jueves, 5 de diciembre de 2013

EN EL RÁPIDO MADRID-BILBAO




 Mi tía Alma se recogía su pelo negro en un pequeño moño, no más grande que un ovillo de algodón de repasar. Su cara de andaluza antigua comenzaba a languidecer con dibujos nuevos que marcaban una época desconocida. Su vestido de girasoles en un campo negro competía con sus ojos grandes, también negros, en una lid amañada. Mi tía Alma seguía siendo una mujer hermosa.
Un viejo de pelo blanco y corbata crema de seda, sentado al lado de la puerta del pasillo, miraba a la mujer que tenía enfrente sin dejar de masticar un mondadientes. Aunque tenía cara de palo, su mirada reflejaba un atisbo de sorpresa.
Mi tía y yo regresábamos a nuestra casa de encima del mar después de haber permanecido cuatro días en Madrid. Era la solución que siempre proponía la tía Alma después de que mis demonios me hicieran cometer una barbaridad. Cuando le explicaba el mal que había causado (casi siempre a Mariona, mi mujer), ella proponía abandonar el lugar de los hechos para analizar con objetividad las consecuencias de mi acción. Alma mantenía un apartamento en Madrid en el que en algún tiempo fue feliz con un bedel de los Nuevos Ministerios. “Todavía huele a habanos”, solía decir. Y a mi me gustaba acompañarla para no encontrarme con Mariona hasta que las cosas se arreglaban. Siempre que discutíamos, yo me refugiaba en casa de mi tía Alma, una casa grande que olía a viejo. Todo tenía muchos años. Hasta el canario era viejo.
Una semana antes me había quedado sin trabajo. Cuando me quedo sin trabajo, reviso los bolsillos de Mariona, cojo lo que hay y salgo a pasear por la playa. Mariona es de buena familia. Si mis padres no se hubieran matado en un accidente de coche, a lo mejor yo también sería de buena familia. Pero desde entonces viví con la tía Alma y con la China, una mujercita arrugada que no sabía llorar.

Quiero mucho a Mariona. Me gusta su pelo sedoso y sus pequeños mofletes todavía infantiles. Cuando se agacha para oler una flor siento palpitaciones. Tengo que llevar mis manos a mi pecho para tranquilizar mi corazón. Es cuando la llamo princesa, nubecilla y ala de mariposa.
- ¡Qué ridículo eres! ¿Qué vi yo en ti, Flaco?- me dice ella. Me encanta que me llame Flaco. También me encanta que me deje ponerme sus pantalones vaqueros. Usamos la misma talla.
Aquel día no me dejó. Mariona es terca y sabe hacerme daño. No me dejó ponerme sus pantalones y me llamó inútil y fantoche. Di dos zancadas. La distancia perfecta. Le aticé dos sopapos. De esos que retumban en el hueco de la escalera y las palomas que viven en la fachada echan a volar. Yo también salí volando a la calle dando un portazo. Hice lo que siempre hacía cuando las cosas se me ponían cuesta arriba: ir a casa de la tía Alma para que acariciara mis mejillas. Pero Alma estaba llenando su bolsa de viaje para irse a Madrid. Cuando recordaba el olor a puros habanos de su amor perdido, dejaba a la China al cuidado de la casa y volaba a edificar recuerdos in situ. Huí con mi tía. Dos buenas hostias en el rostro de tu mujer, acojonan.
Sabía que el viejo que mascaba un palillo no se iba a quedar en silencio.
- Si hay confianza-dijo agachando su espinazo.
El viajero se soltó los cordones de sus zapatos blancos y se descalzó. No llevaba calcetines. Se puso en pie para colocar sus zapatos en la red de encima de su cabeza. Los dobladillos de sus pantalones dejaban asomarse unos dedos largos que mordían como sanguijuelas la moqueta del vagón de primera clase de RENFE. Un tirón de la máquina sentó al viejo. Ahora sus pies se mostraban enteros hasta sus tobillos. Eran blancos, grandes, estrechos y largos, como remos de bogar. El viejo sacó un palillo de un bolsillo interior de su chaqueta. Lo colocó entre sus dientes. Volvió a poner sus ojos en el rostro de la vieja. Ella no se inmutó. Abrió su bolso de alpaca y sacó un paquete de cigarrillos. También los dedos de sus manos eran largos. Sin adornos. Cogió del paquete una boquilla de pobre y la mitad de un cigarrillo usado. Trabajaba con parsimonia. Trabajaba para quitarse de su cara el disparo de la mirada del viejo. Buscó en el bolso una cerilla con la calma que emplean los que saben que no la van a encontrar. Perdida la batalla, se puso la boquilla en sus labios. Su rostro largo, plagado de estrías, se volvió a mi tía Alma. Entonces se iluminó con una sonrisa. Me di cuenta que iba vestida de verde. Desde niño he relacionado el color verde con la alegría. Era un vestido demasiado usado para viajar en un vagón de primera clase. Era un vestido verde confeccionado para una fiesta de disfraces de barrio. La señora sacó del bolso un puñal. Lo colocó entre sus piernas. El puñal era precioso: fino y estrecho de hoja con cruz de damascos de plata. Suspiró la mujer. Empuñó la daga, más bien para que no resbalara al suelo. Abrazada a ella, parecía no temer la mirada del viejo. La guardó.
- La culpa tienes tú, que dejaste de fumar-dijo al viejo.
- Masca mondadientes. Todavía me quedan tres.
Mi tía enseñó un colmillo de oro, envidia de los muertos de hambre. Me pidió la bolsa de los bocadillos. Su mano con tres sortijas sacó una caja de cerillas de cocina.
- Coja las que necesite.
- Una.
La vieja encendió la colilla. Dio una calada profunda. Soltó el humo como las actrices de las películas americanas. Tres aretes en la pantalla del cine.
- ¿Molesto?-dijo la anciana.
Mi tía dobló su cabeza en un gesto dudoso. La anciana se levantó de un salto impropio para su edad. Salió al pasillo. El viejo corrió la puerta con su pie desnudo. El viejo de pelo blanco llevaba un traje blanco de lino. Era tan flaco como su propia sombra.
Entró el revisor. El revisor tenía los ojos muy azules. Yo sólo había visto muñecos de madera pintados con los ojos de ese color. El hombre del traje blanco tenía un billetero con una goma de sujetar el pelo. Sus dedos largos pasaron la goma de la cartera a su muñeca. Colocó los billetes en la mano de la autoridad ferroviaria.
- Son de segunda clase, señor. Me temo que se tendrá que cambiar de coche -dijo el revisor con voz rara.
- ¡Oh! ¡Qué desolación!
Alma pegó la punta de su zapato al mío. Me sonrió con media boca. Se sentía feliz con el compartimento solo para nosotros.
- Aunque quizá prefiera pagar la diferencia y quedarse aquí. Me temo que le será difícil encontrar asientos libres en segunda-dijo el revisor.- Su señora se lo agradecerá.
- No soy su señora-dijo la vieja separando las palabras.
- Su…-balbució el revisor.
- Soy la señora Illinois, actriz recitadora. Y la señora Illinois siempre viaja en primera clase. Vengo de trabajar en el coro de Agatón, en “Las Termóforas” de Aristófanes. Una actriz clásica no puede viajar en segunda clase.
- El coro siempre viaja en segunda-dijo el viejo escupiendo su segundo palillo.
- No me escupas el sarro de tus dientes, ¡cerdo!- exclamó la señora Illinois.
El revisor se quitó la visera y se pasó la mano por su mata de cabello gris.
- La diferencia es de veintisiete euros y treinta céntimos. Termino de revisar el vagón y regreso para saber la decisión que han tomado.
- ¡Siento sangre en lo profundo de mi dignidad!-exclamó la actriz con voz de ultratumba. Actuaba-. Estoy abatida por las ruindades de los hombres-dijo la actriz. Sus manos comenzaron a bailar en el aire -. Esta mañana he puesto mi puñal toledano en el cuello de un empresario para que me pagara ciento veinte malditos euros por tres días de actuación. Le he obligado a enterrar su cara en el barro suplicando que no le pinchara en la carótida. El empresario estrujaba con sus dedos seis billetes de veinte euros. He pinchado hasta que he sentido mi mano pegajosa de sangre. Le he arrebatado mi salario y me he dirigido a la estación a esperar un tren. Entonces apareciste tú con un muchacho y un burro cojo que traía mi maleta. Has venido con tu sudario blanco de director de escena y has sacado los billetes en la taquilla. ¡Me cago en tus muertos, Segundo Oficial! ¡Has olvidado mi maletín rojo! ¡Mis afeites, el cepillo para mi pelo, las pinturas, los colores, mi vida entera!
- Tu maletín rojo se ha quedado el empresario.
- ¡Mi revolver! ¡Has dejado que un empresario de tres al cuarto se quede con el revolver que me regaló mi marido en Filadelfia!
- Tú no has tenido nunca marido. El revolver era un pistolín mataperros que le robaste al Mago Membrino. ¿Recuerdas a Membrino? Lloró buscando su pistola.
- ¡Mambrino! ¡El Mago Mambrino, Segundo Oficial!
Alma había cerrado sus ojos. No quería volver su cabeza y ver el rostro de la anciana, seguramente asombrada por las correcciones groseras que ningún hombre puede airear en presencia de extraños. Mi tía Alma era una mujer de convicciones.
Regresábamos sin haber tomado ninguna decisión. Y si no tomamos ninguna decisión era porque no había nada que decidir. Como siempre. Esperar. Esperar la reacción de Mariona. Mi tía Alma se hizo cargo de mí desde el mismo día del accidente que mató a mis padres. Yo apenas contaba dos años. La China. Alma y la sirvienta China. Comían un saco de arroz entre las dos en un mes. Tuvieron que comprar leche, tarritos con frutas, verduras y aprender a tricotar ropa de bebé. Alma soltó sus bufandas. Confeccionó chaquetas y pantalones. Pero yo salí guapo y me empezó a querer y a gastar sus ahorros porque su niño guapo agigantaba su hermosura con ropa de niño rico. La China vendió el kimono de seda natural que le había mandado su familia para su mortaja. Hasta que me hice hombrecito. No hombre. Me hicieron entre las dos un pijo. Un joven que llegó una noche a casa con Mariona pregonando nuestro matrimonio.

Alma meneó la cabeza.
- ¿En qué estación han montados ustedes?- preguntó a la anciana.
- No se lo podría decir. Pero sí le puedo informar que hemos actuado en un pueblo apestoso: Herrerías de los Fresnos. El nombre es bonito. Pero sus habitantes parecen puercos.
- Hemos actuado en la plaza porticada de Fresnos de los Herreros-corrigió el viejo.
La señora Illinois miró con odio al anciano. Sólo un par de segundos. No sé por qué recordé la mirada de Mariona después de las dos bofetadas. No me la había quitado de la cabeza en todo el tiempo que había durado nuestra escapada. ¡La tía Alma! La tía Alma temía a Mariona más que yo. Le tenía pánico.
Vi al revisor de ojos azules pasar por delante de nuestra puerta sin mirar en el compartimento. También le vio la tía Alma.
- Un buen hombre o un cobarde-dijo mi tía con rabia.
- Los comediantes siempre damos pena-dijo la vieja mientras abría su bolso.
Sacó un collar de piedras negras. Miró al viejo. Se arrodilló entre sus piernas. El viejo le quitó el collar de sus manos y le dio tres vueltas en su cuello. Ayudó a levantarse a la anciana y la acomodó en su asiento. Los ojos del viejo se habían apaciguado. Los ojos de la anciana comenzaban a reír.
Alma dijo que eran las dos. Me pidió la bolsa de los bocatas. Colocó una servilleta en la mesita de la ventana. Puso encima medio pan grande preñado de filetes de carne rebozados. Invitó a los comediantes a que se acercaran. Dividió la barra en cuatro pedazos. Hubo vino y otra ración de tortilla de patatas. El viejo se calzó los zapatos blancos para comer. La vieja rezó y besó el pan. Los dos tenían hambre. Mucha hambre. Porque mientras comían, lloraban. No de agradecimiento. Lloraban de placer.
La anciana se sentó al lado del viejo. Recostó su cabeza en su hombro.
- No puedo soportar a esa pandilla de locos. Seguro que vienen berreando y tocando la guitarra-escuché decir a la vieja muy quedo.
- Es mejor no volver a verlos-dijo el viejo.
- ¿De qué vamos a vivir sin Compañía?
- Nos matarán. Cuando les digamos que no nos han pagado lo que creíamos, nos matarán. Es lo que deben hacer: matarnos-dijo el viejo manoseando su corbata de seda crema.
- ¿Cuánto te han pagado en realidad?- preguntó la anciana.
- Lo suficiente para ir tirando tú y yo durante un mes. Ya se me ocurrirá alguna patraña cuando lleguemos.
- ¿No te dan pena?
- No-dijo el viejo. Cerró sus ojos y en tres minutos resoplaba como un bendito.
También Alma se amodorró. La anciana jugaba con su collar de piedras negras de tres vueltas. De pronto, abrió su gran bolso de alpaca. Sacó la daga.
- ¿Te gusta?-me preguntó mostrándomela entre sus dos manos.
- Es muy hermosa-le dije.
- Cógela. Para ti. Ha servido para grandes montajes teatrales. Si este hombre hubiera defendido la propiedad de mi maletín rojo, te hubiera regalado el revólver que perteneció al Mago Mambrino.
- Gracias. La daga servirá de recuerdo de este viaje-dije guardándola en el bolsillo de mi chaqueta.
La tarde fue transcurriendo con placidez. Coloqué mi mirada en el paisaje que llegaba como un rayo para dejar paso a otro y éste a otro no muy diferente. Hasta que vi llegar una procesión por una vereda paralela al camino del tren. Un centenar de personas detrás de una virgen, que viajaba en las andas que transportaban cuatro campesinos, llegaba a una ermita con un campanil. Cohetes de romería pintaban en el cielo manchas de pólvora. Las ruedas del tren apagaban su explosión. Fue una visión fugaz que se quedó a mi espalda. Por eso no me gusta viajar de frente: el mundo se pierde en un instante sin permitirte guardar detalles. Entonces sentí en mi pierna el zapato de Alma.
- Creo que deberías regresar a casa y pedirle perdón- dijo mi tía.
Me empezaron a temblar las manos. Era como otras veces. Primero me temblaban las manos y después sentía frío en todo mi cuerpo, hasta que el vértigo traía a mis ojos miles de lucecitas de colores. Miedo. Tenía miedo de que Mariona no me dejara entrar en casa y me mandara a vivir con mi tía Alma y con la China en la casa vieja que olía a viejo, a soledad, a aburrimiento. Apoyé mis codos en la mesita de la ventana. Encerré mi rostro entre mis manos. Dejé pasar el tiempo escuchando el golpeteo de las ruedas del tren. Al entrar en Orduña, comenzó a llover.
Mi tía me despertó para que ayudara al anciano de pelo blanco a bajar la maleta del estante. El tren chirriaba casi parado rodando por su camino en una playa de vías que reconocí al instante. El compartimento se llenó de los ruidos que emitían las puertas de otros compartimentos del vagón. Pensé en la prisa que siempre nos entra de bajar los primeros al llegar a nuestro destino. La anciana se apresuró en despedirse. Salió sin mirar atrás. El viejo de pelo blanco y traje blanco no se despidió. Desapareció por el pasillo con la maleta al hombro. La tía Alma bajó la ventana. Dejó entrar el aire caliente del verano. Había parado de llover. A mí también me gustaba mirar la estación desde el tren en marcha. El tren entró en los andenes casi parado. Todavía rodaba los últimos metros cuando vi saltar a las vías al anciano de pelo blanco que ella llamó Segundo Oficial. Corrió hasta que el tren se detuvo. Recogió la maleta. La dejó en el suelo y ayudó a bajar a la anciana vestida de verde. Saltaban por el hormigón de las entrevías. Les perdí de vista cuando rodearon el motor de un tren de cercanías. Corrían como dos locos.
En la puerta del vagón se amontonaba un grupo preguntando al revisor de ojos de muñeco pintados de azul por nuestros compañeros de viaje. Me abrí paso a codazos. La tía Alma me seguía arrastrando nuestras bolsas de viaje.
Supe que estaba allí sin verla. Fue un mazazo que me pegó de lleno en mi estómago. Luego la vi y me volví para agarrarme del brazo de la tía Alma. Ella también la había visto.
- Tranquilo-me dijo-.No tenía que haberle llamado a la China para decirle que regresábamos hoy.
Mariona estaba en medio de la China y de su amiga Carmencita Morales, una juez que antes del euro te daba veinte duros si le tocabas. Mis piernas se me habían agarrotado. Alma me empujaba con las bolsas de viaje para que me acercara. Quise decirle a la tía que no podía andar. Pero es que tampoco podía hablar. Metí la mano en el bolsillo. Encontré en su interior la daga que me había regalado la anciana del vestido verde. Sin sacarla, empujado por los nervios, intenté clavármela con todas mis fuerzas. Se dobló. La saqué del bolsillo para enderezarla con ambas manos. Era de plástico.
 
FIN


Getxo, 16 de noviembre de 2013.

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