patitas en la calle en la gasolinera. Estaba en el túnel grande, de limpiador de coches. Mi trabajo consistía en quitarles la antena y preguntar a los clientes que de tres, de cuatro o de cinco euros y presionar suavemente el botón correspondiente. Había que hacerlo con delicadeza porque los muelles se habían holgado. Si te ponías nervioso las teclas rodaban al puñetero suelo y del puñetero suelo algunas veces se colaban por el sumidero. Entonces venía la catástrofe. Si las cosas iban bien, les regaba el parabrisas con la manguera y esperaba unos segundos para ver si soltaban alguna moneda de propina. Había días que sacaba quince euros para birras en el bar de Mingo. Me sentaba en el taburete del fondo y bebía a sorbitos escuchando las paparruchas de los clientes. Al bar de Mingo van algunas chicas de las oficinas de los alrededores y también unas colombianas con sus gordos culos dentro de unos vaqueros de talla infantil. La noche que tiré el matrimonio por la ventana no había tomado cervezas. Es que andaba mal del estómago y me preparé un baño calentito y estuve en el agua hasta que se enfrió el agua o hasta que entró Lola y me dijo que secara el baño y metiera las toallas a la lavadora junto a los calzoncillos. Ella ya sabía que me dolía el estómago y no tenía que haberme entrado con aquellos malos humos. Por eso dejé todo en el suelo y me metí en la cama antes de que ella saliera a trabajar al hospital. Es auxiliar de clínica y trabaja en el turno de noche. Llegó la bronca. Le volví a decir por tercera vez que andaba flojo para batallas, que mi estómago necesitaba manzanilla y no puñadas.
- ¡Tu estómago necesita una patada en los huevos! –me respondió dando un portazo de olé.
Entonces recogí mis cosas, hice un atillo con una sábana y me vine a casa de mis padres. Era lo más correcto. Lo que cualquier hombre herido debe hacer. Sé distinguir un portazo amable de uno definitivo.
Mi madre me hizo manzanilla y mi padre me dijo que hacía el camino de la vida como los cangrejos: pierdo el trabajo, dejo a Lola y regreso a mi cama de infante, una cama que me compraron mis padres cuando cumplí doce años en la que duermo hecho un cuatro. A cambio, escucho los golpes que dan las agujas del pino de mis vecinos en los cristales de mi ventana. Es como si me cantaran una nana.
- ¿Vienes por mucho tiempo?- me preguntó mi madre acariciándome el pelo.
- Eso no depende de mí.
-Ya.
Bajó a contarle a mi padre lo de siempre: que se habían equivocado en la manera de educarme, que era un inmaduro. Mi padre, también como siempre, no le hacía demasiado caso. No paraba de hablar con Tan, el perro. Me hubiera gustado bajar y decirles que en cuando dejara de molestarme el estómago saldría a recorrer gasolineras y a apuntarme a un curso de alemán en una academia. El futuro estaba en tierras teutonas. Me quedé dormido.

Mi madre era jardinera municipal. Sacó unas oposiciones a las que se presentaron más de mil personas para seis plazas. Vino en el periódico y le hicieron una entrevista en la televisión. Aprendió la Constitución de memoria y sabe mucha cultura general y botánica. Sabía los nombres de las flores, distinguía las semillas y conocía la época de las podas y todo ese rollo. Mi padre había sido marmolista, pero lo habían jubilado antes de tiempo porque tenía los pulmones hechos polvo. Cuando el tribunal médico que le examinó le envió su certificado en donde se leía que era un prejubilado, mi padre lo clavó con una chincheta en el borde del marco del cuadro de encima del sofá y lo leía en voz alta tantas veces como mi madre comenzaba a echarle petardos recordándole que el género humano estaba en la tierra para ganarse el pan sudando.
- Díselo a tu hijo  - le respondía él sin el menor asomo de cabreo-. Yo ya sudé lo mío.
- Ya hace lo que puede.
- No lo pongo en duda: duerme lo que le apetece, come hasta vaciar la nevera, ocupa el baño horas enteras, se pone mis camisas. ¡Diablos! ¡Es una bendición del infierno! Dime: ¿Cuántos matrimonios ha roto?
- No son matrimonios. Son parejas de hecho. Amigas.
- La primera vez se casó en la iglesia. La segunda, en el juzgado.
- Eso fue hace mucho. Era un niño.
- ¡Con una polla que te cagas! Lola me gusta. Es una mujer con los pies en la tierra.
-Sí, pero andaluza. No tiene el estilito que tienen las chicas de aquí.
- ¿Ahora me sales identitaria?
- Las andaluzas clavan herraduras en su calzado. Son jacas de más de un hombre.
- Igual que tu hijo. ¡Qué sabrás tú de la vida!
- Ahora llámame tonta. Es una generación sin rumbo. ¿No lees la Prensa?
- ¿No querrás decir que es una generación perdida?
- Eso lo dicen cuando se refieren al trabajo. Lo dicen porque hay mucho paro.

La cháchara de mis padres seguía en la cama, aun hasta mucho más tarde que Tan empujaba la puerta de mi cuarto y se enroscaba encima de la alfombra, al lado de mi cama. Tan dormía siempre en mi cuarto, estuviera o no estuviera yo en casa. Y también me acompañaba a las gasolineras de cerca de casa. Yo iba con mi sudadera, haciendo piernas, y ella corría pegada a mis talones. Son malos tiempos para colocarse donde uno quiere. Por eso voy a las gasolineras y a los supermercados a ver si me dan algún trabajo para sacar cajas al amanecer. Ya no vale para nada ir dejando tu curriculum en los mostradores de las empresas demandando un puesto de trabajo acorde a tus estudios. Tengo un amigo que es ingeniero industrial y se gana la vida reparando calentadores de butano, otro tronco de toda la vida estudió arquitecto y es bombero. Para ser bombero, lo mejor es ser arquitecto o capitán de la marina mercante. Está todo patas arriba. Los economistas trabajan en la vía poniendo traviesas para que corra el AVE, aunque creo que se les va a acabar el chollo porque el Gobierno va a parar los caminos de hierro. Los cibernéticos trabajan de campaneros; los químicos, de interinas, limpiando a los viejos y eso; los biólogos, de pasteleros, aunque yo conozco a uno que trabaja en un circo; los geólogos, de picapedreros; los sociólogos, de cuentacuentos. Pero peor lo tienen los carpinteros, albañiles, pintores, torneros, fresadores, mecánicos, marineros, porque para ellos no hay nada de nada.  Yo estudié periodismo y no he pisado nunca un periódico nada más que para dejar mis notas de la carrera. Si no fuera por mis padres estaría durmiendo en un cajero.

Lo de Lola es otra cosa. Ella tiene mala leche y yo peor. Creo que no estoy hecho para vivir en matrimonio. Las mujeres no son como los amigos. Los amigos te dan lo que tienen, las mujeres te cobran. Y si te quedas en casa sin trabajo y ella trabaja, se jodió el asunto. Menos mal que mis padres hacen todo lo posible para que no me amargue. Es cierto que se pasan el día intentando averiguar en donde paso las horas de los días, a dónde voy y por qué llego a las dos de la madrugada a casa. Si se ponen pesados solo tengo que encerrarme en mi cuarto y se calla la guitarra. Esta vez mi madre ha hecho por mi lo que nunca hubiera podido pensar de ella.
Me estuvo esperando sentada en las escaleras y cuando comencé a subir a mi cuarto me agarró por la cintura y me dijo:
- Hoy hemos plantado flores en unos jardines que no están lejos de aquí. Son amarillas, fáciles de distinguir.
Me enganchó del cinturón y me sacó a la calle. Lo tenía todo preparado. Cien metros cuesta abajo estaba aparcado su coche para que mi padre no se despertara al arrancarlo. Me llevó sin decir palabra a un pequeño jardín. En el capó del coche tenía guantes de goma y una caja de madera con dos docenas de tiestos de plástico.
- A estas horas duerme todo el mundo -farfulló-. Ponte los guantes. Yo cojo las plantas y tú las metes en los tiestos.
 Miro a las casas que nos rodean. Casas de cuatro o cinco pisos con muchas ventanas. Debe de ser verdad lo que dice mi madre. No se ve luz en ninguna ventana. Tampoco ladra ningún perro. Miro a mi madre que, agachada, arranca cuidadosamente las plantas para no romperles las raíces. Le digo:
- Estás loca.
- Agacha el riñón y ponlas en los tiestos. Cada planta en un tiesto.
Eran las dos y veinte. Aquella noche había estado a punto de hacerme amigo de una colombiana y había bebido un poco más de cerveza. El problema es que no tengo coche. ¿En dónde voy a meter a una colombiana aguerrida que vive en un piso patera? Por eso dejé el cortejo y me encerré en la cerveza fría que Mingo me pone con la espumita en su punto. Mi padre tiene un Peugeot, pero él es peor que mi madre. No suelta las llaves por nada del mundo. Ni siquiera sé en donde las esconde. Además, creo que si se las robara, me echaría de casa. Prefiero dejar las cosas como están. Bueno, pues miré a mi madre absorta en su labor y le ayudé a llenar los tiestos. Acabamos enseguida y cuando lo hicimos le vi hacer un corte de mangas antes de subir al coche y darle a las llaves de contacto.
- Mañana por la mañana, cuando tu padre salga al paseo, coges la caja, vas al barrio de al lado, en donde no nos conozcan, tocas la puerta de las casas y las vas vendiendo. Tienes muchas posibilidades de tener éxito: porque es la época de ponerlas en la tierra y porque es casi seguro que alguien te compre la caja entera,  ¿qué va a adornar sólo con una unidad? Si te metes en el negocio yo te diré donde hay flores de temporada y tú tendrás un buen dinero para gastarlo como te apetece sin desplumarnos a tu padre y a mí.  Es fácil arrancarlas. Ya lo has visto. Si no eres tú, las cogerán los jubilados o cuatro viejas chochas que creen que los adornos que se ponen en la calle pertenecen a la comunidad.
Al día siguiente, cuando sentí cerrar la puerta a mi padre, me puse la bata y mis zapatillas, salí, rodeé la casa y saqué las flores del escondite de debajo de los arbustos. Las flores eran preciosas. Tenía que preguntar a mi madre por su nombre. ¿Por qué no plantarlas en el pequeño jardín que cultivaba mi padre al lado del garaje? No era una mala idea. Cogí con decisión la caja de madera, salí a la vía principal, llegué a los contenedores de basura y la arrojé al primero, uno amarillo igual que las flores. Y es que la cerveza es muy cabezona y no estaba yo para plantar florcitas. ¡No te jode!  

                             
                          FIN