jueves, 27 de septiembre de 2012

YO SOY ESA


No me siento desorientada al descubrir que me he enamorado del Presidente del Gobierno. Sólo mi desconsuelo me angustia por las noches con ahogos, que se me alivian cantando canciones de la Piquer. Sobre todo, Yo soy esa. Nunca me he enamorado tan elocuentemente, pero tengo el ánimo manso y el espíritu sin alboroto. Estoy tranquila. Vivo vacunada contra amores imposibles con ampollas de santa paciencia, y sé que hasta el día del tortazo final, flota la convicción de la victoria. Peor fue cuando me enamoré de un torero. Sigo viva. 
Cuando veo al Presidente del Gobierno segar voluntades con el filo de su mirada, las alas de mariposa que acarician las telas de mi estómago, me indican que no hay edad para sentirse libre de los prendamientos del corazón. Siempre me han gustado los hombres de carácter con educación de prior. Nuestro Presidente es como un dominico bonito que se quita el hábito para ir a gobernar. ¡Hosana! ¡Hosanas para él! ¡Pétalos de rosas llovidas del cielo! ¡Polvos de escarcha de plata vieja! ¡Vieiras de chocolate cocinadas por santiños para marcarle los verdaderos caminos de la Nación!

 Soy vieja, pero no tonta. Pertenezco a la generación que perdió la virginidad celebrando la muerte de Franco. Contaba entonces treinta y dos años. ¡Larga espera, Señor de los cielos! ¿Por qué se demoró tanto el pájaro en hincar el pico? Aquellos días, la alegría de la calle desimantó los bornes del gozo y las solteras prolongadas sentimos la irrevocable necesidad de celebrar el óbito con un acto imborrable. ¡Qué recuerdo más indeleble que la pérdida de la virginidad! Yo busqué al macho por las tabernas del Casco Viejo en donde corrían el cava catalán y las lágrimas. “Debe ser un obrero que huela a virutas de acero, de manos ásperas y que no crea en Dios. Y si no es hoy, nunca.” Fue un estudiante de Deusto que había venido hacía dos días de París con trenca y barba de faquir. Olía a humedad, tenía las manos amarillas de nicotina hasta los codos, pero antes de desvirgarme con chapuza juró que era rojo y se cagó en los santos primitivos en los salivazos del orgasmo. Ya era una mujer gozada como los gorriones en los aleros de las calles estrechas que se dan el pico de teja a teja. Después regresé a casa a ver en la televisión el desfile de los españoles desvalidos por el palacio de Oriente. ¡Fue un gran día aquél! Grité con todas mis fuerzas: ¡FRANCO HA MUERTO! El eco de mi grito fue como el ladrido de una perra en celo que llora el rasgado de su himen, hasta que el mensaje encontró al chaval con barba de faquir para que me lavara la virginidad como Dios manda (no con el mango de un destornillador, como mi desesperada amiga Terese). Entretanto, la familia de Franco compraba un féretro de caoba, revestido en su interior de zinc en una funeraria de la calle de Galileo por el que pagaron trescientas mil pesetas de las de entonces (pudridero de Capitán General, Almirante, etc., etc.) Había que darles tiempo para preparar la gran ceremonia de despedida en la que se formaron largas colas para llegar junto al féretro, mirar de soslayo al despojo, escupir con disimulo, sucumbir fulminados por la emoción (dos ancianos lo hicieron con una entereza ejemplar) o dejar caer con arte a los pies del Caudillo, dentro de la caja, mensajes para Dios que estaba esperándole en el cielo sentado en una sillita de enea. Confieso que lo vi todo; también su entierro en la pirámide de Cuelgamuros, en la tumba de faraón que construyeron durante veinte años prisioneros de guerra y presos políticos que no recibieron el tiro, durante veinticuatro horas en tres turnos. Vi el descendimiento del féretro realizado con precisión armónica por unos operarios que lo habían ensayado durante quince días y quince noches (cuán jubilosa fue su agonía) y me cautivó ver cómo los mismos hombres corrían con mimo de abuela la losa de granito del Guadarrama de tonelada y media de peso. Cuando terminaron me puse un vestido negro y me fui al confesionario cantando Corazón de melón. Me confesé para amargarle el tentempié al cura.  Le resucité la lascivia con una erección sub sotana. El cura me dijo que en la sacristía tenía una televisión de dieciséis pulgadas y que podría sentarme a su lado y ver el entierro de Franco cogidos de la mano, mientras yo rezaba mi penitencia con mi cabeza recostada en su pecho casposo.

Ni siquiera mi hermano, que entiende mucho de amores, me dijo nada especial cuando le comuniqué mi azogue por el Presidente. Mi hermano está casado por lo civil y por la Iglesia con una señora de burdel de autovía. Es un hombre tranquilo que se deja contar confidencias. La señora le dio cinco hijos, aunque ninguno es suyo. Siempre se le adelantaban. Su hijo mayor se llama Tom porque es negro. La segunda Erundina, que quiere decir golondrinita. Nació peinada con raya en medio, con las puntas de su cabello como las alitas de una golondrina. En el padrón se negaron a inscribirla con nombre de pájaro pero mi hermano había indagado que hubo una Santa Erundina, virgen y mártir, muy venerada en Hipona, en donde fue vecina de Santa Inés, madre de San Agustín.
- No le haga esa putada a la nena -le dijo el oficial del juzgado.
- ¿Usted cómo se llama? -le preguntó mi hermano.
- Don Canuto.
- ¡Pues se jode!
  Su tercera hija nació con abundante vello en el pubis y con el sarampión pasado (según el eminente pediatra don Zacarías Meabe, profesor de enfermeras y dueño de la única carnicería de carne de caballo que hay en la ciudad.) Mi hermano la llamó Venus, aunque en el juzgado la obligaron a inscribirla como María Venus, porque la Virgen debe de estar presente en todos los nombres de mujer. El cuarto vino de culo. Le llamó Anito, en homenaje a San Anito de Antioquía, obispo y mártir, que la Santa Madre celebra el veintisiete de agosto, junto a San Baskardo de Getxo. Su última hija no era de ninguno de los dos. Se la dejó un rato una compañera china para ir a suicidarse. Respetaron su nombre: Chu-la.
  Mi hermano vive de mantenido, de lo que le queda de la herencia de nuestra madre y de lo que saca confeccionando zapatitos de lana para recién nacidos. ¡Es un as haciendo punto! Y también dando consejos.
- Acuérdate del madero, cuando eras roja. Todo pasa -me dijo.
    ¡El madero! ¡Qué amor pasional, Dios, qué amor! Lo conocí cuando las calles de la ciudad, preñadas por la ilusión del cambio, vibraban con los gritos bramando libertad. Aquellos ríos de muchedumbre, que lograban agruparse pese a los culatazos de la guardia civil y de la armada, que aparecía escupiendo botes de humo, pelotas de goma para hacer tuertos, agua a presión, espumarajos de borrachera, centramina y furor de guerreros. Iba a las manifestaciones pese al espanto que tenía a los culatazos. Una vez fui a Basauri para gritar que sacaran a los presos políticos de la cárcel. Me maceraron la carne a porrazos. Me derribaron a la acera, me pasaron sus botazas por todo mi cuerpo, me hostiaron a patadas que venían de lado a caer en mis costillas. ¡Dios Santo! ¡Todavía lloro de terror y de dolor al recordarlo! Pero también leí mi propio pánico en los ojos de los uniformados. Un guardia armado que ve temblar al mundo se caga como un condenado. Uno de ellos me alicató mi pezón izquierdo con sus dedos de hierro y me vació un garrafón de anís en mis narices. Me dijo:
- La calle es para los hombres. ¡A cocinar!
Fue entonces cuando oí gritar:
- ¡Homenaje! ¡Homenaje a la conmiseración divina! ¡Trombas en marcha!
Lo deseé allí mismo. Lo deseé bajo las ruedas de las tanquetas, bajo un temporal de porrazos, bajo las botas rupestres de los antidisturbios, bajo la sintaxis del relámpago de aquella boca que desnudaba su inteligencia, un cerebro privilegiado capaz de formar frases hermosas en medio de las consignas manidas. Lo busqué. No lo conocía. Corrí dos filas de manifestación adelante. Entonces volvió su rostro y sentí un soplo de aliento en mis ojos.
- ¡El grito! -vociferé tirándole de las mangas de su chaqueta.
- ¡Qué! ¿A pasártelo bien? -me dijo guiñándome un ojo.
- ¡El grito! ¡No lo estropees!
- ¡Camina mortal! El estío toca a su fin y las nubes llegarán cargadas de lluvia limpia. ¡Trombas en marcha! Servidor de usted, maestro ajustador, para adorarla hasta donde pueda.
- ¡El grito! -exigí traspuesta.
- ¡Trombas en marcha!
- ¡Trombas en marcha! ¡Adelante anarquistas del mundo, marchemos unidos a Jerusalén! ¡Lo que se empieza, se termina, joder!
Nos condujeron en el mismo furgón a los calabozos de la comisaría y nos olvidaron en una celda desnuda con la bombilla fundida.
Me dijo:
- Si nos van a fusilar, lo decoroso es morir gozados.
Olí la oscuridad para descubrir el rastro del macho, pero mis nervios estaban demasiado rotos como para poder oler a nada. El ajustador me aplastó contra la pared, me rompió la goma de las bragas y me penetró en tres segundos: uno, dos y tres. Suspiró y me llamó puta. Abrió la puerta de la celda y se fue por el pasillo silbando la Internacional. Fue mi segundo polvo revolucionario. Me soltaron al amanecer con un bofetón en la mejilla para cumplir el expediente. Llegué a casa con las bragas en la mano, con un ojo negro y con la impotencia de haber sido burlada por un madero de la social. Lo descubrí en la manifestación del jueves e indagué por su identidad. Entonces me enteré de su nombre y me pareció tierno.
- Se llama Wladimiro Hernia. Detiene a mujeres bravas en las manifestaciones y luego las folla -me informó uno del PCE.
Me enamoré de él. Creía.
Mi vida está llena de amores que nunca se secan del todo. Pero los acontecimientos propios sólo sirven para aconsejar a los demás. Hasta no descubrir en mi rostro incipientes arrugas, no he sido feliz. ¿Es que lo soy acaso ahora con la cruz que me han puesto en los hombros?

Vi por primera vez al Presidente del Gobierno de cuerpo presente tomando agua bendita en la catedral vieja de Vitoria. Su mano me pareció una sombra blanca que se posó en la superficie del agua estancada sin perturbar su sueño. Se persignó sin romper la cruz, sin dibujar un garabato en el aire. Se persignó como se persignaban los seminaristas y las vírgenes adolescentes cuando yo era niña. Después se perdió por el centro del templo viejo alzando la vista hacia los vitrales y las rosas góticas, con los brazos cruzados en su espalda. Desde aquel día comencé a seguir sus gestos en los noticiarios de la televisión y a recortar instantáneas de los periódicos de colorín. Me subía el queme.

  Wladimiro Hernia era muy diferente. Tenía las piernas cubiertas de pestañas de niño. ¡Qué osada era yo entonces! Porque fue la audacia la que me empujó a indagar la vida y miserias del subinspector Hernia. El coraje y el regusto que me quedó de su traicionera canallada. Tan inmensamente intrépida que me atreví a ir a su domicilio unos días después de ser mancillada. Recuerdos que no huyen, como peces viejos que se han habituado a vivir en su pecera. No me tembló mi mano al apretar el timbre de su casa. Escuché la chicharra con los ojos puestos en el Sagrado Corazón de porcelana en blanco y negro que ocupaba el centro de la puerta.
- Me supo a poco, rey -le dije cuando me abrió.
Y el muy cínico:
- ¿La conozco?
- Eres de eyaculación precoz y te quiero curar el despiste. Paso y hablamos. ¿Opinas?
Se hizo a un lado. Había un recibidor con paragüero con cabezas de conquistadores españoles. Al lado se abría una puerta que daba a una estancia tapizada de moaré con aguas de color mandarina. Bajo un cuadro plateado de la última cena, permanecía sedente un general con gafitas de aro negro.
- ¿Es usted lo que parece? -pregunté con el ánimo por los suelos, casi a punto de cagarme de miedo.
- General Polanco.
Dicen que Polanco llegó a general casi desde brigada sin pasar por las graduaciones intermedias por orden expresa de Franco. En sus buenos tiempos iba de ayuda de campo del Generalísimo a pescar truchas. Cuando a Franco le entraban ganas de hacer de vientre, el general le apartaba de las miradas de su séquito y permanecía firme, con su gorra de plato en la mano hasta que el Caudillo terminaba de vaciarse. Entonces le alargaba un impoluto pañuelo blanco de batista. Tras el enjuague lo recogía y lo guardaba con devoto recogimiento en el bolsillo de su guerrera. “¡Llegarás lejos, Polanco!”, le decía el Caudillo haciendo pedorreta. De la vida de Franco, igual que de la de los santos, poco a poco se van conociendo detalles. Los españoles somos el pueblo más chismoso del mundo. Si no conocemos los detalles, nos los inventamos. Pura demostración son los libros de Historia. Sólo hace falta abrirlos y saber leer.
Es difícil contar el enredo de opereta en el que me vi envuelta con aquellos dos hombres misteriosos. Lo primero que pensé era lo más lógico: que el general y el policía Hernia se encontraban en una reunión de trabajo. Un inspector de la policía y un general de infantería no es que tuvieran muchas cosas que decirse, pero yo ignoraba las tramas del organigrama policial. Su condición de hombres ante una hembra, una real hembra, como me bautizó una mañana de alegría don Urbano Notario, mayordomo de la naviera donde trabajaba mi padre, les narcotizó su comportamiento y eructaron la patanería que casi todos los hombres hacen uso cuando van por parejas y tienen que mostrar su hombría ante una mujer.
- ¿Es usted un general verdadero?
- De cuerpo y alma, señorita. El niño me cuenta lo que pesca, pero de usted se ha olvidado.
- ¿Wladimiro Hernia es su hijo?
- Mucho más. Soy su amante -dijo el poli.
- No soy vicioso -dijo el general siguiendo la corriente. Afirmó con pose teatral-: Me agrada contemplar su báculo. ¡Pocos hombre lucen una tranca tan majestuosa. ¿La ha gozado ya usted?
- ¡A traición y sin voluntad!
- Como debe ser. Wladimiro adivina la raza de las hembras por su olor. ¿Usted, qué amasa, mi niña?
- Pasión.
- ¡Santa palabra extraída de los Evangelios!
- Quema.
- ¡Qué humos!
- Ahogan.
- ¡Gallarda!¡Amén y cierra España!
    Wladimiro me abrazaba sin lujuria y el general Polanco escondía su calva en su gorra de plato con ademanes superiores. Pensé que lo había ensayado muchas veces delante de un espejo. Los militares son muy especiales en la manera de calarse la gorra. Mi madre conoció de soltera a un capitán de artillería que se lo ponía de rodillas en un reclinatorio que tenía en su vestidor.
 En aquel primer encuentro con el general Polanco (solo volví a verlo media docena de veces más en mi vida) actué con sinrazón, que fue lo que me salvó. Y es que a Wladimiro Hernia le gustaban las mujeres desinhibidas, procaces y libidinosas, precisamente lo contrario de lo que soy cuando no hago teatro. Aparte de estas consideraciones, comprendí que el policía adivinó que yo le podía regalar mucho sin robármelo. Por de pronto, calló ante el general que yo corría en las manifestaciones gritando libertad y que me había llevado a la comisaría. Wladimiro decía que el general Polanco era tío suyo por parte de madre, que ambos eran riojanos, de Briones. En la casa familiar del pueblo había bodega, vendimiaban y embotellaban tinto. Cuentan que los años posteriores a la Guerra, cuando el general Polanco todavía era capitán, llevaba tres pelotones de soldados para pisar la uva. Antes de meterlos en las cucubas les bajaba al Ebro con media tableta de jabón para que se limpiaran los dedos de los pies como las mujeres. También cuentan que en los primeros días del verano siguiente nacían algunos niños con los piececitos blancos. A petición de los párrocos de la zona, tuvo que interceder el obispo de Calahorra ante la cúpula militar para despojar al general Polanco de su prerrogativa de usar soldados en la vendimia familiar. En 1953, Polanco, para celebrar su ascenso a general, hizo correr novillos y prendió un toro de fuego en la plaza antes de comenzar la parranda. Al día siguiente, reunió en la iglesia a los niños estivales con sus familias maternas y se celebró una misa con cinco curas y diez monaguillos. Al terminar la ceremonia entregó personalmente uno por uno y por orden alfabético un diploma en el que les acreditaba su condición de Nietos Predilectos del General Polanco. De estas y de otras muchas cosas me fui enterando a pocos porque mi relación con Wladimiro Hernia, con largos intervalos de alejamiento, duró casi veinte años. Wladimiro sembró muchas hectáreas de pasión en mis sentimientos, ocupó muchas horas en mi tiempo, pero hoy puedo afirmar con rotundidad que nunca brotó en nuestra relación un amor verdadero. Hubo fuego, sexo, algo de ternura. Creo que tampoco hubo amistad.

 Este amor placentero que me ha llegado ahora, puro e inalcanzable, tapia en cierto modo mi brioso pasado y atempera mis arrebatos con miligramos de placidez. Yo, ¡pobre de mí!, enamorada del Presidente de la Nación. Hay que llegar a cierta edad para comprobar que las neuronas del amor resisten. Que es suficiente un guiño enviado a través de las antenas o una voz que llega del cielo para encelarte de nuevo, aunque los años hayan escalado hasta sesenta. La única duda que me queda es adivinar el olor de su piel. Aunque alguien me confesó que cuando viaja a Europa se da Floïd en la barba: el olor de la derecha nacional.



                                                                            FIN

COMO SIEMPRE, TODAS LAS ILUSTRACIONES DE LOS CUENTOS SON DE JUAN GIL.




miércoles, 5 de septiembre de 2012

EL ESCRITOR Y SU MUJER (Cuento casi autobiográfico).


L. W. Gilbert había publicado dos docenas de libros  en editoriales ignotas. Su mujer, una maestra de niños sordomudos, siempre se había presentado como la esposa del escritor, sin añadir ninguna información más. A través de los años consiguió que le conocieran como la esposa del escritor, o simplemente como “la escritora”, aunque casi nadie supo de qué escritor se trataba. Lo decía con tanta ampulosidad que nadie se atrevía a quedarse como un aparvado.
- Sí. Yo soy la esposa del escritor.
Si columbraba que no era suficiente, añadía:
- Cuando las editoriales comienzan a dar más importancia al nombre del escritor que al título de sus novelas, sus esposas desaparecemos del mundo.-Terminaba con una carcajada rotunda.
Aquel escalón social levantado a base de años permitió a doña Berta algunas excentricidades difíciles de conseguir sin el hálito de misterio que encerraban. Por ejemplo, doña Berta se concedía la extravagancia de usar sombrero para ir a trabajar sin que el cotorreo de un barrio de clase media se atreviera a la más invisible sonrisa. Tenía predilección por las pamelas exageradas y cuando los jardines se llenaban de flores,  prendía un ramillete de colores en su pecho. También usaba la bicicleta para ir a trabajar. Pero como tenía horror a los coches, ella rodaba por las calles de los peatones y obedecía puntualmente las señales de los semáforos.
L.W. Gilbert, 67 años, alto, dientes postizos, los de arriba, flojos, flaco como un judío con pelo casi blanco, raya en los pantalones oscuros, chaqueta con coderas de profesor inglés, camisas Oxford, corbatas escocesas, zapatones de suela, también en verano para salir de paseo, (tiene para cambiar unas sandalias que compró en Utrera,) tres o cuatro pajaritas de cuello de goma, gorra escocesa, boina vasca azul Bilbao, sombrero aguadeño, de iraca tratada, comprado en Risaralda (Colombia) el año del terremoto en donde estuvo sacando muertos de los escombros junto a un perro y unos bomberos chinos. Con el primer muerto vomitó en los ladrillos de un tabique derribado, con el segundo lloró de pena porque era un nene negrito y le recordó a su hijo Jhon echando la siesta debajo del parral, así, con los ojos cerrados, “Este angelito va muerto del susto”, dijo el forense y lo dejaron en la fila de los de por si a caso, no sea que salga del colapso y dé una alegría a su abuelita. No hubiera sido el primero en resucitar pidiendo una cuchara de sancocho por caridad. Allí aprendió el periodista Gilbert a clasificar a los muertos en las catástrofes. Lo apuntaba todo en un cuadernito de hacer cuentas, como siempre, porque el periodista Gilbert era muy meticuloso, aunque luego no usaba ningún apunte para las noticias que mandaba a la Agencia. Esas las escribía de memoria, de lo que recordaba, extractos, más bien. Las líneas de los cuadernos escritas a lapicero se iban amontonando en su valija para cuando la paz lo sentaba en casa, en un rincón del camarote, para escribir un libro. Y así fue escupiendo libros de viajes, novelas, biografías, sin que luego nadie se preocupara en publicarlas. Allí se quedaban protegidas por la cartulina de una carpeta, sin siquiera título, amontonadas dentro de un armario con puertas de vidrio verde, un armario humilde, que en sus buenos tiempos pudo ser la encimera de un aparador de a diario. Doña Berta empezó a clasificarlos durante el tiempo que daba clase a una sorda  que ya había aprendido a leer los labios. Doña Berta le leía los libros de su marido a la vez que le mostraba el significado de las palabras con sus manos. Cuando la sorda lloraba, doña Berta dibujaba una lágrima y cuando sonreía, marcaba una cruz en el folio. Así fue clasificando las novelas como sentimentales o festivas. Doña Berta opinaba que la sensibilidad de los sordos, mudos y también ciegos sobresalía por encima de cualquier profesional que se autoproclamaba crítico. En sus tiempos libres, las mecanografiaba y corregía y las mandaba a las Editoriales más idóneas junto a la despampanante biografía de su esposo, redactado por ella misma. Ninguna novela fue rechazada, aunque las tiradas jamás subieron de doscientos ejemplares. Así, al pasar los años, L.W.Gilbert, tras el férreo trabajo de doña Berta (correo con los editores, acuerdo, firma del contrato, publicación, distribución de los libros a la crítica, sueltos en periódicos de provincias, entrevistas en radios locales) alcanzó el grado de escritor, aunque nadie o casi nadie había leído un libro de su extensa bibliografía. Los muy informados de su existencia le bautizaron con el nombre de escritor maldito, insulto benevolente que la crítica usa para los que no consiguen escribir un best seller. Lo que nadie se había atrevido a escribir es que era un libro malo, ni siquiera regular. L.W.Gilbert era un escritor poco conocido. Quizás más tarde, alguien se atrevería a tenerlos en consideración.
Doña Berta daba conferencias en las escuelas de secundaria, en los hogares de jubilados, en una librería que se llamaba La Gusana. Daba diez o doce conferencias al año. Si el lugar de la conferencia era muy lejano le acercaba su hijo Jhon en su motocicleta de alta cilindrada, aunque desde tres días antes, su hija, Mónica, con algo de sensatez, le rogaba que cogiera un taxi. En realidad a ella le encantaba ir de paquete en la motocicleta japonesa de su hijo con un casco verde en el que habían pintado un ratón. Mientras doña Berta daba la conferencia, su hijo se fumaba dos o tres porros en el exterior del local para enloquecer a su madre en el regreso a casa.
- ¡Oh, Jhon! ¡Si corres tanto, el día menos pensado voy a perder las bragas! -decía la buena señora palpando las costillas de su hijo.

Jhon y Mónica, aunque ya habían cumplido cuarenta años, vivían con sus padres. Nunca habían dejado de vivir con sus padres. Dormían en la misma habitación que su madre les había preparado para llegar al mundo. En sus paredes, pintadas de color pastel, colgaban héroes olvidados y un puñado de recuerdos difíciles de catalogar. Por ejemplo, en la cabecera de la cama de Jhon dormía achinchetada una fotografía de un negro clavado en el marco de una puerta, boca abajo, dibujando una X con sus brazos y piernas. Por los sitios que el cuerpo no tapaba la calle, entraba un sol final, tragado casi entero por una llanura árida. Eran los posters que traía su padre en la mochila de los calcetines sucios (todos) al regreso de sus viajes al infierno. También había en la pared una fotografía del obispo Ibarra, con su crucecita de rosario blanco, prendida en su pecho de misionero pobre, el que perdía su voz en los saraos de las O.N.G.S  gritando que los abandonados de la tierra guardaban los regalos de los ricos hasta que se trizaban por el uso. Y que al sida se le dominaba con un condón nuevo, no con un condón utilizado cinco veces por cinco personas diferentes, aunque fueran hermanos y se amaran como apóstoles. “Allí todo se usa hasta que se rompe sin remisión”.
También Mónica colgaba muñecos de trapo y cintas de cuero y la fotografía de una barca vacía, perdida en la corriente de un río sin nombre, la piel de una serpiente azul, una máscara con ojos de ciego negro, que son mucho más ciegos que las máscaras de ciego blanco.
Tanto Jhon como Mónica tienen alguna torreta de libros amontonados contra las paredes, pero por mucho que se revuelva no encontraremos ninguno de su padre. Los libros de su padre están depositados en el camarote, envueltos en papel tostado, clasificados por orden de aparición con la letra inglesa de su madre trazada con el punto de oro de su pluma estilográfica, una letra que sólo la saben hilvanar los últimos educadores de la Tierra, los únicos que sólo necesitan para enseñar una memoria portentosa, medio dedo de pizarrín y una sonrisa imborrable.
- Los viejos que esperan la muerte, olvidados de sus hijos, son seres desgraciados que no saben disimular su soledad. Al menos, nosotros los guardamos para que nos laven las manos después de expirar -solía decir L.W. Gilbert a su esposa cuando regresaba de la pobreza de sus viajes.
- Yo habría sabido retener a mis nietos junto a mí - respondía doña Berta.
Estaban conformes con la cercanía de sus hijos. Por eso no se quejaban. En el fondo estaban felices con su presencia. Les habían enseñado a no molestar. Y cuando alguno de ellos les pedía algo, aunque ese algo fuera dinero, lo hacían con tal mansedumbre que la dicha les embargaba por haberles dado unos hijos buenos.
L. W. Gilbert escribía descalzo. Algunas veces, en los calores del verano, también se ponía un taparrabos. Si llamaban a la puerta cuando estaba trabajando y no había nadie en casa, bajaba los dos pisos, abría la puerta y esperaba el recado con el lapicero en una oreja. “Los que llaman a nuestra puerta siempre vienen a dejar recados para nuestros hijos”, le decía a doña Berta.
- Se asombran de ver a un hombre en taparrabos -le respondía su esposa -.Son amigos de tus hijos.
- ¿A qué edad maduran los hijos ahora?
- A la misma de siempre. Sólo que maduran distinto. Para saber la hora miran en la pantalla del teléfono móvil. Nosotros escuchamos el reloj del Ayuntamiento o el de las torres de las iglesias. Así parece que la vida camina despacio. Por eso se vivía menos.
El escritor L. W. Gilbert y doña Berta mantenían largas conversaciones sobre temas muertos. Hablaban de las mariposas de noche, de los majestuosos amaneceres de los veranos, de los días de agosto en que aparecían dos soles juntos, del sabor de los alimentos pasados, de los bichos de luz. Hablaban con mucha erudición. Y cuando desconocían el significado de una palabra, miraban el diccionario con sus cabezas juntas, a la altura de sus frentes y reían el hallazgo.
En una ocasión, L. W. Gilbert contó a doña Berta que cuando todavía era joven encañonó a un hombre con una pistola por haber pisado la cabeza a un niño y le tuvo temblando hasta que se arrodilló a sus pies y se puso a llorar. Por toda explicación le dijo que aquel hombre era malo y que los hombres malos sólo se borran de la faz de la tierra de un tiro certero. “Temí fallar, ¿sabes? Me temblaba la mano y temí asustarlo. Un hombre que espera el disparo no hay que decepcionarlo. Es el peor de los yerros. El vengador, para ser justo, sólo tiene una ocasión”.
- El verbo “tener” me pone la carne de gallina. Hay palabras que añoran la infelicidad. Los dictadores aman el verbo “tener”- decía doña Berta.
L. W. Gilbert desayunaba y comía con su esposa y con sus hijos. Entonces se vestía su chaqueta de coderas, sus pantalones oscuros y se ponía una corbata escocesa. Algunas veces también se calzaba sus zapatos de tres suelas. Era en aquellas reuniones familiares cuando Mónica, su hija, pedía permiso a su padre, de año en año, de que le dejara enviar a unas cuantas editoriales de fama los libros que él consideraba verdaderamente buenos. L. W. Gilbert le respondía invariablemente que no había libros buenos y malos. Que había escritores con suerte o sin suerte, igual que había muertos ricos y pobres. “Añadía que ahora los escritores sólo perseguían los premios y las ventas, olvidando que la literatura es la fantasía de dar vida a un libro irrepetible porque en su escritura está la huella única del ser que la escribió”. “Los libros necesitan madurarse en los cajones de los escritores para que el tiempo los juzgue y los coloque en su lugar. Las editoriales sólo buscan el negocio, como cualquier industria.”
                                                  
El último viaje que hizo el escritor Gilbert a África fue para llevar doce toneladas de leche en polvo para un hospital que ayudaba a salir adelante a los bebés de madres contaminadas por el sida. La leche de madres enfermas de sida contagiaba la enfermedad a sus bebés. La leche en polvo les ayudaba a salir adelante. El escritor consiguió de una fábrica lechera Navarra el regalo y él mismo se prestó a transportarla, primero en avión y después en camión, acompañado de dos colaboradores.
A su regreso se encerró en el rincón del camarote de su casa, se descalzó, se vistió el taparrabos y escribió un libro. Si su mujer llegaba de trabajar a la hora de merendar, le preparaba un té cargado y se lo subía procurando no hacer ruido. Mientras el escritor saboreaba el té, doña Berta se sentaba en una silla de respaldo alto y leía despacio los folios que L. W. Gilbert había llenado en aquella jornada.
- Esta será la obra que abra el camino a las anteriores -decía doña Berta con lágrimas en los ojos.
- Tampoco hay que desesperarse. Escribir es el oficio más barato que hay -decía acariciando el cabello de doña Berta.
El escritor Gilbert tenía todo lo que deseaba en su camarote abuhardillado. Tenía tantas cosas, almacenadas a lo largo de los años, que le sobraban casi todas. Hasta disponía de una televisión en color y de una butaca situada enfrente del aparato. Por lo general, eran regalos de sus hijos, que los encontraba al regreso de sus viajes. También tenía una nevera pequeña que Gilbert la mantenía desenchufada porque era donde guardaba los paquetes de folios que le regalaba su hija.
Aquella vez su encierro duró dos años.  Dos fructíferos años que le dieron un libro gordo de casi mil páginas que según palabras de doña Berta agitaban sangre, agua y líquidos que componen la salud del cuerpo humano.
- ¡Has escrito un Nobel! ¡Has escrito un Nobel de tomo y lomo!-le decía doña Berta.
El escritor Gilbert cosió el original y las tres copias con archivadores Metálicos de Cerrojo Fastener, como lo había hecho toda su vida, y depositó sus sudores en el armario verde, al lado de sus otros veinticinco mamotretos. Como era otoño y no tenía nada que hacer, se vistió su camisa de cuadritos de Marks & Spencer, sus pantalones con vuelta, chaqueta espigada con coderas, calcetines Burlington, zapatos de tres suelas y corbata escocesa a cuadros. Echó a lavar su taparrabos y una camisa que compró en un viaje a Buyumbura y salió a pasear a la orilla de la mar como premio a su tesón. Seis meses más tarde su hija le leyó un folio con el membrete de una editorial de moda.
“-¡Por fin, sabio entre los sabios! Estas sí son alabanzas”.
Luego la leyó su hijo:
- ¡Joder viejo! Ya tengo un padre que tratan como a García Márquez. Ahora a vivirla.
 Doña Berta la dejó para leerla en la soledad de su habitación. Esperó a su marido sentada en la butaquita de descalzarse. Se acostaron sin mirarse a los ojos. Apagaron la luz y hablaron a oscuras.
- Creo que ambos pensamos lo mismo - dijo la maestra de sordomudos.
- Que ya no merece la pena meternos en el bombo de los recién llegados. ¿Pensamos igual? ¿Qué número de “excelente” tomo hace?
- El veintisiete.
- Veintisiete libros para satisfacer las alforjas de nuestros hijos. No merece la pena magullarse las posaderas en los asientos de nuestros trenes para llegar a una librería donde no te conocen. He llegado tarde.  Al fin y al cabo, yo siempre seré el escritor y tú la esposa del escritor.
Doña Berta subió las siete escaleras que les separaban del camarote y cogió el libro que iba a dar fama a su marido y dinero a sus hijos. Tenía toda la noche para pensar un lugar seguro en donde esconderlo.


FIN