jueves, 8 de mayo de 2014

MARIPOSAS BLANCAS


    
      La mujer de Simón usaba muletas con sobaqueras de biela con chinchetas doradas. Ya no manejaba bien las muletas. Se tropezaba. Se caía. Caminaba haciéndose sangre en la frente y en las rodillas, astillándose un brazo y rebotando frases de fuego contra los santos. Le salían sin malicia. Medicina de pobres. Cuando no podía más dejaba su cuerpo tullido en las boñigas del pozo de la cuadra esperando el mordisco de una rata en algún poco de carne de encima de sus huesos. No lloraba. Esperaba. Él siempre terminaba por llegar. Algunas veces retornaba al escaparse la noche. Entonces la mujer se esforzaba en levantarse. Lo conseguía. “Los hombres se enganchan en una zarza”. Estaba convencida. 
     Mientras la mujer arrastraba su cuerpo con ayuda de sus muletas por los huecos del caserío, Simón juraba que a los ochenta años se iba a ahorcar de una viga de la cuadra. El vino borra la razón.
- ¡Fanfarrón!-decía una voz.
Otra voz mojada en alcohol gritaba por encima del fandango:
- ¡Deja tu hora a un lado y cuéntanos cómo tu primo te birló el puesto de guardia municipal!
A Simón le brillaban sus ojos, sonreía con malicia. Y lo contaba. ¡Claro que lo contaba! Pero un día sintió daño en sus huesos. Era un daño duro. Dio la espalda al personal. Cogió su vaso de vino y se lo llevó a la boca. Fue un trago largo. Sólo uno. Preguntó cuanto debía y salió al frío de la noche. No tuvo conciencia de que le costaba caminar sin dar bandazos. Estaba borracho. Como todas las noches, estaba borracho. Llegó a casa sin daño. Buscó a su mujer en la cocina, en el cuarto de al lado, que era también el suyo. Se dirigió a la cuadra. Allí estaba. Iluminada por una bombilla de veinte vatios, a la orilla del pozo negro. Allí estaba esperándole como cada noche. Sin llorar.
     - Ya te tengo dicho que dejes en paz a las vacas, mujer. Son animales.
- Mugen, borrachín. Mugen de hambre. Mientras tú te llenas la barriga de vino, ellas mugen muertas de hambre. Dan pena. Si no les puedes atender llama al carnicero.
     - Ya les daré yo la cena. Te ahogarás en el foso de sus orines.
    - ¿Por qué nos casamos nosotros?- preguntó la mujer en un suspiro, marcando las eses como hacían los viejos hace mucho para dulcificar el idioma.
     - Porque éramos buenas personas. Cogíamos grillos en mayo y los poníamos en la ventana a cantar. Pero la vida no es como la pintamos: es como nos la van pintando. La vida es amarga como la piel de las nueces verdes.
     - Si rumias, malo para tus vísceras. La vida es como el agua del manantial. Si orinas en el manantial el agua se ensucia. ¡Bebes demasiado! Eres un pellejo sin fondo. ¿Cuándo vas a comprar veneno para las ratas? Un día me comerán entera. ¡Comerán mis huesos y creerás que me he fugado! Hay una rata grande que cuando salta encima de mi estómago, se me acaba el aire de mis pulmones. Mi padre decía que el orín de las ratas tiene veneno mortal. Si encuentra una herida se mezcla con tu sangre y te paraliza los riñones. Decía que los Nacionales pagaban cuatro duros por un saco lleno de ratas. Las soltaban en las celdas de los presos.
 - Y los presos se las comían vivas. Dejemos las cosas quietas. Dime: ¿Qué quieres que haga primero: llevarte a la cocina para que te unte con yodo las heridas o darles la cena a las vacas?
- Atiende al ganado.
Simón coge en brazos a su mujer y la lleva por el corredor a la cocina. Siente que se le ha evaporado la borrachera. Tampoco le duelen los huesos. Piensa que la mala conciencia duele en los huesos. La acomoda en su silla, pone encima de la mesa una palangana de plástico con agua limpia y una toalla, un paquete de algodón y la botellita de yodo. Primero le limpia las heridas de la frente, después las de los codos y por último las de las rodillas. Ella se deja hacer. Antes de cubrirlas con esparadrapo, sopla en los rasguños.
- ¿Has cenado?- pregunta a la mujer.
Sin esperar la respuesta, le prepara un tazón de leche caliente y le acerca la barra de pan.
- Atiende al ganado -le suplica su mujer.

Simón llena los comederos de las dos vacas con la alfalfa que ha cortado por la mañana. Después les limpia la cama y esparce arena de la playa con una pala. Arrima un taburete a las ubres del primer animal y limpia sus pezones con un trapo impoluto bien mojado en agua templada. La ordeña. Hace lo mismo con la otra. Las vacas sacian su hambre.
- No olvides de darles agua -le llega la voz de su mujer desde la cocina.
Simón llena un cubo en un grifo que hay en la pared. Cuando terminan de beber les acaricia la testuz, recoge las muletas de su mujer, el recipiente de la leche y apaga la luz de la cuadra. En la cocina, limpia con una bayeta las muletas con sobaqueras de biela y las lleva al cuarto de al lado. Levanta a su mujer por la cintura y la deja sentada encima de la cama. Se desnuda de cintura para arriba y se lava en la fregadera las manos, los brazos, las axilas y el pecho. Antes de secarse, bebe un trago de agua del grifo, la cena, y se acuesta al lado de la cojita. Entonces quiere recordar desde cuándo su mujer es coja, pero le falla la memoria. Con el sueño en ciernes, piensa que quizá es coja desde niña, desde que le arrojaba piedras cuando le burlaba o antes de conocerla él. Se duerme.
Antes, cuando era joven y bebía menos que ahora, olvidaba las cosas pequeñas. Olvidaba el nombre de los pájaros, cuándo florecían los manzanos, de qué color eran las flores de los cerezos. Y es que le daba igual el nombre de los pájaros y el color de las flores de los frutales. Después de cumplir sesenta años comenzó a olvidar el saldo de la libreta de ahorros y algunas veces, hasta el nombre de sus padres. Ahora, que le faltaba poco para cumplir los ochenta, lo único que no podía olvidar era el rostro que le había hecho malo: el rostro de un primo suyo con la sangre de sus venas corrompidas. Y no podía arrancar de su pecho el dolor que aquel hombre había sembrado en su corazón el día que le robó su talla y el día que mató a un vecino en el apeadero del tren.
    Sucedió hace mucho.
    Simón medía un metro y sesenta y siete centímetros. Le sobraban dos para pasar las pruebas de altura que se celebraban en el salón de actos del Ayuntamiento, con las botas brilladas y la boina recogida en la mano derecha en señal de respeto. Era un muchacho de hombros anchos y cintura de bailarín. Para entonces ya habían corregido los ejercicios de Urbanidad, Geometría y Aritmética y él había sacado la máxima puntuación. Sólo faltaba que el médico y el alcalde les tasaran la altura con la regla oficial de medir quintos para el Servicio Militar y párvulos para comenzar la escuela. Pero su contrincante ganó por un centímetro y fue proclamado allímismo con los saludos de su cuadrilla, guardia municipal.

 Simón y la nueva autoridad eran primos carnales. Primos carnales que habían besado a la misma abuela y habían jugado a guardias y ladrones en los mismos espacios. Las Guerras, si joden la paternidad, ¿cómo no van a joder los parentescos amarrados con hilos? Además, Simón tenía los ojos azules, ojos plácidos de chirigotero fabricados para llorar y querer. Al contrario, los ojos de su primo miraban desde agujeros taladrados en el fondo de su cogote, ojos de rata. Eso decían. También decían que nunca le habían escuchado reír.
Con trampa o sin trampa la elección fue legalizada. Pocos meses después de ser nombrado guardia municipal del bando ganador, el primo descargó su pistola oficial en el andén de la estación de ferrocarril sobre el cuerpo de un vecino que se quejaba porque el guardia le robaba terreno corriendo las mugas de separación las noches sin luna. Riñas de vecinos. Eran aquellos años en los que el General Franco tomaba el cafelito con el Teniente Coronel Martínez Fuset mientras ordenaban largas listas de enemigos escribiendo a su vera garrote o fusilamiento. A su primo le metieron un mes en la cárcel. Hubo muchos testigos. Al de un mes salió con los galones de sargento y con unas botas reglamentarias que le aupaban las narices cinco centímetros del suelo. Le hicieron un uniforme nuevo, le dieron el bastón de mando y el honor de acompañar al alcalde en las fiestas de los barrios y de golpear en las espinillas de los chiquillos para mantenerlos alejados de las autoridades y para que no se subieran a los árboles.
Simón jamás pudo tragar la injusticia de que a su primo le ascendieran a sargento con la prerrogativa de vestir un par de botas que le hacía más alto que a él. De ahí su único discurso, su alocución tabernaria, su soflama de todos los días en los lugares más insólitos del pueblo. Cuando el alcohol le acercó a la vejez, su denuncia la hacía hasta en los lavaderos de las mujeres, en los recreos de la escuela, a la salida del catecismo. Mientras, se olvidaba de llevar a las vacas al abrevadero, de sacarlas al campo a pastar, de ordeñarlas a sus horas; dejó a la cojita en libertad, la abandonó a las sorpresas que una casa de campo va cimentando a su libre albedrío. Fueron años sobre años echados a perder. Años de borracheras y abandonos. Hasta que la cojita dejó de luchar contra las ratas o las ratas la vencieron. Cincuenta años con la piel curtida de mierda, plagada de llagas, eran muchos años como para que los roedores no guardaran en su memoria la forma de tumbarla.
La halló Simón, un amanecer de curda, desnuda encima de los excrementos de sus dos vacas que se acostumbraron a vivir con los vaivenes del amo, con un agujero donde recordaba que siempre había tenido la nariz y algunas larvas pringosas arrastrándose por su cintura. Simón supo buscar una sábana limpia en el ropero de su esposa. Envuelta en ella, la llevó a la cocina. Antes de depositarla en la mesa, la limpió con agua caliente y alcohol. Después dedicó toda la mañana en desinfectar su cuerpo, en limpiar sus llagas, en cubrir con una venda y esparadrapo el agujero de su nariz. Le aseó su cuerpo como se asea a una novia y le condujo a su cuarto. 
La tendió en su cama. Luego de peinarla y rociarla con colonia limpió con parsimonia sus muletas y las colocó cada una al lado de su cuerpo. La cubrió con una sobrecama de brillos y colocó una vela encendida encima de la mesilla. Sacó su escopeta de cazar y la caja de los cartuchos. Disparó contra todas las ratas que vio en el cuarto. A las últimas las mató a pisotones o las degolló con sus propias manos; también a mordiscos. Después cerró la puerta y salió al campo a recoger flores amarillas de nabos silvestres. Era su tiempo de florecer. Regresó al cuarto de la cojita, lo barrió, quitó el polvo y almacenó la ropa que no era de mujer. Una mariposa blanca se posó en el mármol gris de la mesilla. Simón tuvo el flash de un recuerdo infantil. Su madre le contó que las almas de los muertos eran mariposas blancas. Abrió la ventana del cuarto y esperó a que la mariposa volara vacilante al viento, como vuelan las mariposas que desconocen el camino a lo desconocido.
Pidió permiso para enterrar a su mujer junto a sus muletas. 
Simón vendió sus vacas. Clavó la puerta de la cuadra que llevaba a la cocina. Volvió a la taberna. Ahora iba a cualquier hora del día. Esperaba agazapado detrás de una columna la entrada de algún desconocido y le invitaba a beber. Poco a poco su lengua narraba lo único que recordaba de su vida: cuando su primo le hizo trampa para quitarle el puesto de guardia municipal y cuando mató a un vecino con la pistola que le habían dado en el Ayuntamiento.
Transcurrieron tres o cuatro años repitiendo su misa. 
Lo encontraron ahorcado de la viga más alta de la cuadra con la polla en las manos. Tenía ochenta años. Lo incineraron sin funeral. Las cenizas las derramó un vecino en la huerta en la que Simón plantaba nabos para el ganado. De las flores de nabos remanecieron larvas y de las orugas, miles de mariposas blancas con ojos negros en sus alas que copularon antes de morir formando un triángulo de nieve delante del telón azul del cielo. 

FIN