lunes, 15 de septiembre de 2014

LA MONTAÑA DE LA FELICIDAD

Segundo Recuerdo


Los saltimbanquis llegaron perseguidos por un huracán de hojas. Era un viento negro que formaba nubes con las cenizas de las chimeneas de las casas y con el humo de la herrería. Montaron su campamento debajo del puente del ferrocarril de la mina. Las hojas secas las recogió Baldomero en cinco sacos y las llevó a la cuadra de su casa para hacer la cama a sus cerdos. El amo de los comediantes se pintaba el bigote con corcho quemado para asustar a los niños y los labios con carmín para provocar a las mujeres. En el carromato grande habían escrito con letras modernistas iguales a las del metro de París: El Gran Ramplín. El comediante dijo a Baldomero que las hojas le habían perseguido a él, a sus mulos y a sus pájaros amaestrados desde Teruel. Pero Baldomero llenó los cinco sacos sin levantar cabeza y los llevó a su casa para sus cerdos.
- Un día iré a buscar mi fusil de reglamento y te llenaré de plomo el corazón-dijo Ramplín.
- Las hojas secas que arrastra el viento por el Camino Real son de mi familia. Siempre ha sido así. Desde tiempos del abuelo del padre de mi abuelo. Puedes preguntar al tendero. Él es el hombre más viejo del pueblo. Tan viejo que ha presenciado siete eclipses totales y uno parcial.
Pilar vivía con su padre. Era una mujer triste y silenciosa que cuidaba gansos y cosía faldones para bebés y bordaba anclas para capitanes. Su casa estaba al lado del río en donde Pilar cogía cangrejos y pescaba anguilas. Las sanguijuelas que se pegaban en sus piernas las metía en un bote de pimientos para el laboratorio de su padre. Baldomero le convenció para ir a ver el carromato de Ramplín. Le dijo que era un carro bajado del cielo por cuatro ángeles con tirabuzones de mujer. Pilar se puso un delantal limpio y mojó los cuellos de su blusa con una colonia muy especial que guardaba en su armario ropero en una caja de membrillos. Pero cuando Baldomero le dijo que ya había encerrado sus gansos, ella se quitó el delantal y se sentó en la mecedora de la cocina. Era la forma de advertir que había mejores cosas que hacer en casa que ir a husmear las intimidades de una familia de equilibristas. También pensó decirle que ella criaba gansos y él cerdos, que la diferencia era notoria. Ella pensaba que quitarse el delantal significaba todos esos pensamientos. Listo. Un gesto a tiempo elimina palabras.
Pilar tenía veintiocho años cuando llegaron al pueblo Ramplín y familia. Su hermano Pedro acababa de cumplir veintidós. Pedro estudiaba medicina en la Universidad de Zaragoza. Quería ser médico como su padre, un hombre flaco, alto y silencioso desde el día que su esposa se ahogó cuando el buen hombre les llevó a ver el mar. A Pilar no le impresionó el mar. No le pareció inmenso. No vio la raya del horizonte dibujada con agua verde. Lo comparó con su trozo de río y se quedó con su arrullo. No le atraían las exageraciones de la naturaleza: las montañas que tocaban las nubes, las tormentas con tronadas, las cataratas que sacaban en el cine, la mar inmensa y salada. Los paisajes románticos rompían su armonía. Prefería las charcas en donde cantaban las ranas, los castaños y los robledales que cubrían la vista de la torre de la iglesia. Su chiribitil era la salita de su casa en donde podía soñar y esperar el regreso de su padre y quizás el beso que nunca le dio. Los tacones de sus botas dibujaban fiestas igual que las ternezas que esperan las hijas de un padre con el corazón fragmentado. Ellos decían que se comprendían. Él era tímido. Ella también. Aquello no era cierto. Pilar no quería vestir santos. Su padre no sabía dónde buscarle un marido digno de ella. Ambos esperaban. A la hora del postre pelaban la fruta y esperaban sin mirarse a los ojos. Pensaban que alguno de los dos tendría en su bolsillo la razón. Porque la razón siempre se guarda en un bolsillo apresado con corchetes.
El hombre que se presentó como el volantinero del alambre mundial estaba casado con una mujer con una trenza adornada con estrellas de plata. Pilar se encontró con ella en el río. La mujer estaba sentada en las piedras planas donde frotaba la colada.
- Seguro que usted vive en esa casa tan bonita que moja las aguas del río. Yo toco el saxofón. ¿Le gusta la música? También toco el tambor y repico el atabal.
- No tenemos radio-dijo Pilar- Los que escuchan la radio terminan confesándose negritos del África Tropical que cenan todas las noches un vaso de Cola Cao.
- Le puedo enseñar a cantar canciones rusas en español. Me llamo Celia. Mi marido me llama Zeliuska, pero es una ridiculez. Espero que venga a vernos actuar. Mi marido hace un número que encoje el estómago. Es funambulista. Yo toco el saxofón y el tambor. También redoblo el atabal cuando él se sube al alambre y da vuelta campana. Entonces me envidian muchas mujeres. Me envidian tanto que se sientan a mi lado. Las viejas dicen que ven latir mi corazón. ¿Su marido es abogado? Lo deduzco porque los abogados usan lazo. Pídale que le acompañe. Una señora de su porte ilumina el espectáculo. Una vez vino a vernos un capellán con zapatos de charol. Un monaguillo colocó debajo de sus suelas un paño con golondrinas.
Pilar entró en casa y subió a la primera planta procurando no hacer ruido. Su hermano contemplaba el paisaje por la ventana. Estaba tan absorto en la pintura que apenas sintió el estirón de orejas que le dio su hermana.
- ¿Por qué viene a bañarse al río que pasa por delante de nuestra casa?-dijo Pedro.
- Para que se te caigan las babas en la pechera de tu camisa. Se llama Celia y está casada.
- ¿Qué quieres que haga?-dijo Pedro simulando cara de aburrimiento.
Pilar salió con una toalla blanca y cubrió los hombros de la mujer. Le ayudó a secarse. Le dijo que más arriba el río hacía un remanso entre cortinas de acacias a salvo de miradas peligrosas.
- Esté segura que de haber estado mi padre, le hubiera invitado a pasar a casa. Y le habría tomado la tensión.
- ¿Su padre es el médico de aquí?- preguntó la mujer.
- Mi padre es el médico de aquí y de donde lo necesitan. Mi hermano lo será pronto. Casualmente lo he encontrado estudiando anatomía femenina singular cuando he subido por la toalla.
- Su padre y su hermano saben que el polvo del camino se quita con agua y jabón. Volveré a traerle la toalla limpia.
La mujer se fue sin despedirse. Tampoco miró a la ventana de arriba.
A Pilar le daba igual. Su padre no tardaría en llegar. Pilar lo esperaba todos los días con la luz de la sala encendida, sentada en donde estaba el piano de su madre. Cuando ella era niña, su padre y su madre tocaban a cuatro manos canciones muy hermosas que leían de cuadernos de solfeo, pero desde que fueron a ver el mar y su madre, la única que lloró al contemplarlo, tuvo el capricho de coger una estrella como la que veía en los libros. La quiso coger con su hijo en brazos y se ahogó. Su madre se ahogó por querer coger una estrella de mar. Era caprichosa. Cuando regresaron del cementerio, su padre atornilló la tapa de nogal del piano con cuatro pernos de ataúd. La música se quedó prisionera en sus teclas blancas y negras. Sus pedales lloraban cuando Pilar los pisaba con ira. A cambio, besaba su raíz de palo de rosa con la certeza de que sus labios estaban encima de la tecla fa. Y cantaba: fa, la, do, mi. Mi, sol, si, re, fa.
En el infortunio, Pedro tenía dos años y ella ocho. Ahora su hermano tenía veintidós y ella veintiocho. Pedro era un chico apuesto. Venía siempre que podía de Zaragoza para estar en casa. Pedro tenía el carácter de su madre. Era espontáneo y cariñoso. Ella se parecía a su padre. Era alta, flaca, seria y sensitiva. Era elegante, caminaba con gracia. Sus labios marcaban una boca con carácter, su nariz recta, sus ojos grandes y bien colocados, dibujaban una frontera que atemorizaba a los hombres. Sólo Baldomero, un muchacho con más de treinta vacas, tres peones y una criada, la trataba con simpatía. Algunas veces, Baldomero preguntaba a Pilar por los gansos. Otras le decía si quería dar una vuelta por las vías del ferrocarril de la mina.
- Después de caminar un día entero el ferrocarril se transforma en montaña, los rieles suben y bajan como las montañas rusas que te llevan al Infinito. En el Infinito hay una cueva con estrellas de hielo que las tallan los mineros que hace mucho se quedaron atrapados en un laberinto perpetuo. Tenemos que ver quién resiste más sin caerse de los rieles.
- Yo elijo el rail derecho.
- ¡Eso ya veremos!
Pilar estaba dispuesta a caminar por las vías hasta el punto que llamaban el Infinito. El cura solía predicar en Pentecostés que al final de las vías se encontraban las puertas que conducían al Infinito. Estaba aburrida de caminar por las diez calles y cinco estradas que configuraban el mapa del pueblo y que te empujaban a la parroquia y a la tienda de ultramarinos de don Jobito.
Se había puesto por encima de sus hombros el chal de su madre. Echó a andar por la vía. Era el camino que la gente empleaba para llegar antes a San Martín, una ciudad de quince mil habitantes en donde había más de treinta tiendas variadas, peluquerías de señoras y dos gasolineras. Una a la entrada y otra a la salida de la ciudad. Y un convento de frailes que pedían por las casas comida, ayudados de un carro y un burro y otro convento de monjas que hacían magdalenas y bordaban anclas para los uniformes de los niños que hacían la Primera Comunión, escuchando a los bichos del campo cantar con sus alas. Había una iglesia como una catedral con el órgano colgado del cielo de la nave central. Era la colegiata de Santa María. Allí habían bautizado a Pilar y a su hermano. 

Su padre cerraba la consulta el 15 de agosto e iban en su Peugeot negro a misa mayor a escuchar tocar el órgano a don Delfín, el compañero de una médico coja, que había fallecido en Zaragoza. Un año, hacía ya muchas fiestas, terminó la misa con un bolero. También disfrazaba el tango Caminito en la comunión. El cura lloraba de felicidad. Antes de dar la bendición decía que en el Infinito había una orquesta internacional que no paraban de tocar piezas como aquellas. Un día se corrió por la aldea que habían visto al organista en Lisboa llevando en brazos a su perro Stalin enfermo de una pata. Corría de tranvía en tranvía preguntando el recorrido del Tranvía nº7, porque había muchas posibilidades de encontrar allí a una mujer que hacía felices a los hombres y sabía cuidar las heridas de las patas de los perros.
Al terminar don Delfín su concierto anual en la ciudad de Santa María, Pilar agarraba de una mano a su padre y la pasaba por su rostro mojado por las lágrimas. “Bach, la cantata que tocaba mamá”
- ¿A ti como te gusta más?- preguntaba Pilar a su hermano.
- Al saxo tenor. Como toca la comediante de la trenza-respondió el muchacho guiñando un ojo a su hermana.
- No sé si acerté al enviarte a estudiar a Zaragoza. Es una ciudad golfa.
- Conoces mis tres mundos, papá: nuestro pequeño pueblo, esta ciudad llena de iglesias y Zaragoza. ¡Ni que viviera en París!
- Me gustaría que llegaras a médico y que ejercieras en casa. Aquí la gente paga con lo que tiene, pero paga. Tu hermana no para de trabajar. ¿Quién te pagaría tus gastos en Zaragoza? Estoy fuerte. ¡Llegaré! Hoy también se lo he prometido a vuestra madre en Santa María.
- El organista de ahora es malo. No tiene alma- dijo Pilar.
- Don Juan tenía fusas y corcheas en vez de glóbulos en la sangre.


Regresaban en silencio ya con la tarde oscura, con el cielo café con leche. Encima de los cipresales de un cementerio olvidado hasta de sus muertos, se vislumbraba un repaso de nubes de hilo medio blancas, medio grises, que bien lo podía haber formado la fumata de un avión a reacción hacia el costado de poniente. Pilar, aunque no lo sentía, se santiguaba delante de la puerta de los cementerios, recuerdo de los gestos que le quedaron de su madre. Todavía iban su padre y ella a llevar rosas a su sepultura, también en agosto. Limpiaban entre los dos el mármol blanco con polvos de bicarbonato y después de terminar, permanecían en pie y en silencio, con los ojos clavados en su nombre esculpido en la losa. El viento, porque en el cementerio siempre soplaba un viento con olor a sol, acariciaba la melena de Pilar y la corbata a rayas azules y granates de su padre. Parecían dos santos haciendo guardia.
- Hoy la función de los titiriteros cortará el paso por la plaza- dijo Pilar.
- ¡Qué bueno! ¡Pienso ir!- dijo Pedro- ¿Me acompañas?- preguntó a su hermana.
- Ya di calabazas a Baldomero- dijo Pilar.
- ¿Por qué haces caso a un zampatortas?- preguntó Pedro.
- Baldomero es un buen hombre- dijo el médico.
Pilar miró a su padre con gesto de vomitar. Desde hacía tiempo pensaba que su padre no iba a mover un dedo para facilitarle un noviazgo ad hoc. Dieron la vuelta por la estrada que circundaba el pueblo. Pudieron ver cuatro focos de gran potencia y escuchar 15 segundos de España Cañí. Por las calles se veían grupos de mujeres llevando una banqueta debajo del brazo. Ya no hablaron. Pedro aparcó el coche debajo de una tejavana. El médico se sentó en uno de los dos sillones de mimbre que sacaban a la solana en verano. Se hizo un cigarro con medio caldo de gallina. Pilar se puso a hacer una tortilla de patatas. Era lo que más gustaba a su hermano.
Bajó como un pincel. Se había puesto camisa limpia y unos vaqueros que no tenía nadie más que él en el pueblo.
- No vengas tarde-dijo su padre.
-Ya- dijo Pilar orgullosa de la planta de Pedro.
Pilar quería mucho a su hermano. Todavía se despertaba sudorosa de la pesadilla del día que arrastró la ola a su madre. Salía del sueño abrazada a su almohada que no era otra cosa que el cuerpecillo de su hermano. Porque ella fue la que le abrazó y corrió a la arena.

Amaneció un domingo radiante. Cogió el chal de su madre y rodeó su casa.
- Está tan bueno el tiempo que voy a hacer las visitas a caballo-le dijo su padre desde la cuadra- Sólo son tres viejas que no se quieren ir sin tomar un poco más de jarabe.
Pilar le ayudó a montar y le colgó el maletín en la silla.
El médico se volvió desde la carretera y como siempre la confundió a su hija con su mujer: alta, erguida, con un vestido estampado de racimos de uva de oro.
- Solo existe el presente- dijo el médico con la voz rota por el tabaco. La frase que le dejaba vivir. También la decía su hija y ello le molestaba. “Son frases de viejos, hija”, le regañaba.
Pilar esperó a que las herraduras se perdieran por el camino del río. Aquel era un barrio tranquilo. Sobre todo, los domingos. Las mujeres que iban a misa lo hacían aburrido. Pilar tenía ganas de llegar a los sembrados de maíz y desde una huerta que terminaba en punta, saltar a las vías del antiguo tren de la mina de carbón. Ya había pasado el día anterior escuchando el órgano de la Colegiata de Nuestra Señora, había comprado almendras garrapiñadas, había tomado una taza de chocolate y había llenado su cestillo de tules e hilos finos para su trabajo casero. Era una mañana muy hermosa. Desde hacía unos años algunos campesinos habían plantado girasoles y el paisaje estaba cambiando. Pilar estaba a punto de llegar a un punto en donde había una roca casi plana al borde de la vía. Era un lugar en donde crecían algunos álamos, fácil de hallar un escondite entre sus troncos si se acercaba alguna persona. Caminaba presurosa con idea de llegar lejos. “Hasta el infinito.” “Hasta el infinito” Había leído en un libro que el Infinito se podía alejar o acercar. Y que si llegabas antes de que cayera la noche y sin cansarse excesivamente, te entraba una serenidad que te hacía olvidar las espinas del camino de la vida. Pilar no comprendía la diferencia entre el día y la noche para llegar al plácido Infinito. ¿Sería algo así como el Bien y el Mal, el Alto y el Bajo o el Rico y el Pobre? Había muchas cosas que Pilar no comprendía. Lo que descubrieron sus ojos entonces, tampoco. Lo vio sentado en el pedrusco, al borde de la vía. Baldomero sonreía como un niño. Sintió ganas de dar media vuelta y regresar a casa. No lo hizo. Quiso llorar. Su boca dibujó una sonrisa inusitada. Se subió en el riel de la derecha, al otro lado de la roca y se deslizó con habilidad.

- ¡Como el Gran Ramplín! ¡El pulso del Rey del Arco!
- ¿Dónde has dejado tus cerdos?- dijo Pilar con esa rabia que algunas mujeres saben dibujar para herir.
- Al Infinito se llega sin dañar al compañero- dijo el hombre intentando guardar el equilibro en el riel.
Pilar se volvió sin dejar de caminar y lo miró limpiamente a sus ojos. Baldomero se sintió enfermo. Comprobó la certeza de que los ojos de Pilar desarmaban al hombre más preparado para dominar. Baldomero traía tres botones de su camisa abiertos. El vello de su pecho simplemente asomaba. Se percató. Se abrochó. Ella se recogió en su cuello su mantón liviano. Caminaron sin hablar. Él, tropezándose. Ella resbalando sus zapatillas por el hierro oxidado. Parecían una bailarina de ballet y un borracho. Desde niña había necesitado amor más que ninguna otra cosa en el mundo. Pero nunca se puso a buscarlo con la vehemencia necesaria. En aquel pueblo las mujeres que llegaban a los treinta años cuidando media docena de gansos, estaban perdidas. Ella misma se llamaba por lo bajo la Birrocha de los Gansos. Era el título perfecto para una comedia dominical. Y alguna vez casi llegó a alcanzar las suficientes fuerzas como para preguntar a su padre qué opinaba de su apodo universal a partir de los treinta años.
Su sinceridad siempre disparaba a destiempo:
- ¿Tú te casarías conmigo, Baldomero?- preguntó con la voz fuerte de recoger a los gansos y meterlos al gallinero. Con la misma voz fuerte que usaban las mujeres para llamar a sus hijos a la hora de la merienda desde las ventanas de sus cocinas.
- ¡Qué ocurrencia, Pilar! ¿Dices porque hace unos instantes me he sonrojado? Los hombres no sabemos dominarnos. Yo sé quién es usted y quién soy yo. No soy un soñador. Tengo los pies en la tierra. Sólo sé que quiero llegar a tener sesenta vacas y que me llamen Baldomero. Baldomero es nombre de vaquero, de vaquero soltero y rico. ¡Qué ocurrencia, Pilar!
Baldomero salió del camino de la vía y apretó a correr por una selva de maíz que amarilleaba sus hojas. Corría sin sentir en sus muslos los latigazos de las cañas, sin padecer en su pecho y en sus brazos las heridas que manchaban de sangre su camisa azul, sin comprender su irracional conducta. Sin saber por qué le quemaban las lágrimas de sus ojos. Corría y corría respirando con esfuerzo, sin mirar atrás, sin sentir vergüenza. Sólo con el deseo de llegar a las naves en donde sus vacas pacían tranquilamente, cerrarse por dentro y llamarlas una por una por su nombre, porque Baldomero mojaba la testuz de sus animalillos con medio litro de agua bendita y les ponía un nombre cristiano al día siguiente de nacer.
Pilar recolocó su vestido en sus carnes. Ahora saltaba de un riel a otro con verdadera gracia. Parecía un pajarito perdido. Una brisa mañanera onduló el vuelo de su vestido y sus pelos sueltos bailaban señalando el Este y el Oeste siguiendo el ritmo de su dueña. De lejos parecía un guiñol magnífico acostumbrado a los aplausos del público. El Infinito se encontraba al final de la vía, de una vía que nadie sabía donde terminaba. Alguien contaba que se perdía retorcida en una sima por allí lejos, más lejos de donde comenzaba a romperse la llanura chocando contra los montes. Allí se originaban las tormentas los veranos y se interrumpían en invierno. Pilar había intuido que las personas sólo tienen una vida porque no podían resistir otra. Su padre solía decirle que su amigo el organista explicaba a su mujer que la vida pasa tremendamente deprisa y que haría falta otra para volver a empezar corrigiendo errores. Por eso él se había convertido en un trotamundos en busca del tranvía nº 7. Estaba convencido que ella le esperaba en el mismo asiento del mismo tranvía en que la conoció. Pilar no iba a cometer el mismo error. No había Infinito. No existían tranvías mágicos. Lo único que había era el presente. Un presente al que se le podía ver tocar y oler.
Pilar no dejó de deslizarse por los rieles hasta que el sol llegó al cénit. Fue al mismo tiempo que gritó al cielo: “¡Nuestro Destino está en nuestras manos!” Se volvió. Bajó de los raíles y comenzó el regreso a casa por un pequeño sendero que corría parejo a las vías. Cogió una manzana de un árbol. La mordió. La escupió. Estaba agria. Tenía hambre. Todo tiene su tiempo. El hambre también se olvida. Caminaba a pasos iguales. Soñó en la paz de su casa, en la tarta de melocotón que había preparado el día anterior. Pensó en su padre. Iba a ser una tarde histórica. Se iba a acercar y sin decir palabra le iba a besar en la frente. Otra etapa de su vida. Su padre no andaba lejos de los sesenta. Un beso en la frente era lo mejor. Lo iba a hacer. Se lo pedía el cuerpo como nunca se lo había pedido. Había sido vencida por la terquedad de su padre. Sabía que él era lo que más quería: recibir. Lo iba a hacer. Quizás era más cariñoso abrazarlo y besarlo en la sombra de su barba. Llegó con el cielo azul marino. Las estrellas no tardarían en llegar. El pueblo estaba muerto. Cuando el pueblo expiraba alcanzaba la belleza de los finados. El párroco prohibía hacer espectáculos los domingos. Los titiriteros se marchaban al día siguiente. Entró por la salita que daba a la solana, por la habitación en donde estaba el piano de su madre. Su entrada coincidió con un arpegio casi con todas las teclas del piano, de grave a agudo. Ella, la Zeliuska rubia, sopló el saxo dando saltitos en el suelo. Ambos estaban de espaldas. Pilar salió a la leñera donde su hermano preparaba durante el verano la cosecha de troncos para el consumo de las chimeneas en invierno. Fue tan fulminante que ni el pianista ni la saxo tenor tuvieron tiempo de abrir sus bocas. 
El filo del hacha dio con tino en la tapa del piano, justo encima de la tecla fa, partiéndola en dos. Pilar dejó con exquisito cuidado el hacha contra la pared empapelada de margaritas y abrió la puerta que daba a las escaleras. Ya desde arriba, antes de encerrarse en su alcoba, escuchó decir a su padre con su timidez más extrema:
- Alguna vez se tenía que acabar el luto, digo yo.
Pilar supo que nadie se iba a atrever a entrar en su cuarto. Sin embargo, esperó. Cogió una pequeña maleta de cuero y la llenó sin mucha imaginación. Se sentó en una esquina de su cama y esperó inmóvil la hora de dirigirse a la carretera principal para coger el autobús que iba a San Martín. Si don Delfín el Organista vivía con un zurrón buscando un tranvía inexistente, ella también pondría todo el empeño para dar con la ciudad en la que habían construido la montaña rusa más grande del mundo. Allí encontraban la felicidad los desamparados del amor, según leyó en la peluquería en una revista francesa que habían abierto en la calle principal de San Martín. Y su padre decía que las revistas francesas siempre contaban la verdad.
Pedro la esperaba en la parada del autobús. Lloraba con el mismo desconsuelo que puso cuando lo sacó su hermana del mar. Sólo le dijo:
- Baldomero me ha dicho esta tarde que te da todas sus vacas con sus partidas de nacimiento.
Pilar echó una carcajada irrefrenable, la más larga y sorprendente carcajada que había echado y echaría en su vida. Se sintió libre y feliz. Por ese orden. Primero libre y después feliz.

FIN
Primer recuerdo AQUÍ                                               
Tercer recuerdo AQUÍ