sábado, 25 de julio de 2015

ALZHEIMER



Mi padre reparaba el tendedero que rompió el viento. Además del alambre de colgar la ropa había un cerezo y un peral. Cerca del seto brotaban las violetas de la abuela con las que curaba las heridas. Pero ese milagro sólo sucedía en primavera. Mi hermano Judas me dio con un hueso de cañada de vaca en la cabeza un día de mayo y la abuela me curó la herida con flores de violetas.  A esta abuela la queríamos tanto que mi madre trajo sus cenizas a casa y las colocó encima del piano de cola que le regaló mi hermano. Es increíble las cosas que tienen los ricos después de haber sido pobres. Judas es mi hermano mayor, después nació mi hermana y luego yo. Mi hermano Judas era el mortal más guapo de Getxo. Mi hermanita decía que tenía un culo 10.  A mí lo que más me gustaba era verle subir y bajar su nuez.  Si se daba cuenta que le miraba se ponía rojo como un tomate. “¡Quieto Jud!”, gritaba mi madre para desfogarle. Ahora que ella está muerta, no habrá nadie que le llame Jud.
 Dicen que mi padre, de joven, tenía un humor desaforado. No soportaba  a los individuos sin sentido del humor, le irritaban de tal manera que estaba convencido que de ellos era el reino de los cielos. No soportaba que por ser cortos, les tenías que pedir perdón. Luego, al comprender que su hijo tuvo que valerse a menudo de sus puños para defender su nombre, comenzó a llamarle “Oye Tú” para arreglar su entuerto por haberle bautizado con el nombre del apóstol malo. 
De la abuela de las violetas recuerdo muchas cosas. De los otros abuelos, casi nada.
Mi padre había hecho un hoyo de unos cincuenta centímetros con la barra de hierro. Después de cada golpe se ponía de rodillas y sacaba con un cazo la tierra suelta. Llevaba haciendo la misma operación desde que regresamos del cementerio de dar tierra a nuestra madre. Hacía mucho tiempo que no veía a sus tres hijos juntos. De vez en cuando nos miraba por el rabillo del ojo. ¡Vete a saber en qué estaba pensando! En la iglesia quedaba un cura viejo que tocaba el “Ángelus”. Había tanto silencio que las campanas llegaban al cerrado de nuestra casa con la misma nitidez que cuando éramos niños. Mi padre levantó la pilastra que había subido de la playa casi hacía un año y la puso en el agujero. La calzó con piedras y las fue incrustando con la barra de hierro alrededor del puntal. Mi padre ya había cumplido setenta años y ninguno de nosotros tres bajaba de los cuarenta. Una mujer sana y dos hombres fornidos contemplamos colocar el machón de en medio del alambre de colgar la ropa, con el mismo arrobo que cuando fuimos niños. Era un trabajo de padre. Bajar a la playa todos los días de mareas vivas, subir el machón y dejarlo contra la pared de casa al sol hasta tener la certeza de que se había secado, era un trabajo de padre. Así había sido siempre. Otra cosa que hacía mi padre era labrar la huerta con el caco, sembrar patatas y plantar rectas las filas de cebollas y puerros.  Clavar el poste de colgar la ropa era un trabajo superior, de pater familias, de jefe de tribu. 
Judas llegó a tiempo al entierro. La última vez vino con su mujer, una señora de color zanahoria que se llamaba Ramonita. Vinieron en tiempo de  higos hacía tres o cuatro años. Mi hermana guardaba el número de su teléfono debajo del tapete de su mesilla. Mi hermano se había hecho rico comprando y vendiendo pianos. Supo subirse a la levita de un político de la enseñanza y se agarró como una garrapata a su destino. Judas, además de ser un chico guapo, se cuidaba el cutis con peladuras de limón y había aprendido a sonreír con el candor de un niño bueno. Al subsecretario se le ocurrió dotar de un piano a todas las escuelas de la Nación. Judas aprendió del jerifalte el arte de la política y fue ascendiendo escalones de su mano. Fue un triunfador, que sin saber distinguir las fusas de las semifusas, se hizo millonario como tantos chorizos de la buena política.  El piano que regaló a nuestra madre para que colocara la urna con las cenizas de la abuela, pertenecía a la partida de las escuelas de la provincia de Teruel. Este detalle no viene al caso, pero yo encontré una nota en su caja en la que se anunciaba que el piano pertenecía a los doce de más que se pidieron para Teruel.
 Fue mi hermana, quien se dio cuenta de las rarezas de nuestra madre al descubrirla llevando una cuchara bien cargada de cenizas, de la sala al puchero de las alubias.
- Pero, ¿qué haces, madre?
- ¿A ti qué te parece? ¿No ves que llevo sal a la cocina para las alubias? 
Mi hermana sonrió y enterró un beso en sus mejillas. Mi madre también sonrió y puso dos besos en las mejillas de mi hermana. Acompañó a mi madre a la cocina y le ayudó a potajear las alubias con las cenizas de mi abuela. Mi madre probó las alubias con la cuchara de palo.
- ¿Están buenas?- preguntó mi hermana.
- Toma, prueba- dijo mi madre. Y mi madre metió la cuchara en la boca de mi hermana.
Mi hermana era una gran mujer. Aunque Judas la tachaba de cortita, mi hermana era buena. Mi hermano era listo, rico y guapo. Yo era el vago de la familia. La otra vez que nos visitó Judas, me dijo en la campa de colgar la ropa: 
- ¿Todavía sigues con eso?
- Sí, por supuesto- le respondí.
- Es una cosa que no comprenderé. Un hombre hecho y derecho escribiendo cuentos.
Entonces mi madre comenzó a cantar pío, pío, pío, pío  / pío, pío, pío, pan.
Sucedió en el viaje, en el último viaje que hizo Judas con Ramonita para ver a nuestra madre. Cuando trajeron el piano de cola en un remolque para colocar las cenizas de la abuela encima. Mi cuñada me agarró de un brazo y dijo muy gatona:
- No le hagas caso. Es tu hermano. Ya sabes…Sois  un poco locos.
- Según.
- ¿Por qué no dejas de mirar la nuez a tu hermano?
- Porque es bonita. Son cosas de la familia. Él me mira las manos. Y sé que le gustaría cogerlas entre las suyas, pero no se atreve.  
- ¡Fascinante! Voy a pedir a mi marido que en la cena te coja las manos- dijo mi cuñada con entusiasmo.
- ¡Ni se te ocurra! Te aborrecería toda su vida. Los secretos de familia de esa magnitud no se cuentan. Es demasiado hombre para verse descubierto en un jueguecito de hermanos. Yo soy el pequeño de la familia. Cuando tenía cuatro años, me arrojó un hueso de vaca a mi cabeza para ahuyentarme. Él tenía nueve años y todavía no me ha pedido perdón por la brecha que me hizo en el occipucio -expliqué con mi voz tranquila. 
Fue cuando mi hermano se acercó a comprobar si el poste que había clavado mi padre en la tierra estaba lo suficientemente fuerte como para soportar el peso de un viento sur con seis sábanas puestas a secar. Temí que mi hermano, más que una prueba de resistencia, lo que quería era derribarlo para demostrar a nuestro padre que no había perdido su sentido del humor. Tú inviertes  una mañana en clavar el poste de colgar la ropa y yo lo derribo de un soplo, padre. ¡Ja, ja! ¿Verdad que es genial? Pienso que mi padre también temió que su hijo iba a actuar atolondradamente.
 Mi madre siempre quiso que la enterraran. Todos los días al quitar el polvo a los muebles, se arrodillaba ante la urna con los polvos de la abuela. Pasarle la bayeta como si fuera un candelabro le parecía un sacrilegio. Quizás por eso nos recordaba que a ella la enterraran como siempre. Así se hizo. 
Mi hermano no asistió a la ceremonia, pero vino a buscarnos en su flamante Mercedes a la puerta del cementerio. Mi padre regresó caminando. Mi hermano quiso acercarse al acantilado para contemplar la playa de su infancia. 
- La madre decía que las sepulturas se vacían por el culo para que volvamos al mar-dijo mi hermano.
Le miré su nuez sin disimulo. Le miré de frente porque sabía que se encontraba en estado puro. Pero se interpusieron entre los dos sus ojos húmedos, azules y grandes. Me tomó las manos y acercó su rostro al mío. Me besó. Después besó a mi hermana y se dejó abrazar por su mujer. Al llegar a casa, mi padre ya había llegado. Lo encontramos en el cercado de colgar la ropa arreglando el poste roto.
- ¿Hoy precisamente tienes que hacer eso?-dijo mi hermana.
- Le prometí que lo dejaría fuerte antes de morirme. Desde que se rompió, hace ya dos años, no ha habido día que no me recordara que había que colocar un poste nuevo. Me gustaba que me lo pidiera. “Mañana”, -le respondía-. “Se lo debo”. 
Nos sentamos los tres en la yerba. Ramonita, discreta, se metió en casa a hacer limonada. Cuando éramos niños también  nos sentábamos los tres en la yerba. La madre nos miraba desde la ventana de la cocina y había que ser muy tonto para no adivinar que estaba cantando. Porque mi madre cantaba sólo cuando se sentía bien. Pensaba en el significado de la letra de las canciones. Y sonreía. 
Miré a la ventana de la cocina. Estaba vacía. Miré a mi padre y pensé si ella había amado a mi padre antes de perder la cabeza; Judas, sentado en la yerba, se entretenía contando un gran fajo de billetes; mi hermana, sentada también en la yerba, debió de sentir mi mirada porque volvió su cabeza. Me dijo casi en silencio: 
-  Te ha besado.
Judas se levantó y se dirigió al interior de la casa.  Media hora después dijo mi padre: 
-  Ya está.
Mi hermana fue en busca de nuestro hermano y de su mujer. La seguí. Vi encima de la mesa de la cocina una jarra llena de limonada hasta los bordes y cinco vasos. Subí al piso de arriba. Me asomé a la sala y miré distraído por el ante pecho. De pronto sentí una caída de moral. El coche de mi hermano no estaba. Me dirigí al cuarto que habían ocupado la noche anterior. Tampoco estaba su bolsa de viaje. La cama estaba puesta, Las cosas en su sitio. Grité a mi hermana:
- ¿Los has visto?
- Lo peor es que tampoco está su coche. Se han marchado a la chita callando. Mira- dijo mi hermana.
Mi hermana permanecía sentada en la orilla de su cama. Sin apenas mover un nervio de su cara, levantó sus cejas para guiar mi mirada encima de dos montones muy considerables de billetes de cien euros encima de la almohada.
- ¡Le salió el chulo!-exclamé.
- ¡A ver cómo se lo decimos al padre!- dijo mi hermana.
- ¡Qué más da!  
       

FIN




(Arrigúnaga (GETXO). 1 de junio de 2015.