jueves, 5 de diciembre de 2013

EN EL RÁPIDO MADRID-BILBAO




 Mi tía Alma se recogía su pelo negro en un pequeño moño, no más grande que un ovillo de algodón de repasar. Su cara de andaluza antigua comenzaba a languidecer con dibujos nuevos que marcaban una época desconocida. Su vestido de girasoles en un campo negro competía con sus ojos grandes, también negros, en una lid amañada. Mi tía Alma seguía siendo una mujer hermosa.
Un viejo de pelo blanco y corbata crema de seda, sentado al lado de la puerta del pasillo, miraba a la mujer que tenía enfrente sin dejar de masticar un mondadientes. Aunque tenía cara de palo, su mirada reflejaba un atisbo de sorpresa.
Mi tía y yo regresábamos a nuestra casa de encima del mar después de haber permanecido cuatro días en Madrid. Era la solución que siempre proponía la tía Alma después de que mis demonios me hicieran cometer una barbaridad. Cuando le explicaba el mal que había causado (casi siempre a Mariona, mi mujer), ella proponía abandonar el lugar de los hechos para analizar con objetividad las consecuencias de mi acción. Alma mantenía un apartamento en Madrid en el que en algún tiempo fue feliz con un bedel de los Nuevos Ministerios. “Todavía huele a habanos”, solía decir. Y a mi me gustaba acompañarla para no encontrarme con Mariona hasta que las cosas se arreglaban. Siempre que discutíamos, yo me refugiaba en casa de mi tía Alma, una casa grande que olía a viejo. Todo tenía muchos años. Hasta el canario era viejo.
Una semana antes me había quedado sin trabajo. Cuando me quedo sin trabajo, reviso los bolsillos de Mariona, cojo lo que hay y salgo a pasear por la playa. Mariona es de buena familia. Si mis padres no se hubieran matado en un accidente de coche, a lo mejor yo también sería de buena familia. Pero desde entonces viví con la tía Alma y con la China, una mujercita arrugada que no sabía llorar.

Quiero mucho a Mariona. Me gusta su pelo sedoso y sus pequeños mofletes todavía infantiles. Cuando se agacha para oler una flor siento palpitaciones. Tengo que llevar mis manos a mi pecho para tranquilizar mi corazón. Es cuando la llamo princesa, nubecilla y ala de mariposa.
- ¡Qué ridículo eres! ¿Qué vi yo en ti, Flaco?- me dice ella. Me encanta que me llame Flaco. También me encanta que me deje ponerme sus pantalones vaqueros. Usamos la misma talla.
Aquel día no me dejó. Mariona es terca y sabe hacerme daño. No me dejó ponerme sus pantalones y me llamó inútil y fantoche. Di dos zancadas. La distancia perfecta. Le aticé dos sopapos. De esos que retumban en el hueco de la escalera y las palomas que viven en la fachada echan a volar. Yo también salí volando a la calle dando un portazo. Hice lo que siempre hacía cuando las cosas se me ponían cuesta arriba: ir a casa de la tía Alma para que acariciara mis mejillas. Pero Alma estaba llenando su bolsa de viaje para irse a Madrid. Cuando recordaba el olor a puros habanos de su amor perdido, dejaba a la China al cuidado de la casa y volaba a edificar recuerdos in situ. Huí con mi tía. Dos buenas hostias en el rostro de tu mujer, acojonan.
Sabía que el viejo que mascaba un palillo no se iba a quedar en silencio.
- Si hay confianza-dijo agachando su espinazo.
El viajero se soltó los cordones de sus zapatos blancos y se descalzó. No llevaba calcetines. Se puso en pie para colocar sus zapatos en la red de encima de su cabeza. Los dobladillos de sus pantalones dejaban asomarse unos dedos largos que mordían como sanguijuelas la moqueta del vagón de primera clase de RENFE. Un tirón de la máquina sentó al viejo. Ahora sus pies se mostraban enteros hasta sus tobillos. Eran blancos, grandes, estrechos y largos, como remos de bogar. El viejo sacó un palillo de un bolsillo interior de su chaqueta. Lo colocó entre sus dientes. Volvió a poner sus ojos en el rostro de la vieja. Ella no se inmutó. Abrió su bolso de alpaca y sacó un paquete de cigarrillos. También los dedos de sus manos eran largos. Sin adornos. Cogió del paquete una boquilla de pobre y la mitad de un cigarrillo usado. Trabajaba con parsimonia. Trabajaba para quitarse de su cara el disparo de la mirada del viejo. Buscó en el bolso una cerilla con la calma que emplean los que saben que no la van a encontrar. Perdida la batalla, se puso la boquilla en sus labios. Su rostro largo, plagado de estrías, se volvió a mi tía Alma. Entonces se iluminó con una sonrisa. Me di cuenta que iba vestida de verde. Desde niño he relacionado el color verde con la alegría. Era un vestido demasiado usado para viajar en un vagón de primera clase. Era un vestido verde confeccionado para una fiesta de disfraces de barrio. La señora sacó del bolso un puñal. Lo colocó entre sus piernas. El puñal era precioso: fino y estrecho de hoja con cruz de damascos de plata. Suspiró la mujer. Empuñó la daga, más bien para que no resbalara al suelo. Abrazada a ella, parecía no temer la mirada del viejo. La guardó.
- La culpa tienes tú, que dejaste de fumar-dijo al viejo.
- Masca mondadientes. Todavía me quedan tres.
Mi tía enseñó un colmillo de oro, envidia de los muertos de hambre. Me pidió la bolsa de los bocadillos. Su mano con tres sortijas sacó una caja de cerillas de cocina.
- Coja las que necesite.
- Una.
La vieja encendió la colilla. Dio una calada profunda. Soltó el humo como las actrices de las películas americanas. Tres aretes en la pantalla del cine.
- ¿Molesto?-dijo la anciana.
Mi tía dobló su cabeza en un gesto dudoso. La anciana se levantó de un salto impropio para su edad. Salió al pasillo. El viejo corrió la puerta con su pie desnudo. El viejo de pelo blanco llevaba un traje blanco de lino. Era tan flaco como su propia sombra.
Entró el revisor. El revisor tenía los ojos muy azules. Yo sólo había visto muñecos de madera pintados con los ojos de ese color. El hombre del traje blanco tenía un billetero con una goma de sujetar el pelo. Sus dedos largos pasaron la goma de la cartera a su muñeca. Colocó los billetes en la mano de la autoridad ferroviaria.
- Son de segunda clase, señor. Me temo que se tendrá que cambiar de coche -dijo el revisor con voz rara.
- ¡Oh! ¡Qué desolación!
Alma pegó la punta de su zapato al mío. Me sonrió con media boca. Se sentía feliz con el compartimento solo para nosotros.
- Aunque quizá prefiera pagar la diferencia y quedarse aquí. Me temo que le será difícil encontrar asientos libres en segunda-dijo el revisor.- Su señora se lo agradecerá.
- No soy su señora-dijo la vieja separando las palabras.
- Su…-balbució el revisor.
- Soy la señora Illinois, actriz recitadora. Y la señora Illinois siempre viaja en primera clase. Vengo de trabajar en el coro de Agatón, en “Las Termóforas” de Aristófanes. Una actriz clásica no puede viajar en segunda clase.
- El coro siempre viaja en segunda-dijo el viejo escupiendo su segundo palillo.
- No me escupas el sarro de tus dientes, ¡cerdo!- exclamó la señora Illinois.
El revisor se quitó la visera y se pasó la mano por su mata de cabello gris.
- La diferencia es de veintisiete euros y treinta céntimos. Termino de revisar el vagón y regreso para saber la decisión que han tomado.
- ¡Siento sangre en lo profundo de mi dignidad!-exclamó la actriz con voz de ultratumba. Actuaba-. Estoy abatida por las ruindades de los hombres-dijo la actriz. Sus manos comenzaron a bailar en el aire -. Esta mañana he puesto mi puñal toledano en el cuello de un empresario para que me pagara ciento veinte malditos euros por tres días de actuación. Le he obligado a enterrar su cara en el barro suplicando que no le pinchara en la carótida. El empresario estrujaba con sus dedos seis billetes de veinte euros. He pinchado hasta que he sentido mi mano pegajosa de sangre. Le he arrebatado mi salario y me he dirigido a la estación a esperar un tren. Entonces apareciste tú con un muchacho y un burro cojo que traía mi maleta. Has venido con tu sudario blanco de director de escena y has sacado los billetes en la taquilla. ¡Me cago en tus muertos, Segundo Oficial! ¡Has olvidado mi maletín rojo! ¡Mis afeites, el cepillo para mi pelo, las pinturas, los colores, mi vida entera!
- Tu maletín rojo se ha quedado el empresario.
- ¡Mi revolver! ¡Has dejado que un empresario de tres al cuarto se quede con el revolver que me regaló mi marido en Filadelfia!
- Tú no has tenido nunca marido. El revolver era un pistolín mataperros que le robaste al Mago Membrino. ¿Recuerdas a Membrino? Lloró buscando su pistola.
- ¡Mambrino! ¡El Mago Mambrino, Segundo Oficial!
Alma había cerrado sus ojos. No quería volver su cabeza y ver el rostro de la anciana, seguramente asombrada por las correcciones groseras que ningún hombre puede airear en presencia de extraños. Mi tía Alma era una mujer de convicciones.
Regresábamos sin haber tomado ninguna decisión. Y si no tomamos ninguna decisión era porque no había nada que decidir. Como siempre. Esperar. Esperar la reacción de Mariona. Mi tía Alma se hizo cargo de mí desde el mismo día del accidente que mató a mis padres. Yo apenas contaba dos años. La China. Alma y la sirvienta China. Comían un saco de arroz entre las dos en un mes. Tuvieron que comprar leche, tarritos con frutas, verduras y aprender a tricotar ropa de bebé. Alma soltó sus bufandas. Confeccionó chaquetas y pantalones. Pero yo salí guapo y me empezó a querer y a gastar sus ahorros porque su niño guapo agigantaba su hermosura con ropa de niño rico. La China vendió el kimono de seda natural que le había mandado su familia para su mortaja. Hasta que me hice hombrecito. No hombre. Me hicieron entre las dos un pijo. Un joven que llegó una noche a casa con Mariona pregonando nuestro matrimonio.

Alma meneó la cabeza.
- ¿En qué estación han montados ustedes?- preguntó a la anciana.
- No se lo podría decir. Pero sí le puedo informar que hemos actuado en un pueblo apestoso: Herrerías de los Fresnos. El nombre es bonito. Pero sus habitantes parecen puercos.
- Hemos actuado en la plaza porticada de Fresnos de los Herreros-corrigió el viejo.
La señora Illinois miró con odio al anciano. Sólo un par de segundos. No sé por qué recordé la mirada de Mariona después de las dos bofetadas. No me la había quitado de la cabeza en todo el tiempo que había durado nuestra escapada. ¡La tía Alma! La tía Alma temía a Mariona más que yo. Le tenía pánico.
Vi al revisor de ojos azules pasar por delante de nuestra puerta sin mirar en el compartimento. También le vio la tía Alma.
- Un buen hombre o un cobarde-dijo mi tía con rabia.
- Los comediantes siempre damos pena-dijo la vieja mientras abría su bolso.
Sacó un collar de piedras negras. Miró al viejo. Se arrodilló entre sus piernas. El viejo le quitó el collar de sus manos y le dio tres vueltas en su cuello. Ayudó a levantarse a la anciana y la acomodó en su asiento. Los ojos del viejo se habían apaciguado. Los ojos de la anciana comenzaban a reír.
Alma dijo que eran las dos. Me pidió la bolsa de los bocatas. Colocó una servilleta en la mesita de la ventana. Puso encima medio pan grande preñado de filetes de carne rebozados. Invitó a los comediantes a que se acercaran. Dividió la barra en cuatro pedazos. Hubo vino y otra ración de tortilla de patatas. El viejo se calzó los zapatos blancos para comer. La vieja rezó y besó el pan. Los dos tenían hambre. Mucha hambre. Porque mientras comían, lloraban. No de agradecimiento. Lloraban de placer.
La anciana se sentó al lado del viejo. Recostó su cabeza en su hombro.
- No puedo soportar a esa pandilla de locos. Seguro que vienen berreando y tocando la guitarra-escuché decir a la vieja muy quedo.
- Es mejor no volver a verlos-dijo el viejo.
- ¿De qué vamos a vivir sin Compañía?
- Nos matarán. Cuando les digamos que no nos han pagado lo que creíamos, nos matarán. Es lo que deben hacer: matarnos-dijo el viejo manoseando su corbata de seda crema.
- ¿Cuánto te han pagado en realidad?- preguntó la anciana.
- Lo suficiente para ir tirando tú y yo durante un mes. Ya se me ocurrirá alguna patraña cuando lleguemos.
- ¿No te dan pena?
- No-dijo el viejo. Cerró sus ojos y en tres minutos resoplaba como un bendito.
También Alma se amodorró. La anciana jugaba con su collar de piedras negras de tres vueltas. De pronto, abrió su gran bolso de alpaca. Sacó la daga.
- ¿Te gusta?-me preguntó mostrándomela entre sus dos manos.
- Es muy hermosa-le dije.
- Cógela. Para ti. Ha servido para grandes montajes teatrales. Si este hombre hubiera defendido la propiedad de mi maletín rojo, te hubiera regalado el revólver que perteneció al Mago Mambrino.
- Gracias. La daga servirá de recuerdo de este viaje-dije guardándola en el bolsillo de mi chaqueta.
La tarde fue transcurriendo con placidez. Coloqué mi mirada en el paisaje que llegaba como un rayo para dejar paso a otro y éste a otro no muy diferente. Hasta que vi llegar una procesión por una vereda paralela al camino del tren. Un centenar de personas detrás de una virgen, que viajaba en las andas que transportaban cuatro campesinos, llegaba a una ermita con un campanil. Cohetes de romería pintaban en el cielo manchas de pólvora. Las ruedas del tren apagaban su explosión. Fue una visión fugaz que se quedó a mi espalda. Por eso no me gusta viajar de frente: el mundo se pierde en un instante sin permitirte guardar detalles. Entonces sentí en mi pierna el zapato de Alma.
- Creo que deberías regresar a casa y pedirle perdón- dijo mi tía.
Me empezaron a temblar las manos. Era como otras veces. Primero me temblaban las manos y después sentía frío en todo mi cuerpo, hasta que el vértigo traía a mis ojos miles de lucecitas de colores. Miedo. Tenía miedo de que Mariona no me dejara entrar en casa y me mandara a vivir con mi tía Alma y con la China en la casa vieja que olía a viejo, a soledad, a aburrimiento. Apoyé mis codos en la mesita de la ventana. Encerré mi rostro entre mis manos. Dejé pasar el tiempo escuchando el golpeteo de las ruedas del tren. Al entrar en Orduña, comenzó a llover.
Mi tía me despertó para que ayudara al anciano de pelo blanco a bajar la maleta del estante. El tren chirriaba casi parado rodando por su camino en una playa de vías que reconocí al instante. El compartimento se llenó de los ruidos que emitían las puertas de otros compartimentos del vagón. Pensé en la prisa que siempre nos entra de bajar los primeros al llegar a nuestro destino. La anciana se apresuró en despedirse. Salió sin mirar atrás. El viejo de pelo blanco y traje blanco no se despidió. Desapareció por el pasillo con la maleta al hombro. La tía Alma bajó la ventana. Dejó entrar el aire caliente del verano. Había parado de llover. A mí también me gustaba mirar la estación desde el tren en marcha. El tren entró en los andenes casi parado. Todavía rodaba los últimos metros cuando vi saltar a las vías al anciano de pelo blanco que ella llamó Segundo Oficial. Corrió hasta que el tren se detuvo. Recogió la maleta. La dejó en el suelo y ayudó a bajar a la anciana vestida de verde. Saltaban por el hormigón de las entrevías. Les perdí de vista cuando rodearon el motor de un tren de cercanías. Corrían como dos locos.
En la puerta del vagón se amontonaba un grupo preguntando al revisor de ojos de muñeco pintados de azul por nuestros compañeros de viaje. Me abrí paso a codazos. La tía Alma me seguía arrastrando nuestras bolsas de viaje.
Supe que estaba allí sin verla. Fue un mazazo que me pegó de lleno en mi estómago. Luego la vi y me volví para agarrarme del brazo de la tía Alma. Ella también la había visto.
- Tranquilo-me dijo-.No tenía que haberle llamado a la China para decirle que regresábamos hoy.
Mariona estaba en medio de la China y de su amiga Carmencita Morales, una juez que antes del euro te daba veinte duros si le tocabas. Mis piernas se me habían agarrotado. Alma me empujaba con las bolsas de viaje para que me acercara. Quise decirle a la tía que no podía andar. Pero es que tampoco podía hablar. Metí la mano en el bolsillo. Encontré en su interior la daga que me había regalado la anciana del vestido verde. Sin sacarla, empujado por los nervios, intenté clavármela con todas mis fuerzas. Se dobló. La saqué del bolsillo para enderezarla con ambas manos. Era de plástico.
 
FIN


Getxo, 16 de noviembre de 2013.

jueves, 31 de octubre de 2013

MI CUÑADO VIVE EN EL APARTAMENTO DE AL LADO



El teléfono del apartamento de al lado suena siempre a las tres de la mañana. Mi mujer me da un codazo y yo me despierto con un susto de muerte.
- ¿Es que no lo oyes? ¡Ya está otra vez el maldito teléfono!-grita mi mujer.
- Duérmete-le digo.
- ¡Patalea el teléfono y me mandas dormir! Anoche dio doce timbrazos. Todos seguidos: ¡rin, rin, rin! Y tú tan feliz baboseando como un bebé. Si me da un infarto, tú no te enteras.
Espero paciente a que mi mujer se calme. Sé que tiene razón. Pero si las casas tienen tabiques de papel de fumar, poco se puede hacer.
- Es increíble lo de ese hombre-dice mi mujer más sosegada.
Ese hombre” es hermano de mi mujer. Me hago el loco. Algunas veces da resultado y mi mujer vuelve a coger el sueño. Cuando se desvela se puede levantar y ponerse a encerar el suelo.
- Mañana saldré a dar una vuelta por los bares de abajo. Tu hermano suele tomar unos cuantos cafés antes de entrar a trabajar-digo.
- ¿Encima vas a confraternizar con él?
- Sólo quiero decirle lo que ocurre y pedirle que desconecte el teléfono cuando va a trabajar a la gasolinera. Tu hermano siempre ha sido un hombre razonable- digo.

- Un hombre razonable que me endilgó a mi madre en bragas-dice engordando la voz como las mujeres fatales en las películas malas.
No tengo ganas de discutir. No tengo ganas de discutir a las tres y diez de la madrugada sobre sus problemas familiares. Me apoyo en el costado izquierdo a ver si se da por aludida y me deja en paz.
- ¿Te acuerdas del día que dio la patada al perro?-exclama sentándose de un salto.
Veo que no hay nada que hacer. Las vigilias de Milagrosa son temibles. A veces se queda pensativa y, al rato, le coge el sueño. Cruzo los dedos. Al que se le ha ido el sueño es a mí. Me siento en la cama y miro por la ventana. El patio está dormido. No hay ninguna ventana con luz. Me vuelvo a tumbar. Así veo una rayita de cielo por encima del tejado del bloque de enfrente. Entra mi suegra en nuestra habitación.
- Dios hizo la noche para descansar-dice.
- ¿Y usted qué hace levantada?
- Mis necesidades, hijo.
Milagrosa no trabaja. Antes de ir a casarnos al juzgado, me dijo: “Quiero ser madre. No de un hijo, sino de los que vengan. Me voy a dedicar al cuidado de nuestros niños. Es una tontería que comience a trabajar para dejarlo dentro de unos meses, cuando me ponga de parto”. Desde entonces han transcurrido veinte años y sigue tan fresca. Ella es licenciada en Historia. Con matices. Descubrí sin querer que no había pasado del tercer curso. Pero es licenciada en Historia. Hay pecadillos que es mejor callarse. El médico dice que todavía somos jóvenes y podemos tener un susto. Otro pecadillo. Milagrosa va para los cincuenta y yo ya los he cumplido. Hace tres o cuatro años ella me pidió ayuda para redactar su curriculum. Entonces pensé que me tendría que confesar con su propia boquita de piñón que no había terminado la Universidad. Yo creo que con el tiempo se ha creído su propia mentira. Uno olvida lo que quiere. Al menos, en su historial escribió Licenciada en Geografía e Historia y para corroborarlo agregó un recibo de la matrícula del primer curso. La dejo hacer. Bastante desgracia tiene con su frustrada maternidad y con reñir a su madre.
Milagrosa suele comprar patatas fritas, ganchitos, y los comemos con la tele puesta. Le digo que la tele me da dolor de cabeza. Ella dice que da ambiente. También le gustan los pepinillos en vinagre. Dice que tiene antojo. Luego me dice que ella es un bluf. Yo no le comprendo qué es ser un bluf, pero me da igual. Antes íbamos al cine un par de veces por semana. Había un cine cerca de casa en el que daban buenas películas. Lo cerraron. Ahora bebemos cerveza hasta gastarnos el dinero de las entradas del cine. Hemos cambiado cine por alcohol. Milagrosa es una mujer atractiva. Lo que más le luce son sus zapatos de tacón y su pelo largo. Camina como una modelo: clac, clac, clac y cruza las piernas. La gente se vuelve a mirarla. Sus largos cabellos se balancean moviendo sus caracoles hacia delante y hacia atrás. Algunas veces le digo:
- Con ese pelo rubio y esos zapatos de cristal pareces un bicho malo.
- Este pelo sólo me da trabajo. Me lo peino así para que metas tus narices en él-. Y me pone su codo en mis costillas. Hace cosas raras.
- Huele a canela.

Ella se pone contenta. Le sale un gesto como cuando era joven. Seguro que se lo cuenta a su madre. Y su madre le presta unas gotas de una colonia barata que compra en la droguería de doña Clara Pampliega, una mujer baja y ancha, Clara la Redonda le dicen en el barrio con cariño.
Mi suegra: doña Adela Martín de Larumbe. Le gusta sentarse con nosotros en la sala. Ella tiene su habitación. La mejor. “Pero si a mí me da igual”, nos dijo cuando le dimos a elegir. “Bueno, creo que por esa ventana veré salir al sol”. Ve todo lo que no vemos nosotros. Ve las pistas de patinar de los niños, la piscina, la autopista, el valle con fábricas, los montes que un día tuvieron hierro en sus entrañas. Ve salir al sol por cinco lugares diferentes. Ha colocado cinco cactus en el alfeizar de la ventana señalando su recorrido anual. A cambio, nosotros vemos un patio interior en donde colgamos la jaula del jilguero. Si el pájaro canta, es que está contento. Y canta. También canta doña Adela Martín de Larumbe. Canta boleros de mucho amor. De esos que dicen que se le queman los centros. Estira sus labios arrugados para pintar el aire con una voz tan fina como un hilo de seda. Y el jilguero infla sus papos y la sigue mudando la atmósfera enviciada de nuestra habitación. Porque doña Adela se encarga de ponerme el café del desayuno y de acompañarme hasta la puerta a la hora de ir a trabajar al Banco mientras su hija sigue durmiendo. Hace poco tiempo, me han comunicado mi próximo ascenso a apoderado. Todavía no he dicho nada a mi mujer. Es mejor meterse el caramelo entero en la boca que chuparlo a ratos. El día que se lo diga, a lo mejor compro una docena de pasteles surtidos. 
 Aunque el salón y parte del pasillo de mi cuñado colindan con nuestra vivienda, él entra en casa por otro portal. Mi cuñado se llama Martín. Es alto y tiene los huesos un par de números más grandes que lo que le corresponden para no ser feo. Y sus manos son pequeñas, como las de un muñeco. En cambio, sus pies son grandes, a lo mejor un cuarenta y cinco, escondidos en unas botas de alta montaña. Mi cuñado, o “ese hombre”, como dice Milagrosa, es un soltero agrio que ya ha pasado de los cincuenta. Mi cuñado puso a su madre en la calle sin bragas y con los rulos en su cabeza sin ninguna explicación. Adela Martín de Larumbe, anciana y viuda de un bedel de Instituto de Enseñanza Media, tuvo que bajar las escaleras de su portal, dar la vuelta a la casa, subir las escaleras de nuestro portal y pedir refugio por caridad porque su hijo había renegado de ella con su voz de bajo amaestrada en el coro de la parroquia. Así nos dijo mi suegra, eso sí, sin lágrimas en sus ojos. Puedo jurar que nunca la he visto llorar. Ni de pena ni de alegría. “Sólo se llora en los boleros”, me dijo un día. Cuando se murió su marido de fumar puros, se quitó un imperdible de la solapa de su chaqueta y le pinchó en una mano antes de cerrar el féretro. “¡Por tonto!”, le escupió. Todavía no sé por qué hizo eso. Sí. Mi suegra es una mujer dura. Sin embargo, no desmiente a su hija sus mentiras sobre sus estudios universitarios ni le lleva la contraria en nada. Si Milagrosa atrapa un berrinche, doña Adela se mete en su cuarto, saca del cajón de su mesilla “El diablo Cojuelo”, y se sienta en su butaca a leer. “¿Pero todavía no lo ha terminado?”, le pregunto. “Muchas veces. Lo he terminado muchas veces, pero lo vuelvo a empezar otra vez. Es para conservar la vista”. Yo creo que no lee. Yo creo que está dormitando o quizás rezando el Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero o el Yo pecador, me confieso a Dios, porque aunque no le tiene miedo a la muerte (“sólo a la soledad”, suele decir) va los domingos a la parroquia de los Sagrados Corazones a misa de once, que es cuando canta el coro y suena el órgano y su hijo Martín, el mismo que la echó de casa sin bragas y con rulos, canta con su voz poderosa de bajo y ella la distingue entre todas, yo creo que porque desafina. Así son las madres. Les das en una mejilla y ponen la otra para sentir la bofetada como una caricia bajada del cielo. No es como mi madre, pero también ella es madre. Mi madre era cariñosa, daba besos a mi hermano pequeño. Ponía la tele y se ponía a llorar. “¡Pero si son las noticias!”, le decía yo. “Por eso me conmuevo, hijo”, decía secándose las lágrimas con los dedos. Mi padre era escritor. Escribió trece novelas. Se las publicaba él en una imprenta que estaba en los bajos de nuestra casa. Era un escritor original. Primero diseñaba la portada del libro. La mandaba imprimir. La colocaba encima de su mesa de limoncillo y escribía las tripas del libro. Era cuando decía: “Ando con las tripas”. El título lo ponía al final. No he leído ninguna novela de mi padre. Me dan miedo. Mi hermano pequeño, el que se llevaba todos los besos de mi madre, los empezó a enviar a las editoriales. Ha conseguido que se los publiquen. Las críticas son buenas. Se venden. Mi mujer los devora. El que más le gusta es uno que se titula “La reina goda”. Mis padres se murieron jóvenes. Ella antes que él. Mi madre de cáncer. Igual que mi suegro, el bedel de instituto. Si no te mueres de cáncer, te llaman raro, como canta Admeto Tatas, el griego. Mi padre se murió probándose unas zapatillas para el invierno. Se llevó las manos a sus ojos y cayó fulminado. Mi mujer tiene celos de mi hermano pequeño. Tiene celos porque mi hermano me llama por teléfono todas las semanas, porque me soba los michelines para colocarme los pantalones en su sitio (se me caen por la tripilla cervecera), ¡yo que sé!, porque nos queremos. Somos cuatro hermanos y nos llevamos de cine. Cada uno es como es. En realidad, Milagrosa tiene celos de todos mis hermanos. Lo que pasa es que mi hermano pequeño es soltero y tiene cara de bebé. Yo le digo que ella tiene hermano y madre. “¡Menudo par!”, me suele responder. Milagrosa ha llegado a echarme en cara el que no le hubiera presentado a mi padre. “¡Pero si mi padre se murió mucho antes de conocerte yo!”, le digo. Entonces se queda en silencio. Un silencio que puede durar cinco minutos o cinco días. La realidad es que me da un poco igual. Ella está celosa de mi vida privada. Y mi vida privada no es interesante ni profunda. Casi siempre es así. Yo también creía que Milagrosa era una mujer con pisos de sabiduría. Y mira.
El gran problema es el teléfono de mi cuñado. Es duro que te despierten a las tres. Es un suplicio que lo hemos dejado podrir. Hasta se me olvida que se llama Martín. Y le llamo cuñado. A él le hace gracia que le llame cuñado. Que le diga:
- ¡Hola cuñado!
Martín mete su cabeza entre sus hombros, como una tortuga. Comienza un conato de sonrisa o dibuja un gesto de tristeza infinita y dice:
- ¡Qué te chinguen!
Habla mal. Dice que pertenece al ramo de la gasolina y que los del ramo de la gasolina siempre han hablado mal. Habla mal también con los curas y con los ricos. Bien. Pues un día le dije:
- Todas las noches suena tu teléfono a las tres.
- Alguna puta. Ya le dije a mi hermana que no compréis ahí vuestro piso. Ella quería abrir una puerta para estar todos juntos. ¡No te jode!-terminó con su voz de bajo coral.
Se lo dije alguna vez más. Hasta que me miró con sus perennes ojos de sueño y me dijo:
- No seas indigesto. A las tres de la noche yo estoy con la manga en la mano. Si me dan fuego, me convierten en antorcha.
Le dejé en paz. Y desde entonces casi no le he visto.
Algunas tardes tengo que ir al Banco a trabajar. Si salgo de noche voy a un sitio que ponen buena música. Preparan bien las copas. Es de un negro de Cuba que usa pajarita y se tiñe el pelo de paja. Le traen ron de allí y usa Coca Cola de botella de cristal, helada. Le pone un poco de lima. El trago entra sin querer. Me atrajo el nombre que tiene el sitio: Canto de Sirenas. Y me gustó. Le pregunté al negro a ver si sabía lo que significaba “canto de sirenas”.
- Mentiras agradables, señor.
- Pero que encubren algún mal-dije.
- Así será- me respondió sin mucha convicción.
Siempre que voy, el barman me trata con cariño. Se llama Silvio. Es un negro corpulento de labios finos, manos arregladas, con la fuerza de un gorila. Un día vi cómo sacaba a dos sudacas, acogotados con sus manos, porque uno de ellos había roto su vaso de tubo en la cabeza del otro. No es un sitio de peleas, pero nadie se libra de gente que no sabe estar.
Voy y entro en el local por la doble puerta. Me quedo en la barra. Miro con disimulo a la gente de las mesas. Así, de casualidad, descubro a mi cuñado sentado en una mesa, revolviendo su café con una cucharilla. Espero un rato a ver si levanta su cabeza. Bebe el café negro de un trago, sin sacar sus ojos de la taza ni cuando su borde le toca su nariz. Silvio sale de detrás del mostrador con otra taza. Parece que son viejos conocidos. De los que se entienden sin hablar. En los altavoces suena “Draculina”, una canción que hizo famosa el travesti Violeta la Burra, en los bares lumpen de Barcelona, ataviado con collares de pimientos rojos. Me planto frente a él.

- ¿Cómo te va, cuñado?
- Bien- me responde con su voz de contrabajo.
- ¿Haciendo tiempo para ir al tajo?
- El café me quita el sueño. Te invito a una copa-. Levanta un brazo largo.
- ¿Lo mismo?-dice Silvio desde su puesto de mando.
Me siento frente a él. Tengo la sensación de que me sonríe o intenta sonreírme. Estoy contento. Mi cuñado no es mala persona. Es raro. Parece mala persona pero es raro. Parecido. Le voy a decir que he estado en el Banco toda la tarde. Para qué. Él ya sabe que he estado trabajando. Creo que me conoce bien. Además, sé que a mi cuñado le importa un rábano en donde he estado ni lo que hago. Así que me quedo en silencio. Cuando el negro me trae la copa, la segunda, Martín chasquea la lengua y me mira de pasada. Silvino el negro pone en el plato Penny Lane. Me acuerdo de mi padre. Siempre que escucho Penny Lane me acuerdo de mi padre. La cantaba oyendo el murmullo que salía de “las tripas” de sus libros. “No sé para qué escribo, pero he tenido la bendita suerte de saber escribir”, solía decirnos en la mesa.
- Mira cuñado- digo-. Tiene que existir alguna solución para que tu teléfono deje de sonar a las tres de la madrugada.
Levanta sus ojos hasta los míos. ¡Le brillan! Nunca había visto brillo en los ojos de mi cuñado. Pienso que a lo mejor se ha puesto lentillas. ¡Me sonríe! Me sonríe sin tapujos, a cara descubierta. Ahora se parece un poco a Milagrosa cuando lee tiras de Mafalda. Pero hace un gesto de hartazgo.
- ¿Mi madre se porta bien?-me pregunta con una entonación de voz desconocida para mí. Que su teléfono no nos deje dormir le trae sin cuidado. Me pregunta a ver si su madre se porta bien. Como si su madre fuera una niña.
- ¿Tu madre? Tu madre no es una niña.
- Eso ya lo sé.
- Ya-digo- ¿Entonces?
Mi cuñado saca el móvil y mira la hora.
- Las diez menos cinco-dice.
Se levanta. Al pasar por mi lado me aprieta un hombro. Sale con andar brioso sin despedirse de Silvio. Tampoco de mí. Me ha apretado un hombro. Yo no hubiera sido capaz de apretarle un hombro a él. Me da un escalofrío. Pido otro trago. El tercero. Voy a mear. Recuerdo que la gasolinera en donde trabaja Silvio está a la vuelta. Sé que trabaja de diez a ocho de la mañana. Sé que libra un día. Sesenta horas a la semana. Al regresar de mear cojo el vaso y lo pago. Me quedo en la barra. En pie. Ahora suena Lucy in the sky with diamonds. Siento que la lengua se me está poniendo gorda. Tres. Uno me sienta genial. El tercero justo me permite conducir con un ojo cerrado. Lo termino. ¡Qué coño! Me ha dicho el director que desde el día uno del próximo mes soy apoderado. Digo en casa que lo estoy celebrando y ya está. Recuerdo que he venido en metro. Me entra una risa tonta. Le doy la mano al negro. Es la primera vez en mi vida que doy la mano a un negro. Constato que no se nota el color de la piel al roce. “Volveré”, digo como despedida. Tres copas pueden volver idiota a un mono.
El sobaco de un gordo que viaja pegado, me espabila. Llego a casa un poco hablador. Da lo mismo. No me atienden. Mi mujer está viendo el debate de antes de acostarse. Me dice que la cena está donde siempre. Doña Adela me sigue a la cocina y me pide los zapatos. Un olvido. Me trae las zapatillas. Me estira de la solapa de la chaqueta. Me la quito. Otro olvido. Se la lleva a mi cuarto. Estoy sentado a la mesa. Miro como un lelo al plato que tapa a otro plato. Las manos de doña Adela llegan como dos urracas y se lo lleva a la fregadera. Volando. Tercer olvido. Tortilla de patatas. Como un trozo. Devoro un trozo de pan. No bebo vino. Cuarto olvido. Me voy a la cama. No le digo a mi mujer que he estado con su hermano. Tampoco que me van a hacer apoderado el lunes próximo. ¡Que le chinguen! Al pasar por su lado me obliga a darle un beso. Otro olvido. Me dice que huelo raro.
- Me he tomado un cubata. El premio al guerrero.
- Se dice: “El descanso del guerrero”- me dice sin quitar ojo de la pantalla de la tele.
- Eso voy a hacer ahora.
Me duermo al instante.
Me despierto asustado. Es de noche. Mi mujer duerme profundamente. Levanto la cabeza de mi almohada para escuchar mejor. Estaba soñando con ruido antes de despertarme. Miro hacia la puerta. Permanece abierta como siempre. Un haz de luz cruza el pasillo. Otro. Me levanto y voy a la sala. Mi suegra, sentada en la butaca de mi mujer. De espaldas. Tiene una pequeña linterna metida en su boca. Encima de sus piernas, el teléfono. Marca. Al otro lado de la pared del pasillo comienza a sonar el teléfono de mi cuñado. Pongo mis dedos encima de la clavija de colgar. Se hace el silencio. En el reloj de pared que heredé de mi padre dan las tres. No enciendo la luz. La que entra de la calle es suficiente para ver los ojos asustados de mi suegra.
- Pégame si quieres. Pero no le digas a Milagrosa que la que llama por teléfono a Martín soy yo. Él tiene conectado su móvil a su teléfono y algunas veces me coge. Es que su media hora de descanso comienza a las tres. Ya sabes que yo no sé manejar los móviles. He nacido a destiempo.
Enderezo mi columna y voy a la cocina. Casi no se ve nada. Abro la puerta del armario de los vasos. La sed del ron cubano. Todo lo que palpo son platillos. A la derecha de los platos están los vasos. Se cae algo. Rebota contra el mármol y cae al suelo haciendo plaf. Un vaso. Piso un trozo de cristal. Se me clava bien clavado en la planta del pié.
- ¡Mierda, mierda, mierda!
Se enciende la luz de la cocina. Es Milagrosa.
- ¡Qué patoso eres!-dice.

FIN








miércoles, 2 de octubre de 2013

EL LAGO DE LOS PATOS

 
Se acababa de quedar sin trabajo. Seis meses de paro y a verlas venir. Era químico, con los tres años del doctorado terminados. Se llamaba Oscar. Usaba corbata. Comenzó a buscar trabajo. Iba al centro de la ciudad y entraba en los comercios. Preguntaba mirando a los ojos de su interlocutor. Eso al principio. Después preguntaba con la mirada en la punta de sus zapatos. Un día que estaba cansado entró en una iglesia y se metió en un confesonario a comer pan con media pechuga de pato. Confesó a una mujer. Descubrió un parque. Un hombre vendía cucuruchos de papel con patatas fritas. Una mañana contó los paquetes que vendió el patatero. No le pareció un buen negocio. También iba a sentarse a la estación del ferrocarril. Los bancos de la estación estaban muy solicitados. Su suegro solía dejar monedas y algo de papel en el cajón de su mesilla. Oscar comenzó a hurtarle algunas monedas. Cuando reunía el dinero suficiente para ir al cine, se sentía feliz. Oscar solía pasar muchas horas con el ordenador. Le llamaron de un laboratorio. Le contrataron para tres meses. Y se sintió dichoso. No se puso corbata.
Ella era gorda. No era una gorda de esas que te sacan la risa. Era simplemente muy gorda. Era guapa. Casi todas las gordas proporcionadas son guapas. Si adelgazan, son feas. Era maestra. Daba clases particulares en la mesa del comedor de su casa. Tenía pequeños grupos de gente menuda. Vecinos. Los grupos llegaron a ser parejas, luego individuos y después humo. Fue como si todos los niños del barrio crecieran de golpe. Se llamaba Inés.
Oscar e Inés no estaban casados. Ni en la Iglesia ni en el Juzgado ni en el Ayuntamiento. Modernos. Inés era una mujer impulsiva. Oscar era un hombre paciente. Ella se irritaba. Él la reconciliaba.
La niña se llamaba Blanca. Tenía cinco años. Su mejor amigo era su abuelo. Blanca quería tener pitilín. Era su gran problema.
El abuelo estaba prejubilado. Era viudo. Se llamaba Miguel. Tenía dos ojos. Uno de cristal, azul. El sano era de color marrón. Daba un poco de temblor. Le hablaban mirando al suelo o al cielo. Según la altura del interlocutor. Cuando enmudecía se veía que era una persona buena. Las personas buenas tienen voz joven.
Al regresar del colegio Blanca hablaba a su abuelo de sexo. Miguel le escuchaba con mucha atención. Bueno. Lo que hacía era no interrumpirle. Miguel pensaba en el lago de los patos. Era una época en la que llegaban los patos azulones a criar. Cuando arrancaban a volar daba gracias a Dios por haberle dejado un ojo. Era suficiente para contemplar aquella maravilla.
 Oscar e Inés discutían por la tarde. Discutían para no aburrirse. Cuando las cosas se ponían raras, Oscar cambiaba de conversación. Era un maestro en aplacar enfados. Después de fregar los platos esperaban sentados en el sofá a que el abuelo y la nieta llegaran del colegio. Entonces discutían de cómo se hacía un curriculum con gancho. El abuelo iba al club de jubilados a jugar al chamelo y el matrimonio salía con la niña a mirar supermercados. Compraban las ofertas. Al ponerse el sol subían a la loma de detrás de su casa a ver volar a los patos desde el lago a los campos encharcados. Trataban de contarlos cuando echaban a volar. El abuelo había enseñado a su hija a silbar como los patos. Ahora le estaba enseñando a su nieta. 
Miguel, al regresar de jugar al chamelo, pasaba por casa y se cambiaba los zapatos por las botas altas de goma. Rodeaba el lago por el Este, que es su parte más estrecha. Caminaba con las manos en la espalda. Silbaba. También cantaba Amapola y Strawberry fields forever. Trepaba el cerro. Semioculto por los troncos de unos olmos, preparaba media docena de anzuelos. Los anudaba a un trozo de pita fuerte y los clavaba en la tierra más seca amarrados a un palo de brezo. Los patos surcaban el aire por encima de su cabeza: eran grupos de ocho, emparejados, dos detrás de otros dos. Miguel ponía en los anzuelos gusanos de tierra. Después rodeaba el lago y regresaba a casa con la noche puesta. Conocía el terreno como la palma de su mano. Sólo temía al guarda. No a la multa. Era un guarda con el libro de sanciones fresco, enseñado como un perro a seguir las huellas de los cazadores furtivos. Miguel temía a la vergüenza. Aunque los vecinos del lago andaban con anzuelos en el bolsillo, comer patos del lago en época de crianza era un descrédito desde tiempo inmemorial. Por eso esperaba a las primeras luces en su puesto de ladrón. Siempre caía alguno. Si tenían plumas azules o verdes, las guardaba para adornar la cinta de los sombreros. Miguel sabía hacer sombreros de fieltro de mirar a su madre cuando era chico. Su madre hacía sombreros para caballeros. Lo tuvo que dejar porque ya no se llevaban los caballeros. Miguel lo contaba así. También conocía los cañaverales en donde hacían sus nidos las patas. Envolvía los huevos en papel de periódico, uno por uno y los guardaba en los bolsillos de su capote. La cena.
  - Te van a llevar a la perrera, padre-le dijo su hija por la mañana. El otro día saltó de la cáscara de un huevo un patito vivo al aceite hirviendo de la sartén.
- Bebes demasiado. Una hija borracha es una desgracia. Yo jamás cogería un huevo gozado. ¡Vamos, anda! Prepáralos con ajos fritos. Pero mejor mañana-le respondió su padre desde el otro lado de la ventana, en la calle.
- ¿Está bueno el tiempo?-le preguntó Inés.
- Según para qué-dijo Miguel-.La tierra está húmeda. Hay brisa para colgar la colada. Esta noche estará bueno para patos. Podemos freírlos y ponerlos en tarros en escabeche.
- Te vas a llevar un tiro en el culo. Ese guarda es malo. Me han dicho que ha sido guardia civil.
- Peor para él-dijo Miguel-. Te traeré más tarros.
- No me hacen falta. Todavía me queda pato del año pasado-dijo Inés.
- Ya.
- ¡Qué es ya!
     - El paro, hija, el paro.
- Saldremos adelante. Oscar está esperando que le llamen de la oficina para prolongarle el contrato. A mí ya me caerá algún niño. Ya verás.
- No deberías ducharte con la puerta abierta- dijo Miguel metiendo su ojo bueno en la cocina. Su ojo azul parecía una estrella. Siempre que alguna frase le hacía gracia, le brillaba el postizo con enigmáticas reverberaciones.
- Me ducho en familia-dijo Inés.
- Es por la niña-dijo su padre.
- ¡Es mi hija!
- A la niña le preocupa el sexo. Contigo fue igual. Primero fue el sexo y después la muerte. Es el orden de las preocupaciones infantiles. Suena raro, pero es así- dijo Miguel.
- ¿Yo me preocupaba por el sexo?-dijo Inés.
- Primero por el sexo. Después por la muerte- repitió Miguel. El domingo te estabas duchando con la puerta abierta. Vi cómo la niña entraba en el baño y te observaba con detenimiento.
- Yo también la vi.
Se agachaba y se levantaba a mi alrededor.
- Buscaba tu sexo-dijo Miguel.
- ¡Y no lo encontró!-exclamó Inés inflada de risa-¡Pobre Blanca! Miraba por delante, miraba por detrás. No se da cuenta que un buen faldón de tocino cubre las cosas de los gordos.
- No hay día que no me diga que está muy preocupada-dijo Miguel.
- ¿Y eso?-dijo Inés.
- Porque eres la única mamá que no eres ni chico ni chica.
Es cuando tocaron la aldaba. Tres golpes secos. Miguel rodeó la casa por el prado. Lo descubrió desde la otra esquina de la casa. Era el guarda. Tenía unas plumas de pato en la mano. Se le secó la garganta como cuando de niño el cura le metía la Hostia en la boca. Se ahogaba. Alguna vez tuvo que sacársela antes de que le diera la arcada y guardarla en el bolsillo del pantalón. Al salir a la campa de la iglesia la escondía debajo de una piedra. La ponía siempre debajo de la misma piedra. Con el tiempo desaparecían. “Se las comen las hormigas”
- ¿Y estas plumas?-preguntó el guarda a Miguel sin dar los buenos días. Era una buena puesta en escena.
- Buenos días, general-dijo Miguel.
- Pregunto por las plumas-dijo el guarda del lago. Tenía la carabina colgada al hombro. Era alto y flaco. Seguramente se le podían contar las costillas. Tenía un colmillo de abajo arreglado con plata, los labios finos y la nariz rara.
     - ¡Usted sabrá en donde las ha encontrado!
- En la puerta de su casa.
- El viento es malo a veces.
     - Creo que usted hace sombreros de cazador-dijo el guarda del lago.
- Déme el suyo. También las plumas. Si su sombrero es marrón le van las plumas verdes.
Miguel abrió la puerta de su casa. Invitó a pasar al guarda. Lo condujo al comedor, donde su hija enseñaba aritmética y hacía dictados cuando venía algún crío. Sacó del aparador una caja de galletas con agujas, hilo y plumas de pato. Eligió las plumas más anchas y brillantes. Las cosió en un abrir y cerrar de ojos, las sujetó en la cinta del sombrero y se lo colocó él mismo. Le invitó a mirarse en un espejo de pared. El guarda hizo un gesto coqueto.
- Parece un sombrero nuevo-dijo el guarda.
- ¡Hija!-dijo Miguel- Trae un par de tarros de pato a la vinagreta del año pasado. Son para el guarda del lago. Los del año pasado están más jugosos.
Inés entró en el comedor con los tarros en una bolsa de papel. El guarda estaba firme. Más que firme, rígido. Inés extendió sus manos con los tarros a las manos del guarda. Miguel adivinó que los músculos del guarda eran piedras.
-Yo antes tenía un perrillo que se llamaba Samuel-dijo Miguel procurando mirar al guarda con el ojo azul. El bueno lo cerraba haciéndole un guiño de muerto.-El perrillo me salió cazador. Algún hombre malo le metió un tiro en la frente. Buena puntería.
El guarda no recordaba que un tuerto le hubiera guiñado un ojo sin parecer ciego. Sintió un escalofrío entero. De los que comienzan en el cráneo y terminan en los dedos de los pies. Extendió las manos y cogió el paquete que le daba Inés.
     El guarda miraba al suelo. Cerró los ojos y puso su mano izquierda en la culata de su fusil. Necesitaba tocar madera.
- Venga cuando quiera-dijo Miguel-Aquí los patos sobran. Pero es mejor que se acerque cuando traigo a mi nieta del colegio. Está muy salada. Anda con lo del sexo y esas vainas. Seguro que le pregunta a ver si tiene cojones como los de su abuelo.
FIN




lunes, 2 de septiembre de 2013

FIDELIDAD (De la Saga Mochita)



Además de parecer una mariposa, hablaba con voz radiofónica. Por eso la señora me dio el trabajo de coger el teléfono. Al sonar la chicharra, colocaba mi mano encima de su lomo y comenzaba a contar los zumbidos con los dedos de una mano. Al terminar el quinto timbrazo, descolgaba y decía con voz de azafata de aeropuerto: “Mansión de los Barones de Escarpín. ¿Con quién desea hablar?” Musitaba la frase como un ángel de voz celeste. Nadie se imaginaba que llevaba medias grises de punto (tenía las safenas gordas), me cubría los hombros con una toquilla azul y me sacaba los pelos del mentón con una pinza que me regaló la señorita Rebeca. Con el primer duro que me pagaron el primer mes, me compré un lazo color carne y me lo planté en lo plano de la cabeza. Todo el mundo me dijo que el lazo parecía las alas de una mariposa. Lo llevo desde hace setenta años. Cómodo. Dos horquillas y a volar.
Mi señora se llamaba doña Antonia San Román. Creo que era catalana porque hablaba difícil. Me llevó a su casa para que me enseñaran a bruñir el suelo con cera dura y chancletas deslizantes. Ella le llamaba “brochar a la francesa”. Desde mis trece años, arrastro mis pies dentro de unas bayetas especiales que doña Antonia compraba en Burdeos. Precisamente fue doña Antonia la que descubrió mis dotes radiofónicas, una mañana que me escuchó cantar mientras bruñía la madera, aquella ranchera que dice:

Niño que en cueros y descalzo
vas llorando por la calle,
ven aquí y llora conmigo,
que tampoco tengo madre,
que la perdí cuando niño.

La cantaban en la radio que el señor trajo de Alemania. Solía llorar. Yo tampoco conocí a mi madre.
Ninguna persona del servicio podía atravesar el salón cuando sonaba el teléfono. Sólo yo. Creo que los señores me creían un soplo, una corriente de aire sin ojos para ver ni oídos para escuchar. Patinaba mis pies aupados en mis chanclas mágicas por la tarima de la casa y me enteraba de todo. Escuchar y callar.
La casa en donde serví desde niña y me senté a esperar la muerte en un rincón del camarote, era un palacio inimaginable, construido por los antepasados de mis señores a la orilla del mar. Aunque la casa tenía casi cien años, todavía dibujaba, en los amaneceres de sol, su imponente silueta en la arena de la playa en donde enterraba sus pies. Su dueño, mi señor, se llamaba don Jaime Iturrate, descendiente directo de los fundadores de los Hornos Chenot en Vizcaya, que teñían de infierno las aguas de la Ría. Don Jaime, además de heredero de aquel imperio de chatarra, era un afamado pintor de putas pobres, que había dejado el destino de sus fábricas en manos torpes. Hay libros gordos en la biblioteca dedicados íntegramente a su pintura. He leído en uno de ellos que don Jaime nació encima de una paleta con gusanillos de óleo de los que nunca se pudo librar. Los libros de su biblioteca dicen cosas llenas de poesía que me dan escalofríos y me sacan temblores sin saber muy bien por qué. Hay hombres que nacen con el trato cariñoso pintado en sus ojos. Don Jaime era uno de ellos.
Don Jaime y doña Antonia tenían tres hijos: dos varones que jugaban a ser señores y que no eran nada. (Ninguno de los dos había terminado el bachiller). Y Rebeca, que es una de las principales actrices de la historia que estoy intentando contar. Creo que ahora comprendo la afición que siempre he tenido a la lectura. En la biblioteca de la casa hay libros increíbles. Si no hubiera sido por ellos, no habría podido resistir una vida con los pies dentro de unas chancletas e imitando a una locutora de grandes almacenes. El destino lo traemos escrito en el ombligo. Palabra de sabio.
La hija de los señores tenía ojos melancólicos y un cuerpo largo. Hablaba silbando las eses, cantaba las esdrújulas. Se enamoró de un caballo, su padre le trajo un profesor de Jerez. El caballo sabía bailar, Rebeca aprendió ballet.


Su padre le mandó a París a la Academia de Madame Mornifle en donde conoció a Emeraldo Renato, un Apolo en mallas que decía palabras antiguas, descatalogadas, goteando melaza cubana. La niña Rebeca, todavía en edad menor, comenzó a bailar con tiemblo. Cuando Emeraldo la hizo suya, descifró los tams-tams de su corazón y puso redes para no dejarle escapar. Mintió a su padre hasta los veintisiete años. Le juró año por año que Madame Mornifle le aseguraba que para llenar los teatros había que practicar sin pausa. Su madre descubrió que Rebeca había errado tras Emeraldo por los escenarios de Europa y de América para no desmantelar su felicidad. Doña Antonia les embaló al matrimonio en la boda más fantástica que se recuerda en la Región. Un obispo verdadero llegó al jardín montado en un dragón con escamas doradas. Seis monaguillos abrían la procesión montados en bicicletas de una rueda. Después de la ceremonia, él voló a bailar y ella comenzó a usar el título de sus padres entre sus amistades internacionales. Adoraba ser baronesa. Pidió a su padre que desheredase a su hermano mayor. Yo creo que fue el recuerdo de aquel capricho el que llevó a don Jaime a rehacer sus últimas voluntades cuando dejó preñada, ya viejo, a una modelo puta, la que está colgada en el Museo de Bellas Artes, vestida solo con un mantón de Manila, al lado de un violón y que la familia llama Mochita. Fue una época convulsa. Tan amarga que estuve a punto de guardar en un hatillo mis dos vestidos de percal, mi lanilla para los hombros y los libros de Julio Verne que tenía birlados. Pero Don Jaime hizo regresar a su hija de Viena para comunicarle su capricho de hacerla baronesa con la condición de que ella se quedara encinta de un niño que iba nacer al que llamarían Lukas. Me quedé en casa. Además, ¿A dónde iba a ir?
Para entonces el señor había colocado un supletorio en la mesilla de su cuarto. Era una gozada no tener que subir las escaleras para llegar a la quinta llamada sin romperte las narices. Ahora ya escuchaba todas las conversaciones con puntos y suspiros.
-Si me quedo encinta, algo nacerá-dijo entonces Rebeca.
- No es necesario que te quedes encinta. El niño ya está en camino.
- Tú dirás cómo es eso.
- Tienes que simular que estás encinta. De traer el niño, me encargo yo. ¿Entiendes?
- Poco y mal.
- Tú, quédate en casa hasta que nazca el niño. Después ya veremos lo que pasa.
- Seré Baronesa a perpetuidad.
- Serás Baronesa de Escarpín.
- Con un hijo que no es mío.
- Eso lo sabremos tú y yo.
- ¿Y el padre?
- El que tú quieras. Ese cuento te lo dejo para ti. El padre pinta poco.
- Misterio. ¡Me gusta!
La niña Rebeca era tonta. Todo lo que hizo en su vida lo tomó como un juego preparado por su papá. Entonces no se le ocurrió otra cosa que llamar a Emeraldo por teléfono. Le contó que le había dicho su papá que iba a tener un niño que se llamaría Lukas sin estar preñada, así, como la Virgen María. No sé quién me puso el nombre de Melitona. Aunque me llamaban Meli, me parecía nombre de tonta de remate. Y creo que siempre me tuvieron por eso en la casa. Pero por tener nombre de tonta confiaban en mí. Esa fue mi desgracia. Cuando alguien confía en ti y no le importa que sepas sus secretos, se te hace un hueco en el corazón y le quieres hasta que la vida te conserve la cabeza sana. Bien. Emeraldo le replicó que cómo es eso. Entonces ella le contó a Emeraldo que sería Baronesa. Emeraldo echó una carcajada, seguramente con aquella sonrisa suya llena de dientes blancos y le replicó que no sabía que las baronesas fueron primero vírgenes. La niña dijo enfadada que los caribeños son incultos y que tenían el mamín enfermo. “Mamín”. Mi niña dijo “mamín”, una palabra que le hubiera costado una buena regañina si su padre le hubiera escuchado. Emeraldo se enfadó y le dijo a Rebeca que no le llamara más por teléfono. Colgó. El muchacho colgó. Luego le escribió que se iba a bailar a China un número con un quitasol de estrellas. No se vieron durante cuatro años.
Del recuerdo de aquel nacimiento sólo quedó la magia de haber concebido un niño sin padre, sin signos externos de preñez en la madre, sin vestidos cortados con formas gemelas a otros vestidos de mujeres preñadas, sin ni siquiera con vestidos que imitaran a algo sorprendente, porque la señorita Rebeca no mostró ninguna cintura de embarazada, ni ninguna hechura de senos de futura mamá, ni ojeras azuladas o de carne viva. Ella mostró el trago de dos o tres copas de champán y la nicotina color campánula de las zarzas o de los vientres de los bichos de luz que dejaban caerse por los zarcillos al fondo de los arbustos de menta para salvar su vida. Cuando los meses empezaron a sumar, le recomendé colocarse encima de su vientre plano un cojín de alfileres o una toalla aplastada.

 
A la tonta de ella no se le ocurrió otra cosa que preñarse con globos llenos de agua. Animaba a la servidumbre a que le arrojara dardos verdaderos robados por ella en nigtclubs londinenses o en boites parisinos. A la servidumbre le temblaba el cuerpo. Se ponían de puntillas, cerraban los ojos y lanzaban el dardo al aire. Sólo yo apuntaba con rabia y soltaba el dardo a la altura del falso vientre. El clavo atravesaba la tela de su vestido, rompía la goma del globo que hacía “plaf” y a la señorita le salían lágrimas de alegría y aplaudía como una chiflada antes de correr a su habitación a pegarse con esparadrapo otro globo. Me tomaba de la mano, me daba los dardos y me rogaba que apuntara bien para romperle las aguas. El juego duró hasta que don Jaime llegó un amanecer con una maleta llena de alubias. Y entre las alubias, venía un niño de piel muy blanca semienterrado, con la cabeza levantada por la mano de don Jaime para que pudiera respirar.


Cuando llegó el señor eran las tres de la madrugada. El ruido de la llave me sacó de la cama y subí las escaleras del sótano, que es donde estaban nuestras habitaciones, la de los criados. Crucé el recibidor y abrí la puerta a don Jaime, que me hizo una mueca de silencio. Una mano sujetaba la maleta en posición horizontal. En la otra traía un rollo envuelto en cartulinas y periódicos. Le quité el rollo y le seguí escaleras arriba. Entramos en su habitación en donde su esposa respiraba con pesadez. Ella dormía siempre con la lamparita de su mesilla encendida porque ya solo soñaba con muertos de su familia y decía que la querían llevar. Sintió la mano de su marido atenazándole el hombro y diciéndole a la oreja que ya había recogido al niño.
-¿Qué criada está contigo?- preguntó doña Antonia mientras se ponía la bata y con ella su pulcritud.
- Melitona.
- ¡Ah!- dijo ella- Vas a venir con nosotros, Meli. Despierta a la señorita y dile que ha llegado la hora del parto.
- Si el niño ya está en casa, ¿para qué tanto paripé?-preguntó don Jaime.
- Las cosas hay que hacerlas bien-dijo doña Antonia.



El señor me dio la maleta con las alubias. Yo tuve un pronto. Puse la maleta encima de la cama y saqué al niño. Lo envolví con mi toquilla y lo apreté fuerte, fuerte contra mi pecho. Fue un instante mágico. El señor y la señora, me lo quisieron quitar. También la señorita Rebeca, que acababa de entrar en el cuarto, hizo un ademán como para arrebatármelo.
- Tiene hambre-dije yo. Y apreté a correr escaleras abajo. El mecánico nos esperaba con el motor del auto en marcha. El bulto lloraba como un niño de verdad. Llegamos a una clínica. Nos esperaban. Tendieron a la señorita Rebeca en una camilla. Se dejó hacer sin protestar, más como una mujer muerta de sueño que como una parturienta que ya había roto aguas.
- Ha nacido en el camino-dijo el señor.
Me dejaron con la señorita Rebeca y con el mamoncete en la clínica. Cuando trajeron el primer biberón, la enfermera sacó a la criatura de su cuna y la puso en brazos de Rebeca. La señorita se levantó y me entregó al niño y al biberón. Ella saltó de la cama y encendió un puro.
- Lo que hay que hacer para ser baronesa-dijo.
Primero me dieron las bayetas para los pies. Después me regalaron un teléfono. Al final me encargaron el cuidado de la cosa más bonita de toda la casa. Cuando tenía al niño en brazos, el latido de su corazón engordaba mis venas y le llenaba de besos. Al final todos encontramos nuestro premio. Al tercer día vino el señor y nos llevaron a casa. Durante tres años, Rebeca cuidó al chiquillo como a su muñeco preferido. Contrató a una aña seca para pasearlo en un coche inglés, le vestía con bodoques y festones. Estrenaba todas las semanas sonajeros de plata, cucharillas de oro, biberones de cristal de Bohemia. Lukas se dormía con nanas de Brahms y con rancheras mías. Rebeca trajo a una actriz con voz de princesa para que le leyera cuentos. Le bañábamos con agua del Jordán.
Entrando el cuarto año de su nacimiento, la Baronesa Rebeca tuvo noticias de que las galeras de Emeraldo venían viento en popa por las Islas Paracelso para ponerse en la cola del Golfo de Suez y entrar en el Mediterráneo. Rebeca contrató al director de escena de la Ópera de París para que le compusiera el solo más magnífico que ninguna diva había bailado en teatro alguno. El maestro le compuso una cabriola en honor al fuego Oriental. Duraba dos minutos, pero era tal su intensidad que las mujeres dejaban sus asientos y corrían a hacer cola en los sanitarios para orinar su emoción en un lugar oportuno. Triunfó. Se olvido de Lukas.

Los siguientes diecisiete años fueron felices, excepto la noche que se murió la señora. “Siento en el pecho una puñalada”, me dijo por la mañana. Le llevé jerez. Se nos murió antes de que llegara el señor de sus correrías nocturnas. Le gustaba tomar apuntes a carboncillo a putas viejas dando pecho a niños o recostadas en el dintel de una puerta, debajo de un balcón con flores de papel. Seguí brochando a menos velocidad. Atendía las llamadas del teléfono. Lukas cogió algo de plata, un poco de oro, alguna figura valiosa. Se marchó a vivir a París. Yo creo que los eucaliptos y los pinos mediterráneos del jardín echaron más hojas que de costumbre. No sé. La casa se llenó de tristeza. Las paredes, de sombras. Al señor le crecieron las bolsas de sus ojos. Comenzó a usar un bastón de palo de rosa.
Una tarde descolgué el teléfono. Por primera vez, la voz imperiosa de una mujer, me cortó mi cantinela.
- Soy Mochita. Diga a don Jaime que le llama su amiga Mochi.
La madre de Lukas”, pensé. Me quité las andarinas de encerar, las arrimé a una butaca y comencé a trepar las escaleras que me llevaban directamente al estudio del señor. Dormitaba. Le soplé en sus párpados. Le dije:
- Don Jaime, le llama Mochita. Su amiga Mochi.
Sabía que ella había sido el gran amor de su vida. Una puta con casta que posó cientos de veces, siempre con mantón de Manila al lado de un violón.
- ¡Mochita enana! ¿Dónde está Mochita?-dijo don Jaime.
- Al teléfono, señor.
- ¿Tengo que bajar?
- Aquí no hay más que un teléfono. En casa de los Batarrita, tienen cuatro.
- ¡Los Batarrita son muy ricos!
- Todo el mundo sabe que nos están robando las chimeneas de las fábricas. Espere, señor, que le quite una mancha verde que tiene en el hombro. Es una mancha preciosa.
- Todos los colores son hermosos. Deja mi mancha.
- Doña Antonia no le hubiera dejado hablar por teléfono con esa mancha verde.
- Doña Antonia San Román es difunta. Ahora me deja hacer lo que quiera.
- Usted lo hace, pero a ella no le gusta
- ¡Mochita!- gritó don Jaime con voz juvenil- ¿Eres tú?
- ¡Mochita enana, jodida y requetejodida! Aquí estoy, Barón de Escarpín. Sé una cosa mala que te va a moler el alma.
- No me la cuentes.
- Te la tengo que contar. Ha venido Fortunata, Nata, Nata, la puta de Villaconejos, amiga de Ángela Societé. Ya sabes.
- Calla, bruja. Hoy es día de difuntas. No me hables de ángeles muertos. Ángela Societé. ¿Qué sabes tú de Ángela Societé?
- Lo que me contaste un día. Te dejó huella. Luego se murió comprando fresas a un cojo. Debieran de prohibir vender fresas a los cojos. Matan.
- Todos los muertos te labran el cuerpo.
- Fortunata Nata, Nata, la puta de Villaconejos cuenta que un día le presentaste a Lukas.
- Puede ser.
- Lukas está en París.
- A mi pesar.
- Ella lo ha visto. Fortunata trabaja de camarera en un cabaret donde van escritores. Parece ser que Lukas es escritor. No lo malees. ¿De qué viven los escritores?
- Lukas quiere ser escritor, sí. Escribe cuentos. ¿Qué quieres que haga yo? A mi no me parece mal que vaya a París a gastarse unos cuartos y sueñe con ser Cervantes. Lo que me parece mal es que huya como un ladrón, sin despedirse, con una maleta llena de ceniceros de plata, tortugas cinceladas y dos telas mías para malvenderlas en el Mercado de las Pulgas. ¡Ay Mochita! ¡También a los ricos nos salen hijos locos!
Cerré los ojos. Recordé aquel andar de medio lado que tenía el muchacho, como un perro cojo, como un perro apaleado por jugar con una gallina de pelea. Esperé a que el señor colgara el teléfono. Me coloqué frente a don Jaime. Me miró extrañado. Levantaba las cejas y me contemplaba con estupor. Consideré que su turbación había llegado a su punto final. Dije con pereza:
- Las dos telas que se llevó Lukas a París se las puse yo en su maleta. Seguramente me debe mucho más de lo que pueden valer. Llevo setenta y tres años brochando el suelo que ustedes manchan con las suelas de eso zapatones ingleses que se poner para jugar al golf. Y otros setenta hablando por teléfono como una idiota.
Se hizo el silencio. Era una tregua. Ninguno de los dos, señor y criada, nos imaginábamos por donde se iba a descoser nuestra relación. Me temblaban las bolas de los ojos. Don Jaime me miró aturdido. Se agachó. Se desabrochó sus zapatos. Se los quitó y salió descalzo de la habitación. No me encontraba bien.
Aquella misma tarde subí al camarote y lo revisé a conciencia. Había un ángulo metido en otro ángulo y éste dentro de un trapecio de paredes. Me costó llegar al fondo. Encontré dos cojines. Uno lo puse en el suelo y el otro lo recosté contra la pared. Sabía que no iba a subir allí nadie. Ni tan siquiera que me buscarían en ningún lugar del mundo. Todos pensarían que me había marchado. Llené una botella con agua y me senté en mi escondite. Me di de vida lo que el agua de la botella me durara y quizá algún día más.
 
Los huesos de Melitona Sangróniz aparecieron cinco años después. Un hijo de don Jaime la reconoció por su lazo sempiterno. Ordenó a un criado que llevara los huesos mondos al cementerio con el recado de que ya pasaría él a decir donde ponerlos. El criado los metió en una maleta pequeña en donde todavía había pellejos de alubias, los dejó encima de unas zapatillas de encerar el suelo y cerró el camarote con llaves.



Arrigúnaga, 18 de agosto de 2013.


 
FIN