lunes, 16 de marzo de 2015

CHICO GRANDE


     Escuché decir a la mujer de la limpieza que  le gustaba mi carácter dulce y el ruido que me hacían los dientes postizos. Sus palabras me llenaron de ánimo, de mucho ánimo. Lo que dijeran de mí no me importaba mucho. Pero que alguien hablara de mí, me hacía sacar pecho. Es la prueba fehaciente de que estás vivo. Sabía que a mi nieto Aníbal le gustaba verme contento. Por eso me di prisa en llegar a casa. Mi nieto es  muy sensible y percibe mi temple. Le llamo Chico Grande. Cuando me acompaña a pasear por el borde del acantilado, me agarra de una mano y me aprieta con fuerza. Yo a cambio le enseño expresiones cultivadas. Aprendió a decir “por supuesto”, “sin embargo”, “tal vez”, “parece probable” y un racimo más que ya he olvidado. También le enseño a hacer nudos marineros con una mecha de chisquero. Es el único que me visita en mi sala o en mi cuarto. Además viene a mi jardín abandonado y suele pasar a la huerta a trepar por los manzanos y por los perales viejos. Nada más escucharme decir que había sorprendido a dos señoras  hablar de mí, se sentó a mis pies como un perrillo y puso sus ojos arriba de mi cabeza. Es su forma de decirme que está preparado.

- Una señora  decía a otra que le gustaba mi carácter dulce y el ruido de mis dientes postizos. ¿Qué te parece?
- ¡Pffff¡
- ¿Pffff?
 - No sé si a los maricas les hacen ruido los dientes. 

Desde que tiene diez años me saca los colores. Para él los maricas son dulces y tienen los dientes postizos. ¡Vaya! Precisamente es su aplastante lógica la que me tiene enamorado. Sin embargo, procuro no exteriorizar mis emociones. Un viejo feliz  hubiera echado una carcajada. Pero creo que nadie me ha visto echar una carcajada desde que, ya adolescente, dediqué algunas sesiones en estudiar mi cara delante de un espejo. Aunque siento cierta predilección por el bienestar, mi aspecto malhumorado, de cara de palo, me ha acompañado hasta la vejez. Los antónimos no saben vivir juntos. Una cara de palo riéndose es un buen ejemplo de cinismo. Por eso decidí amaestrar mi rostro en una sola dirección. Pese a ello me quedó un semblante de cascarrabias que asustaba al personal. Valga el ejemplo. Delante de mi huerto hay un bosque de pinos. Detrás de los pinos  se encuentra el pequeño Parque de los Curas. Donde vivían los curas pusieron una docena de bancos, una fuente y algunos sauces. Si está bueno, digo en casa que voy al huerto. Y voy. Pero cinco minutos después paso la carretera y atravieso el bosque de pinos por un sendero en el que, en otoño, crecen  algunos níscalos y bastantes preservativos. 
Los bancos del parque de los Curas son bastante cómodos. Me solía sentar en uno colocado en el ángulo que hacían dos sauces. Era un lugar escondido donde podía sentarme en paz y tener pausadas conversaciones en voz alta. Me encanta discutir conmigo mismo de temas triviales. El día que llegó una señora más o menos de mi edad hablaba del tiempo Me preguntó si se podía sentar a mi lado. Mi cara se estiró al ser descubierto que disertaba sobre la tibieza de los atardeceres con viento gallego. No le respondí. 
Torció su cara y exclamó ¡menudo cascarrabias! Se marchó. Me dije que si había tantos bancos vacíos por qué vino a sentarse a mi lado. Sentí una propensión negativa. Pensé incluso en seguirla para explicarme. Su cara coloreada seguramente con carmín y sus falsas ojeras me frenaron cualquier decisión. Nunca me siento al lado de una mujer madura. Por lo general son tristes y solitarias. Parecen flores cortadas que se marchitan en los jarrones de los cementerios. Las mujeres solitarias que se sientan en los bancos de los jardines suspiran hondo con mucho sentimiento y si entras al capote te cuentan la vida, enfermedades y muerte de sus maridos. Primero tratan de convencerte de tu amistad con el difunto. Tuve que dejar de ir al parque algunos días. La mujer de los falsos coloretes  acudía a mi rincón, se sentaba a mi lado y esperaba entre profundos suspiros que me largara. Lo conseguía en dos minutos.
  Ya al día siguiente de mi jubilación Chico Grande se me enredó entre las piernas. Yo había cumplido 77 años y él tenía 10. Cosa extraña, congeniamos. Preguntaba y esperaba la respuesta. Sobre todo le interesaba conocer mis viajes por el Orinoco y mi tiro certero con una jabalina a la cabeza de un caimán. También le conté la noche que descubrí a un chino en la  despensa del barco y le tiré por la borda. Todavía se me aparece en los cortos sueños de la siesta. Los chinos son muy vengativos. Chico Grande era un chaval sensible. Pese a mi cara de palo no conseguí engañarle. Él sabía columbrar, creo que en mis ojos, la nube de la tristeza y los colores de la alegría. Hasta dejé de ir a la taberna a jugar a la baraja para sentarme a su lado y ayudarle en las tareas escolares. Correr la coma, quitar ceros en las divisiones y esas cosas.
  El día que Chico Grande apareció en la huerta con la anciana impertinente yo había dormido bien, no me dolían los huesos de las manos y estaba pensando si jubilarme también de mi ya escaso trabajo de hortelano. Chico Grande traía a la vieja de la mano. Habían atravesado el bosque, la carretera que colinda con mi terruño y entrado en mis espacios secretos por la calva del seto de zarzamoras. Parecía una lagartija arrastrando su abdomen por la senda de las coles. 
- Me ha preguntado si estabas enfermo. Le he dicho que de melancolía-dijo mi nieto Aníbal esquivando la mala leche de mi mirada.
Estaba sentado en el culo de un cesto al lado de las cebollas. Era mi lugar predilecto. Veía y era difícil verme. Me esforcé en borrar cualquier atisbo de humanidad en mi rostro. Mi difunta esposa me decía que dejara de hacer el mono para no asustar a los niños. Al descubrir su rostro tras un seto, me levanté del cesto con mucha solemnidad (¿se puede ser solemne al alzarse del culo de un cesto?) La escuché a mi espalda. Tenía una voz aterciopelada y cariñosa. 
- Ahora no finja que no me ha visto para darse el piro -dijo.
Me volví como si no hubiera entendido su discreción.
- ¿Usted no es la señora que me despacha de mi banco del parque  echando  aspavientos? ¿No puede con el viejo y camela al nieto?
- ¡Menudos repollos cultiva usted!
Me tocó la fibra. Miré su atuendo. Era una mujer con pantalones de hombre y con colorete de carmín. Chico Grande tenía los ojos muy abiertos. Se estaba dando cuenta que no había tenido una buena idea. Llegué a su lado y puse mi mano en su hombro. Saqué de mi bolsillo la estacha que siempre me acompaña y se la di.
- Corta el repollo más grande y dáselo. Creo que pasa hambre.
La anciana bajó la cabeza, cruzó sus manos y murmuró algo. 
- Pesará más de tres kilos -dijo con su voz hermosa. ¿Es para mí?  
- ¿Es que no le gustan las coles?- dijo Chico Grande.
- Mucho. Pero en el parque no dejan hacer fuego. Vivo en el Parque de los Curas. Duermo en el banco escondido por las acacias. Cuando llueve sé como entrar  en el palomar.
- ¡Vamos!, que no es usted lo que se dice una señora.-dije armándome de mi exquisita educación.
- Soy maestra. Doña Leona Echevarría, para servirle.
- Ve donde tu madre y dile que ponga algo caliente entre pan y pan para una gitana que se ha colado en el huerto -dije a mi nieto.    
- Bueno. Si no le importa, me llevo también el repollo. Es para el trueque -dijo la maestra Leona.
- ¿Cree en Dios? - pregunté a doña Leona.
- Hace mucho que no- dijo.
- ¿Usted cree en Dios? -preguntó.
-  Si creyera en Dios, habría llamado a un guardia.
Se marchó por donde había venido con la col en una mano y con dos bocatas de carne en la otra.
- Esa vuelve, abuelo -me dijo Chico Grande.
- Es inofensiva.
Dije a Chico Grande que entrara en casa a hacer los deberes. Yo me dirigí al Parque de los Curas a fisgar los aposentos de la anciana. No encontré ni rastro de ella. Salí del Parque por la puerta del Diácono Heriberto. Llevaba una temporada de cojera con dolor. Era mi pierna izquierda la que se cansaba y me obligaba a sentarme. Anduve con mi pierna mocha hasta que me senté en las escaleras de una casa con una soberbia puerta de nogal tallada. Me quedé como una perra ramera esperando que mi pierna me dejara caminar de portal a portal. A ratos me frotaba el culo. Hasta que la puerta de nogal se abrió y yo no tuve más remedio que levantarme para dejar paso a una señora con traje jaspeado y zapatos de tacón de clavo. Por supuesto que no la relacioné con la vagabunda de la berza. Sólo al escuchar su voz, me acerqué a su jeta y  exclamé asombrado:
-¡Leona! ¡Ladrona! ¡Bruja asquerosa!
-¡Oiga usted! ¿Por qué me insulta?- me espetó empujándome- ¡Guardias, guardias! ¡Un fresco, un comunista! ¡Un viejo demonio de la postguerra!
Oí el silbato como una metralleta. Sofocos de premuerte me animaron el paso hacia la puerta del Parque de los Curas. Antes de perderme entre las tupidas ramas de las acacias, vi a la ramera Leona gritando a un guardia gordo, de esos que se les caen los mostachos  por los lados de la boca otorgándoles un pedazo de tristeza imposible de cambiar sin afeitarse. Atravesé el bosque y la carretera y me colé por el roto de las zarzamoras a mi huerto. Entré en casa por la puerta del jardín y me encerré en mi salita por dentro. Sentado en la orejera sentí correr lágrimas por las canaletas de mi nariz. Estaba llorando con placidez cuando Chico Grande golpeó los cristales esmerilados de mi sala. Le abrí, me senté y continué llorando como un bebé hasta que llegó mi hija y me sirvió un vaso de vino. Dije a mi nieto: Ve en busca del soplete. Quiero contemplar cómo se retuerce como una rata cuando la queme. Mi hija tuvo la delicadeza de dejarme la botella de vino. Al tercer vaso dejé de llorar. Creo que después me dormí.
Cerca del invierno pedí a Chico Grande que me acompañara los fines de cada mes a la oficina de los Prácticos a cobrar mi jubilación. Aquellos días cumplí setenta y ocho años y temí que mis piernas me dejaran tirado en cualquier rincón. Lo peor de la vejez manifiesta es que uno se siente incómodo con sus vísceras y extremidades. Pesan. Se hinchan las manos. La destreza se transforma en torpeza y comienzas a recordar dichos de tu niñez. Hace cincuenta años en el puerto de Valencia un negro con olor a puerco me tumbó en el suelo y me colocó el cañón de una pistola en mi nuca. No sentí miedo, no pensé en mi familia. Solo tuve pena. Pena de que mis sentidos se iban a apagar. La misma pena que siento ahora, cercano ya al apagón total.
Era una delicia viajar  con Chico Grande, responder al saco de preguntas, presentarlo a los oficinistas, repetir hasta la saciedad al cajero que el día que mi nieto viniera solo es porque mis piernas se habían agarrotado del todo. Eso sucedió casi tres años después. Unos meses antes de cumplir los ochenta y un años. Para entonces ya  había ideado un truco para que ningún carterista le metiera la mano en los bolsillos de sus pantalones. Además, Chico Grande se acercaba a los trece años, edad suficiente para regalarle definitivamente mi estacha, afilada como una navaja de afeitar. La estacha en el bolsillo izquierdo. En el derecho preparé el nido para el sobre con las cuatro perras que me pagaban para ir tirando a duras penas. Lo cerraba con un hermoso imperdible  que me trajo Chico Grande de una mercería. Los rateros huyen de las dificultades.  
En efecto, recuerdo el chocolate de mi ochenta y un cumpleaños. Pero no recuerdo ninguno más. Eso no puede significar otra cosa que me morí antes de cumplir ochenta y dos. Por ende, casi a la semana siguiente de empezar a contar los días, tuve la brillante idea de apuntar un legado en mi testamento para que Chico Grande comenzara a estudiar el bachillerato. Claro que, a cambio, exigía que mientras yo viviera Chico Grande tenía la obligación de acudir a la oficina de los prácticos a cobrar mi jubilación. Lo que sí recuerdo es que en los últimos meses me invadió un fuerte ataque de melancolía. Fue tan especialmente fuerte que ni las monerías de Chico Grande sirvieron para rescatar mi desanimada cara de palo seco para traer a mi rostro la pintura que rescatan  los amortajadores de las funerarias. Poco recuerdo o nada. Una que dejé pagado al barbero el último afeitado y dos que doña Leona Echevarría (doña porque era maestra), se presentó en mi casa con la pamplina  de que quería mi perdón. Recuerdo, sí que recuerdo, y después de su intromisión  mi memoria es ya humo, la trastada de Chico Grande. El muchacho salió de debajo de mi cama con el soplete 
bien cebado, me lo puso en mi mano, en la zurda, y tras amarrarme con su mano la mía, dirigió la llama a su falda plegada y la melancolía, mi cara perenne de palo, el olor a chamusquina, una carcajada que era mía, toda mía, llenó mi cuarto y mi sala. No me hagan esforzarme más en el recuerdo porque es lo último que está en mi memoria.

              Arrigúnaga (GETXO), 6 de febrero de 2015.
  



FIN